Admirando el horror
Raíces, El color púrpura, Amistad, Gloria, Amada hija, Rosewood, la reciente El mayordomo (y no olvidemos, claro, Lo que el viento se llevó)… El racismo y, sobre todo, la esclavitud es un tema importante para el cine y la TV de los Estados Unidos y, por lo tanto, suele ser abordado con reverencia, solemnidad, algo de culpa y con el manual de la corrección política siempre abierto (Quentin Tarantino tuvo el mérito de salirse del libreto con Django sin cadenas).
Sólo así se entiende el consenso casi absoluto que 12 años de esclavitud tuvo entre la crítica norteamericana (promedio de 97/100 según que las 48 reseñas compiladas por el sitio Metacritic). No digo que este tercer largometraje del inglés Steve McQueen no pueda ser elogiado por más de un especialista, pero me resisto a creer que TODOS la consideren una obra maestra, una película PERFECTA. Para mí hay algo de temor en esa unanimidad, algo del estilo “a ver si me consideran un racista si le cuestiono algo”.
Muchos textos elogian el virtuosismo formal del director de Hunger (otra sobre un preso sometido a vejámenes varios) y Shame: Sin reservas (otra sobre el cuerpo como prisión), así como la “valentía” expuesta en la crudeza extrema de sus imágenes (esclavistas que hacen gala de un enorme sadismo psicológico y físico con violaciones y torturas incluidas). Yo sentí exactamente lo opuesto: el esteticismo, el regodeo con esos planos-secuencia esplendorosos de 10 minutos, esa cámara cenital, esas panorámicas circulares o todos esos “firuletes” de videoartista que tanto le gustan a McQueen, me resultaron contradictorios con la pretendida honestidad, visceralidad y credibilidad del relato inspirado en el libro de memorias que Solomon Northup publicó en 1855.
Sí, la reconstrucción de época es impecable, muchas de las actuaciones (empezando por la del británico Chiwetel Ejiofor como ese violinista y padre de familia en Nueva York que es engañado en 1841 y luego esclavizado en el Sur profundo hasta su liberación en 1853) son impecables, hay escenas en las plantaciones de algodón de Louisiana que logran transmitir esa sensación de impotencia, de injusticia, de degradación absoluta de la condición humana, y que trabajan de manera incisiva tanto la cotidianeidad del protagonista como los alcances del sistema esclavista, pero de allí a convertirse por eso en “la” película de 2013 hay -siempre según mi criterio y mi sensibilidad- una enorme distancia.
Hay también en 12 años de esclavitud un (raro) mérito que proviene seguramente del tenor, de la dimensión, de la singularidad de su propuesta: algunos salen extasiados, conmocionados por la experiencia que propone; otros, en cambio, terminan no sólo decepcionados sino incluso indignados. Estamos ante uno de esos films que generan sentimientos diversos, muchas veces encontrados, pero que jamás dejará indiferente al espectador. Luego de tantos premios recibidos (e, intuyo, aún por recibir), es tiempo de la polémica, de la apasionante discusión cinéfila, también en la Argentina.