Como tímidamente expresé en mi Facebook ni bien salí de la privada, Steve McQueen es un canalla hijo de re mil putísima y merece ser esclavizado y torturado durante 12 años por haber hecho esta película. Un puñado de pseudo progresistas podrán sentirse atraídos y hasta conmovidos por este film, y algunos hasta podrán cuestionar la mordacidad de mis apostillas y horrorizarse ante mis comentarios, tildándome de racista por desearle la esclavitud a McQueen porque es negro (sic). Mis deseos hacia el director británico tienen que ver con otras cuestiones, como también pretendo demostrar que 12 Años de Esclavitud (12 Years a Slave) es cualquier cosa menos progresista.
Mi punto es el siguiente. Si el director se va a regodear en el sufrimiento; si va a hacer (como bien dijo la colega Florencia Gasparini Rey) pornografía de la violencia; si no va a dejar nada fuera de campo; si va a valerse del efectismo más vil para intentar despertar en nosotros determinadas emociones; si va a retratar una temática archi-conocida y archi-retratada tanto en la literatura como en el cine, para hacer un alegato híper solemne y canalla, echando mano a todo tipo de golpes bajos; si va a montar un espectáculo de la violencia y las vejaciones, solo porque eso le garantiza un pase directo al Oscar -que suele premiar ciertas películas aparentemente comprometidas y progresistas-, ese director merece el más profundo de los desprecios.
Como diría Pauline Kael, 12 Años de Esclavitud es una mala película clave, de esas que se creen importantes y trascendentes (porque, claro, tocan temas históricos terribles), de esas que hay que ver y rever, para entender qué no es el cine, para entender qué es una película canalla que solo persigue un efecto pavloviano en el espectador: estímulo-respuesta universalmente común. En todo caso, común para determinado tipo de público pueril, que es capaz de llegar tan lejos como para afirmar que estamos ante la obra definitiva sobre el esclavismo (sic). Pena. La más profunda de las penas surge a partir de una cosmovisión tan acotada, que sucumbe ante una artimaña tan básica: la convicción de que el supuesto realismo y la extrema crudeza de ciertas escenas retratan los hechos tal como sucedieron y tienen un impacto mayor en el espectador.
McQueen construye su película sobre la base de escenas de tortura mostradas en primer plano. Y de personajes muuuuy muuuuy buenos, los esclavos, y de personajes muuuuy muuuuy malos, los esclavistas del sur de EEUU. Y somos testigos de la odisea de un hombre durante 12 años (Salomon Northup, interpretado por Chiwetel Ejiofor), un hombre que, además, es culto, buen padre, buen marido y buen ciudadano (cuando va a comprar a una tienda y un negro esclavo –no como él, que es un hombre libre, antes de ser esclavizado- entra, su amo lo viene a buscar y lo reta por haber cometido semejante acto, Salomon lo defiende, porque es bueno y consciente de que a otros negros como él los están tratando como animales, y es capaz de conmoverse, aunque solo sea eso, conmoverse y apiadarse). Porque claro, McQueen tiene que crear determinado perfil de hombre, un perfil, de por sí, maniqueo, que hace que las mentes pueriles que mencionaba arriba sientan mayor empatía porque se trata de un hombre ejemplar. No basta con cagarlo a palos; además tiene que ser un modelo de hombre, así nuestra indignación frente al horror es aún mayor.
Es un lugar cómodo para el pseudo progre conmoverse frente a este tipo de películas en apariencia comprometidas y de denuncia, pero que, en realidad, esconden una visión absolutamente reaccionaria: ¿cuál es el objetivo de resaltar, una y otra vez, que Salomon es culto, que es un gran violinista, que es un gran padre, presente, que cría bien a sus hijos, es cariñoso y compañero con su esposa, es prolijo y de buen corazón? ¿Y si no fuera todo eso, las atrocidades cometidas por los esclavistas serían menos terribles? Frente a un hombre de clase media/alta, la atrocidad y la humillación resultan más aberrantes (de hecho, se remarca constantemente la diferencia entre él y el resto de los esclavos: él es especial). Esa es la verdadera ideología de esta película “comprometida y progresista”.
Volviendo al golpe bajo, hay dos escenas particularmente ilustrativas, que permiten tomar real dimensión de la canallada perpetrada por McQueen.
Una, cuando Salomon, tras haberse enfrentado a un capataz de la plantación, es colgado de un árbol y casi ahorcado. El “casi” se transforma en una escena de 5 minutos en la que vemos a Salomon luchar por su vida, con una soga amarrada al cuello y colgada de la rama de un árbol, a un movimiento de la muerte, con los pies apenas rozando el barro, y lo vemos durante esos 5 larguísimos minutos, cómo va apoyando dificultosamente la punta de los pies para evitar perder el equilibrio, tensar más la cuerda y morir ahorcado. El director decide gentilmente regalarnos semejante deleite visual, y hace una composición de plano fascinante: en primer plano, Salomon casi ahorcado; en profundidad de campo, sus compañeros de la plantación, victimas como él, que arrancan con sus labores diarias matutinas sin acusar recibo alguno de que hay una persona colgada de un árbol. La excesiva duración deliberada de la escena, la posición de la cámara, el plano fijo y Salomon que trata desesperadamente de no perder el equilibrio con los pies, son parte de una absoluta artimaña golpebajista. No, pero ojo, McQueen quiere decirnos que los esclavos vivían tan aterrorizados de lo que sus amos les pudieran hacer que eran capaces hasta de ignorar a un hombre agonizante y continuar con sus quehaceres sin inmutarse. Ilustrativo.
La otra escena memorable tiene destino de culto, como la célebre escena de tortura de La Pasión de Cristo de Mel Gibson. En esta ocasión, no es Salomon el centro sino una compañera suya de la plantación, Patsey, la “protegida” de Epps (un Fassbender ridículamente hiperbólico), que, por haber robado un jabón, recibe el castigo preferido de McQueen: latigazos. Oh, yes. El regodeo más canalla jamás visto. Primero, la cámara nos deja la espalda de Patsey fuera de campo; solo vemos la sangre que brota con cada latigazo pero, por supuesto, eso jamás puede ser suficiente para alguien cuyo único objetivo es hacer una exhibición vulgar de la tortura para causar determinado efecto. No. La cámara hace un movimiento circular y sí, ahí, para deleite de las mentes imberbes, amantes del golpe bajo, que se sentirán excitadas a la vez que acongojadas frente al horror, vemos la espalda mutilada de Patsey. Vale aclarar que varios de los latigazos fueron propinados por nuestro querido Salomon porque, claro, él tampoco puede enfrentar a su amo, ni siquiera cuando le ordena que azote a su compañera negra. Y asistimos al regodeo en primer plano de la espalda mutilada.
Y entre tanta pero tanta miseria y crueldad, aparece de la nada el ángel redentor en forma de sureño progre cool (Brad Pitt), -algo impensado e inverosímil en ese momento, pre Guerra Civil- cuya aparición fugaz hace dudar, una vez más, de las buenas intenciones y de las habilidades de McQueen como narrador. El personaje de Brad Pitt viene a proporcionar la sobrexplicación: un hombre bueno que llega a la plantación en la que está Salomon, se manifiesta abiertamente abolicionista, tiene largas charlas con Epps y con Salomon, y es quien, en última instancia, termina salvándolo. Lo obvio, lo subrayado, la maniobra forzada frente a la falta de recursos.
Una vez liberado, Salomon llega a su casa y encuentra a una familia que lo espera, todos parados como soldados en fila, impávidos. Y las palabras finales de nuestro negrito castigado son: “Perdón, perdón por haberme ido”.
Aquí tienen, defensores a ultranza de “la” película comprometida.
Steve McQueen, falso progre, pornógrafo de la tortura, ni olvido ni perdón. Esclavitud, latigazos y muerte.