Unas pinceladas veloces le alcanzan a la película para presentar su mundo: una España en crisis con bancos usureros y ejecutivos sin alma conforman a las apuradas otro retrato sobre los males del capitalismo. Empieza el robo y el guion apela al tradicional motivo del ladrón noble: Jorge Guerricaechevarría no demuestra grandes dotes para la construcción de personajes, pero la figura se revela igualmente eficaz. Los malvivientes son en su mayoría argentinos (hay un uruguayo y un español, además) y los intérpretes deben sobreactuar su origen: putean, gritan, mienten, explotan la tan mentada viveza criolla. La aparición del grupo casi funciona como un comentario metafórico de calibre grueso: la debacle europea se ve certificada por la irrupción de estos marginales del tercer mundo que toman por la fuerza lo que una economía desigual no les da. El director tiene entre manos una película encantadora que no requiere de mucho esfuerzo de su parte: la fórmula del caper film trae consigo el cine y parece estar blindada contra las malas decisiones de realización; por decirlo de alguna forma: la película se cuenta sola (aunque, en rigor, los caper film cuentan la preparación de un robo y su posterior ejecución, mientras que acá lo que debe prepararse es, justamente, la fuga). Carpalsoro lo sabe y por eso se dedica a trabajar lo mejor que puede desde las sombras dejando que el género brille por sí mismo, sin intentar ninguna clase de pirueta o truco cinematográfico demasiado complicado. Extrañamente, el director filma los diálogos (que son muchos) casi siempre apelando al rutinario plano contraplano, pero es capaz de aprovechar con inteligencia el espacio del banco, por el que puede verse yendo y viniendo incansablemente a los protagonistas, en especial a Rodrigo de la Serna, que debe realizar algunas corridas formidables de un lugar a otro. Los personajes no están todos elaborados con la misma atención al detalle, y mientras el guion se concentra en el suyo y en el de Luis Tosar (y en el ajuste de cuentas que pesa entre los dos), descuida a otros como los de Luciano Cáceres y, sobre todo, el de Joaquín Furriel, que hace de un exagerado argentino medio bruto y casi de comedia costumbrista que rompe el verosímil del caper. El relato avanza y la demagogia crece hasta niveles difíciles de tolerar: además de los clientes del banco estafados y los atracadores de buen corazón, ahora la película se despacha con una pintoresca galería de políticos corruptos y sin escrúpulos. Sin embargo, el género acolchona cualquier referencia al presente de España y reencauza la película hacia la ficción: ese retrato algo edulcorado con héroes y villanos, después de todo, no deja de evidenciar los signos de la narración clásica, es decir, del cine y su artificio. Los contratiempos que suma el guion no siempre funcionan bien, pero los actores (en especial los ladrones), sostienen la película con dignidad: el contrapunto de De la Serna y Tosar, por ejemplo, resulta ser bastante más sólido de lo que se podía pensar en un principio. Uno crece frente al otro y la dupla llega a apropiarse de la película toda, eclipsando a los demás. El trabajo de De La Serna es el más magnético, tal vez porque en una película muy hablada (el primer tiroteo tarda muchísimo en ocurrir), la suya es una actuación física, que emplea todo el cuerpo y le imprime alguna cuota de dinamismo a las imágenes por momentos televisivas. Tosar, en cambio, confía en su rostro (particular, por cierto), al que puede someter a modulaciones sutiles y casi imperceptibles con una habilidad poco frecuente. Tosar es milimétrico, en cambio, De la Serna apuesta al exceso como ya hiciera antes en Okupas o Revolución: El cruce de los Andes: lo suyo es la explosión, el derroche de energía. Las escenas de acción por momentos escasean y Calparsoro tampoco es Jean-Pierre Melville como para jugar al despojamiento y la contemplación, pero la película igualmente fluye y exhibe un placer evidente por recorrer todos y cada uno de los lugares comunes del caper film.