Hay algo con las películas sobre posesiones demoníacas. Por año se estrenan alrededor de cinco o seis, en general centradas en una mansión, otrora habitada por entes o espíritus que vuelven al tiempo presente ya sea por motu propio o por motu de un grupo de jovencitos rompe bolas sin nada mejor que hacer. Por algún motivo, estos productos se siguen fabricando y consumiendo, como si hubiese un mercado que demanda este tipo de películas pero se conforma con la misma fórmula de siempre, sin desafíos ni variaciones: sobreabundancia de found footage y golpes de efecto. La película que nos convoca no es la excepción. La Casa del Demonio (Demonic) está estructurada en dos tiempos: el presente de la historia, con los hechos ya ocurridos, y flashbacks al pasado, en una suerte de reconstrucción de la escena del crimen. Mark Lewis (Frank Grillo) es el detective a cargo del caso, nervioso, con poca paciencia, gritón e hiperbólico, menos preocupado por resolver el caso que por irse a dormir y a coger con su esposa, la siempre hermosa María Bello, en la piel de la Dra. Elizabeth Klein, psicóloga a cargo de interrogar a uno de los únicos sobrevivientes de la tragedia. La Dra. Klein es el opuesto a Lewis, contenedora, empática, dulce, y el hecho de tenerla a María Bello nos reconforta y nos tranquiliza frente a tanto desborde y sobreactuación. La Dra. Klein es entonces la encargada de sonsacar cualquier información de John (Dustin Milligan) e ir reconstruyendo los hechos. La segmentación del relato es un acierto a la hora de crear suspenso: sabemos quiénes están muertos, quién está vivo y quiénes están desaparecidos pero no sabemos nada de lo que ocurrió en esa casa. John es la única clave para acceder a alguna pista y tratar de localizar a los que faltan. La película va y viene hacia y del pasado. Los hechos ocurridos son mostrados en parte mediante flashbacks de la mente de John, en parte mediante el ya gastado recurso del found footage de videos dañados que el detective y la policía encontraron en la casa endemoniada. Toda esta información nos adentra en la historia de la posesión, de cómo un grupo de jóvenes fue a una casa a invocar espíritus de gente asesinada allí años atrás. Y acá la película se vale de los mismos recursos que todas las de found footage: ruidos violentos; cámaras que captan más de lo que capta la persona que está en ese lugar; puertas que se cierran o se abren; movimientos extraños y violentos; alguna presencia fantasmagórica que de golpe se vuelve visible solo para la cámara y para nosotros. Nada nuevo bajo el sol. Nuevamente un pasado de posesión demoníaca. Incredulidad inicial por parte de los involucrados. Instalación de los equipos caza-fantasmas. Ritual. Sesión espiritista. Aparición de los fantasmas. Cagaso. Muerte o desaparición. La fórmula se repite sin mayores variaciones. Y nosotros, con la sensación de estar tomando otra vez sopa, desabrida, sin sal. Llegando a la resolución, La Casa del Demonio se acelera a una velocidad vertiginosa. Otro de los desaciertos es el final. Llegando a la resolución, Demonic se acelera a una velocidad vertiginosa. La construcción gradual de los personajes, el clima, la atmósfera y la historia (ya visto pero bien narrado y construido) se tira por la borda al precipitar el final y resolver todo en un montaje paralelo vertiginoso totalmente innecesario. Es como si alguien hubiese dictaminado que la película tenía que durar 80 min, ni uno más, y entonces se hubiesen encontrado con que faltaban unos 15, 20 minutos y hubiesen decidido resolver todo en una secuencia acelerada. El resultado es un final con sorpresa, con giro, pero torpe y apresurado, la torpeza que deviene de un accionar precipitado e impulsivo. Y esto nos lleva a la resolución con giro, que podría haber sido interesante, de no ser por el ritmo funesto y por la previsibilidad. John, el sobreviviente interrogado presuntamente inocente, resulta ser el asesino (poseído por el mismísimo Belcebú), y su alma (ya estaba muerto y encuentran el cuerpo) se traspasa al bebé que su novia espera (una de las personas desaparecidas, a quien encuentran de repente como parte del montaje acelerado), en una suerte de final al estilo The Skeleton Key (-Iain Softley, 2005- esa gran película con quien comparte escenario, el sur estadounidense, más precisamente el estado de Luisiana, lugar de pantanos, mansiones embrujadas y acento sureño profundo) pero sin la sorpresa ni la pericia de aquella. Lo que en la película de Iain Softley era un final absolutamente sorpresivo y asfixiante, en ésta es una vuelta de tuerca forzada y esperable. Como todo en esta película. Como en la mayoría de las películas sobre posesiones demoníacas. Fórmula agotada. Recursos desgastados. Historias repetidas. Pero, sorpresivamente, se siguen estrenando cinco o seis por año. Será que la masa acrítica sigue consumiendo ciertos productos con una vara baja y sin pretensiones. Por eso es que cada vez celebramos con más vehemencia la aparición de películas de terror como It Follows (David Robert Mitchell, 2015), que sirven, además de como gran entrenamiento terrorífico, para renovar nuestra fe y esperanza en el género que más amamos en el mundo.
El largo y tedioso beso del adiós Magic Mike, la primera, supo ser una película sobre el amor, el amor hacia un trabajo, el amor de amigos, el amor de pareja. El grupo de strippers se constituía como una cofradía, una congregación que solo aceptaba, a regañadientes y con algo de desconfianza, nuevos miembros que tuvieran el valor potencial de sumar a ese grupo humano. Los ensayos de las coreografías se vivían como momentos serios, de respeto, responsabilidad y camaradería. Cada uno hacía su número, además del grupal, y aportaba al del compañero. Había un líder, sí, pero todos tenían su lugar. Después llegaba el amor, como casi siempre, y el consiguiente abandono de la práctica como paso positivo en la vida, lo que venía a traicionar el espíritu celebratorio de todo lo anterior. Pero, más allá de eso, no había vergüenza ni nada de qué arrepentirse; el stripper disfrutaba de ser stripper y de los muchos beneficios que la actividad le traía. Magic Mike XXL tiene un ritmo y un espíritu completamente distintos. Los personajes están grandes y cansados, de vuelta de todo, con la intención de hacer una última gira, un último viaje, como la banda de rock que se junta, después de años de separación, para ese último gran show. El problema es que el proceso hasta llegar a esa instancia conclusiva se siente extraño. Es como si MM XXL fuera consciente de su propia finitud, en tanto película sin más secuelas (suponemos), en tanto fin de una era y de la carrera de estos hombres entrados en años. MM XXL tiene gusto a despedida, en la forma, el fondo y el tono. Algo que llama la atención de la película es el ritmo. Tratándose de una historia cuyo foco está puesto en el baile, esperábamos, como en la primera, varias escenas de coreografías, con música al palo y montaje videoclipero, esa vertiginosidad en la duración de los planos que ya habíamos visto en la primera. Pero no, al igual que sus protagonistas, MM XXL es lenta, cansina, reposada, contemplativa. Los Reyes de Tampa -excepto Dallas (Matthew McConaughey, cuya falta se hace sentir)-, que se quedó con Adam (Alex Pettyfer) para abrir un negocio nuevo en otra ciudad- salen de gira con el objetivo de ganar una competencia de strippers en Myrtle Beach. Mike (Channing Tatum), asentado en su vida de dueño de una mudadora y separado de Brooke (Cody Horn), se ve atrapado en cierta monotonía, además de sorprenderse a sí mismo con ánimos irrefrenables de danzar. Entonces decide unirse a sus ex compañeros para una última aventura. Lo que sigue a partir de ahí es una serie de postas, lugares en los que los muchachos van cayendo de casualidad hasta arribar a la ansiada competencia. Cada espacio viene a reafirmar aún más la idea de finitud, de esta despedida prolongada que la película se empeña en reforzar constantemente. Hay escenas largas de conversaciones insignificantes entre los protagonistas y con personajes irrelevantes, hay otros strippers de otros clubes a quienes se les dedican escenas enteras, hay tiempos muertos, hay tiempo de sobra, como quien se va de viaje un fin de semana, sin rumbo, sin prisa. Toda la secuencia en la mansión de Rome (Jada Pinkett Smith) es sorprendente por la duración, y porque prácticamente no los tiene a ninguno de ellos como protagonistas. La sensación es que hay un pasaje de mando, de las viejas a las nuevas generaciones, y una nostalgia por un pasado mejor. Lo mismo ocurre con la escena en la casa de Nancy (Andy MacDowell), secuencia excesivamente larga que solo sirve para reforzar la idea del fin, de la edad, del paso del tiempo, de la vejez como mal inexorable, aunque no del todo desdeñable (después de todo, Nancy es la única capaz de resistir el pene gigante de Richie). Magic Mike XXL es lenta, cansina, reposada, contemplativa. Y este ritmo del que hablamos atenta contra la dinámica de la película, que se vuelve, de a ratos, larga, dilatada, gomosa, fláccida, como si esos momentos de excesiva duración que poco aportan a la trama fueran injertos remachados con desdén. El correlato entre forma y fondo se vuelve cansino y poco atractivo. MM XXL aburre, cansa, nos expulsa del centro. Lo prometido en el tráiler, más magia, mayor tamaño, mucho XXL, queda reducido a un par de secuencias de baile que ni siquiera llegan a impresionarnos, a excepción de un par a cargo del talentoso y multifacético Channing. Algunos números de baile, en la competencia final, en el clímax, son tan básicos y perezosos que no pueden simbolizar otra cosa más que una despedida, del público del torneo, de nosotros, los espectadores. Ni siquiera hay en MM XXL lugar para el amor (Mike conoce a Zoe pero no termina pasando nada, solo un par de conversaciones insustanciales y aburridas), como si acaso ese sentimiento fuera un residuo de otra época, exclusivo de los años de juventud. El tono medio resulta algo interesante por lo novedoso (hay pocas comedias hoy en día que no tengan ni una subtrama romántica) pero frustrante por la acumulación de inacciones. Como pasaba en el final de Rápidos y Furiosos 7, cuando toda la familia/grupo se sentaba en la playa, mirando el horizonte y despidiéndose de Paul Walker, el grupo de strippers también termina mirando la playa, el horizonte (con el ruido de los autos de fondo y las chicas nuevas atrás, de relleno), observándose entre sí y con esa expresión en la mirada de quien dice adiós para siempre.
La amistad genuina, no contaminada por ningún sentimiento negativo, es una de las cosas más hermosas que pueden pasarle a uno en la vida. Encontrar esa alma gemela y disfrutar de la vida juntos, sin las demandas ni el inevitable aburrimiento de la pareja, es una hazaña divina. La amistad genuina nunca deja que sus miembros se cansen uno del otro, o que caigan en la rutina, o que se recriminen cosas (esas miserias, como bien sabemos, están reservadas exclusivamente para el ámbito de la pareja). Mientras la pareja necesita de cambio y crecimiento, de aprendizaje, la amistad puede vivir en el eterno territorio de la meseta, eso que una pareja llamaría “estancamiento”. Ted es una de las películas más lindas que existen sobre la amistad, la incondicionalidad y el paso del tiempo. Una película llena de humor, amor y personajes hermosos. Ted es, una vez más, el peluche que todos quisiéramos tener: el amigo fiel, drogón, guarango, con sentido del humor, sensible e inteligente. Y, en esta nueva entrega, también es humano. Es que Ted necesita ser humano para poder legalizar su matrimonio (sí, Ted se casó, hecho que trae el correspondiente peligro de la irrupción de la lógica progresiva de una pareja), trabajar, alquilar un departamento, pagar los impuestos y adoptar un bebé. Ted estandarizó su vida, sí, pero eso no molesta, porque sigue siendo el mismo, haciendo los mismos chistes, y con las mismas costumbres y los mismos rituales que comparte con John (Mark Wahlberg). Ahí está la amistad genuina, inalterable con el paso de los años y los compromisos, pese a todo y a todos (la escena del semen es una de las mejores cosas que vi en mucho tiempo). En este sentido, es vital la comparación, ya que nada tiene de odiosa: ahí donde Ted aburría con el personaje anodino de Lori (Mila Kunis), Ted 2 nos regala a la hermosa Samantha (Amanda Seyfried). El personaje de Kunis era tan irritante que daban ganas de pegarle una cachetada cada vez que abría la boca. Era el prototipo de la mina insufrible, histérica, castradora, más preocupada por hacer encajar a John en un molde que por construir una pareja. Y el final con la reconciliación y la toma de conciencia de John era, cuanto menos, soporífero y conservador. Aquí MacFarlane parece haber tomado cuenta de esa traición. Por eso cambia. ¿Cómo? Con una mujer que sea la contracara de aquella. Hablamos de Samantha (una bocanada de aire freso, la mina copada, inteligente, buena onda, con sentido del humor, fumona como ellos, relajada, hermosa y talentosa en todo lo que hace, la mujer perfecta), ya que su irrupción profundiza aún más la amistad entre Ted y John, sin cambios, sin crecimientos, sin aprendizajes, porque no hay nada que corregir ahí. Amanda Seyfried es una bocanada de aire fresco para Ted 2. Me gusta Ted 2 porque, contra buena parte del cine coming of age mainstream, todo sigue igual, porque no siempre hay que cambiar, porque permanecer en el mismo estado de estancamiento puede ser hermoso, más cuando se trata de la amistad y de sus códigos. Hay quienes dicen que las amistades se modifican, que uno cambia o madura y, por ende, los vínculos también lo hacen, porque si no, no hay crecimiento y todo se estanca o se termina. No estoy de acuerdo. Nunca lo estuve. Cuando una relación es fuerte y radiante, no hay crecimiento ni maduración ni caminos diferentes ni parejas que puedan atentar contra ella. Ni hijos ni matrimonios. Ted 2 quizá también se permita pensar la posibilidad de que la pareja sea vivida del mismo modo. Y nosotros, felices, nos repetimos esos principios, como un mantra.
Peras al olmo Más Notas Perfectas (Pitch Perfect 2) arranca bien y uno se entusiasma. Las Bellas se presentan en una muestra y, en el final del número, a Fat Amy (Rebel Wilson) se le abre la calza, revelando así su cheicon al mundo entero, presidente Obama incluido. Gran inicio, con uno de los mejores personajes de la película como centro. La película promete y uno se pregunta, ¿estará a la altura de la primera? La respuesta es contundente y la averiguamos a los pocos minutos: NO. Veamos por qué. Concentrémonos en Fat Amy (uno de los pocos personajes que tiene reservado algo de humor en esta nueva entrega) como caso modelo del fracaso de PP2, una película que se encarga de matar lo interesante de sus personajes de a poco, uno por uno: con Fat Amy hablamos de un personaje que juega con el hecho de ser gorda, se caga de risa de la grasa y de los rollos, y su comicidad está ahí, en sus gestos, en su forma de hablar (el exagerado acento australiano) y en su condición de comehombres. Ahí donde Melissa McCarthy (su coetánea apostresada) asume un rol más masculino y casi lesbianizado, Fat Amy es femenina, sexuada y consciente del poder de su cuerpo, sea para generar humor o para seducir al sexo opuesto. En la primera, Fat Amy se volteaba a cuanto choma se le cruzaba y era feliz así. En esta segunda entrega (centrada en una subtrama de crecimiento y pasaje de un grupo de chicas de la adolescencia a la juventud y del college a la universidad, y con nuevas preocupaciones y nuevos mensajes más conservadores: cuando uno crece, sienta cabeza, se enamora, tiene una pareja estable, consigue un trabajo), Fat Amy se da cuenta de que está enamorada de Bumper –Adam DeVine– (después de haberle dicho que ella es un pony libre sin riendas, súbitamente se da cuenta de que en realidad lo quiere). A la mierda con lo anárquico de la comedia y de ese personaje en particular. La subtrama conservadora y aburrida irrumpe, llevándose todo puesto. Incluso a Fat Amy, acaso el personaje más libre y libertino. No hay más riesgo ni nada que salga de la zona de confort, de la película, del público en general. Y así como censura y convencionaliza el humor de su personaje-rompeportón, PP2 se siente así, normalizada, estandarizada, encajada en un molde que aburre porque hace de la ruptura una convención esperable, un nuevo molde. Detengámonos en otro personaje, el de Anna Kendrick: por un lado, es la chica inteligente, sensible, copada, linda, talentosa, querible, que siempre logra lo que se propone. Pero la sensación es que en PP1 (acá estrenada como Ritmo Perfecto) ya habíamos visto todas esas cualidades y en PP2 no hay nada nuevo por descubrir, ni de ella misma ni de su relación con Jesse (Skylar Astin). Ni siquiera las líneas de comicidad que le tocan son interesantes, como la fascinación/odio que tiene con la cantante de Das Sound Machine –sus archienemigos, los imbatibles rivales alemanes–, y esos chistes se sienten tan forzados y mecánicos que terminan rayanos en la ridiculez. Si el humor es peligro, anarquía y ruptura, aquí cualquiera de esas cualidades se desvaneció. Y con ellas el carisma de AK. Los mismo pasa con varios de los personajes secundarios: la latina, la china, la negra lesbiana, sometidas a un humor repetitivo, que gira en torno a un mismo concepto, donde el personaje que los dice no tiene la más mínima gracia o genera empatía con el público; aquí no hay anarquía que valga. Lo que sigue es una declaración de principios: en mi diccionario personal, el humor es descontrol, es incorrección política, es desviarse de todos los lugares y tópicos comunes o acercarse pero para subvertirlos, es gestualidad física, construcción de personajes y situaciones, no solo repetición de one liners y chistes berretas. Si el humor es peligro, anarquía y ruptura, en Más Notas Perfectas cualquiera de esas cualidades se desvaneció. PP2 se siente torpe, sin desarrollo de personajes, más preocupada por el punchline que por crear comicidad a partir de situaciones, repetitiva, poco interesante. Más preocupada por el efecto cómico que por la comedia. Por eso es dispersa y pierde unidad. Las mejores escenas, junto con las pocas de Fat Amy que funcionan, las tienen Gail (Elizabeth Banks, ahora también directora de la película) y John (John Michael Higgins), en el rol de los presentadores políticamente incorrectos. Como pasaba en la primera, hay más humor ahí que en el resto de la película, porque en esas interacciones y en esos personajes hay juego, hay incorrección política (“esto pasa cuando dejamos que las mujeres vayan a la universidad”, dice John en un momento), hay jugueteo entre ellos, hay construcción de personajes (dos perdedores que odian lo que hacen y defenestran a todo el mundo pero que son capaces de emocionarse con una canción original), hay comicidad en cómo se dice y en lo que se dice. Por lo visto, y teniendo en cuenta que Más Notas Perfectas ya llevó al cine más espectadores que la primera, la vara de la comicidad está cada vez más baja y se aceptan como humorísticos productos paupérrimos o estandarizados. O, tal vez, pedirle subversión y anarquía a cierto humor hoy es pedirle peras al olmo podrido. Para eso, siempre podemos volver a revisar las de John Waters y sentirnos, una vez más, en el paraíso orgiástico más hermoso jamás creado.
Para la tribuna Advertencia: Esta crítica contiene algunos spoilers. Ya lo decía la Negra Vernaci, “a partir de los 40, hay que empezar a comerse pebetes”. Los pebetes rejuvenecen, alzan la autoestima, te idolatran como si fueras una venus madura, una amazona fértil y voluptuosa a quien venerar. Algunos, sin embargo, en ese afán de reverencia extrema, pueden volverse un tanto virulentos. En Cercana Obsesión (The Boy Next Door) la cuarentona en cuestión es nada menos que JLo, señora de las casi cinco décadas que puso al culo en el mapa de las zonas erotizantes del cuerpo femenino. Dueña de un cuadril de espectaculares proporciones, llevado con porte y elegancia, JLo se alzó y se sigue alzando como el emblema de la mujer epicúrea. Ese pandero es sinónimo de placer, del más profundo de los goces. Y así lo cree Noah (el modelo mexicano Ryan Guzman, con abdominales y bíceps cincelados), el vecinito de al lado que da título a la película, el misterioso joven que llega a la vida de JLo cuando ella más lo necesita. A través de un montaje acelerado (gracias a la increíble pericia narrativa del director Rob Cohen, que elige contar mediante flashbacks de la mente de JLo), nos enteramos de que ella se separó hace unos meses, producto de una infidelidad del marido, y que el hijo –Kevin– no acepta la idea de que su padre no viva más con ellos. Sumado a eso, JLo no vive bien la soledad y la falta de genitalidad; no sale, no socializa demasiado y alberga esperanzas de volver con el ex marido. Ese es el sutil estado de situación que se nos presente de movida. Pero un día Noah irrumpe en la vida de JLo, primero como el sobrino del viejo moribundo de al lado, para pronto convertirse en el mejor amigo de Kevin. Ser el mejor amigo implica ayudarlo a levantarse una mina, hacerse el malo cuando los pibes del colegio lo bullean (¿por qué siempre bullean a los hijos de padres separados?) e ir al mismo colegio. Es que Noah no pudo terminar el secundario, entonces se anota en la escuela de Kevin, en el curso de Literatura que da JLo, movido por la pasión que ambos comparten por los clásicos como Homero. En una escena, JLo y Noah descubren este amor que los une y empiezan a recitar la Ilíada, con inusitada cachondez (y un cacho de vergüenza ajena del espectador). Ahí JLo se da cuenta de que el vecinito no solo está fuerte, también sabe de literatura, y el empapamiento viene por partida doble. Entonces nace entre ellos un jueguito de seducción, sutil y remilgado. Que te arreglo el portón, que me pongo en musculosa y te miro el alternador del auto (mientras ella observa desde la ventana de su habitación los bíceps en primer plano, con un camisón medio transparente y el culo medio al aire, sintiendo cómo la canoa se le va anegando), que te llamo para que me enseñes a cocinar pollo, que te miro por la ventana cuando salís de la ducha. Y así las cosas. Mientras tanto, la cámara se ocupa, con precisión y simetría, de retratar la retaguardia de JLo cuantas veces sean necesarias, desde todos los planos posibles, en toda su inmensa humanidad. El piropo políticamente incorrecto “con ese ojete, vení a cagar a casa” jamás estuvo mejor aplicado. Hasta que un día, pumba. JLo vuelve de una cita medio frustrada (con un tipo que odia la literatura y solo ama el dinero, el opuesto absoluto del galante Noah -como vemos, una película que sabe manejar las sutilezas y los matices-), él la llama por teléfono para que vaya a ayudarlo con el pollo y bueno, el resto pueden imaginarlo. O no. Les cuento. Él la agarra contra la pared y le dice que una mujer como ella debería ser venerada y adorada, y ella, fingiendo resistencia, trata sutilmente de apartarlo hasta que cae rendida frente a las delicias carnales de Noah, y lo que vemos es una serie de primeros planos del cuerpo (principalmente el poto) de ella en ropa interior contorneándose y de los abdominales y las pompis de él. ¿Se acuerdan de las trasnoches de The Film Zone? Eso mismo pero con las tetas tapadas. Pero al día siguiente, él cae con el desayuno preparado (todo un símbolo de seriedad y compromiso) y ella se quiere matar y le dice que lo que pasó fue un error, y él, cegado por la furia, golpea un mueble. Es en ese momento cuando empezamos a vislumbrar su incipiente locura y fanatismo, con el plano de la mano ensangrentada y la cara de malo. Nuevamente, la sutileza ante todo. Con casi cinco décadas, JLo se sigue alzando como el emblema de la mujer epicúrea. A partir de ahí, la película toma un giro violento y lo que vemos es la obsesión de un pebete por amar y ser amado por la cuarentona, absolutamente convencido de que entre ellos hubo amor y debe seguir habiéndolo. Entonces vienen las persecuciones, las amenazas, las extorsiones, las charlas con Kevin hablándole mal del padre. A todo esto, el padre empieza a arrimar el bochín, tal vez a raíz de ver a JLo más vital y radiante que nunca (el pebete alimenta pero no engorda), pero ella no logra terminar de perdonar la infidelidad y le pide más tiempo. Lo que JLo no sabe (pero la película sí y se encarga de subrayar) es que una infidelidad no es nada al lado de lo que está por venir. Cuestión que el pendejo empieza a odiar a su padre y a pasar cada vez más tiempo con Noah, y éste empieza a divulgar en el colegio fotos y un video que grabó de la noche de pasión con JLo. Viendo toda su vida amenazada, JLo va a la casa de Noah y astutamente borra los videos de la computadora (acordándose de vaciar la papelera, gran detalle). Palabras más, palabras menos, Noah termina matando a una amiga de ella y los arrastra a los tres (JLo, ex marido e hijo) a un granero donde amenaza con matarlos pero JLo lo mata primero. El marido resulta mal herido y ella le dice: “ponete bien que nos vamos a casa”, reconociendo frente al hijo que va a darle otra oportunidad al putañero. Y todos felices. Los créditos finales vienen acompañados de musiquita medio cachonda con imágenes aún más cachondas, entre ellas, de nuevo, el poto de JLo. Para que no queden dudas. Ni una duda. Moraleja: a partir de los 40 hay que comerse pebetes. Pero ojo que los pebetes son un arma de doble filo. Están los tiernitos y esponjosos, dóciles y maleables, y están los secos y duros, huraños y rebeldes. Un buen pebete puede alimentarte mejor que cualquier comilona, solo hay que procurar no atragantarse.
Paulina (Dolores Fonzi) discute con su padre (Oscar Martínez) sobre su decisión de irse a dar clases a una escuela rural en Misiones. Él intenta disuadirla, con argumentos como su futuro promisorio en el poder judicial, un doctorado carísimo en curso y su capacidad e inteligencia que la hacen estar sobre calificada para el trabajo. Enseguida, viene la reacción por oposición de ella, que lo califica y lo ubica en el otro extremo: “reaccionario, conservador, clasista, elitista”. La película se vale de estas posiciones antagónicas para construir su dualidad y la nuestra: de un lado, el padre y la sociedad (nosotros, los espectadores, incluidos); del otro, ella y su postura, que nos resulta absolutamente lejana y extrema. Y el punto de vista partido refuerza esta dualidad. Primero, la historia contada desde el punto de vista de ella. Después, los mismos acontecimientos desde la óptica del padre, de los violadores, del novio, con el asombro y la incredulidad de cada uno que es también la nuestra. Ahí mismo comienza el problema de los interrogantes que van a surcar el resto del relato: ¿para qué se toman las decisiones narrativas que se toman en La Patota? Y, en todo caso, ¿qué correlato tienen con el mundo que nos presenta? Paulina parte de una posición tomada y ya es consciente de entrada de que va a hacer cualquier cosa para sostenerla, incluso llegar a niveles ridículos de los que ni ella puede dar cuenta. Paulina se somete voluntariamente a un proceso de transformación, a una metamorfosis social y física que parece motivada por sus convicciones progresistas y por su necesidad cuasi pueril de enfrentar ciertos prejuicios, más que nada (si no exclusivamente), los paternos. Ahí en donde la película de Tinayre la contraposición de los discursos de padre e hija estaba dado por concepciones del mundo que los rodeaba (y por los intentos de comprender sus horrores), aquí se convierte en una arbitrariedad, un ánimo ridículo de llevar la contra: nuevamente la duda, ¿desde dónde cuestiona lo que cuestiona la película de Mitre? Paulina se muda. Empieza a dar clases en una escuela. Es rechazada pero sigue intentando encajar. Se hace amiga de la gente local. Deja a su novio. Es violada por un grupo de pibes. No los denuncia. Los identifica e intenta entenderlos y escucharlos. Queda embarazada y decide no abortar. Se muda con su amiga, también maestra de escuela. Se aleja de su padre y de todo su entorno. Incluso su aspecto físico cambia. Se vuelve más sucia, más desprolija, más fea, más descuidada, como si acaso para llevar la transformación al límite hubiera que simbiotizarse con el ambiente, con el entorno. De a poco parece que el cuestionamiento se transformara –al menos desde el interior del personaje– en una aventura absurda: una suerte de provocación de clase. En algún punto del proceso de transformación voluntaria, Paulina deja de actuar con convicciones, con ideas, y pasa a ser una suerte de luchadora mesiánica (como le dice su padre) por una cruzada que solo ella enarbola. Ni los propios violadores la entienden. Sus acciones son tan disparatadas que la sensación es que estamos frente a una desquiciada, frente a una nena bien con culpa de clase que necesita lavar esa culpa y enfrentar a un padre que ella tilda de reaccionario. Y, de esta forma, el contraste con la película original es más violento: lo que en aquella era conciencia de mundo a través de la religión (como instrumento de perdón y confesión), en ésta es una suerte de revelación, un sincericidio de una progresista imbécil enlodada en un conflicto con papi. Paulina dice que si denuncia a los violadores, como son pobres y no le importan a nadie, lo único que puede pasar es que los castiguen y que no haya justicia, y que todo lo que pasó es consecuencia de un sistema violento que solo genera más violencia. Para los pobres hay castigo pero no justicia. ¿La inclusión de la escena del castigo a los violadores pretende acaso mostrar que Paulina tiene razón, que la justicia solo busca castigar a los pobres? ¿se termina así justificando su comportamiento y condenando al padre que los manda a buscar? Pareciera como si la película no tolerara una sola contradicción pero, paso a paso, surgieran nuevas. Después viene otro punto interesante. El padre le pregunta: “si te hubiera violado tu novio una noche borracho, ¿abortarías?” Y ella dice que sí. Ahí está el derrape definitivo. No se trata de una persona que lucha por la vida en todas sus formas y aboga contra la violencia en todas sus formas (o, como en la original, que la decisión de no abortar estaba relacionada con un tema de religión), se trata de una persona que solo denuncia la violencia cuando es direccionada hacia cierto grupo social. Pero la corrección política del espectador promedio hace que el odio a las clases dominantes parezca simpático y eventualmente más tolerable. La Patota se vale de posiciones antagónicas para construir su dualidad y la nuestra. Ella no quiere justicia: intenta hablar con el violador pero, frente a la negativa de éste, no hace nada; quiere tener el hijo porque es lo que le tocó, porque no va a intervenir de ninguna forma en el curso de los acontecimientos; se muda con su amiga porque es más fácil vivir con ella (que apenas la cuestiona, en lo que es una relación homosexual apenas insinuada) que enfrentar a su padre, que hace lo posible por entenderla pero llora de impotencia frente a la situación. Paulina no quiere lograr nada, solo enuncia ciertas cuestiones con la mayor de las liviandades y adopta una actitud pasiva frente a lo que vive. Esa transformación, esa metamorfosis extrema solo puede darse cuando se suspende cualquier criterio y cualquier lógica. Pero Mitre no es Dreyer, y lo suyo no es un vía crucis. Y, si lo fuera, resultaría una parodia progresista. Eso es lo que incomoda, y el acierto (o no) de la película va en esa dirección: no hay forma de sentir empatía con Paulina, ni siquiera ganas de tratar de entender lo que pasa por su cabeza. La película la reduce a una simple imbécil fanatizada por una cruzada inexistente, pueril, infantil, inconsciente de sus acciones y, como tal, impune. La única empatía posible es con el padre, acaso el mayor damnificado de todos, inútil frente a una hija absolutamente alienada. Y, de nuevo, me pregunto ¿el objeto de la película es mostrarla como una imbécil y hacer una crítica al progresismo bobo o, en ese plano final con ella caminando sola, intentar darle un aire de salvadora, de heroína, inmersa en un mundo reaccionario que no la comprende? No termino de entender la ideología subyacente pero siento que la película tampoco lo tiene en claro. O simula una duda desde el extraordinario cinismo de su falsa corrección: si hay una crítica a un sistema o si simplemente estamos frente al retrato individual de una idiota fanática y desquiciada es algo que poco importa. La cobardía de no asumir un riesgo parece ser un buen atractivo en los festivales.
En el mundo spielbergiano suele haber conflictos entre padres e hijos, separaciones (físicas y emocionales), reencuentros, despedidas, viajes que son pretextos para la introspección, procesos de iniciación, crecimiento, maduración, todo, en general, visto desde la óptica de los niños que pasan de ser niños a ser adultos, con todo lo (bueno y lo malo) que eso conlleva. Hay quienes han sabido tomar estos temas del cine del Spielberg y hacerlos propios, como J.J. Abrams en la gran Super 8. Otros intentan emular ese espíritu, pero no logran ni el más mínimo grado de empatía. Es el caso de Jurassic World, nueva entrega de los dinosaurios dirigida por el ignoto Colin Trevorrow. El tándem protagónico está conformado por los hermanitos Zach (Nick Robinson) y Gray (Ty Simpkins), adolescente y niñato, por un lado, y los adultos Owen (Chris Pratt) y Claire (Bryce Dallas Howard), por el otro, amantes de una one-night stand que ahora se ven obligados a compartir tiempo juntos, muy a su pesar (aunque todos sabemos que ella se sigue cachondeada con él y él, como buen narcisista, solo busca corresponder al cachondeo). La cuestión es que los niñatos son los sobrinos de Claire, tía re dable pero muy seriota, demasiado comprometida con su trabajo, y con un palo bien clavado en el orto. Ella los ve cada 7 años y no se acuerda sus nombres ni sus edades. En Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977), un hombre que lleva una vida monótona con su mujer y su familia se transforma y se obsesiona a partir de un encuentro con un OVNI; en E.T. (1982), hay una madre y unos hijos que no elaboran bien la separación del padre; en Jurassic Park (1993), el personaje de Sam Neill empieza a pensarse como padre y se introduce la idea de familia a partir de su relación con los nenes; en Inteligencia Artificial (2001), vemos la lucha de un niña-androide por encajar y ser amado por una familia que perdió un hijo y no puede superarlo; en La Guerra de los Mundos (2005), las máquinas son un pretexto para que un padre separado se reencuentre con sus hijos y reconstruya su relación con ellos. En la mayoría de las películas de Spielberg, el foco está puesto en la niñez perdida, el problema de los padres que no pueden criar a sus hijos y de los hijos que no pueden lidiar con ciertas problemáticas adultas, y siempre la subtrama de ciencia ficción es el Macguffin que hace avanzar la historia hacia la resolución de la trama familiar. Jurassic World intenta reproducir esta estructura pero se queda a mitad de camino. Los conflictos familiares aparecen pero jamás se profundizan, y el maniqueísmo de los personajes no ayuda a que sintamos interés o empatía por las historias. Karen (Judy Greer), hermana de Claire y madre de los niñatos, le insiste a Claire para que pase tiempo con ellos, los cuide y los quiera, y se ahoga en un mar de llanto cada vez que ratifica que Claire siempre tiene cosas más importantes que hacer. En una de las primeras escenas, cuando Karen y Scott (-Andy Buckley- padre de los niños) dejan a los chicos en el aeropuerto, él dice: “ese fue nuestro último desayuno juntos”. Lo que suena a cierta aseveración profética (onda, el dinosaurio va a hacer cagar fuego a nuestros hijos) termina convirtiéndose en conclusión derivada de un divorcio en curso, dato que conocemos por Gray, quien le comunica la buena nueva a su hermano con sentidas lágrimas en los ojos. De ahí en adelante, el tema del divorcio no vuelve a tocarse, y lo que nos muestra Trevorrow es a dos hermanos no del todo unidos que intentan convertirse en mejores amigos, identificados a partir de las tragedias (dinosaurios, padres divorciados; oh, gran metáfora, la separación es un monstruo grande y pisa fuerte). Es que, en realidad, no nos importa lo que le pase a los hermanos, ya que ninguno de los dos despierta en nosotros la más mínima empatía. Las lágrimas de Gray se sienten fingidas, como también lo son los momentos de tímida calentura de Zach con las adolescentes hormonales que visitan el parque. No hay química entre ellos, ni como hermanos que no se llevan del todo bien, ni como compinches, compañeros de aventuras. Tal vez eso tenga que ver con que el personaje de Gray es demasiado mojigato y el de Zach, demasiado bobalicón. Lo cierto es que, en algún momento, nos empieza a chupar un huevo si los dinosaurios se los morfan. Y tampoco nos importa el duelo que están atravesando, sencillamente porque el tema queda completamente relegado, excepto en momentos donde se introduce con fórceps. De ahí que la cita a Spielberg y los asuntos familiares resulte inútil. No hay lección que aprender, proceso que atravesar o crecimiento alguno, ni por parte de los niños solos ni de la mano de los adultos que están a su cargo. En la mayoría de las películas de Steven Spielberg, el foco está puesto en la niñez perdida. Y los adultos tampoco generan empatía. Si bien Owen es carismático, está fuerte, es el encantador de dinosaurios (los otrora letales velociraptors ahora lo reconocen a él como macho alfa), vive en una choza en el medio del bosque, anda en moto, es canchero y relajado, ni la suma de todas esas cualidades alcanza para generar empatía o interés por su relación con la tía Claire (que es su opuesto absoluto). Ella, por su parte, experimenta un proceso de cambio (pasa de ser una cheta con tacos y ropa blanca a ser una cheta con tacos y un poco de barro en las tetas), producto de pasar tiempo con el copado de Owen y con sus sobrinos, a quienes terminado queriendo y abrazando como si fueran sus hijos. Ni hablar del resto de los personajes secundarios, como Hoskins (Vincent D’Onofrio), un villano malísimo que termina teniendo una muerte acorde con su maldad; Simon (Irrfan Khan, el insoportable indio grande de Life of Pi), ahora capo del parque temático, más preocupado por pilotear su helicóptero que por salvar el parque; o los dos personajes que vendrían a aportar el comic relief, Lowery (Jake Johnson) y Vivian (Lauren Lapkus), que no solo no inyectan comicidad sino que aburren y son imbéciles. Un cast maniqueo y anempático (en este sentido, todo lo contrario a las entregas anteriores). Pero al final, como es esperable, todos se reúnen, se abrazan y se quedan juntos, sin procesos, sin aprendizaje, sin transformaciones. Si Spielberg podía hacernos vivir en carne propia la separación de los padres de la mano de un niño (con todos los miedos, la inseguridad, la negación, la búsqueda de una presencia externa nueva para aferrarse a la vida, el cambio, el sufrimiento, el crecimiento y la eventual aceptación de la situación), Trevorrow nos suelta la mano, como también se la suelta a sus personajes, que parecen estereotipos berretas puestos como marionetas en una historia sobre dinosaurios que se pelean para ver quién la tiene más larga, sin dudas, lo único interesante de la película.
Como turco en la neblina Así se lo ve a Russell Crowe delante y detrás de las cámaras en Camino a Estambul, traducción libre y pedorra del original The Water Diviner, also así como “el zahorí de las aguas”, en referencia a cierto don de el personaje de Crowe de visualizar agua debajo de la tierra, además de determinados acontecimientos. Imagínense que se las cuenta un amigo en una cena, luego de varias copas encima. O imagínenme a mí, contándoselas así, en ese estado. Porque estas películas deberían contarse siempre de esa manera. “El asunto es el siguiente (guarda que hay espoilers): Russell (su nombre es Connor) es un chabón que manda a la guerra (los turcos del Imperio Otomano contra Gran Bretaña, Australia y Grecia) a sus 3 pibes. Los 3 mueren. Después, en el presente, lo vemos con su jermu (en las primeras escenas se ve que no la ponen mucho y que la cosa anda mal; para colmo, sabiendo que trabaja Olga Kurylenko, no es difícil imaginar que Russell va a encontrar agua en otros aljibes), infelices, tristes, tirándose mierda mutuamente. Entonces Connor decide ir a buscar los cadáveres de los tres bepis y traérselos de vuelta a su jermu que, como no tenía nada mejor que hacer, decide suicidarse. Lástima que a Connor le tocó la Primera Guerra Mundial y que solo tenía 3 hijos, que si le tocaba la Segunda y un hijo más le mandaban un equipo de rescate para traerle alguno con vida. Pero no. Connor sufre y se queda sin familia, y el gordo Russell (que aquí le frenó al Shimmy por unas semanas) hace una autoremake de sus propias caras de constipación tal como en Gladiador. Pero pará, no todo está perdido. La sigue, conoce a Ayshe (Olguita) -una turca (no sean guarangos) con acento rumano, pero ponele- en el hotel en el que se hospeda. Ella es una viudita fuerte con un hijo bastante insoportable. Al toque, el deigor conoce a unos oficiales turcos que están por ahí haciendo lo mismo que él -identificando fiambres para pasar el rato- pero bajo la amenaza latente de una invasión griega. A los oficiales medio como que les da lástima y lo dejan entrar a la zona de los embutidos y chacinados. Como Connor es “diviner”, en un momento cierra los ojos y, en la vastedad de todo el territorio, encuentra el lugar exacto donde murieron los críos. Además –ya que estamos– te visualiza cómo mueren a manos de uno de los generales. WWI for dummies. Este diálogo: Connor: “Mataste a mis hijos” General: “Sí, pero es tu culpa, vos los mandaste, ustedes nos invadieron primero”. Connor: “Es cierto”. En el medio de toda la búsqueda, Connor pasa cierto tiempo en el hotel con Ayshe y se empieza a dar cuenta de que no está muerto de la cintura para abajo. Pero, como es un toque lerdonio, le da por sacarla a pasear. A la turca. En una de las caminatas, encuentran un lugar aislado y se sientan a charlar. A los dos segundos, empiezan a darle al chiste facilongo y a hacerse la jodita de tirarse agua de una fuente. Pero como Russell es muy estilizado, te lo muestra todo con ralenti y musiquita romántica de fondo que hace que las películas de Hallmark parezcan de David Lean. Después planean cenar juntos algo simple, tipo milanesas con puré. Él llega tarde y ella le dice: “vení que te hice algo de picar”. Acto seguido, se los ve a ambos en la cocina del hotel, rodeados de cientos de velas, comiendo un manjar calórico -de esos que te dejan hora y pico en el baño-, contándose chistes de gallegos y mirándose a los ojos, de nuevo todo ralentado y con la musiquita grasulienta. Aceite Marolio salpicado. No es por las milanesas. Despué’ de la intimidá’, a Connor lo empiezan a perseguir (en la embajada quieren que vuelva a Australia porque había bardos más importantes de los que ocuparse por fuera de andar peinándose a la turca) y, de golpe, de ser perseguido por los australianos, llega, teletransportado por incoherencia narrativa, a donde estaban los turcos asesinos pero copados, a quienes les pide irse con ellos. Los turcos aceptan sin dudarlo (después de todo, le hicieron cagar fuego a 2 hijos -uno parece que está vivo, según las visiones del diviner-) y huyen en tren. Ahí, en una escena transcultural interesantísima tipo united-colors-of-benetton, Connor les enseña a jugar criquet con el tren en movimiento. A los turcos les encanta y se da un momento de algarabía y jarana. Los últimos cuarenta minutos de Camino a Estambul son un sinfín de sinsentidos y desprolijidades. Hasta que llegan los griegos a invadir; los turcos son tomados prisioneros, a Connor lo dejan (los australianos son aliados de los griegos) y, en otra secuencia con el teletransportador incoherente, vemos que Connor agarra el bate de criquet y se lo parte por la cabeza a varios griegos, liberando al oficial turco más copado. Lo que viene a partir de ahí, ponele los últimos cuarenta minutos, es un sinfín de sinsentidos y desprolijidades. Sí, porque lo que conté antes es de una progresión finísima. Bueno. La cosa es que Connor vuelve a imaginarse dónde está su hijo y, en la inmensidat de todo el territorio otomano, en pocas horas, llega al pueblito que vislumbró. Así como le entraba a los sánguches de jamón, Russell se morfa tensión dramática-clima-suspenso como si fuera un chegusán grande de pavita. Cuestión que entra a una iglesia donde encuentra al bepi, que está en estado saparrastroso y hippie, con un aire a Jesús de Laferrere. El ñato, que andaba matando el tiempo pintando una capilla, se acerca al papi, lo abraza como si lo hubiera visto ayer y eso. Mientras el turco mira con cara de nada. Y los planos de la elipsis pegan con moco. Ahí, padre e hijo hablan un toque, Russell te manda un flashback de la escena de la muerte de los otros dos hermanos (escena larga que ya habíamos visto antes, con el agregado de que ahora el hijo le dice que uno de los hermanos estaba mal herido entonces tuvo que meterle un escopetazo en la frente), y Connor le dice que afuera está todo mal con los griegos, que tienen que escapar porque sino dunga dunga y muerte. 11.30: el hijo le dice que no. 11.31: Connor le insiste y el jipi acepta porque el presupuesto no daba para una jornada más de rodaje. Logran escapar, y lo primero que hace Connor (después de bañar y afeitar al hippie sucio que tiene ahora de hijo) es ir a por su turca. Cuando llega al hotel, la nami está sirviendo café. Él se sienta en una mesa, como cualquier comensal, y ella le hace uno (en una escena anterior ella le dice que los turcos saben todo por la borra del café, como Alesandra, la “diviner” de Sarkis, el restaurant de Palermo, que te lee la borra y te adivina el futuro). Connor lo revuelve y ve que adentro hay una especie de tereso, o sea, una bola de borra apelmasada, y la mira a ella con ojos desconcertados. Pink Flamingos goes to Turkey. Ella le dice: “ya sabía que ibas a volver, los turcos sabemos todo por el café”. Y por los teresos. Él sonríe y la cámara funde a negro. Debería haberse comido la borra. Divine en vez de diviner. Ese plano, con los dientes llenos de barro, le hubiera subido varios puntos a esta josha”.
El futuro es mujer Hay algo fascinante en esos cuerpos, que despiertan curiosidad y erotismo a la vez que repulsión y rechazo. Es eso que está ahí e impresiona pero no puede dejar de mirarse. Es un fenómeno (aunque sea patologizado), reconocido con un nombre poco común: abasiofilia. En esa dirección, quizá casi lateralmente, quizá sin quererlo, Peter Medak dirigió Romeo is Bleeding (1993), un noir oscuro en el que la abasiofilia no le hace asco al género, más bien termina redefiniendo algunos de sus contornos en una contemporaneidad que había renunciado a repensar los géneros desde los bordes de las figuras que los distinguen. La femme fatale de la película de Medak era Lena Olin, eterna MILF y señora de las cuatro, cinco y seis décadas en estado bombástico. Pero ojo, acá no se trataba de la edad, sino que interpretaba a Mona Demarkov, una despiadada asesina a sueldo rusa, cuya crueldad era equiparable a su sensualidad apabullante, entronizada por una cualidad aun más seductora: su brazo amputado. En una escena con Gary Oldman, que interpretaba a Jack Grimaldi, un oficial de policía corrupto –que tenía que matarla pero no podía, a causa de la irrefrenable atracción que sentía por ella–, Mona y Jack cogían y ella le preguntaba si prefería con o sin la prótesis, a lo que él respondía que sin la prótesis, para así tener la posibilidad de observar el muñón en toda su retorcida sensualidad (gran alegoría sobre el uso de profilácticos). Si la película de Medak supo hacer de las amputaciones un símbolo de sexualidad, de poder, de brutalidad, de una belleza amenazante y exótica, quien reinventó el asunto de la abasiofilia cinematográfica para el gran público no fue otro que David Cronenberg con Crash (1996), acaso la película más sensual y sexual de la historia sobre cuerpos mutilados que cogen. Si algo planteaba aquella película era la continuidad entre el cine psicosomático de los ‘70s (que encontró en La Mosca su punto más álgido y perfecto) y un cine más cerebral, contemporáneo a las últimas dos décadas. El cuerpo mutilado, en Cronenberg, es el correlato de una mente también tullida, amputada, e involucra cierta sexualidad transgresora, el ir más allá, el apartarse de lo normal o frecuente. En este horizonte hay una corriente continua de conexiones e intereses similares entre el cine canadiense y el australiano. Y australiano es George Miller, que se propuso reescribir un mito fundacional de su cinematografía a la luz de nuevas intensidades. En definitiva: se propuso revisar un género por el cual él mucho había sembrado, pero esta vez desde otra perspectiva. Y aquí es donde retornan los muñones: la heroína de Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max Fury Road) también es una femme fatale tullida, sin un brazo, interpretada por Charlize Theron, una de las mujeres más hermosas del planeta. Su sensualidad está en su fuerza, en su determinación, en su coraje, en un mundo donde las mujeres han sido completamente anuladas, excepto por un par de funciones. Y también está en su belleza, en la belleza de su discapacidad, en el erotismo que emana cuando camina, cuando mueve su brazo amputado, cuando maneja el camión con la prótesis. Ella es Imperator Furiosa, la guerrera pelada, con la cara pintada de negro con grasa de auto, capaz de desafiar a hordas de hombres musculosos pintados de blanco y a tullidos (más que ella) con máscaras para respirar y cuerpos deformados. En ese acercamiento feminista (en donde el personaje ha sido comparado con la Ripley de Alien (Ridley Scott, 1979) es en donde esta reversión/relectura/remake gana puntos (amén del delirio y desborde visual que ya no es clase B pero que mantiene ese espíritu). Y es que Furiosa es la heroína feminista, la gran salvadora de las mujeres de Inmortan Joe, a quienes éste mantiene esclavizadas, como progenitoras de sus herederos masculinos. En medio de un mundo sucio, marrón, cruel y sangriento, las esposas de Inmortan Joe son una suerte de impolutos seres virginales (ya desfloradas), acaso la última esperanza de una humanidad en ruinas. El heroísmo tiene cara de mujer, sí, pero de mujer tullida, rota, hermosa pero perturbadora, como si Marco Ferreri se hubiera colado a la fiesta por la puerta de atrás. Mad Max Furia del Camino es actual y anacrónica. Furiosa las ayuda a escapar del tirano, y ahí es cuando conoce a Max, que solo parece haber sido concebido para ayudarla en su misión y, en última instancia, para salvarle la vida, como si las jerarquías heroicas se hubieran invertido. Incluso el hecho de que Mad Max sea interpretado por Tom Hardy ayuda a esta cualidad de sumisión, de perfil bajo que posibilita el brillo ajeno. Tom Hardy es un actor de gestos y movimientos minimalistas, de pocas palabras, de voz ronca y sofocada, de temple sereno, el hombre perfecto que está ahí para que la mujer brille. Mad Max: Furia en el Camino es una película femenina y feminista, con un personaje femíneo principal fuerte, capaz de cargarse a cientos de monstruosos seres y de erigirse como la nueva líder, también monstruosa. Es, en el mejor de los sentidos, el regreso de las salvajadas cinematográficas del siglo XX pero con herramientas nuevas: es actual y anacrónica. Furiosa es la heroína que pone en peligro su vida y su cómodo estatus (ella no es parte del aren de procreadoras, sino una emperatriz con autoridad, derechos y hombres a su cargo) para salvar a un grupo de mujeres que nunca hicieron nada por salvarse. Que el motor de sus acciones sea, en el fondo, la redención propia y la vuelta a un pasado ya inexistente, más que el deseo altruista de liberar a las féminas, poco importa. Y ahí todo el discurso del feminismo falopa se cae al tacho: liberación, sí, pero primero, salvarse uno. La práctica antes que el discurso vacío. A días de una marcha convocada por las redes sociales contra el femicidio bajo el lema Si tocan a una, nos organizamos miles, Mad Max: Furia en el Camino viene a ser el correlato cinematográfico de una situación actual. Si tocan a una, nos organizamos las cuatro o cinco que quedamos vivas.
Todas las vidas, mi vida “Soy un fraude“, podría decir Miguel Quiroga, y yo podría hacer propia la frase. Calculo que alguien alguna vez se va a dar cuenta. Porque casi nadie sabe lo que cuesta escribir, lo que cuesta lidiar con la propia mierda. Con la sensación de sentirte una simuladora. Pero como todo simulador, hay que ir para adelante, para que el tiempo no te alcance, para que no se note, para que los caracteres te aplasten. Y corran a una distancia irrecuperable, inmensa. Inmensas son también algunas películas, que como huracanes vienen y arrasan todo a su paso, como monstruos desmedidos, como entes descomunales difíciles de procesar. El Acto en Cuestión es una de ellas. Porque en su centro se mezclan la amistad cómplice, el amor como dependencia, el éxito como problema, la mentira como sistema de vida. Pero también están los secretos, el ascenso social, el engaño, la fascinación, la frustración. Pero la película de Agresti es también una puesta en abismo (como la tapa del disco Ummagumma de Pink Floyd, que se encierra a sí misma hacia el infinito a través de un cuadro): es una historia dentro de otra, como esa casa de muñecas infinita. Y el acto en cuestión puede ser cualquiera de esos actos, uno solo o todos ellos juntos, además del acto de magia que es su centro. Pero también el acto de escribir sin saber, de escribir abrumada. No me pasa muy seguido eso de sentir que estoy frente a una película tan universal, un testamento fílmico sobre la vida y la humanidad. Tal vez esa sensación esté en parte relacionada con cierta grandilocuencia técnica, ese blanco y negro y los planos oblicuos y cenitales, perfectamente compuestos, que le dan un aire de suntuosidad y magnificencia. O con la banda de sonido original de Toshio Nakagawa. O con la presencia de ese personaje descomunal, Miguel Quiroga, el mago que robaba y leía libros compulsivamente y que encontró, en uno de ellos, la clave del éxito y la fortuna. Pero también el talón de Aquiles de su farsa. El Acto en Cuestión funciona como el reverso de El Ilusionista (2010), la película de animación dirigida por Sylvain Chomet y basada en un guión escrito por Jacques Tati, que cuenta la historia de un mago en decadencia que visitaba un pequeño pueblo, donde conocía a una chica que estaba convencida de que él era un mago de verdad. En una de las escenas finales, Tatischeff, el protagonista, dejaba escrito en una nota la frase “Los magos no existimos”, como declaración absoluta de su invisibilidad ante a sí mismo y ante al mundo. Ser frente a los demás es esa mierda: en algún momento sentimos que alguien va a notar que tenemos la bragueta baja. Y todo se derrumbará. Miguel Quiroga es el opuesto de aquella película. El ilusionista de San Cristóbal que estuvo esperando durante mucho tiempo la oportunidad y que, una vez que la encontró, de manera azarosa, la explotó, erigió su vida sobre ella y disfrutó de su fama desmesurada. Lo que todos veían (cómo hacía desaparecer cosas) alguien no podía verlo. Su novia Sylvie no veía lo que los demás podían ver, era inmune frente a su magia y era quien terminaba desencadenando el principio del fin. El Acto en Cuestión es un truco bien contado, una historia que se siente enorme. ¿Era Miguel Quiroga un mago de verdad o un simple producto de la ilusión y la credulidad de su público? Ese interrogante nunca se resolvía pero tampoco importaba demasiado. Lo que importaba era el camino que uno elegía y cómo se lo contaba al mundo. El mudo Antonio era buen fotógrafo pero nunca había logrado transmitir el verdadero sentido de su arte. En el circo, para triunfar, antes que cualquier truco, lo importante era venderse bien, saber ganarse al público. Todo, en definitiva, es un acto, un gran truco que hay que saber montar. Un buen truco es desaparecer detrás del procedimiento. Que nunca se note que en el fondo todo es un acto de charlatanería. Y El Acto en Cuestión es eso: un truco bien contado, una historia que se siente enorme pero que no es más que una pequeña porción dentro de ese gran paisaje que es la vida como un entramado infinito de simulaciones, vidas de distintas personas que, miradas desde lejos, parecen marionetas de una gran casa de muñecas, digitadas por una fuerza superior invisible que las mueve. Una historia dentro de otra más grande que, a su vez, es contenida por otra aún mayor. Por eso El Acto en Cuestión se siente inmensa, inabarcable, como la obra de teatro que Philip Seymour Hoffman intentaba montar en Synecdoche New York (Charlie Kaufman, 2008), otra película sobre la existencia y su representación. Y sobre el fracaso del mundo personal que se deshace debajo de los pies. La vida es como un acto de magia, uno se engaña a uno mismo y a otros, haciéndoles creer que lo que uno hace es importante y digno de atención. La vida es como un acto de magia, uno elige cómo contarla, qué condimentos ponerle y el remate final, y trata de hacerla durar lo más que se pueda sin que nadie descubra la verdad. Ojalá funcione, una vez más. Así es la vida y así es El Acto en Cuestión.