El amor después del amor Con Udine, el alemán Christian Petzold se anima con una fábula romántica en donde confluyen la historia berlinesa, la mitología, la tragedia y la desilusión. El realizador Christian Petzold se distingue por narrar historias con elementos de thriller que abordan elípticamente la historia alemana reciente. Su método no incluye comentarios, sino lo que pasa al escarbar la psique de sus personajes, lo que el contexto hizo con ellos y por qué actuaron en consecuencia. Mediante ese método, Petzold desintegra lo genérico del thriller y deja lugares vacíos para experimentar. Un caso extremo fue Yella (2007); protagonizada por su actriz fetiche Nina Hoss, la película abandona parcialmente esas cuestiones y se zambulle en lo sobrenatural. Undine, su reciente film, es una integración de esos extremos: rescata “lo inexplicable” en un juego dialéctico con la historia. Undine Wibeau (Paula Beer, siempre brillante) es una joven historiadora que vive a escasos metros de su trabajo, el área de Planeamiento Urbano perteneciente al Senado berlinés, en el pintoresco Hackescher Markt del céntrico Mitte. Su ocupación diaria es hacer visitas guiadas en donde explica, con ayuda de amplias y meticulosas maquetas, la historia del Palacio Real, otrora situado en la ex Berlín Oriental, bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial y finalmente demolido, así como detalles de la reconstrucción berlinesa durante la ocupación soviética y de su integración occidental tras la caída del Muro. La primera escena muestra el quiebre de su relación, con un grado de tensión que no es ajeno a Petzold. Pero rara vez vemos una ruptura tan plausible como acto apertura, por lo tanto impacta. En un café aledaño a la casa de Undine, Johannes (Jacob Matschenz) da mil vueltas para decir lo indecible, mientras ella lo asesina con la mirada. Suena un celular y él decide no atender. “¿Era ella no?”; y después: “Dijiste que me amarías toda la vida”. Johannes mira los cuatro puntos cardinales. Con una calma que inexorablemente se rinde al nerviosismo, trata de hacer algo habitual en estos casos: desdramatizar la situación. Pero Undine le da un escalofriante ultimátum. Si al volver de su próxima visita guiada no lo encuentra aún sentado, para aclarar su situación, deberá matarlo. Cuando vuelve, por supuesto, no está. Pero casi una hora después de transcurrido el film, la situación se invierte. Una mañana, Johannes la sorprende en el café. Ella va camino al Senado, pero Johannes se resigna a esperarla con una calma ahora luminosa. Y esta vez, al volver, Johannes permanece sentado. Undine acepta quedarse un instante sólo para abandonarlo. Es un desplante que, sin saberlo, provocará un segundo quiebre con Christoph: la persona que la acompañó en el ínterin de sus dos frustrantes encuentros en Hackescher Markt. Christoph (Franz Rogowski, que compartió créditos con Beer en el anterior film de Petzold, Transit) hace tareas subacuáticas de mantenimiento en la turbina de un lago. Undine lo descubre tras la pelea con Johannes. Cuando entra al bar, cree oír su nombre al ver a un buzo miniatura dentro de una pecera. Era una advertencia, porque la pecera, inexplicablemente, estalla. Ella se salva y rescata de la caída a Christoph, a quien simbólicamente asocia con la salvación. Entre los peces muertos rescata al buzo en miniatura, un avatar de Christoph, que atesorará como un talismán. En esa instancia la película hace un giro a lo platónico, no sólo por las escenas que sobrevendrán sino porque –contra lo que cabría esperar– Christoph no deviene un sustituto de Johannes. Pese a su discordante estatus (no tiene los modales ni la presencia del “rival”), el compromiso de Christoph es honesto e incondicional. Y a Undine la enamoran esas cualidades, de las que su ex carecía. No son valores que lamentablemente enciendan amor a primera vista; ni la gente suele enamorarse perdidamente tras ser rechazada. Pero ya al inicio se intuía que Undine era una mujer distinta, algo que pronto Christoph descubrirá. Con kit de buceo, Undine lo acompaña en sus tareas subacuáticas. Como trazando un paralelismo con las mutaciones del Berlín que exponía, se genera una simbiosis que concluye cuando, durante una exploración, descubren el nombre Undine y un corazón grabados en la turbina, cual grafiti. Suceden bellas imágenes que Christoph interpreta como alucinaciones, pero nunca le harán sospechar lo que al espectador sí. Con un nombre que remite a las ninfas acuáticas de la Antigüedad, ¿acaso no es la historiadora una sirena? Gracias al Canto XII de la Odisea –donde Ulises, alertado por Circe en su regreso a Ítaca, se amarra al mástil del barco al pasar por la Isla de las Sirenas–, predomina el mito medieval de criaturas antropófagas, que embelesaban a los marineros para devorarlos tras estrellar con arrecifes. Pero en la historia hay más de una docena de mitos, dispares e incluso contradictorios. En la China milenaria, las sirenas eran codiciadas por los pescadores, ya que vertían perlas preciosas al llorar; para algunas culturas grecorromanas no eran peces sino aves. En casi todas las culturas, lo único que tenían de bello era el canto. Hollywood apagó la música y encendió el glamur. Con películas como Night Tide (de 1961, con un joven Dennis Hopper) y el popular telefilme The Bermunda Dephts (1978), las sirenas fueron hermosas y románticas, dubitativas entre seguir al hombre que sedujeron o retornar a su origen. Para Undine, el origen no es sólo el mar sino algo igualmente profundo. Las súbitas dudas de Christoph sobre su fidelidad dinamitan la relación, y Petzold recrudece el film con una serie de confusas compaginaciones, donde no sabemos qué es onírico y qué es real. Especialista en disuadir expectativas, el director hace un último enroque: cede el protagonismo a Christoph, y también el trauma. Según el propio director, el film es una revisión del mito desde una mirada feminista. Decepcionada por la traición y luego por el descreimiento, Undine –expresión homérica si las hay– desencadenará hecatombes. Pero el film es también una reflexión sobre el desencuentro. El amor aparece en los momentos menos pensados, pero no sabemos si durará por siempre, como Undine le reclama a Johannes; ni si fue verdadero amor aquel que dejamos pasar. Lo único certero es la impermanencia, como lo demuestra la tragedia del Palacio Real.
Pantalla del mundo nuevo Una pandemia dentro de otra. Así podría definirse el estreno de Tóxico, la road movie de un mundo acechado por un virus. Disponible en la plataforma Cine.ar. De haberse estrenado apenas tres meses antes, Tóxico hubiera sido una película posapocalíptica, otra del montón, como La carretera, como Cargo o Bird Box, un género que, décadas después de George Romero, volvió a salir de las tumbas con el éxito de The Walking Dead. Eso, hace tres meses. Hoy, es de una actualidad estremecedora. Según su director y coguionista Ariel Martínez Herrera, en una entrevista de Candela Gomes Diez publicada anteayer por Página 12, el film se había rodado hace tres años y ni en sueños se le ocurrió que el estreno iba a tener lugar durante una pandemia. Pero así son los hechos. Y ahora es difícil ver Tóxico libremente, como lo que es (un film posapocalíptico matizado por dosis de humor), sin atar cabos entre las imágenes y escamoteados diálogos con lo que por estos días embarga a la sociedad, sin hacer un paralelismo permanente entre realidad y ficción, sin ausentarse de la pantalla intermitentemente para perderse en rumiaciones mentales. ¿Martínez Herrera oculta que filmó a las apuradas –lo que a todas luces es un film de bajo presupuesto– en, a más tardar, enero último? ¿O es un visionario? Pero no, habrá que creerle. Tuvo el beneficio de una voluntad ajena, el preciado good timing. Antes de que el escozor se vaya liberando como un fluido a lo largo de la narración, al principio se percibe que algo rara le pasa a esa parejita de treintañeros, pero nada demasiado escalofriante. Augusto (Agustín Rittano) y Laura (Jazmín Stuart) viven en Buenos Aires y tienen decidido ir a instalarse en el interior del país. Los amigos tratan de persuadirlos para que se queden, pero no hay caso. La decisión está tomada. Después se sabe que el disparador fue el destino de la farmacia de Agustín, vaciada por un saqueo. Y en una escena posterior se enciende la alarma: Agustín con barbijo haciendo cola en un drugstore junto a un puñado de personas también con barbijos, todos crispados, peleando por la pronta atención. ¿Familiar? En este caso, el virus de Tóxico se transmite por el agua y provoca insomnio. El resultado de la pandemia se muestra en decenas de personas perdidas por la calle, perseguidas con una brutal represión. Este es el punto más flojo del film: apenas se explica lo que verdaderamente pasa; las escenas de desesperación resultan más bien paródicas y nos quedamos con el nudo de la cuestión, el miedo. “¿Pensás que voy a contagiarte?”, dice ofuscado Augusto a Laura, al rechazar el ofrecimiento de un mate. “¿Querés que me ponga el barbijo?”. Lo que en definitiva se resalta es el esqueleto, el temor al contagio. Y el despojamiento de los condicionantes de la pandemia –el agua, el insomnio, lo que fuera– vuelve al film, tal vez de manera inconsciente, más susceptible de ser identificado con una pandemia real. Pero existe una diferencia sustancial entre el virus de Martínez Herrera y el que escapó de una sopa de murciélago en Wuhan. En vez de decretarse una cuarentena, acá Laura y Augusto pueden libremente subirse a su motorhome y escapar de la pesadilla. O eso es lo que creen. Algo interesante de Tóxico es que vuelca el horror en una road movie, y eso –como ocurre en la fantástica Race With The Devil, un film clase b de 1975 protagonizado por Peter Fonda y Warren Oates– da lugar a que aparezcan otros peligros en el camino. El peligro acá son los propios controles policiales. La motorhome es detenida por dos agentes que, sin demasiada explicación, entran al vehículo, se sientan en un sillón y aguardan que la pareja les cebe mate. Los dos agentes son oscuros pero simpáticos, como corresponde, y le harán pasar a Laura y Augusto un muy mal rato. La aparición de estos tipos periféricos, grotescos –medio lyncheanos, en el acechante contraste con la apacible pareja–, traza un paralelismo con otros parientes de baja calaña como los personajes secundarios de El bonaerense y Buena vida delivery, y hace pensar si el nuevo cine argentino no dio lo mejor de sí hace casi veinte años, cuando puso el radar en el a menudo sorprendente y descuidado Conurbano. Pero Tóxico, más allá de la coincidencia que dará que hablar (“la naturaleza se cansó de avisarnos”, dice un personaje menor más adelante), no es tan interesante. La narración cada tanto se intercala con la aparición de un hombre mal trajeado, parado cerca de la ruta, siempre dispuesto a pegarse un tiro, siempre interrumpido por una explosión que ennegrece el horizonte –una especie de viñeta que recuerda a Monty Python y al humor negro, similarmente estático, en los films de Roy Andersson–. Estos segmentos resultan inexplicables: la película no da la impresión de ser una parodia, ni tampoco un drama en medio del apocalipsis, ni tampoco –para decir la verdad– un film posapocalíptico. Parece más bien un work in progress, con múltiples cabos sueltos y personajes de escaso o nulo desarrollo. Casi casi, terminada a los ponchazos. Eso sí, con un timing perfecto.
El intruso La creciente tiene algo de western, pero en rigor parece pertenecer a un linaje de cine argentino que se remonta a La ciénaga. Se ve en Cine.ar. Una de las escenas más memorables del cine contemporáneo es aquella en que las manos de Gale y Evelle (John Goodman y William Forsythe) emergen de un lodazal, para luego, entre gruñidos y estertores de toda índole, sacar su cuerpo afuera como si la pacha mama hubiera parido. Esta escena umbilical de Educando a Arizona está en las antípodas de La creciente, pero uno no puede dejar de recordarla al inicio de este film nacional que estrena la plataforma Cine.ar, porque hay algo fundante y enigmático, y sí, también algo espurio. Siguiendo la estela de Gale y Evelle, Matías (Cristian Salguero) parece un fugitivo, alguien que –como aquellos de parónimos bíblicos– escapa de la ley, humana o divina, para reconvertirse en un territorio extraño, perteneciente a otros. Lo primero que se muestra son también sus manos, chapoteando torpemente hacia las márgenes del delta de un río sin nombre, pero que no podría ser otro que el Uruguay o el Paraná. Una vez en tierra firme, se desviste y retuerce la ropa para que escurra el agua. A poco de tirarse a descansar, lo recluta un hombre mayor que él, que le da pan, techo y trabajo, todo en precarias dosis. Al hombre lo llaman el Correntino, y dice ser el dueño del lugar, de sus ovejas y sus vacas. Al menos sabemos algo sobre él. De Matías, sobrevuela la impresión de que nunca sabremos nada. La creciente se presentó cerca de un año atrás, en el último Bafici, donde fue casi unánimemente catalogado como un film con estructura de western. Hay algo de eso, de la sagrada trilogía de Sergio Leone, pero La creciente parece más bien pertenecer a un linaje de cine argentino que se remonta a La ciénaga, un particular universo donde se mezcla una especie de hastío, la propensión a la sordidez, cierta atracción por el sudor de los humedales y una indefinible tensión que muy probablemente termine en la nada. Hay, por ejemplo, algo de Marea baja (2013), el largo de Paulo Pécora, por no hablar de films de Lisandro Alonso como Los muertos (2004). Al igual que ocurre en los films citados, Matías es un solitario con las cartas marcadas desde el inicio. Y existe también una atmósfera opresiva, mutable, que es casi una protagonista central. El Correntino podrá decir que posee todo, pero en realidad es el dueño de la nada, de una isla que apenas figura en los mapas, y en ese patoterismo de pecho inflado resuenan personajes de tipo folletinesco, como el sublime “doctor” Valerga de Bioy Casares. Desde luego, su calibre no da para tanto. Es a lo sumo un hacendado lumpen que comercia un puñado de vacas de dudoso origen, y es servido por una corte que integran Gaby (Mercedes Burgos), su díscola hija, y Gustavito (Facundo Aquinos), un personaje de avería que parece extraído de Pizza, birra, faso (“el vino, cuanto más caliente mejor te pega”, le dice en un momento a Matías). No obstante, esta tribu nómade, que habita una casa de chapa de dos pisos construida en falsa escuadra –pero que en el espejismo del campo podría simular, desde lejos, una mansión– tiene su punto de reunión social en el bar de Cacho (Fernando Madanez, un actor que parece Mark Duplass con un par de décadas extra por encima). En el bar todos se sacan la careta y nadie le cree a Matías. “Todavía no puedo sacarte la ficha”, le dice cada tanto Gustavito, mientras talan árboles o cuando toman cerveza a la vista del desconfiado Cacho. La única aliada es Gaby, que más que confiar se le entrega. Con los condimentos mencionados, tirantes a más no poder, La creciente parece un castillo de naipes que en cualquier momento se desmorona. Si tal cosa no sucede es por la pericia de Nicolás Villalobos, el director de fotografía, y de Paula Ramírez, en dirección de sonido. El sostén estético es notable, y también las actuaciones. Por momentos, la isla del delta resplandece como una pintura de Wyeth, y el bajofondo de la historia parece envuelto en una atmósfera de ensueño, como, de algún modo –y salvando las distancias–, los conventillos surrealistas de Daniel Tinayre en La Mary. Un tiroteo en la noche depara una huida a oscuras, con reminiscencias de horror gótico y amenazadores sonidos (naturales y artificiales). La tribu, después de todo, tiene su propio culto a escondidas, una versión litoraleña de The Wicker Man. El clímax es una fiesta campestre con baile de chamamé, globos y banderines colgantes. La cámara rueda sobre su eje mostrando todo el despliegue: los músicos, las parejas que giran como planetas, las aguas grisáceas del río y un cielo crepuscular. En ese momento, Matías se aleja del círculo para hacer una pregunta fundamental. Una respuesta lapidaria, una mirada acusadora, desinflan el acordeón a piano que venía galopando, como cuando en los viejos tiempos la reproducción de un Winco se ralentizaba debido a un corte de luz. La fiesta ha terminado. La creciente no busca agradar, en absoluto. Pero de algún modo, luego de atravesar un par de escenas escabrosas, entra en un túnel incierto que va a contrapelo del registro realista que pregona el estereotipo de sus personajes. Quizá, porque el único verdaderamente estereotipado es el intruso. Como un feliz accidente, el artificio en el guion de Demián Santander y Franco González resulta la salvación para ese grupo de isleños desamparados, pero aun así conformes en su aislamiento.
Entre caníbales Con dirección de Todd Haynes y un notable protagónico de Mark Ruffalo, El precio de la verdad es un film testimonial carente de las mañas del género. En algún punto a lo largo de El precio de la verdad –otra despiadada adaptación vernácula de un título extranjero, que en este caso padece Dark Waters–, uno percibe cómo Mark Ruffalo se monta al hombro el peso de esta historia, quijotesca por donde se la mire. Como actor y productor, era esperable que el film fuera un mano a mano entre él y el director Todd Haynes. Sobre todo porque una biopic testimonial no parece entrar dentro de la órbita del autor de Velvet Goldmine –si bien Lejos del cielo (2002) y Carol (2015), dos ficciones ambientadas en los cincuenta eran sentidos alegatos sobre un pasado no muy lejano–. En El precio de la verdad, Rob Bilott (Ruffalo) es un abogado de Ohio con una prometedora carrera por delante que, inesperadamente, recibe una propuesta que puede abortar su futuro. Es el viejo dilema de decidir entre la ética o el bienestar asegurado para él y su familia. Ese es el meollo de un hecho real, transcurrido entre fines de los noventa y los primeros 2000, adaptado por los guionistas Mario Correa y Matthew Michael Carnahan a partir de un artículo en The New York Times. Y Haynes, operando desde las sombras, maneja la trama para sustraer toda la épica tradicional en un film de estas características. Hay curiosamente una faceta religiosa en el film, y es el tema de la conversión. De la inicial incredulidad al apostolado –notoriamente, también, los Bilott son católicos practicantes–. Rob integra Taft, un prestigioso bufete de abogados de Cincinnati presidido por Tom Terp (Tim Robbins), cuando durante una reunión es solicitado en la recepción por un desconocido. Bilott abandona momentáneamente a sus colegas para lidiar con una situación dantesca. Dos granjeros con las ropas embarradas, como recién salidos de un lodazal, lo increpan con miradas hoscas en la antiséptica sala de recepción. Uno de ellos, Wilbur Tennant (un intenso Bill Camp), toma la palabra. De manera vehemente, rústico, en franca tensión con el entorno, Tennant solicita a Bilott representación legal contra la compañía química DuPont, que, según alega, está envenenando a su ganado en West Virginia. Es una escena maestra de Haynes, ayudado por la pericia de Camp, un batallador de roles secundarios en films como 12 años de esclavitud, Birdman y Joker. Básicamente, Rob no puede representarlo porque DuPont es un “cliente amigo” de Taft. Y Winnant –que irrumpió en escena como un vaquero decidido a robar un banco– va gradualmente empequeñeciéndose, pasando del tono demandante al tartamudeo, y finalmente a una silenciosa retirada signada por la impotencia. El motivo por el cual acude a Bilott es tan descorazonador como simbólico de su ingenuidad: fue recomendado por su abuela, vecina de Winnant en West Virginia. ¿Dónde están las marcas de Haynes? En el registro de una suburbia por momentos desangelada, que contrasta hogares tranquilos, de felicidad a raya, con casas típicamente norteamericanas, grandes pero venidas a menos, en las calles de Parkersburg, West Virginia –un patio trasero que podría ser cualquier rincón del conurbano–, y sus habitantes malhadados, acechados por un tóxico arrojado por una multinacional despiadada. El guion y la historia lo habilitan, por no decir lo compelen, pero Todd Haynes se asoma a esos interiores como quien hace un allanamiento, y muestra lo que ninguna familia desearía mostrar. Bilott visita a Tennant, residente de una de las zonas más próximas al apocalipsis del sueño americano. La contaminación es palpable en las aguas blanquecinas del arroyo; el granjero lleva perdidas 190 vacas y difícilmente pueda recuperarse. Espantado por lo visto –y también, vale decir, llevado por la culpa católica–, Bilott libra una orden pidiendo la captura de documentos sobre la actividad de DuPont en West Virginia; así descubre la presencia de una sustancia sospechosa, conocida como PFOA, presente en varias regiones del Estado. La búsqueda de información sobre la sustancia –hay un gracioso cameo de Ruffalo surfeando infructuosamente en un obsoleto buscador de la época, como Altavista– lo enfrentará abiertamente con Phil Donnelly (Victor Garber), representante del gigante químico en Ohio. Así, todo termina con una demanda a DuPont cuando el abogado descubre que la sustancia surgió en los cincuenta, con la creación del teflón, y circula ante la pantalla un espeluznante material de archivo de época que Haynes –casi un “natural” del período– maneja pese a todo con sobriedad. Desde esa década, los residuos de PCOA arrojados en el ambiente provocaron la proliferación de casos de cáncer en operarios, así como malformaciones en los bebés de embarazadas que trabajaron en la planta. Desde luego, DuPont siempre estuvo al tanto de la situación y desconoció su negligencia, a riesgo de resignar la manufacturación de teflón, un producto que le generaba ganancias por un billón de dólares anuales. Hay en todo esto ecos de la serie Chernobyl y la creciente enemistad de Hollywood con los sectores de poder norteamericanos. “Nuestro gobierno es cautivo de DuPont”, confiesa en algún momento Billott a su esposa, durante un período del film cronológicamente coincidente con la administración del propio Obama. Es la transparencia de estos personajes larger than life al tiempo que cotidianos lo que da al film una atracción indeleble. Un simpático cameo de Bucky, víctima real de esas malformaciones, es una muestra de cómo Haynes documenta sin innecesarios golpes bajos. Este tenor se sostiene hasta el final, cuando, como al pasar, una placa informa –¡horror de horrores!– que la presencia de PCOA se extiende actualmente al 90% de la población mundial. Y en el medio está Bilott, David y Quijote, un héroe sin capa. Ruffalo hace una interpretación excepcional, muy probablemente inspirado en el Columbo de Peter Falk. Es un hombre aparatoso y desgastado, algo tímido, pero implacable a la hora de investigar y arrinconar a los poderosos en una corte, aunque sea para hacerles pasar un mal rato. Y en el mano a mano, Todd Haynes lo hace transpirar, lo estresa, lo hace colapsar de tensión e incluso atravesar momentos de peligro –muy verosímiles, por cierto–, como en un thriller. Ojalá haya más Dark Waters testimoniales, igual de envolventes. Que para eso está el cine.
Mensaje trunco Con un estupendo trabajo visual, 1917, una de las competidoras en los premios Oscar, termina siendo un ejercicio formal sin demasiado sustento. El comienzo es casi idílico. El foco de cámara sobre una estereotípica campiña francesa retrocede gradualmente hasta descansar sobre dos soldados entregados a los brazos de Morfeo, uno (izquierda) con el casco filtrando los rayos de sol sobre su cara, el otro (derecha) recostado sobre un árbol y de espaldas a la luz. Su rostro lampiño, inglés, de larga mandíbula y ojos abultados, rasgos que el lápiz de un dibujante podría replicar en dos trazos, está no casualmente más cerca de la cámara. El experimentado director de fotografía Roger Deakins sabe de retratos. La escena, de no ser por los uniformes, podría haber sido una pintura de Andrew Wyeth. Entonces, la patada de un sargento que se muestra de la cintura hacia abajo despierta al primero, el teniente Tom Blake (Dean-Charles Chapman), ordenándole que elija a un compañero para una tarea que le será asignada en el comando de campaña. Quizá por una cuestión de proximidad, Blake despierta al cabo Will Schofield (George MacKay), cuya mirada de desagrado, más que malestar por el despertar, parece proyectar su resistencia al presagio. Allí empieza un extensísimo plano secuencia que podría rivalizar con El arca rusa, de no ser porque, más de una hora más tarde, un intercambio de disparos apagará la pantalla durante casi un minuto –un lapso que se siente interminable–. Pero el travelling del inicio es devastador. Los soldados dialogan banalidades, como para distraerse del nerviosismo; pasan entre soldados tendiendo ropa, cocinando, cortándose el pelo. Cuando entran a la zona de trincheras, el director Sam Mendes (Belleza americana) nos saca del ensueño al situarnos de lleno en la Gran Guerra. Acá los soldados ya reparan el alambrado, fuman abstraídos o están directamente abatidos sobre las bolsas de arena. Al entrar al comando en penumbras, los recibe el general Erinmore (Colin Firth) y los pone al tanto de la misión. En el Bosque de Croisilles, una milla al sureste del pueblo de Ecoust, hay una formación de 1600 soldados británicos al mando del coronel MacKenzie (Benedict Cumberbacht), listos para avanzar sobre un asentamiento alemán. Lo que MacKenzie no sabe es que la operación es un señuelo de los alemanes que terminará en una masacre. La orden es llegar hasta el campamento para evitarla. Es una misión patriótica, humanística y hasta personal: el hermano de Blake, el teniente Joseph (Richard Madden), es uno de los soldados de esa formación. Los lazos sanguíneos impulsan a Blake como un cohete por las trincheras. Más soldados jugando a las cartas, durmiendo, malheridos trasladados en camillas, ofuscados por los encontronazos. Blake y Schofield buscan contactos como héroes mitológicos en el laberinto de Creta. El teniente Leslie (Andrew Scott) finalmente les indica por dónde salir al campo que disputa el enemigo. Leslie es irónico, despectivo, pero es el único personaje que expresa algo de cordura, la futilidad de la empresa a la que los sometió el destino. Los recibe con una pregunta para resolver una apuesta insólita (¿qué día es?) y los despide con una bendición de whisky. Les anticipa que verán caballos muertos y cráteres de los que resulta imposible salir. Por las dudas, para saber que no han muerto, les entrega una bengala. Acabado el monumental despliegue subterráneo, todo su virtuosismo no puede empañar la clásica pregunta. Si ya sabemos que la guerra es mala, inhumana y permite las peores atrocidades de las que el hombre es capaz, ¿qué más puede ofrecer la nueva película de Mendes? En principio, el motivo parece ser una historia familiar. Sólo al llegar los créditos finales nos enteramos de que 1917 está dedicada a la memoria de su abuelo, que combatió en la Gran Guerra y de quien, al parecer, se extrajeron los testimonios que documentaron el guion del mismo Mendes. En segundo –y no menor– lugar, la película parece una inversión de la trama de Rescatando al soldado Ryan (1998). En el clásico de Steven Spielberg, un pelotón encabezado por el capitán John Miller (Tom Hanks) se lanza a la búsqueda del soldado James Ryan (Matt Damon), único sobreviviente de una familia de cuatro hermanos que ha desaparecido tras el desembarco en Normandía. 1917, en cambio, es la odisea de dos hombres por salvar a 1600. Y las citas no acaban allí, porque las desesperadas performances de Chapman, primero, y de MacKay, después, recuerdan a las quijotescas misiones de Hanks en la oscarizada Forrest Gump (1994). Hablando de Oscar, el film está nominado en ocho categorías para la inminente celebración nº 92 de la Academia, y ninguna pertenece al rubro actoral (ya ganó el Globo de Oro a mejor película y mejor director, entre otras premiaciones menos altisonantes). Los únicos actores de reconocimiento internacional, Firth y Cumberbatch, cumplen roles definitorios con actuaciones que son apenas cameos: el primero como un Josué de la salvación, el segundo como un Kurtz oculto en un lugar inexpugnable, alguien que, según palabras del capitán Smith (Mark Strong), en el fondo “prefiere la guerra”. La advertencia recién llega a mitad de la película, pero ya en el inicio de la misión se advierte una atmósfera que remite a las tantas adaptaciones de Corazón de las tinieblas. Animales muertos, cuerpos en descomposición, ratas del tamaño de gatos. En realidad, la película de Mendes no aspira a hacer el reverso de Rescatando al soldado Ryan, y mucho menos Apocalypse Now. Simplemente parece caer en sintonía de una manera accidental, llevada por el propio material bélico. La pomposidad de los planos secuencia (en realidad, tomas de nueve minutos empalmadas digitalmente), la espléndida fotografía de Deakins, la reluctancia a la expresión actoral, ocultan una palpable laxitud argumental. Es indudable que en el inicio Mendes tuvo una buena idea, pero al finalizar la película flota la sensación de que no supo desarrollarla. El verdadero significado del horror de la guerra, por otra parte, queda ausente. En ese sentido, 1917 termina siendo, mal que le pese, apenas un entretenimiento logrado, con suficiente estética para complacer al espectador arty y escenas calibradas para los amantes del género.
Corre, conejo En Jojo Rabbit, un niño nazi debe decidir entre Adolf, su amigo imaginario, y el misterio de una chica judía. Pero la historia naufraga a costa del humor. El tema es espinoso. Con el humor como arma en plena contienda, la mayor parodia a Adolf Hitler la propinó Charles Chaplin en su imperecedera El gran dictador (estrenada en los Estados Unidos en 1940, y en la Argentina –curiosamente– cinco años más tarde, cuando la guerra había terminado), con el propio Chaplin como el ficticio tirano y racista Adenoid Hynkel, un gracioso juego de palabras sobre el sujeto en cuestión. Pero para los estándares del humor moderno, las parodias más potentes e imaginativas llegaron entre los cincuenta y setenta, durante la era dorada de la comedia británica. En I’m Alright Jack (John Boulting, 1959), Peter Sellers encarna a un excéntrico comerciante y militante de izquierda, con todos los ticks del líder nazi. Entre 1969 y 1973, en su tira televisiva On The Buses, Stephen Lewis hizo su propia parodia con el personaje Cyril “Blakey” Blake, un inspector de los famosos colectivos de doble piso. Spike Milligan –junto a Sellers, Harry Secombe y Michael Bentine, uno de los fundadores del seminal programa radial The Goon Show– estuvo en el campo de batalla; quedó tan traumatizado por la guerra que publicó un libro de memorias (Adolf Hitler: My Part In His Downfall, 1971) y realizó una desopilante parodia que mezclaba a Hitler con el crooner George Formby, un mediocre cantante con ukelele que permanentemente recibía tortazos. Las más memorables parodias pertenecen al show televisivo que resultó la culminación de todos esos experimentos británicos: Monty Phyton’s Flying Circus. Ya en la primera emisión, de 1969, el sketch “La broma más graciosa del mundo” (sketch como palabra por aproximación, ya que las ocurrencias de los Phyton podían cortarse abruptamente y retornar en sucesivas emisiones), los aliados inventaban un chiste que resultaba ser letal. Aun probado con las máximas prevenciones, quienes se exponían al chiste morían literalmente de risa, y demostró ser un arma infalible en cada incursión a terreno alemán. (En un tiro por elevación al humor germano, los Python permiten que los nazis hagan su propia traducción alemana del chiste, una contraofensiva que resultó obviamente inocua). Pocos años después, el grupo retomó el tema con “Hitler en Inglaterra”. El Lobo sobrevive a la Caída y pretende rearmar el Tercer Reich en Londres, refugiado como inquilino de una ingenua familia de clase obrera. Con un John Cleese al tope del paroxismo (pese a conservar uniforme y bigote, pretende pasar desapercibido como “Hilter”) y Michael Palin como su torpe asistente, “Hitler en Inglaterra” es otro antes y después que se apunta Monty Phyton en el terreno de la sátira. Con semejantes precedentes, pobre Taika Waititi. El guionista, actor y director neozelandés irrumpió en los festivales de cine independiente con What We Do In The Shadows, una imaginativa vuelta de tuerca al mundo de los vampiros desde la comedia. El film de 2015, que codirigió, muestra la mundana vida de un trío de vampiros (del que forma parte) que intenta acoplarse al estilo de vida humano. Pagan sus impuestos, quieren meterse en clubs bailables y lidian con otros inquilinos, siempre de manera catastrófica. La película fue su carta blanca para entrar a Hollywood, y así se puso al hombro Thor: Ragnarok, otra secuela del universo Marvel. Jojo Rabbit es un intento por volver al terreno de la sátira. Se trata de una adaptación –realizada por el propio Waititi– del best-seller Caging Skies, de Christine Leunens, que promete mucho más de lo que entrega. Jojo Rabbit viene de ganar el premio del público del Festival Internacional de Toronto, en el reciente otoño boreal. Es fácil descubrir su atractivo: buenas actuaciones, buenas intenciones, una moderadamente buena ambientación en (¿Austria? ¿Alemania?) pleno Tercer Reich. Pero hurgando un poco, se nota de entrada cierta incompatibilidad entre el material narrativo y el tratamiento cinematográfico. Jojo Betzler –genialmente interpretado por el británico Roman Griffin Davis, de 12 años– es un niño militante de la Juventud Hitleriana, demasiado sensible para convertirse en nazi ejemplar. Cuando su entrenador, el Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell), le pide como muestra de coraje que degüelle a un conejo, Jojo no se atreve y libera al animal. Ese episodio le otorgará su apodo. En casa, el panorama no es mucho mejor. Su madre, Rosie (Scarlett Johansson), es una opositora al régimen que oculta a una adolescente judía en el ático; su hermana mayor, Anja, ha muerto. Para lidiar con la situación, Jojo tiene un amigo imaginario: ni más ni menos que el propio Adolf, interpretado por Waititi. Es un Hitler ridículo, que reclama los saludos más enérgicos (“¡Podés hailearme mejor que eso!”, le recrimina). ¿Cómo insertarle humor a un personaje que parece una versión light de Oskar, el protagonista de El tambor de hojalata? Después, si espiamos por el ojo de Google, descubrimos que la novela de Leunens no es una comedia, y que tampoco incluye a un Hitler imaginario. Para reformatear la historia, Waititi utilizó referencias familiares. Sin duda se divirtió con el Hilter de John Cleese. Y hay numerosas instancias que lo acercan al cine (para muchos discutible, pero inimitable) de Wes Anderson. El tontamente malo Klenzendorf, su grotesca asistente Fraulein Rahm (Rebel Wilson), la ridícula representación de la Juventud Hitleriana, el amigo Yorki, demasiado nerd para las SS (es gordito, de anteojos y dice frases iluminadas), son como decorados de fondo que recuerdan a Rushmore y Moonlight Kingdom, films donde el norteamericano lidia con el coming of age y que posiblemente son, al mismo tiempo, los más logrados. Waititi incluso copia la marca en el orillo de Anderson: su hábito de utilizar canciones pop para subir la stamina de algunas escenas. Incluye “I Want To Hold Your Hand” de los Beatles mientras circulan imagines de archivo, con jóvenes alzando la mano, y “Heroes” de Bowie para el momento más emotivo –pero claro, utiliza las versiones cantadas en alemán. Es todo demasiado obvio. Menos previsible –y mucho más atractivo– es el lazo que establece Jojo con Elsa (Thomasin McKenzie), la chica judía que se oculta en el ático, cuyo paralelo con Ana Frank es asimismo insoslayable. La mezcla de odio, atracción y curiosidad que proyecta el pequeño Roman en la adolescente es algo que raramente consiguen actores profesionales. Asimismo, McKenzie es una contendiente de mucho mayor peso que el Hitler de Waititi. Impávida, retruca acusaciones como dagas, que dejan al chico estupefacto, primero, y seguidamente lo van acercando. Incluso los diálogos son más frescos. “Nosotros (los judíos) fuimos elegidos por dioses; ustedes, por hombres a los que ni siquiera les crece el bigote”, lanza en una ocasión. En otra, a requerimiento de Jojo, quien pretende redactar un informe sobre sus enemigos, Elsa bromea seriamente, “Nosotros podemos leer las mentes”. “¿Incluso mentes alemanas?”, pregunta temeroso Jojo. “No”, responde Elsa, “son muy gruesas para penetrarlas”. Tal vez el neozelandés se haya inspirado al escribir esos diálogos. O tal vez –lo más probable– funcionan porque Roman y McKenzie fueron el mejor acierto de su película.
Después del brillo A casi 40 años de El resplandor llega su secuela, Doctor Sueño. Aun bajo supervisión de Stephen King, el film no logra eludir la sombra de Stanley Kubrick. Stephen King odió la adaptación que hizo Stanley Kubrick de El resplandor. Con el tiempo, produciría una versión afín a sus gustos a través de una miniserie, pero su encono con la película perdura y es difícil de entender. La única explicación posible es que Kubrick introdujo elementos que no estaban en el libro, y cierto celo por el estatus de film de culto que obtuvo el film, a diferencia de la novela, hizo el resto. Para mayor pesar del escritor de Maine, algunos de esos elementos, pura imaginería Kubrick, son los que volvieron icónico a El resplandor. Jack Torrance –el escritor “bloqueado” que interpreta Jack Nicholson, buscando inspiración en el alejado hotel Overlook– no muere congelado y la cabeza frizada, hoy satirizada en numerosos memes, debió causarle escozor. Tampoco existen las escalofriantes gemelas que Danny, el hijo de Jack, descubre en visiones y en los pasillos del hotel –esos fondos de campo profundo que, de los Coen a Ari Aster, inspiraron a dos generaciones de cineastas–, ni la poderosa escena del baño de sangre que brota de un ascensor. Dos diferencias fundamentales: John no deambula con un hacha sino con palo de croquet, y el laberinto, tan adecuado para el hipnótico final, era en realidad un jardín de topiarias. Y después está el cambio menos relevante, aunque el más significativo para las legiones de “conspiranoicos”. Los pasajes más sobrenaturales del libro ocurren en la habitación 217. Según Kubrick, las autoridades del Hotel Stanley (donde se rodó el film) sugirieron que el guion alterara ese número para que futuros clientes evitaran, por pura aprensión, albergarse allí. Kubrick sólo alteró un dígito; eligió el número 237, que según el director no se correspondía con ninguna habitación del hotel. Pero 237 resulta ser la distancia calculada en miles de millas que distancia a la Tierra de la Luna. A partir de este dato –sumado a que Danny, el atribulado hijo de Jack, se dirige en una escena hacia la habitación con el Apolo 11 bordado en su sweater–, muchos creyeron ver señales enviadas por Kubrick para ratificar el mito de que en 1969 había escenificado el alunizaje de Neil Armstrong, algo que hoy puede verse en numerosos videos de YouTube y fundamentalmente en el film Room 237. Mitos y conspiraciones aparte, es de notar como el estricto –por no decir cuestionable– gusto de King por las adaptaciones de sus libros posibilitó la realización de Doctor Sueño, la tan postergada secuela de El resplandor. El apoyo incondicional de King a la segunda adaptación de It, una de sus mejores novelas, derivó en la reciente y costosa producción en dos partes dirigida por Andy Muschetti, una versión fiel, si bien nada destacable, cuyo hype la convirtió en la película de horror más taquillera de la historia, con más de 700 millones de dólares recaudados a lo largo y ancho del globo. La satisfacción de Warner fue tan grande que dio luz verde a una nueva adaptación de King. Y así la elección recayó sobre Doctor Sueño, una novela que el maestro del terror publicó en septiembre de 2013. Era una oportunidad imperdible para ajustar cuentas con el pasado. En el banquillo opuesto a Kubrick está Mike Flanagan, director en ascenso del cine de horror que ya había escarbado el legado de King tras recrear Gerald’s Game, novela considerada “infilmable” y que en verdad no resultó uno de sus mejores trabajos. En una década que vio renacer el temor a los fantasmas, Flanagan marcó la diferencia con sólidos guiones que abordaron una agenda versátil, sea el caso de personas que desaparecen al atravesar un túnel (Absentia, 2011), un atávico espejo que lleva la maldición a una familia (Oculus, 2013), o una mujer sorda encerrada en su casa y a merced de un psicópata (Hush, 2016). Inevitablemente, la oferta de incluir casas embrujadas en su dossier llegó cuando su prestigio estuvo consolidado, y en octubre de 2018 Netflix emitió The Haunting Of Hill House, su adaptación de la clásica novela de Shirley Jackson en formato de serie. Fue entonces que Stephen King dio su bendición a Flanagan y sugirió la adaptación de Doctor Sueño. Hay una característica del director nacido en Salem que encaja perfectamente con las ideas de King: su apego a las formas narrativas por sobre los efectos dirigidos al espectador. Además, todo aquello que King denostó en Kubrick (su indeleble arthouse, su “frialdad”, como él mismo notó) está ausente en Flanagan. Al momento de darse a conocer el proyecto, Flanagan declaró que su película tomaría a los dos libros y la película como puntos de referencia. Y así lo hizo. En directa referencia al film de Kubrick, mientras el logo de Warner aparece en pantalla suenan las ocho notas clásicas de la Symphonie Fantastique de Berlioz, interpretadas en sintetizador por Wendy Carlos y Rachel Elkind. Seguidamente, una imagen aérea –otra cita– sobrevuela un campamento en el bosque. Una niña escapa de su madre y descubre a una mujer de espaldas, mirando a un río, sentada sobre una roca y luciendo un extraño sombrero de media copa. Es entonces cuando los mundos de King y Flanagan se yuxtaponen, su tendencia a exponer la vulnerabilidad infantil frente a lo sobrenatural, y a no demorarse en mostrar esa instancia paradigmática. La mujer seduce con su presencia, sustentada en su belleza y una dulzura impostada, la enmascarada maldad que constituyó un arquetipo para generaciones de cuentos infantiles. Ella es Rose the Hat –encarnada con personalidad por la actriz sueca Rebecca Ferguson–, líder de un culto de seres casi inmortales, suerte de modernos vampiros conocidos como The True Knot, que inmediatamente surgen del bosque para rodear a la inocente. En algún lugar, muy lejos de allí, se despierta agitado Danny Torrance, que con igual empatía hacia lo vulnerable interpreta Ewan McGregor. Ya crecido, al borde de los 50, su némesis, como la de su padre, es el alcohol. Pero en el momento en que decide abandonarlo descubrirá a una nueva némesis. En la adaptación de The Shining, la agonística entre el bien y el mal, tan esencial para King, nunca queda del todo clara. Tanto la tensa relación entre Danny y el hotel como el potencial del chico son elementos difusos. Para balancear ese –a su criterio– defecto argumental, en Doctor Sueño todas las cartas se exponen de manera clara –quizás, excesivamente clara–. Media hora después del inicio, se descubre el modo en que la tribu se nutre de inocentes que poseen cierto don: el resplandor. Durante una práctica de béisbol entre adolescentes, Rose y su culto encuentran a un chico que nunca erra un bateo, como si siempre supiera adónde se dirigirá la pelota. Cuando el juego termina, la secta lo persigue en su caravana de vehículos y lo acorralan a un costado de la ruta. Rose empuja al chico, lo tiende de espaldas, se monta sobre él y lo hiere en las costillas. Cada vez que el chico grita de dolor emite un vaho que la mujer y sus acólitos desesperan por aspirar. Esa herida será su punto débil. Rose escarba su uña en la herida, una y otra vez, para que el chico no pare de emanar el resplandor que alimenta a los andrajosos vampiros. Es ese el momento de un segundo despertar. En su casa familiar, Abra (la adolescente Kyliegh Curran) se despabila con los sentidos activos y se proyecta en la escena, a miles de kilómetros de distancia. Su resplandor es demasiado potente. Intenta detener la carnicería y hasta aleja de un golpe a Rose momentáneamente de su presa, pero no logra evitar que la tribu vuelva sobre el chico hasta consumirlo. Es un momento clave, prototípicamente King y cuidadosamente encapsulado por Flanagan, con un manejo de la crueldad no exento en films de Clint Eastwood como Río místico. Abra es la nueva chica King, la femenina Danny Torrence. Pero es mucho más fuerte que Danny –¿otra instancia de empoderamiento?–. Alegre y confiada, irá a buscar a Danny para formar alianza contra sus cazadores. A Danny paraliza lo que para Abra es un juego. Dos temperamentos que definen al universo de Stephen King. Una instancia crucial –probablemente un spoiler para los obsesivos, pero es imposible un spoiler cero en la secuela de un film tan icónico– ocurre cuando el dúo pone rumbo a las Montañas Rocosas, en Colorado, un retorno al Overlook Hotel. Es una secuencia incongruente con King, que en el final de su novela había incendiado el hotel hasta sus cimientos. Es quizá su modo de subrayar la ominosa presencia del Overlook como entidad viva a lo largo de la saga, por encima de los excesos de Nicholson. Pero es también –como si el hotel extendiera su encantamiento allende la ficción– haber caído en una trampa. En este punto, Flanagan revierte la pericia con que había piloteado una trama de antagonismos sobrenaturales. Con el hotel en pie, recrea escenas clásicas de El resplandor, con actores que reemplazan a Nicholson y Shelley Duvall, con las gemelas y REDRUM, con la habitación 237 y el baño de sangre. E introduce nuevas escenas que resultan citas innecesarias. Aun con esos pasos en falso, Doctor Sueño es un film emotivo y atrapante. Ideas imperecederas como la exhalación de vida hacia un ente extraño y quizás maligno, representada por el flujo de resplandor en las víctimas de predadores, así como la creencia en buenos guardianes fantasmas y un bien indeleblemente ligado a la inocencia, son temas recurrentes de Stephen King que jamás perderán vigencia. El don de Flanagan es haber capturado esa esencia, quizá como nunca antes en el cine.
El largo regreso a casa Una desaparición, un padre ausente y una protagonista en permanente tensión. Con maestría, Verónica Chen narra una pequeña pesadilla cotidiana. Omar sube a Rosita a su bicicleta y van desde su casa en Florida al shopping de Beccar. Omar quiere comprarle zapatillas de running a su nieta. Después, quiere mostrarle el obelisco. Y viajan a la Capital. Todo eso sucede por la tarde. Cuando quieren volver, los agarra un paro de trenes. Un segundo infortunio: alguien les roba la bicicleta. La única opción, volver en colectivo, también es descartada. Los colectivos vuelven al conurbano repletos, imposibles de abordar. En última instancia, se quedan a pasar la noche en un bar de la estación Retiro. O al menos, esa es la historia que le cuenta Omar, al día siguiente, a Lola, su hija, cuando regresan. Rosita (Dulce Wagner) tiene una pierna lastimada y le falta su remera, sólo la cubre un buzo. Y Lola (Sofía Brito) está histérica. La explicación no la convence. ¿Qué hicieron su padre y Rosita en el día de su ausencia? En el viaje de tren al spa donde trabaja, en ese día crucial, Lola pasa por la seccional de policía para reportar la ausencia de su hija, cuando se entera de que Omar (Marcos Montes) es sospechoso de un crimen en los docks de zona norte. En este segundo día, en el que transcurrirá toda la trama, Lola deberá decidir qué hace con Omar y qué hacer con su vida, atada a sus tres hijos, un nuevo novio, y un padre que le debe cuentas pendientes. Pero también hay otro modo de contar Rosita, y es el modo en que se desenvuelve el film cronológicamente, desde su inicio. Al atardecer, frente a unos veleros que flotan amarrados, una persona camina hacia el río, de espalda a la cámara. Se escuchan unos ladridos y la persona ejecuta un disparo, al que siguen gemidos de un perro agonizante. Luego de un corte, ladra un American bully enjaulado. Hay más perros enjaulados, en un criadero, y los gemidos de una pareja llevan la cámara adentro de una habitación en penumbras. Allí está Lola. Está encima de Vic, su novio, el criador. Pero Lola está en otra. Su sexto sentido le dice que las cosas en casa no están bien. Post coito, le pide a Víctor que la lleve de vuelta a casa en su camioneta. El muchacho, para contrariar aún más a Lola, aprovecha a llevar uno de sus perros y lo sienta de acompañante. Finalmente, al llegar a su casa, la chica encuentra a dos de sus hijos completamente abstraídos en un videojuego y sin la menor intención de atender a su madre. Recién cuando Lola desconecta el juego, los chicos, como zombis, responden al interrogante de dónde está Rosita. Se fue con Omar, le dicen, a comprar zapatillas nuevas a Beccar. Y eso detona a Lola. Va a su trabajo, se detiene en la comisaría, y descubre que la policía busca a su padre. Entonces todo se oscurece más. El cuarto largometraje de Verónica Chen, autora de films personalísimos como Agua y Vagón fumador, remite un poco a la problemática de mujeres solas contra el mundo que en más de una oportunidad delinearon los hermanos Dardenne. Pero al mismo tiempo, Rosita es como un poliedro, un trabajo hecho para verse desde distintas ópticas que remiten a un solo suceso. Lo subyacente es el permanente estado de tensión de Lola, algo que Brito representa de manera notable. Porque Lola tiene razones para estar fastidiosa. Hay cosas que se dicen y otras que no. Le reprocha a Omar haber abandonado a su madre, y parte de lo que se supone, implica que a su regreso, cargando culpas, el padre haya tenido que albergar en su casa a la nueva familia. En cambio, Lola es más explícita al referirse a sus hijos. Cuando una vecina (Noemí Frenkel) le pregunta por qué el padre nunca está presente, Lola responde que son todos hijos de distinto padre. Dentro de cierta austeridad –no hay banda sonora, no hay gestos expansivos (ni risas ni estallidos)–, Chen sostiene un formalismo lacrado en travellings mientas Lola corre (y sí, hay un paralelismo con el film de Tom Tykwer) y en las escenas bucólicas frente al río, las que abren y cierran el film, y dan a Rosita esa sensación de objeto inacabado, de algún modo laberíntico, que replica las rumiaciones de la protagonista. Ese mismo sentido de pequeño universo sin fin lo refuerzan las actuaciones. Los actores de más renombre, Noemí Frenkel y Luciano Cáceres –como el extravagante amigo de Omar– entran y salen esporádicamente del film, como invitados estelares de una anónima tragedia cotidiana. Finalmente, es sugerente que Chen haya elegido el nombre de la hija menor de Lola para titular su película, y esa movida abre algunos interrogantes. ¿Será que, en la elección, el film se despega de la protagonista principal para extender la temática al drama de cientos de mujeres en su misma situación? ¿Será que los pesos que carga Lola se trasladarán indefectiblemente a Rosita, también con un padre ausente? A diferencia de los films de los Dardenne, que cargan demasiado las tintas en el drama personal, la realizadora diluye el potencial de víctima al mostrar a todos los personajes como víctimas de su propio entorno, y cómo los vínculos dificultan la mutua comprensión. La miniaturización del drama, reducido al incidente que involucra a Rosita, es la excusa para su universalización, realizada de un modo inteligente tanto en lo narrativo como en lo estético.
Amazona del Ártico El islandés Benedikt Erlingsson consolida su peculiar estilo costumbrista con Mujer en guerra, la historia de una eco terrorista enfrentada con Reikiavik. En 2015, el turista español Juan Camilo Román Estrada se apasiona con el campo de caballos al norte de Islandia, se suma a un grupo de exploradores alemanes y por la noche se pierde en la nieve. En 2018, Juan Camilo circula en bicicleta por una similar zona rural y es detenido por la policía, siendo confundido con un terrorista que atentó contra una fábrica de aluminio. Las dos escenas son el hilo conductor entre el debut de Benedikt Erlingsson, De hombres y caballos, y su nuevo film, Mujer en guerra. Juan Camilo aparecerá más veces, siempre tentando al malentendido. Es el toque humorístico de este director tan afecto al costumbrismo con algunas dosis de surrealismo. La terrorista, en verdad, es una ecoactivista, Halla (Halladóra Geirhardsdóttir), quien con un método muy manual de arco y flecha deja sin energía a las torres de la planta. En la fuga, perseguida por helicópteros, Halla es ocultada por un granjero local. El granjero desconoce ideologías, pero lo guía un instinto gregario. Se entera de que Halla pertenece al clan Eyvik, y que vivía en la esquina de su casa. En ese momento manda un sentido ya arcaico, perimido. Hoy la mujer pertenece a una causa global, y sus huellas particulares se difuminan, como todo. Parte de esa tendencia a borrar aspectos de la personalidad es lo que, por su misma causa, busca Halla. De día es la directora de un coro en Reikiavik, y cuando mantiene conversaciones privadas con un doble agente de inteligencia ambos guardan sus celulares en una caja de seguridad, para que las palabras no sean hackeadas. Cándidamente, vuelve de su trabajo en una bicicleta de paseo por las bellas y angostas calles de la ciudad, y al llegar a su casa vuelve a transformarse en amazona. Con remera y pantalones ajustados blancos de lycra, hace ejercicios de taichí mientras mira noticias que reflejan sus acciones: los atentados, la pérdida de energía en la planta de aluminio, la ayuda militar de Estados Unidos e Israel, el aparente colapso entre Islandia y empresarios chinos, potenciales compradores del metal. En el fondo hay dos retratos de Ghandi y Nelson Mandela. Pero la doble personalidad de Halla, como un héroe de cómic al estilo Bruce Wayne / Batman, trastabilla al recibir un llamado telefónico. La petición de adopción que hizo cuatro años atrás, la que casi había olvidado, resultó aceptada. Una niña de cuatro años, llamada Nika, la espera en Ucrania. Erlingsson mezcla elementos de la ficción y la realidad, de género y de actualidad, de un modo que no llega a ser del todo naíf, y que por momentos resulta cautivante. Por el lado de la identidad, Halla se cuadruplica con la introducción de su hermana gemela Ása (obviamente, también interpretada por Geirhardsdóttir), una instructora de yoga que sueña con un viaje a un ashram en la India y que tiene una visión igualmente altruista, pero donde priman los pequeños e inmediatos cambios. Ása es una suerte de deus ex machina para la narración, y una muy efectiva. Pero lo más interesante ocurre a nivel formal, y es la presencia de un trío de músicos que acentúan el sentimiento de cada escena y actúan como extras, tan presentes en una escena rural como en cualquier toma de interiores. Ese trío de tuba, percusión y órgano / piano / acordeón a piano, vestido con corbatas y chalecos –y que recuerda los “comentarios” de Jonathan Richman en Loco por Mary–, alterna con otro trío de cantantes folk, vestidas como campesinas, que actúa como una metáfora del viaje inminente a Ucrania, rumiando en el inconsciente de Halle mientras viaja con una bolsa de Semtex para dinamitar más torres de la planta, en su segundo acto visible “eco terrorista”. David Thor Jonsson, compositor de la banda sonora y líder del ubicuo trío, incluso tiene alguna incidencia dentro de la trama: cuando Halle arroja fotocopias de su manifiesto desde una torre de Reikiavik, el músico toma una de las copias, la fotografía y la cuelga en un tuit que se viraliza por la ciudad y alimenta el mito de la Mujer de la Montaña, como se conoce a la enemigo público número uno de Islandia. Por su parte, Juan Camilo Román Estrada es liberado y deambula en bicicleta por las praderas, desorientado, buscando Reikiavik, maldiciendo a la policía en español y siempre a punto de volver a ser apresado. Estos personajes laterales y simpáticos recuerdan a algunos films de Aki Kaurismaki, y refuerzan el concepto de dramedy con que Signursson ya había coqueteado en De caballos y hombres. Lo mismo ocurre con el recurso de la tierra, la sujeción a la naturaleza: Halla apoyando su cabeza sobre el pasto para “sentirla”, u ocultándose en la piel de un carnero para evitar ser detectada por rayos infrarrojos, en directa referencia al hombre que habita el cuerpo de su caballo muerto para no morir congelado, en el film debut. En algún punto, la misión de Halla es una quijotada, pero la visión de Erlingsson no. En perfecto timing con las marchas que moviliza Greta Thunberg, la película también muestra algo que no es ninguna novedad: el modo en que los medios y los políticos se apropian del hecho antisistema, absorbiéndolo y trivializándolo para inocular su propio contenido, cuando no denigran al portavoz ventilando cuestiones personales, o magnifican pasos en falso. Apropiadamente, promediando Mujer en guerra, una escena de bello lirismo muestra el hogar de Nika inundado por las lluvias grotescas mientras un pianista toca una triste melodía impresionista. Es un avatar de todas las advertencias. El apocalipsis está llegando. A la memoria de mi padre, Alfredo Fernández
Acoso fatal En La viuda, el regreso de Neil Jordan, Isabelle Huppert encarna a una acosadora sobrenatural, en un thriller con toques paródicos que no da descanso. No hay nada trascendente en La viuda y en consecuencia no hay un tomatómetro favorable en Rotten Tomatoes, esa tan influyente guía de reseñas. No hay nada nuevo, es un film de género, un thriller. Y sin embargo, atrapa. Quizá, porque uno no advierte el peligro latente hasta pasada la primera hora. Las imágenes iniciales son una postal de la vida cotidiana en la Gran Manzana. Frances McCullen (Chloe Grace Moretz) es una chica de veintipocos años que regresa a su casa tras una jornada laboral en un bistró de Manhattan. Antes de bajar del subte encuentra una cartera abandonada en un asiento, la toma y la lleva al departamento que comparte con su roommate, Erica (Maika Monroe, de It Follows). Luego de un inevitable chequeo del contenido, y frente a los reparos de Erica, Frances, habiendo encontrado el ID, decide devolver la cartera a su dueña. Ella es Greta. Se trata de una francesa esmirriada, algo nerviosa, que vive al fondo de un improbable callejón de la ciudad. Del amplio y luminoso departamento de Frances y Erica a la lúgubre y abarrotada casa de Greta hay un brutal cambio. La temeridad de Frances se siente un poco como el itinerario de Gretel a la casa embrujada. Y aun así, la sensación de inseguridad tarda en llegar. En esa primera visita de Frances a Greta se establece una conexión. Frances acaba de llegar a Nueva York desde Boston, y se muestra tan descolocada como si proviniera de Alabama. Pese a su amistad con Erica, se siente sola en la gran ciudad y aparte duela la reciente muerte de su madre. Por su lado, Greta es viuda y su hija la abandonó para irse a vivir a París. Mientras charlan animadamente de sus coincidentes desgracias, se oyen ruidos en la pared y Greta se levanta para ir a gritar a los vecinos. “Ni que estuvieran construyendo un arca”, bromea luego, cuando regresa a sentarse junto a Frances. De buenas a primeras, entre ambas hay un vínculo de hija y madre sustitutas. Greta le pide su teléfono y le ruega que no la olvide. Frances le responde que suele quedar pegada a la gente, que su madre le decía que era como un chicle. Inevitablemente, a la mañana siguiente la despierta un mensaje de Greta. Al que seguirán otros. Y otros. Pero, ¿cómo podría una viudita generar algún peligro? A menos que la viudita sea, ni más ni menos, Isabelle Huppert. Llena de matices, cuando quiere, Huppert puede ser más peligrosa que Glenn Close en Atracción fatal. Lo demostró en Elle (2016), el último film de Paul Verhoeven. Y tiempo atrás, en 2001, en La profesora de piano, de Michael Haneke. Claro que en esas dos oportunidades estuvo dirigida por dos maestros del shock. La amenaza de Huppert en La viuda tiene una vuelta de tuerca. Para su nueva película en siete años, Neil Jordan (El juego de las lágrimas, Byzantium, Entrevista con un vampiro) imaginó a una clásica stalker con giros paródicos, una especie de caricatura del monstruo que se para en esa delgada línea que divide al thriller del horror, pero que no deja de ser una criatura amenazante. La actuación de Huppert deja espacio para el espanto como para la risa. Y es de imaginar que la actriz francesa se divirtió bastante durante el rodaje. El personaje de Moretz también es una parodia. Representa la inocencia americana –el dato de su procedencia bostoniana parece no ser relevante para el irlandés Jordan–, un tanto estereotipada, si bien es lo suficientemente sagaz como para deducir que Greta es una embaucadora en el momento en que descubre una decena de bolsos-anzuelos ocultos en un armario, destinados a ser extraviados en el subte para almas bien pensantes, como la suya. Y es que todo venía súper bien hasta el azaroso descubrimiento. Erica se sorprende de que Frances prefiera pasar un sábado a la noche en casa de Greta, en vez de salir juntas a recorrer los bares de Manhattan. Es palpable que la chica descubre un remedio para su soledad, que no la llena su amistad con Erica ni, mucho menos, su trabajo de camarera en un rutilante bistró. Sin ahondar en el perfil psicológico de Frances –hay algunas referencias a un padre workaholic y semi ausente–, Jordan logra fundir como verosímiles las carencias del personaje. La noche en que ella descubre la farsa, su rostro se descompone y apenas puede sostener la compostura durante la cena que preparó Greta. Esa traición es como el tobogán que desciende del sentimentalismo de una comedia dramática al espanto del thriller. De pronto, Greta es Norman Bates. Hay varias escenas de calibrada tensión, y esta es una de ellas. La mezcla de decepción y miedo por su integridad es tan grande que Frances ni siquiera intenta articular una buena excusa para huir de la casa. Lo único importante es escapar. “¿Qué te pasa?”, pregunta Greta. Frances va atolondrada hacia la puerta y está cerrada. “¿Me das la llave?”, pide ya con sus grandes ojos abiertos, casi entregada. “Agarrala. Está en el jarrón”, dice Greta con una sonrisa en la comisura de los labios. Y ahí está. Frances trata de componerse, abre la puerta nerviosa, y una vez en el callejón, corre. La siguiente escena será en el departamento con Erica, reflexionando más tranquilas sobre esta viuda alocada. Al menos, la víctima ha superado el primer nivel en este coto de caza. Jordan pinta a Greta como un ser sobrenatural, capaz de apariciones espontáneas en los lugares menos pensados de la Gran Manzana. A veces recuerda al psycho killer de Vestida para matar, de Brian De Palma; en otras a Droopy, el personaje animado de Tex Avery. Por momentos, está al borde del ridículo. Hay una escena en donde, mientras atiende a una pareja en el bistró, Frances descubre a través de la ventana la figura fantasmal de Greta, mirándola intensamente al otro lado de la calle. Es una imagen repetida en el cine de horror, pero en este caso no pierde impacto. El tema es que Jordan deja parada a Greta como una estatua a lo largo de las horas, y lo que provocaba al inicio escalofríos pasa a ser una broma sobre la resiliencia de su acosadora. La escena más lograda, la que de algún modo resume el espíritu del film, es una larga persecución que se inicia en una disco y termina en el subway de Manhattan. Hay algo de la sucesión interminable de eventos que sufre el personaje de Bruno Ganz en El amigo americano, de Wim Wenders, aunque es improbable que haya aquí un homenaje. Erica está en una disco mensajeando a Frances para que deje el departamento y salga a divertirse con ella, cuando en la comunicación interfiere Greta, enviándole a Frances fotos de Erica in situ. Frances se lo comunica a su amiga y le dice que huya inmediatamente. Erica le hace caso, pero todos los lugares que recorre son sucesivamente fotografiados y enviados al teléfono de Frances. Greta es un animal suelto, y a la caza. Parece un Terminator invencible. Es cierto que está todo visto, que no hay nada nuevo, pero Jordan –con la inestimable actuación de Huppert– altera el habitual orden de los factores para que La viuda sea un film atractivo en lo narrativo y lo visual. Esperar que un film de género sea sólo genial no parece justo; sí que sea inteligente. Este es uno de esos casos.