VIAJE AL FIN DE LA NOCHE Park Chan-wook en modo silencioso sigue siendo Park Chan-wook. Hace varios años, más de diez, no me convencía del todo su efectismo, el carácter maquínico de sus historias, su manera de trabajar el exceso, la mezcolanza de géneros y tonos, la búsqueda de impacto a la que debía someterse cada personaje, cada escena, cada conflicto. Había algo en el cine de Park que hacía desconfiar, temer siempre que bajo la voltereta narrativa o el truco visual nos esperara el zarpazo del mercachifle, del vendedor de humo. Pero esto fue hace mucho, y hoy ya no podemos permitirnos el lujo de descartar directores como se hacía en el pasado: hoy las películas de Park, Kim Ki-duk o Lars Von Trier (para nombrar uno que no sea coreano), con sus imperfecciones, con sus tics, son gotas de agua en el desierto. Algo de esto se nota en la trayectoria del propio Park: después de un inicio de carrera bastante prolífico, las películas se distancian en el tiempo. Desde 2006, cuando estrenó I’m a Cyborg but that’s Ok, hasta Decision to Leave, de 2022, el coreano cuenta apenas cinco películas; cinco películas en más de una década y media (mientras escribo esto, me entero de que Decision to Leave acaba de ser preseleccionada a Mejor Película Extranjera en los Oscar) Con el paso del tiempo, Park fue cambiando el registro más bien delirante de su primera etapa por otro más contenido. Decision to Leave condensa esa transformación. La película es un thriller que narra una historia nocturna, de una locura subterránea. El protagonista, un detective, investiga un asesinato y se enamora de la sospechosa. El vínculo sintetiza tradiciones tan distintas como el noir y el gótico, con la atracción irresistible que ejercen el mal y sus profundidades. La trama avanza con claridad y precisión: el director construye la relación amorosa y sus contornos de a poco, sin los apremios ni las excentricidades de otros tiempos. Pero, como sospecha el espectador, debajo de esa superficie serena laten las pulsiones de seres rotos, entregados sin culpas a la corrosión del maltrato y la muerte. Park mete una elipsis de varios meses y rompe todo: ahora el relato se muda al pequeño pueblo en el que viven el protagonista y su esposa, en las afueras de Busan. Un nuevo crimen, el primero en la región, tiene como acusada a Song Seo-rae, ¡la misma sospechosa del primer caso! El motivo de las muertes gemelas se aúna con una idea bellísima, la del asesinato como medio de seducción, como vía de comunicación que busca reavivar un amor no correspondido. Como en un pase de baile, todo se invierte, desde la asimetría romántica hasta la atribución de la culpa. Se sabe que en las películas no hay crimen que no tenga un castigo acorde, por lo que no revelo nada si digo que el final transcurre en la playa, con una mujer que, como tantas otras del cine, se rinde a la furia de los elementos. Ahí empieza otra pesquisa, una que huele a desenlace fatal, y en la que Park se permite jugar con los géneros: del vértigo precipitado del thriller pasamos ahora a la búsqueda frenética del ser amado. El registro ominoso de la primera parte da paso a la descarga pasional del melodrama. Esta gambeta, este quiebre de cintura que hace con elegancia el director, no tiene, felizmente, la espectacularidad ni el efectismo de otras películas anteriores (como Oldboy), sino un encanto distinto, un signo de discreción que sugieren algo que, aún cayendo en un lugar común, podríamos llamar madurez. Y resulta que en su madurez, filmando una película cada mil años, Park Chan-wook nos recuerda que el cine todavía puede darnos estos artefactos sinuosos y sobrecogedores.
Por lo menos desde el Nuevo Cine Argentino, la relación de las películas argentinas con los géneros es oscilante y conflictiva. A veces se parece más a una apropiación y revisión plena, y otras a una imitación o un cortejo. Blondi, la primera película de Dolores Fonzi, elige la geografía afectiva de la comedia indie, territorio poblado por seres extraños y un poco frágiles que deben sobreponerse a alguna tragedia personal, ocurrida o por venir, pero a los que el género en cierta medida cobija, como si los protegiera de la adversidad que se abate sobre ellos y les permitiera entregarse más ligeros a los vaivenes del humor. Blondi (Fonzi) es la mamá de Mirko (Toto Robito) pero los dos se comportan como amigos igualmente tarambanas: ella y él se las arreglan como pueden para cumplir con los horarios y las tareas cotidianas, pasan el tiempo juntos, van a ver bandas y comparten las amistades de él. La película cuenta lo que a la luz de otro género podría ser un drama destemplado: la vida desfasada de una mujer que no quiso o no pudo acceder a la adultez siguiendo los rituales esperados y que pasa sus días haciendo de su condición de adolescente algo parecido a un acto de resistencia aunque silenciosa, sin explicaciones que le den un contenido político a esa rebeldía que, inarticulada, sin marco teórico, resulta más humana (bastante más que si, por ejemplo, estuviera al servicio de un ideario al uso, como el de las “familias ensambladas”, tema viejísimo que sin embargo las críticas de la película sugieren como una novedad). La película comunica sus coordenadas dramáticas enseguida, en una escena buenísima que disimula su eficacia (a diferencia de varias otras, que no lo son y, al contrario, presumen de una inteligencia de la que carecen). Blondi está jugando al ajedrez con un amigo de Mirko: el plano los muestra indistintos, dos jóvenes que se pierden en las horas. Llega Mirko, el amigo y la madre lo saludan, Mirko le dice con una contundencia discreta que se tiene que ir, pero que le deja llevarse el sandwich para comer en el camino; Blondie no interviene, se entrega mansa al dominio del vástago y a la rutina propuesta por él. Fonzi no acentúa la inversión de roles ni su extrañeza, pero anuncia, ya en ese momento, la tragedia por venir: parece claro que ese relación contrahecha no podrá mantenerse por siempre, que Mirko va y viene y se mueve por los espacios con la seguridad de la que carece la madre, a la que se ve más veces sentada, en la bañera, en la cama, en el piso; quieta, demorada en la juventud que el hijo ya se prepara para abandonar. Con la adición de Pepa (Rita Cortese), queda conformada la pequeña cofradía de freaks que debe medirse con el mundo de los normales, los adultos, los que tienen trabajos comunes y ejercen debidamente los roles que les tocan dentro de sus familias. Pero cuando la película tiene que presentar ese sistema, tambalea. Blondi, Mirko y Pepa van a la casa de Eduardo y Martina (Leonardo Sbaraglia y Carla Peterson) y enseguida se arma un tosco duelo de perfiles culturales: el guion le cuelga los carteles correspondientes a cada personaje, a unos el de raro-pero-con-onda y a otros el de cheto-infeliz. Se confirma una intuición que viene de las escenas anteriores: a Blondi no se le da bien la sátira ni la observación sociológica, lo suyo es la narración sin énfasis de la vida indolente que llevan la protagonista y su hijo y, eventualmente, de cualquier otro misfit que pruebe suerte saliendo de la geografía institucional de la familia. Pasa lo mismo cuando se llega a los estallidos dramáticos: el guion realiza el reparto esperado de atributos, culpas y resentimientos, pero parece que los personajes recitaran sus líneas, como si todo nos recordara que lo que vemos es una película y no nos dejara nunca mezclarnos del todo con el conflicto que allí se cuece. Por alguna razón, Fonzi directora se mueve mucho mejor en los momentos de comedia y, curiosamente, en los que desarrollan alguna clase de inquietud. Pasa cuando la madre de una de las amigas de Mirko busca a su hija, que nunca volvió a su casa; la chica está durmiendo con Mirko y otro chico en la cama de él, en la habitación de al lado de Blondi, pero ella no solo no lo sabe sino que no comprende la preocupación de la madre ni la urgencia de la búsqueda. La escena es menor pero construye un retrato extraordinario de la protagonista como un ser fatalmente desconectado de la realidad de sus semejantes. En otra ocasión, la película replica brevemente los códigos del terror: el momento dura apenas un minuto pero condensa la ansiedad de Mirko ante los peligros de un mundo desconocido. El resto del tiempo, el destino de la película depende completamente del timing desigual de Fonzi y Rovito: a algunas escenas les insuflan una gracia diáfana, luminosa, a otras las vuelven un facsímil de los mandatos del género, una imitación sumaria, como en el cumpleaños de Martina donde los freaks se miden con los normies siguiendo una coreografía rígida. Esta crítica termina abruptamente y con preguntas desordenadas: ¿por qué a las películas argentinas les cuesta tanto alcanzar (y sostener) la soltura cómica del cine de otras latitudes? ¿Por qué Carla Peterson no puede volver creíble ni una sola de sus líneas y hacernos olvidar por un rato que estamos viendo a Carla Peterson? ¿Por qué se escuchan tantas canciones de The Velvet Underground en el off, Blondi usa una remera de Led Zeppelin, ella y Mirko van a recitales de bandas indies y al final se escucha “Maria” (de Blondie), pero casi nunca se habla de música? (Cuando se discute sobre qué poner en la casa de Martina y Eduardo no se nombran bandas ni canciones, los gustos de cada grupo -los raros y los chetos- van de suyo, tiene que imaginarlos el espectador). ¿Y qué tendrían en común, qué construiría ese apelmazamiento de referencias en los personajes que no sea apenas un gusto musical difuso, o sea, que a Blondi y a Mirko les gusta la música, que son sensibles al arte?
Ellas hablan cuenta la historia de un grupo de mujeres que vive en 2010 en una colonia menonita en algún lugar innominado. A la lista de sometimientos que, dicta el prejuicio, deben sufrir las mujeres en esas comunidades, se le agrega que los hombres del sitio las duermen con tranquilizantes de vaca para violarlas. El relato empieza cuando una madre defiende a la hija de un atacante. Las mujeres hacen la denuncia, el acusado implica a dos varones más y los tres permanecen detenidos en un pueblo cercano. Cuando los hombres van a tratar de liberar a sus compañeros, las mujeres se quedan solas y discuten qué curso de acción tomar: no hacer nada, quedarse y pelear, o irse. La localización geográfica de la historia es totalmente prescindible: no hay signo alguno que remita a un lugar concreto, aunque la novela original esté inspirada libremente en hechos reales ocurridos en Bolivia. Pero no se trata de un error, sino de algo deliberado: la película no presenta un relato anclado en una cultura sino una fábula de carácter universal. La ficción es delgada, casi inexistente, y así quiere que lo comprendamos la directora Sarah Polley: las discusiones de las protagonistas se refieren a las relaciones globales entre hombres y mujeres; los diálogos no quieren ser líneas de guion sino testimonios; la idea de la mujer doblegada bajo el dominio masculino se proyecta más allá de los confines del relato, es una clave para pensar la sociedad. Como pasa en películas parecidas, en las de juicio, o en otras como Doce hombres en pugna, la ficción tiene ambiciones metonímicas: lo que vemos en pantalla habla de lo que vivimos fuera de ella. Y en Ellas hablan se dicen muchas cosas. Las más sorprendentes seguramente sean las que se refieren a los grandes ausentes: los hombres. Como el monstruo de alguna película de terror clase B, los hombres están fuera de escena, pero acechan; las protagonistas llevan en el cuerpo las huellas de su ferocidad (por esto mismo, la película más feminista de los Oscars 2023, curiosamente, no pasaría el “test de Bechdel”). En un momento de la discusión se plantea la cuestión de la culpa: ¿qué pasa si los acusados por el atacante son inocentes? El debate posterior despeja cualquier duda: no pueden ser inocentes si sabían lo que pasaba y no actuaron para evitarlo. El desplazamiento metonímico se activa de nuevo: los tres violadores trasvasan su culpabilidad a todos los hombre de la comunidad, incluso a los chicos, a los que se los ve, justamente, no como niños sino como hombres en miniatura, atacantes larvados prestos a cometer tarde o temprano las mismas atrocidades que los padres. La película replica así el ecosistema de las discusiones contemporáneas sobre el género: las mujeres son víctimas necesarias de una sociedad opresora fundada por varones, cuya condición hace necesariamente de todos ellos abusadores y maltratadores, sea potencialmente o en ejercicio, que solo con el paso del tiempo, la educación y distancia puedan, tal vez, reformarse. Nada de esto es nuevo, nada que el cine, la literatura o el periodismo no digan o estén diciendo ya. La premisa que guía la película representa cabalmente las proclamas del activismo feminista actual, que no concibe su praxis política como una búsqueda de igualdad sino como una guerra entre géneros. Solo los hombres como August (Ben Whishaw), el maestro, tienen reservado un sitio en el horizonte moral de la película. August es amable, delicado y asexuado; colabora activamente con la causa de las mujeres confabuladas, pero así y todo se vuelve objeto de toda clase de reprimendas y lecciones. Cualquier ocasión es buena para que cualquiera de las mujeres ponga a August en su lugar a, cualquier acción suya puede servir como recordatorio de los privilegios de los que gozó por haber nacido hombre y de la mácula que carga por su sola pertenencia al género. August duda, pide permiso para hablar, sugiere con temor, se deja corregir, hasta pide disculpas cuando le pegan dos gritos y a veces directamente calla lo que iba a decir. A August se le permite participar de las deliberaciones secretas y es el único hombre al que se ve en plano, tal vez porque el modelo de varón que la película imagina no es ya un hombre o siquiera una persona, sino un monigote tristón que cumple sin chistar con los trabajos asignados, y al que se puede contentar con algún gesto de aprobación. La muy buena recepción que tuvo Ellas hablan en la crítica y la candidatura al Oscar como Mejor Película indican que existe un acuerdo cultural acerca de esas ideas. Pero el problema no es tanto eso, las ideas, de las que la película funciona apenas como una caja de resonancia o un megáfono, sino la inverosimilitud total de los hechos. Uno de los reclamos de las protagonistas es que no se las deja estudiar y que, por lo tanto, no saben leer ni escribir. Sin embargo, la mayoría habla con elegancia, maneja un vocabulario bastante amplio y posee destrezas retóricas. Ona (Rooney Mara) propone, por ejemplo, que el sistema fundado por los hombres de la comunidad los oprime también a ellos y que, por lo tanto, eso convierte a los atacantes, de alguna forma, en víctimas. ¿Cómo puede una persona sin educación, cuya vida se redujo a cuidar chicos, trabajar la tierra, atender los caprichos del marido y guardar los preceptos de la fe, pensar su propia realidad en esos términos, menos propios de una creyente separada fatalmente del mundo y de la cultura global que de un lector de Foucault o una feminista de tercera ola? Lo mismo vale para Nettie, que nunca se sintió del todo mujer y, después de ser violada por su hermano y abortar, decide dejar de hablar, vestirse como hombre y adoptar el nombre de Melvin. ¿Cómo puede una chica que solo conoce las reglas severas de la fe y de un grupo social hermético no solo concebir sino llevar adelante y sostener ese cambio de identidad? ¿Y cómo es que la comunidad que somete sin piedad a las mujeres tolera la transformación? Si una película va a decir que todos los hombres son, por transferencia metonímica, abusadores o violadores, mejor poner el diálogo en boca de un puñado de mujeres iletradas y ultrajadas (aunque, sin embargo, puedan expresarse igual o mejor activistas universitarias). Por otra parte, eso es lo que quiere que escuchemos la directora, no la palabra de una menonita real, modelada por el fuego lento de la tradición y la sumisión; no el habla inmemorial de quienes vivieron, igual que sus antecesores, fijadas a la tierra, la familia y la casa, sin otro horizonte vital que el de los mandatos y las promesas de la fe. Las protagonistas de Polley no son, por caso, los campesinos que filmaron Pasolini, los Straub o Cecilia Mangini, depositarios de un primitivismo esencial que certificaba la autenticidad de sus palabras o sus gestos, y a los que se respetaba, justamente, no obligándolos a ajustarse a un verosímil de época (y occidental, y urbano, etc.). Ningún espectador cree que las protagonistas de Ellas hablan sean menonitas viviendo una vida como la del siglo XIX. Pero como el cine (el arte) suele ser algo más que realismo, algo más que un verosímil, hay que pensar entonces que la película es perfectamente consciente de ese desfase narrativo y que, en todo caso, esa grieta insalvable entre el origen de las mujeres y su discurso cumple una función muy específica, la de enunciar ideas que de otra manera resultarían intolerables. La ficción aparece así como cobijo de consignas impracticables, pero cuya representación puede igualmente resultar atractiva a una buena parte de la cultura estadounidense. Cuando August, a pedido de las mujeres, obtiene finalmente un mapa, se lo muestra a Ona, que nunca vio uno y no sabe cómo usarlo. August le explica cómo orientarse levantando el puño y el pulgar apuntando hacia una constelación. Ona escucha la lección y lo hace bien al primer intento. August desconfía: “¿vos ya sabías esto?”. Ella responde que sí. Incluso cuando se trata de un conocimiento científico al que Ona y sus compañeras nunca podrían haber accedido (porque les fue vedado), al maestro, nada menos, se le recuerda nuevamente el tamaño de su ignorancia. La campesina iletrada, una vez más, suavemente y sin el rigor de escenas previas, vuelve a ponerlo en su lugar. De eso se trata.
SHIP OF FOOLS Las películas de Ruben Östlund son menos películas que dispositivos destinados a producir efectos precisos, obras de ingeniería que se proponen generar reacciones específicas y cuyo diseño incluye la circulación por espacios determinados (los festivales de cine como Cannes). The Square era una sátira sobre el mundo del arte contemporáneo que se fijaba obsesivamente en la miseria humana de sus protagonistas; con esos materiales grotescos, la película proponía una visión de mundo de esas que conquistan casi automáticamente, como por reflejo, el beneplácito de jurados, críticos y público por igual. La misantropía paga bien, más todavía en un ámbito como Cannes; Östlund lo sabe, pero como todo buen salesman, también está al tanto de los peligros del oficio. Östlund conoce, por ejemplo, que la excitación generada por la misantropía en espectadores y periodistas tiene los resultados intoxicantes de alguna sustancia: si se prueba y gusta, el cliente espera de la próxima dosis una experiencia más poderosa. Triangle of Sadness es la comprobación de esa regla. La nueva película del sueco, premiada igual que The Square con la Palma de Oro, se apropia de la fórmula de su antecesora pero la multiplica varias veces por sí misma, como si el cambio de escala y la intensificación del efecto pudieran disimular los pobres mecanismos que lo sostienen. Del mundo del arte se pasa al del modelaje. Una pareja de modelos igual de vanos y desagradables está en crisis. Se van en un crucero y allí se codean con una selecta comunidad de ricos. Hay una tormenta que pone todo patas para arriba. El barco es atacado por piratas y un grupo naufraga en una isla. Allí se invierten las relaciones sociales: los pobres asumen con malicia el poder que antes padecieron y los ricos descubren los dolores del sometimiento. La serie interminable de peripecias busca producir algo así como un fresco de época, tal como lo explicaron Thierry Frémaux, director de Cannes, y Vincent Lyndon (que fue presidente del jurado que premió la película) en la presentación en el Gaumont. Cualquiera sabe que siempre conviene guardarse de las películas que hacen cosas como tratar de “explicar el presente”, pero Frémaux y Lyndon no, o al menos su rol de embajadores culturales pareciera eximirlos de esos reparos. Como sea, la película empieza y en pocos segundos Östlund anuncia el tono general. Un periodista entrevista a un montón de modelos masculinos que esperan para hacer un casting. El periodista juega con ellos, se divierte, los manipula, los hace poner caras, adoptar posturas o caminar, sin que los entrevistados noten la humillación. Pienso que es en momentos así donde se juega nuestra relación con las películas: si el espectador encuentra entretenido ese juego cruel, tal vez creyendo que el universo del modelaje (en la película anterior fue el del arte contemporáneo) habilita esa descarga de maldad, entonces el director ya ganó, se metió al público en el bolsillo y ahora solo le queda llevarlo de acá para allá, zarandearlo un poco las dos horas y media restantes. Por otra parte, el espectador que sintió rechazo ante esa violencia, que alcanzó a notar en esa malicia exagerada la precariedad del prestidigitador, el voceo del charlatán de feria, ya está en alerta y difícilmente pueda participar de la seguidilla de vejaciones que siguen. El corazón de la película se encuentra en el crucero, donde un par de escenas indican velozmente los lugares comunes a identificar: los ricos impunes, cínicos o con buena conciencia, de un lado; la tripulación que se desvive por atender sus caprichos y que es dirigida con eslóganes sobre la eficacia y el optimismo, del otro. El espectador entusiasmado repone enseguida la constelación de ideas que Östlund se propone activar: lucha de clases, desigualdad, el poder del dinero, el sometimiento de los que trabajan, la corrupción de la riqueza. Una vez sedimentado ese suelo de lugares comunes compartidos, la película inicia el grotesco destinado a fungir como crítica social, y que incluye a gente vomitando o cagando, cayéndose, o al capitán del barco recitando ideas del marxismo por el altavoz. El problema es que Östlund no es un satirista o un observador agudo de la realidad (o un cineasta), sino, justamente, un ingeniero que conoce con exactitud los engranajes que se deben movilizar para producir efectos precisos. En la función del Gaumont, por ejemplo, la gente se rió durante varios minutos solamente viendo a un puñado de millonarios vomitando. ¿Cómo se logra semejante condicionamiento, semejante eficacia? Pasolini o Ferreri, que fueron cineastas, filmaron vómitos, o los sugirieron en el off, pero los entendieron como recurso que les permitía hablar de ciertos temas (la igualdad pasmosa de la biología humana que las jerarquías sociales tratan de diferenciar; la plenitud de los excesos gastronómicos a los que se puede forzar el cuerpo cuando se lo lleva hasta sus límites). También las comedias adolescentes, como la serie de las American Pie, o sus antecesoras menos correctas, estuvieron siempre obsesionadas por lo escatológico, pero ahí había celebración festiva y sin pretensiones, nada más que los placeres del ridículo. No sé de ninguna película que pueda tener a una sala llena riéndose unos diez o quince minutos ante la visión de gente vomitando profusamente, o con diarrea sentada en un inodoro, mientras el capitán (que es algo así como la voz moral del relato) desparrama máximas sobre el socialismo discutiendo con un millonario ruso que critica el comunismo, y que debe salir necesariamente derrotado de la contienda. Los festejos en la función del Gaumont están lejos de ser algo local: como contó Lyndon, cuando él y el resto de los jurados vieron la película quedaron automáticamente fascinados y, secretamente, sabían que habían encontrado a la ganadora, ya que, dijo, iba a ser muy difícil que hubiera otra película así de buena en la competencia. Como The Square, Triangle of Sadness no es una mala película. Una mala película comete errores, corre riesgos y fracasa, falla en uno o varios frentes. Pero Triangle of Sadness es un objeto de una eficacia formidable, capaz de obtener exactamente aquello que se propone. Por eso no es una mala película, y hasta parece difícil verla en general como película: parece más bien un mecanismo de relojería de una eficiencia y precisión notables, casi geométrica (como los títulos mismos de las películas sugieren). A la avanzada de los superhéroes en Hollywood y de las películas-productos para plataformas de streaming ahora hay que sumarle la promoción sostenida por festivales como Cannes de artefactos como los que diseña Östlund. Son malas noticias para el cine y para los espectadores que no estén dispuestos todavía a reírse durante diez minutos seguidos de ricos vomitando.
INOCENCIA SALVAJE Damien Chazelle es un director con ambiciones, un cineasta con un mundo propio y una visión fuerte. Lo opuesto a la discreción casi impersonal de Spielberg y del Ford que aparece en The Fabelmans hablando del encuadre y el punto de fuga. Sucede que las dos, Babylon y The Fabelmans, hablan del cine, como es cada vez más común en Hollywood, tal vez porque esta descomposición final que atraviesa la industria fuerza a algunos de sus miembros a rememorar una edad dorada, un espejo perdido en el que el cine estadounidense de hoy querría verse. Para Chazelle es inconcebible quedarse, como lo hace Spielberg, en la descripción biográfica de un coming of age, por eso Babylon es, o trata de ser, tantas cosas a la vez, muchas de ellas incompatibles las unas con las otras: un retrato de la industria del cine, un canto al Hollywood de los 20, una crítica a la irrupción del sonido y la desaparición de la libertad anterior, un endurecimiento de las relaciones entre los estudios y sus empleados, un comentario sobre las minorías que participaron de esa historia. La argamasa que Chazelle moldea para mantener unido ese conjunto irregular e inestable es la idea de Hollywood como carnaval permanente, bacanal en el que sus participantes, sea en fiestas o durante rodajes alucinados, se hunden en un frenesí hasta olvidarse a sí mismos en una comunión que puede llevar incluso a la muerte. Chazelle espera que uno vea los largos planos en mansiones hollywoodenses y enseguida se le vengan a la mente algunas líneas de fuerza de Occidente, en especial la tradición entiende la vida como una hecatombe grotesca de pasiones, donde la razón y la mente no valen más que las zonas inferiores del cuerpo, donde lo “bajo” y popular gana la escena y cancela cualquier seriedad o veleidad académica. Las imágenes de los bailarines desaforados, la gente cogiendo, los que ingieren alcohol o se meten droga como locos o de los que, también enfervorecidos, tratan de sostener esa fiesta imposible, esas imágenes, entonces, se proponen apropiarse de una tradición que podríamos nombrar como rabeleasiano-nitzche-bajtiniana. Pero no hay carnaval posible en medio de un mundo reglado y perimetrado como el del Hollywood actual: las bacanales de Chazelle se deshacen en el aire, son chispazos breves cuya verdadera finalidad es el llamado al orden, la vuelta al reino solemne y ordenado de la moral. La historia de Babylon está contada desde los ojos de Manuel, un mexicano que hace todo lo que puede para abrirse paso en Hollywood. Sus excursiones por la tierra de los sueños lo ponen en contacto con una galería de personaje elaborados con pericia desigual: la actriz aspirante que hace Margot Robbie es una fuerza de la naturaleza, seductora, capaz de iniciar en segundos un incendio de lujuria, mientras que el galán en retroceso de Brad Pitt está fuera de registro, como si en vez del personaje solo pudiéramos ver a Brad Pitt saliendo mejor o peor parado de cada escena. El ecosistema narrativo se completa con un músico de jazz y una realizadora de subtítulos (seguimos en la era del cine silente). El corte que hace Chazelle es claro y no tiene nada de novedoso: el cine mudo fue un período de efervescencia creativa que sentó las bases de un lenguaje, tal vez el más importante del siglo, y lo hizo gracias a la libertad con la que sus pioneros trabajaron desde la década de 1910. Esa explosión de invención y expresividad, esa inocencia salvaje, dice Chazelle, se vino abajo con la introducción lenta pero segura del sonido, que condujo a una reorganización tecnológica y del funcionamiento de los estudios, y a una vigilancia mayor del proceso productivo y de la disciplina laboral. Como el lector adivina, se trata del mismo conflicto epocal que ya filmó con una gracia y una inteligencia irrepetibles Cantando bajo la lluvia. ¿A qué viene, entonces, este volver de un relato ya conocido por todos? Chazelle cuenta una vez más el cuento, le introduce el elemento aparentemente brutal del carnaval y después se tienta con el mismo gimmick de La la land. Recordemos: La la land tenía una primera parte muy buena en la que el director trataba, como podía, con los materiales que tenía a mano, de replicar el espíritu del musical clásico. La precariedad de la factura no disimulaba el placer de la imitación de un arte desaparecido. Sin embargo, en la segunda mitad todo en la película se estructuraba en un retrato sumario sobre la miseria del mundo del espectáculo ¡y ya casi no había canciones! Promesa y traición: Chazelle abandona el musical y se queda con la narración de las desgracias de la pareja, el dolor y la tristeza de la separación, la incertidumbre, la frustración profesional, todos temas, a fin de cuentas, que domina, o con los que se siente a gusto, como lo muestran Whiplash y First Man. Babylon tira del mismo hilo que La la land: ahí está de nuevo el cine dentro del cine, el recuerdo del Hollywood de oro, pero ya no se trata de mular un género emblemático como el musical sino del cisma y sus secuelas que condujo, algunos años después, al establecimiento definitivo del cine. El carnaval tiene fecha de caducidad. Una vez que Chazelle anuncia el sino trágico que va a levantarse contra los protagonistas, el caos primigenio del comienzo se vuelve rápidamente un drama codificado que señaliza sus escenas de manera tal que hasta el más despistado de los espectadores no se quede afuera, como las mil veces que el personaje de Brad Pitt recuerda su idea de que el cine es un arte elevado (high art) y se pelea con los prejuicios de la época. La descarga del drama, con la demolición del mundo y sus criaturas, se ejecuta en buena medida a través de Manny, el músico de jazz y la realizadora de subtítulos: los tres se vuelven obsoletos, o bien deben reconvertirse violentamente, o son juzgados y perseguidos. Al trompetista negro lo obligan a ponerse betún porque la luz del estudio lo hace parecer blanco, y a la subtituladora, que es asiática y lesbiana, la echan por lo segundo para limpiar de impurezas la figura pública del personaje de Robbie, a la que tampoco le ahorran maltratos, tocadas de culo y humillaciones de todo tipo. Chazelle no se da cuenta o se hace el distraído: no hay bacanal posible en medio de las lecciones edificantes sobre la persecución de la diversidad. Como en La la land, somos traicionados de nuevo: la promesa de desborde nos deja en el peor lugar imaginable, a los pies de la moraleja severa y la corrección política que proyecta sus taras actuales obcecadamente en el pasado. La cagada del elefante, la meada sobre el gordo o el vómito de Robbie no son, como quisiera el director, gestos disruptivos que vienen a poner en jaque la moralidad del espectador, sino apenas movimientos espasmódicos que solo refuerzan los lugares comunes de una ética universal: como el vómito-protesta de Robbie lanzado contra los magnates que tratan de someterla, y que hace acordar también a la bochornosa escena de los vómitos en el barco de El triángulo de la tristeza, donde los ricos son sometidos a una degradación semejante. Las tres horas se sobrellevan con cierta facilidad gracias a la ligereza astral de Margot Robbie, más luminosa e inasible que nunca, como si fuera una continuación felizmente imprevista de la Sharon Tate de Había una vez en Hollywood, aunque sin la calidez ni la disposición benevolente de Tarantino que, como un genio del bien, diseña un nuevo destino a Tate, uno que culmina con las puertas de una mansión abriéndose cual si fueran las del cielo. Chazelle, se imagina el lector, está lejos de estos gestos de grandeza. Tan lejos como de la historia sobre el crecimiento de Spielberg, que hace del cine una pasión privada, externa a los guiños cinéfilos y a los retratos crueles, un oficio fulgurante que cruza la vida de Sammy y le ayuda a sobrellevar mejor las cargas subterráneas que minan su familia, la escuela o el ingreso a la adultez. La fábula esperanzadora de Tarantino y la biografía discreta de Spielberg exudan un amor por el cine y sus personajes que la película de Chazelle jamás podría imaginar. Esta supuesta Babilonia impone a sus habitantes, como lengua única y excluyente, una misantropía módica y un revisionismo oportunista.
THE SOUND OF MUSIC Empieza una nueva Semana de Cine Italiano, y las mejores películas son dos documentales, uno filmado por un gigante, Bellocchio, y otro dedicado a un gigante, Ennio Morricone. Hay que decirlo sin temor al efecto deformante de la nostalgia: lo mejor del cine italiano quedó muy detrás suyo (aunque lo mismo seguramente pueda decirse de casi todas las cinematografías del planeta). Porque el documental dedicado a Morricone produce un disfrute secundario, tal vez involuntario pero no por eso menos poderoso: la revisión de la carrera del compositor termina teniendo por objeto también el propio cine italiano. A diferencia de otros músicos que trabajaron en películas, Morricone nunca trazó para sí nada parecido a un cantón o un safe space, sino que se movió por cuanto género, registro o tema hubiera, siempre dispuesto a medirse con materiales desconocidos con los que pudiera poner a prueba su música. Si las bandas sonoras de Morricone son inmediatamente reconocibles, eso es porque el hombre supo ceñirse a toda clase de límites y requerimientos, llevando una concepción personal de la música que debía poder reunirse con la historia de ocasión y realzarla, sin dejar de recordarle al espectador que el cine es también música y que las películas se escuchan. Esa idea del oficio de compositor, cuenta Tornatore en Ennio, el maestro, le valió a Morricone un conflicto de origen: observado con desprecio por sus compañeros de conservatorio (que no creían que una banda sonora fuera una obra musical), Morricone se va a trabajar en cine y, casi sin darse cuenta, quema las naves de su carrera académica. Con el paso de las décadas, sin embargo, sus antiguos compañeros y maestros realizan desagravios públicos y reciben nuevamente al hijo pródigo, que los acepta más que satisfecho, como quien puede finalmente volver al hogar perdido. Para ese momento, Morricone escribió ya de todo, desde banda sonoras hasta arreglos para cantantes italianos que se beneficiaron de su técnica aparentemente inimitable, un misterio que solo el músico parecía conocer, aunque no dejara de desparramarlo por cuanta canción y película hubiera. Resulta inevitable el paso por la sociedad que Morricone mantuvo con Sergio Leone, buscada y sostenida siempre a expensas del segundo, que no parecía imaginar ya no sus westerns sino el cine sin su música. Algunos de los compositores más importantes del cine crecieron aliándose con directores: Herrmann con Hitchcock, John Williams con Spielberg, Badalamenti con Lynch, Simonetti con Argento. Morricone no sentía que tuviera que aliarse con nadie; iba y venía aceptando encargos que podían oscilar entre un spaguetti western, un drama histórico, un cuento nostálgico o un giallo. Ningún género o director le resultaba esquivo, cualquier historia podía proveer el desafío necesario de encontrar nuevas melodías y sonidos, desde la América aborigen de La misión hasta Investigación sobre ciudadano libre de toda sospecha, de Elio Petri, que tiene una de las melodías más pegadizas que yo recuerde. Por eso, la sociedad Morricone-Leone tuvo como accionista mayoritario al primero, que dejó su sello indeleble en las historias y las imágenes del socio. Tornatore no sabe bien a dónde ir con Morricone: la estatura del músico, su escala bigger than life lo desborda y no deja elegir un eje, un ángulo desde el cual entrarle. En consecuencia, Tornatore quiere contarlo todo, aunque sepa que no puede, que las casi tres horas de duración no le van a alcanzar, pero igual trata, como si la desmesura de la personalidad forzara a la película a adaptarse a ella y no al revés. El director se mete con todo: la infancia y la imposición de la trompeta por parte del padre, el ingreso a la academia, el paso por la música pop, las primeras películas, la maduración de un estilo, el momento del reconocimiento, el salto a Estados Unidos, los Oscars perdidos, etc. Todo esto Tornatore lo reconstruye con una cantidad impresionante de entrevistados, varios de los cuales murieron hace poco: además del propio Morricone, salen Bertolucci y Lina Wertmüller. Después hay de todo, desde gente del cine hasta cantantes, críticos, músicos y académicos. El tamaño del homenajeado pareciera demandar ese coro interminable de testimoniantes. Aunque el principal atractivo del documental sea que se puede ver y escuchar extensamente al propio Morricone, que habla de su trabajo con una distancia justa, que sugiere el orgullo del artista pero sin ostentarlo. Hay una generosidad extraña en la pedagogía de Morricone, que tararea sus melodías o las toca en el piano, explica sus procedimientos compositivos y hasta sus fuentes de inspiración, muchas veces canciones tradicionales de diferentes regiones, como si el reconocimiento de la apropiación, lejos de menoscabar la obra, le confiriera un valor adicional o la alimentara con el espesor de la Historia. Tornatore no habrá pensado que Morricone iba a morir antes de estrenarse el documental: así las cosas, tal vez gracias a ese error de cálculo, la película elude cualquier posible tentación funeraria y se dedica durante casi tres horas a realizar un retrato infatigable y vital.
Un filme sobre otro filme, con resultados sorprendentes El director repite la travesía de “Tras los senderos del Río Pilcomayo”, película sobre los pilagá, pueblo originario del Chaco formoseño. En 1920, un equipo sueco llega a la Argentina con la tarea de documentar la vida de los pilagá, el pueblo originario. El producto de la travesía larga y ardua al Chaco formoseño fue Tras los senderos indios del Río Pilcomayo, filme construido a partir de los rollos que sobrevivieron al viaje, montado y estrenado en Estocolmo recién en 1950. Pero quedó otro testimonio, el diario personal de Gustav Emil Haeger, militar a cargo de la expedición, quien tomó notas de todo lo que vio. La empresa de los suecos fue uno de los últimos coletazos del espíritu expansionista del siglo XIX, que aunó el impulso colonialista con el gusto por lo exótico y lo desconocido. Más de cien años después, El campo luminoso, de Cristian Pauls, que puede verse todo el mes de agosto en el Centro Cultural San Martín, repite la travesía con otros fines: saber qué fue de los descendientes pilagá, pueblo que después de la masacre de Rincón Bomba en 1947 se dispersó hasta eclipsarse de la Historia. El director Cristian Pauls (Por la vuelta) viaja por los mismos caminos que sus antecesores suecos junto a una lingüista experta en el idioma pilagá. La pregunta inicial por la lengua del pueblo cede ante la presión de otros temas: los nietos de los pilagá que pudieron escapar de la matanza del 47 llevan una vida muy distinta a la de sus antepasados, de los que sólo parecen sobrevivir el lenguaje, las historias escuchadas y algunos rituales. La película opera en el intervalo: mientras que la expedición de Haeger, cautivada por el exotismo de la región y sus habitantes, busca una tribu ancestral totalmente ajena a las costumbres europeas, Pauls y su compañera de viaje, en cambio, encuentran a familias donde la tradición parece haberse fundido irremediablemente con otras instituciones culturales como la escuela, la Iglesia católica o hasta el psicoanálisis (una entrevistada interpreta un sueño refiriéndose al “subconsciente”). La película repone planos de Tras los senderos indios del Río Pilcomayo y fragmentos del diario de Haeger. El filme cavila sobre esos registros, y la reflexión conduce (no podía ser de otra forma) a los autores de los mismos. Los rollos filmados por el cineasta del equipo sueco registran tanto el mundo circundante como el punto de vista del camarógrafo y, por extensión, de toda una civilización. El director señala que la visión de los suecos está configurada inevitablemente por los presupuestos de la época: en el grupo de Haeger, entonces, el impulso de capturar un resto de vida primitiva, en estado salvaje, antes de su desaparición, es inseparable del proyecto del positivismo europeo. Con potencia propia Esa caracterización de los registros de la expedición sueca no le impide al filme apropiarse de la potencia del material fílmico y del diario personal de Haeger. Las observaciones de este último, leídas en sueco, le imprimen a las imágenes de Pauls una atmósfera sobrecogedora, que bascula entre la perplejidad y la maravilla (a esto contribuyen mucho los pasajes que se escuchan de Parsifal, de Wagner). Las notas de Haeger muestran un estupor mudo, sin adjetivos, ante un mundo para él inaccesible. Hay allí un atisbo de sublimidad, un asombro a lo Herzog, que desborda la psiquis y los sentidos de quien lo experimenta. Las palabras del militar sueco resuenan en los planos filmados en el presente y sugieren tantas distancias como insistencias. El campo luminoso muestra un respeto discreto por sus fuentes, sean los registros de la expedición como los testimonios de los descendientes pilagá. Interesado en el misterio de una tradición y de sus vaivenes en el tiempo, Pauls elude tanto la corrección política como el paternalismo que suelen contaminar estos temas. Al final, la película hace silencio y muestra fragmentos del filme original: el efecto es la conmoción producida por una alteridad irreductible y fatalmente perdida. Las imágenes no muestran a un “otro” idealizado, domesticado en nombre de la diversidad, sino las costumbres insondables de un pueblo cuyo misterio el director se niega a explicar.
Las ficciones de la cárcel no se parecen a los documentales de la cárcel y está bien. Por eso es que Rancho no funciona tanto como el reverso de las ficciones que fijaron algunas de las ideas que nos hacemos sobre la vida en un penal como Tumberos o El marginal, no se trata de discutir con esas películas y de oponerles una verdad presunta que habría sido desfigurada o que habría que restituir, sino de mostrar un camino contiguo, paralelo. Pedro Speroni encuentra un entorno que nos resulta inmediatamente familiar: la cárcel con sus pasillos cerrados, las celdas abarrotadas y la fiereza apenas disimulada de los reos. En las ficciones de la cárcel, esos materiales son los componentes elementales que modelan historias de corrupción y de lucha por la supervivencia. En cambio, allí donde Rancho pone la cámara no hay sordidez: la celda o la ducha no son los sitios de abusos o peligro que esperamos, al momento de la cena todos comen tranquilamente algo que cocina uno de los presos sin que nadie embosque a otro, el jefe del pabellón es un tipo más o menos considerado que se desvela por la limpieza del lugar y por que sus dirigidos vayan a trabajar al taller. El efecto es de una cierta extrañeza: los espacios, las caras y los gestos nos predisponen para los conflictos sangrientos de rigor a los que nos acostumbraron las series y las películas, pero que acá no aparecen o están apenas aludidos, como en un off distante. Pero hay otra cosa que Rancho no hace y es extraer a la fuerza una enseñanza o un comentario esperanzador. Cada documentalista filma lo que quiere, pero los que se proponen comprender algo de su tema, arribar a alguna forma de entendimiento, siempre necesariamente parcial, incompleto, no deben tomar distancia solamente de la sordidez exagerada sino también de la demagogia bien pensante. Una y otra indican ideas preexistentes que los directores tienen de su objeto y suponen alguna forma de manoseo. No sabemos qué piensa Speroni, pero sí qué dice Rancho. La película se inmiscuye con una familiaridad extraordinaria en escenas de intimidad y muestra los intercambios que allí se producen: confesiones, arrepentimientos, recuerdos. Speroni no somete sus hallazgos a ninguna explicación sociológica: cuando uno de los reos cuenta ante una psicóloga cómo fue que su madre y su hermano murieron baleados en un ajuste de cuentas, allí no hay conmiseración ni comentario, las palabras quedan vibrando en el cuartito donde se realiza la consulta, la tensión no se licúa mediante algún artificio narrativo sino que permanece allí, como suspendida en la imagen. El método de Speroni arroja momentos de una ambigüedad impresionante, como cuando uno de los protagonistas narra que se vengó de alguien que lo estafó golpeándolo, quemándolo con cigarrillos y orinándolo delante de otros. El relato de la humillación se da en medio de un clima de algarabía general, los testigos festejan y piden detalles, Iván (que es el que cuenta) se agranda y vuelves sobre los detalles más terribles del tormento. La incomodidad que produce la escena no proviene tanto de lo contado como de la aleación de las risas y la brutalidad del hecho. La película se abstiene de comentar, no condena ni valida, tampoco explica, simplemente se queda ahí y mira, registra, trata de facilitar algún salvoconducto para el acceso a la realidad de esos hombres. La comprensión, o algo cercano a eso, se juega en los intersticios en los que la película registra sin calcular, sin especular con los beneficios del amarillismo, la condena o el progresismo. El cine alguna vez fue esto también, un salto sin red.
NADAR DE NOCHE Una mujer empieza a contarle una historia a un hombre en la cama. La escena se repite y la extrañeza crece de a poco. Los dos están casados pero atraviesan una crisis. Él hace teatro y ella escribe guiones para televisión. La vida de pareja se reduce al sexo y a gestos de cariño casi espectrales, como si todo lo que vemos sucediera en una especie de inframundo amable. La trama avanza y conviene no revelar los giros del relato. De todas maneras, Drive my Car pertenece a ese grupo de películas que establecen un sistema propio, un orden que no busca involucrar al espectador en lo que se narra sino sumirlo en la perplejidad. La película de Ryusuke Hamaguchi está basada en un cuento de Haruki Murakami. No leí el cuento, pero es relativamente fácil identificar los climas de desconcierto de otros libros del escritor en los que todo toma la forma de una pesadilla tenue que contamina lentamente el relato y a los personajes. En la película, el director observa a sus protagonistas de cerca pero manteniendo una distancia prudencial. El protagonista viaja en su auto y escucha grabaciones de los diálogos de Tío Vania hechas por su esposa; el hombre ensaya mientras maneja, según lo dicta el método actoral desarrollado por él mismo, que consiste en memorizar una obra y en poder interpretarla sin esfuerzo, sin pensar. Pero enseguida ese ejercicio adquiere dimensiones fantasmales: a veces, durante los viajes, Yusuke no parece tanto actuar como conversar con la esposa, y los fragmentos que se escuchan sugieren comentarios sobre los hechos de la ficción. Las relaciones, primero frías y distantes, del protagonista con la joven conductora y con su ayudante en el teatro y su esposa muda, se transforman a un ritmo incomprensible. Es la vacilación del sentido que asociamos con la literatura de Murakami y que en la película instala un aire de serenidad un poco inquietante. La película dura tres horas y tiene partes muy desiguales. Son los momentos en los que a Hamaguchi le falla el pulso, y se tiene la impresión de ver los tics que el cine contemporáneo filmó una y mil veces. Por ejemplo, cuando la conductora lleva al protagonista a una planta de procesamiento de basura y, mostrándole una pinza mecánica que junta los desechos y los mueve, le dice que eso se parece a la nieve; nada más gastado que la alienación triste. En la primera mitad Hamaguchi todavía tiene la libertad para narrar con lagunas, explotando los abismos que el relato abre y muestra al espectador. En la segunda parte, cuando empieza el ensayo de Tío Vania que tiene a su cargo Yusuke, algo de ese extravío se pierde: el director se entusiasma con los juegos de la ficción dentro de la ficción y la fuerza anterior se encauza hacia el terreno más previsible del drama. Sin embargo, el director tiene sus razones: los ensayos, que alternan el japonés con el coreano y lenguaje de señas, están cargados de una extraña tensión que no proviene de la obra de teatro de Chejov sino de la forma en la que los actores se adueñan de sus papeles en la ficción y construyen escenas completas en apenas un par de minutos. La película entra entonces en un letargo. De nuevo, la pesadilla, un sueño que se arrastra y del que no se puede salir. La mayoría de las escenas de hecho transcurren de noche, o tienen una respiración decididamente nocturna. El vínculo retorcido que une a Yuduke con Koji, el actor prodigio, caracterizado por una mezcla de reverencia y desprecio, de odio y de necesidad de saber, se enrarece en las salidas a bares después de los ensayos. El final anuncia alguna forma de catarsis que parece que no pudiera eludirse, y que el director ejecuta con respeto pero sin demasiado entusiasmo, como quien cumple con un encargo a desgana. La exteriorización de las emociones del drama atenta contra el programa de la película, que hasta ahora gravitó explícitamente alrededor del carácter inescrutable de los sentimientos, un poco como las historias que primero cuenta y después escribe la esposa de Yusuke sobre chicas solas que se meten en habitaciones de chicos y recuerdan sus vidas anteriores como peces. Esas historias quedan colgando en la película, son una telaraña que los protagonistas intentan sin demasiado éxito de interpretar, de darles sentido. Pero de lo que se trata, en última instancia, es de abismarse en la espesura de relatos de una inquietud insondable, de aceptar el misterio que rodea a una chica que recuerda que fue un pez pero que olvidó cómo murió.
Desconocemos las razones de la aversión del cine argentino por la ciencia-ficción. O tal vez no sea eso aversión o rechazo algo peor: desidia, ignorancia, falta de interés. Como sea, una película como El país de las últimas cosas es un evento extrañísimo para una cinematografía como la argentina. Y acá sí intuímos algunas de las razones: primero, porque es una adaptación de la novela de Paul Auster; segundo, porque la catástrofe que narra la película no tiene claves ni marcas nacionales que faciliten un acercamiento con el público; tercero, porque El país mezcla la distopía con la catástrofe y se aleja de los resplandores siempre cautivantes de la ciencia-ficción que imagina futuros, aparatos, criaturas y viajes por el espacio (o por el tiempo). Y una cuarta razón, que excede al género, tiene que ver con que El país es menos un relato que un paisaje, es decir,que a Alejandro Chomski le interesa menos seguir las peripecias de la protagonista que filmar y mostrar la degradación de un mundo en el que todo se consume. Ese paisaje, ese fondo, un poco como sucedía en el libro, puede llegar a ser bastante más interesante que la trayectoria más o menos previsible de una protagonista protípica que busca a su hermano. La aparición de los personajes restantes respeta ese sistema: ninguno resulta muy fascinante ni muy complejo; todos de naciones y acentos distintos, se integran al relato sin producir grandes transformaciones, sin pisarse unos a otros, como si supieran que cada uno debe cumplir con su trabajo sin interrumpir lo que sucede alrededor de ellos. Chomski, que ya es algo así como un adaptador literario profesional, filma una película que mira a los lejos y con ambición, que ve una extensión de gran escala. Eso la sitúa inmediatamente enfrente de las películas argentinas que entienden la ciencia-ficción como vehículo que permite en verdad concentrarse en el desarrollo de personajes y de un universo propio (como lo hizo casi siempre Luis Ortega). La película se filmó toda en Repúbica Dominicana. La mezcla de insumos con los que cuenta la película reproduce en la filmación algo del drama babélico de la historia donde un montón de seres enloquecidos están entregados a la tarea frenética de sobrevivir, a veces solos y a veces en grupo, a veces mal y a veces peor. ¿Cuántas películas argentinas existen que se le atrevan no solo a la ciencia-ficción sino a este formato extra large, a una historia sobre el fin de todo? Se me ocurre una hipótesis incomprobable (y, por eso mismo, también incontrastable), aunque tampoco sea demasiado original, y es que el éxito del Nuevo Cine Argentino obturó durante décadas la productividad de los géneros fuertes sostenida en el tiempo. Algunos, como el policial o el terror, fueron encontrando grietas. Pero la ciencia-ficción sigue ahí, en estasis, revivida ocasionalmente por algún director arrojado o falto de cálculo que parece enamorarse del futuro o de la ruina, que descubre los placeres de los relatos que narran alguna forma de fin del mundo y de la disolución de los lazos sociales. Chosmki, sin demasiado presupuesto, pero pertrechado con la experiencia personal de transposiciones literarias (que incluye dos veces a Bioy), sale a filmar una novela consagrada sin temor reverencial por el original, sin introducir grandes cambios ni marcas nacionales, lo que supone medirse con el libro sin apoyaturas ni atajos creativos. El hombre se va a filmar nada menos a que a República Dominicana, y las imágenes que trae de ahí no se parecen a ningún lugar que conozcamos o, mejor, se parecen a muchos, pero sin latioamericanismos, sin el refugio que provee lo autóctono, el recurso del “color local”. La disparidad de las actuaciones y algunos pasajes más bien grises que hacen chirriar el relato no afectan en gran cosa la ambición de la película ni su sed de ficción.