Sufrir el calvario y vivir para contarlo
Basado en la autobiografía de Solomon Northup, el film es uno de los favoritos para la próxima entrega de los Oscar. Describe las vejaciones físicas y psicológicas sufridas por el protagonista, un negro de clase media que es vendido a los traficantes de esclavos.
Con nueve nominaciones a los premios Oscar y una mirada laudatoria casi unánime de la crítica norteamericana, el tercer largometraje del británico Steve McQueen (y su primer film realizado en los Estados Unidos) se ha convertido en uno de los favoritos a llevarse el premio mayor en la inminente entrega de los premios de la Academia de Hollywood. De ahí a suponer que se trata de una gran película, de una obra de enorme jerarquía artística, hay una cierta distancia. La misma que dista de las mentadas “estatuillas doradas” y el mejor cine producido durante los últimos 365 días. Lo cierto es que si 12 años de esclavitud hubiera sido producida hace unos cincuenta años en el seno de la industria del cine made in USA podría hablarse sin ponerse colorados de una película corajuda, importante e incluso necesaria. En 2013, se trata de una discreta aproximación al tema de la esclavitud, realizada con un nivel de pacatería narrativa y corrección política notables.
La corrección política acompaña la película, que tiene nueve nominaciones a los Oscar.
Basado en el libro autobiográfico Twelve Years as a Slave, escrito por Solomon Northup y publicado en 1853, el guión de John Ridley presenta a su protagonista en un mundo poco menos que idílico. Northup es un negro emancipado en los Estados Unidos pre Guerra Civil, pero lejos de las dificultades que cualquier afroamericano –esclavo o no– debía soportar como consecuencia del omnipresente racismo, el film lo muestra como un hombre de familia de clase media, orgulloso de su posición social, querido por sus vecinos blancos. A partir del momento en el que es raptado mediante engaños y vendido bajo un nombre falso, 12 años de esclavitud se dedica a describir los sufrimientos, vejaciones y torturas físicas y psicológicas a las cuales eran sometidos la gran mayoría de los esclavos en las plantaciones y campos del sur americano. El caso de Northup es famoso por tratarse de uno de los escasísimos cautivos que lograron recuperar su libertad y vivir para contarlo.
A poco de comenzada la odisea, el film de McQueen –que en sus películas anteriores, Hunger y Shame: Sin reservas, hacía las veces de estilista innovador– adopta un tono que nunca abandonará a lo largo de sus poco más de dos horas de metraje: una suerte de realismo romántico que hace del protagonista un héroe de la resistencia, el deseo de sobrevivir y la esperanza. Incluso bajo esos primeros golpes que, a manera de bienvenida a su nueva vida, le propinan salvajemente un par de traficantes de vidas humanas. Lo que sigue es un retrato de la relación entre el protagonista, sus compañeros de calvario y dos o tres de sus eventuales dueños, hasta el feliz momento de su liberación luego del encuentro fortuito con un carpintero librepensador (cualquier inferencia religiosa corre por cuenta del espectador).
En Django sin cadenas, el film de Quentin Tarantino estrenado el año pasado –que no hace más que crecer en la odiosa comparación con el de McQueen–, el juego de la fantasía violenta lograba por momentos mostrar en toda su ferocidad el horror de la institución de la esclavitud, sus componentes políticos y económicos, su cualidad de orden social y cosmovisión dominante. 12 años de esclavitud, con su énfasis en el sadismo personalizado y una descripción de tipos sureños casi caricaturescos (característica no intencional, muy a su pesar), se transforma en una de esas películas con “temática seria” diseñadas para el consumo y digestión veloz de un público ideológicamente cautivo. Porque, claro está, ¿quién puede estar a favor de esos terratenientes esclavistas que usaban y abusaban de otros seres humanos como si se trataran de meros objetos personales? La de McQueen es una película biempensante por demás, trillada y obvia, cuya audiencia sólo puede asentir con la cabeza y repetir “qué tiempos terribles, aquellos”, quizá como exorcismo individual para alejar tantas violencias y esclavitudes –literales y metafóricas– contemporáneas.
Hay una escena que roza lo que algunos podrían diagnosticar como abyección, no por su contenido, sino por la manera en la cual es expuesto. Luego de obligar a Northup a castigar con el látigo a una joven esclava, el sádico latifundista interpretado por Michael Fassbender continúa con la tortura de manera mucho más salvaje. La cámara, que hasta ese momento había registrado la situación de manera tangencial, se ubica de pronto de frente a la espalda de la muchacha, y el uso de efectos especiales digitales permite apreciar cómo el impacto de la soga penetra en la carne, haciendo saltar fragmentos de piel y sangre. El viejo juego del shock, calculado y medido para el efecto aleccionador. 12 años de esclavitud, con su convencional humanismo de salón, está más cerca de la pornografía emocional edificante que de la denuncia de algún tipo. Eso sí, realizada con importantes recursos y evidente talento técnico y actoral. Esa corrección por la cual el cine americano es famoso desde tiempos inmemoriales, generadora de obras maestras y otras que intentan o simulan serlo.