"Juego de brujas": magia y combates con demonios El director afianza la historia, de su propia autoría, en cierto cine popular en los años 80, cruzando la aventura con el relato de crecimiento, y el terror con la fantasía esotérica. Hasta los minutos finales, cuando una vuelta de tuerca revela que no todo lo visto hasta ese momento permitía una lectura unívoca, Juego de brujas no es tanto una película de terrores demoníacos como una versión adolescente y femenina de Harry Potter. El planteo del nuevo largometraje de Fabián Forte, cuya prolífica obra incluye las comedias Socios por accidente y Cantantes en guerra y el reciente film de horror Legiones, es derivativo pero intrigante. Mara, una chica de diecisiete años con actitudes arquetípicas de una chica de diecisiete años (Lourdes Mansilla), excepto tal vez por su afición a la brujería y las ciencias ocultas, recibe en la puerta de casa un extraño recipiente cuyo contenido es lo más parecido a la Caja de Pandora. Amante de los videojuegos, la protagonista no duda un instante en abrir la tapa del inesperado obsequio, descubriendo en su interior unos anteojos similares a los que son capaces de generar realidades virtuales. La trama ya está en marcha: conjugando dos placeres personales, Mara ingresa en un universo gamer de magia, poderes especiales y combates con demonios. Absorta en esa nueva realidad paralela, al menos hasta que el padre comienza a golpear la puerta del dormitorio, Mara cumple la mayoría de edad en busca de nuevos conocimientos y conjuros, escudada por tres grandes hechiceros que aparecen para ayudarla en una versión alterada de su propia casa de dos plantas. El plan es entrenarla para el enfrentamiento final contra el mismísimo Lucifer, quien se tomó la libertad de secuestrar a su hermana menor y llevarla consigo al inframundo. O algo por el estilo. Así dadas las cosas, Juego de brujas transcurre totalmente en interiores, bajo un esquema de intercambios de diálogos televisivo y un tono en el cual las actuaciones ligeramente desaforadas –y un diseño de vestuario de guardarropía teatral– marcan el tono de lo que vendrá. La música incidental, en tanto, parece por momentos tomada de otro largometraje más potente y aterrador, usurpando el espacio sonoro, ocupando el espacio de aquello que las imágenes no logran transmitir. a {color:#000000}body {line-height:0;margin:0;background:transparent;}#google_image_div {overflow: hidden;position: absolute;}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_3" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 250px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Resulta claro que Forte afianza la historia, de su propia autoría, en cierto cine popular en los años 80, cruzando la aventura con el relato de crecimiento, y el terror con la fantasía esotérica. Los resultados, sin embargo, resultan artificiosos en el mal sentido de la palabra, y la puesta en escena se impone como una simple transposición de las directivas del guion. La gran excepción es el cierre, el regreso a la realidad (o, al menos, a aquello que solemos llamar realidad), cuando la película logra finalmente generar un clima perturbador. Pero ya es demasiado tarde y la magia, como sucede en los mejores cuento de hadas tradicionales, nunca llegó a ocurrir.
"Spider-Man: a través del Spider-Verso": un regreso al cómic. Hay guiños y referencias que el espectador no especializado pasará por alto y el fan celebrará con deleite, pero la película nunca se siente como un proyecto diseñado exclusivamente para su base de seguidores. Cuatro años atrás, el estreno del largometraje animado Spiderman: un nuevo universo demostraba que en el usualmente homogéneo reino de las franquicias superheroicas se podían transitar caminos más estimulantes, tanto en términos narrativos como formales. La idea de una red de universos paralelos –cada uno de ellos con su propio y particular Hombre Araña protegiendo al inocente– interactuando con resultados imprevistos y peligrosos, ya formaba parte de las publicaciones originales en papel y tinta, pero el film escrito y producido por Phil Lord y Christopher Miller (la dupla detrás de esa maravilla llamada La gran aventura Lego) ponía en pantalla y en movimiento el mismo concepto con resultados notables. El Globo de Oro y el Oscar al Mejor Largometraje de Animación premiaron el carácter creativo e innovador de esa película, que inevitablemente fue el punto de partida de una nueva saga, cuya primera secuela acaba de lanzarse masivamente en los cines de todo el mundo. Con tres nuevos directores más Lord y Miller en la silla del guionista, Spider-Man: A través del Spider-Verso mantiene todos y cada uno de los elementos que hicieron del proyecto seminal un éxito en términos artísticos. En principio, lo que entra por los ojos: un diseño visual deudor en gran medida del mundo del cómic, alejado del hiperrealismo digital imperante en la animación mainstream, con diversos estilos gráficos dependiendo del universo descripto. Por caso, la Nueva York que habita Miles Morales, el adolescente arácnido que también protagonizaba Un nuevo universo, se presenta con volúmenes tridimensionales y un gran cuidado en los detalles, aunque los creadores optaron por agregarles a los dibujos una capa extra que simula el “defecto” de impresión de los distintos tonos de tinta sobre el papel. En otras ocasiones, el blanco y negro domina la pantalla, y uno de los hombres-araña de pura cepa británica, conocido familiarmente como Spider-Punk, se presenta como un collage de recortes de periódicos y revistas. Hay un villano salido de un mundo creado a imagen y semejanza de los bocetos de Leonardo da Vinci y ahí está, claro, el Hombre Araña Lego, paso cómico en una película que, más allá de la gravedad del conflicto central, nunca abandona el sentido del humor. La historia es compleja y los 140 minutos de proyección son apenas la primera parte de una historia que se completará el año próximo (A través del Spider-Verso baja la cortina con un clásico clliff-hanger). A grandes rasgos, hay un villano cada vez más poderoso, La Mancha, enemistado con el Spidey protagonista, y el riesgo creciente de que una anomalía en el tejido espaciotemporal termine destruyendo uno o varios universos. En paralelo, la necesidad del joven Morales, hijo de padre afroamericano y madre portorriqueña, de esconder su identidad secreta bajo el disfraz de la torpeza y la ansiedad adolescentes. Que el clímax comience en una sorprendente Sociedad Arácnida llena de… bueno, de hombres y mujeres y animales y otras yerbas arácnidas, habilita las escenas con mayor grado de disparate visual, incluido un homenaje al célebre meme de los Spider-Man señalándose mutuamente. “Es una metáfora del capitalismo”, dirá alguien ante una situación que no se “espoileará” en estas líneas, ejemplo del humor para adultos que la película, pensada para un público de todas las edades pero nunca pueril, ofrece en varias ocasiones. Hay guiños y referencias que el espectador no especializado pasará por alto y el fan celebrará con deleite, pero A través del Spider-Verso nunca se siente como un proyecto diseñado exclusivamente para su base de seguidores. Una cosa es cierta: a diferencia de Spiderman: un nuevo universo, aquí la acumulación de información de todo tipo (visual, narrativa, meta-narrativa) resiente un poco el ritmo y la emoción, generando la sensación de que el miedo al vacío es ocultado con una receta de guionista un tanto bulímica. A pesar de ello, el paseo nunca deja de resultar atractivo, y es más que destacable el empeño puesto en crear una obra-producto que no se parece a casi nada de lo que el cine animado de gran presupuesto suele ofrecer en estos tiempos.
"Rápidos y furiosos X": una más de la saga fierrera. Una misión secreta que resulta ser una trampa es la excusa para más persecusiones, explosiones y demás parafernalia. Más rápido, más alto, más fuerte. Ese es el lema olímpico que viene adoptando la saga fierrera –iniciada con tibieza en 2001, ajena al concepto de superproducción– como si se tratara de un dogma. Rápidos y furiosos X no es la excepción. Y algo de religioso hay en una película en la cual se repite varias veces la frase “debes tener fe”, compitiendo en cantidad con las menciones a la importancia de la familia. Eso y autos, claro. Y motos y helicópteros y camiones, corriendo y volando por las calles y cielos de Italia, Portugal y Brasil, porque si algo se fue sumando a partir de la incorporación de Justin Lin al equipo creativo (fue director de cinco entregas, aquí es uno de los dos guionistas) son los elementos de súper acción internacional que algunos espectadores descifrarán como bondianos y otros como ethan-huntianos. Como fuere, esta décima entrega –sin contar el desvío que significó el capítulo dedicado exclusivamente a Hobbs & Shaw– regala las consabidas dosis de motores rugiendo, persecuciones imposibles, salvatajes ídem, explosiones, y diálogos que van de la ironía autoconsciente a la cursilería hecha y derecha. Todo comienza con una referencia a Rápidos y furiosos: 5in control, en la cual el mafioso narco Hernán Reyes se transformaba en una de las némesis de Dominic Torreto y compañía. Quien está ahora del otro lado del mostrador es su hijo Dante Reyes, construido con excesos de todo tipo por Jason Momoa, cruza de villano de la saga Bond con algún personaje que bien podría haber salido del universo de Zoolander. Si la venganza es un plato que se sirve frío, lo que sobra es calor en la segunda secuencia de acción de la película, donde parte del equipo secreto comandado por el personaje encarnado por Vin Diesel debe llevar a cabo, en las calles de Roma, una misión secreta que no es otra cosa que una trampa. La cosa termina con una enorme bomba rodando por las calles y plazas cercanas al Vaticano, y el bueno de Toretto utilizando su automóvil tuneado como si fuera una versión real del videojuego Rocket League. Si en los primeros episodios el líquido de los carburadores se imponía en la pantalla por su carácter analógico, la sobreabundancia digital vuelven a estar a la orden del día, como en las últimas cinco o seis entregas. Es que la impronta del cine superheroico también ha hecho de las suyas, por prepotencia de los efectos CGI, por el ritmo de la historia, por la lógica de multiverso que empuja la aparición fugaz de personajes de otros films de la saga (en algunos casos simples cameos diseñados para el respingo frívolo del fan). Por supuesto, todo es bien grasa y a mucha honra, aunque en cada secuencia extendida de acción se extraña el carácter físico y la precisa geometría de la puesta en escena que ha hecho de las diversas misiones imposibles de Ethan Hunt un verdadero placer genérico. Aquí ningún inocente muere, a pesar de las hecatombes de tiros, misiles y explosiones, y los autos parecen construidos con algún elemento alienígena resistente a las leyes de la física, cediéndole el lugar a las líneas de diálogo más básicas y banales cuando la trama necesita respirar y bajar un par de cambios. En otras palabas, una Rápidos y furiosos más. Y van…
"Cría siniestra": terror nórdico La película llegada del frío es a la vez fábula de horror, relato de crecimiento y reversión del eterno tema del doble, con guiños más que evidentes a "E.T., el extraterrestre" y a "Carrie". Todo cuento de hadas tiene algo de pesadilla, como lo confirma la lectura de los clásicos del género en sus versiones originales, sin el filtro de la censura ATP. El cine ha incursionado en muchas ocasiones en ese territorio, el de la fantasía terrorífica, y el estreno de Cría siniestra (ultra genérico título local) viene a sumarse a esa extensa lista. Con un tono que, por momentos, llega a rozar los límites de la sátira, la opera prima de la finlandesa Hanna Bergholm es fábula de horror, relato de crecimiento y reversión del eterno tema del doble, con guiños más que evidentes a E.T., el extraterrestre y Carrie. Aquí no hay ni una madre obsesionada con el dogma católico, aunque sí controladora y competitiva por demás, ni un alienígena simpático. Pero sí un huevo hallado junto a un ave malherida, que la protagonista lleva a su cuarto e intenta proteger y nutrir. Tinja es una niña en pleno ingreso a la pubertad, la hija mayor de una familia con aspecto de postal ideal, imagen que la madre construye meticulosa y diariamente en su cuenta de Instagram. La chica es también una gimnasta en potencia, terreno abonado por su progenitora con ansia y tesón, en desmedro de los deseos personales de Tinja. La procesión pasa por su interior, pero la película reconvierte ese torrente íntimo y silencioso en un ser corpóreo y tangible, un extraño y enorme pájaro con boca humana que surge del huevo una vez pasado el tiempo de gestación. Más allá de su horrible aspecto, el bicho –creado felizmente a partir de viejas técnicas físicas frente a la cámara, sin demasiado apoyo digital– es adoptado de inmediato por Tinja, a escondidas de sus padres y hermano, aunque el espectador no puede sino dudar de su existencia real. ¿Acaso los vómitos de la joven, que hacen las veces de deliciosa comida para la criatura, son consecuencia de otras angustias sin resolver? Pero cuando el ser comienza a mutar de forma, cada vez más parecida a la humana, y sus salidas al exterior tienen consecuencias bien reales, resulta claro que no se trata de una simple creación de la imaginación potenciada por los cambios hormonales. Entre piruetas y caídas, con las manos llenas de callos, Tinja acompaña a la madre a conocer a su amante, situación absolutamente blanqueada frente a un marido simbólicamente emasculado, uno de los elementos más perturbadores de la historia. Así, el tono vira del grotesco al naturalismo sin solución de continuidad, resintiendo en parte el clima de la narración, pero en líneas generales logra sostenerse hasta un desenlace no tanto previsible como esperable (e incluso lógico). Al fin y al cabo, la película no es otra cosa que un relato de crecimiento rearmado como cuento de terror corporal, en el cual las ansiedades y miedos propios de una etapa de cambio son representados alegóricamente de manera gráfica. Cría siniestra podrá no destacarse en exceso pero se corre definitivamente de las prácticas del terror cinematográfico más convencional.
"El despenador": un abrazo certero La nueva película del documentalista de "El francesito" está ligada a la conciencia del fugaz paso por la tierra y a la relación con la inmensidad de la naturaleza. Podría afirmarse que El despenador es el primer largometraje de ficción de Miguel Kohan, el documentalista argentino responsable de películas como Café de los maestros, La experiencia judía y El francesito, entre otras. Es una proposición difícil de rebatir: el protagonista, Raymundo, un antropólogo en viaje de estudios de campo, está interpretado por un actor, el jujeño Rubén Fleita, y varios de los personajes que se encuentra en el camino podrían describirse, ecuación neorrealista mediante, como versiones posibles de las personas reales que los encarnan. Pero en el entramado narrativo el registro de lo real hace acto de presencia en una serie de entrevistas que Raymundo, interesado en una figura chamánica algo olvidada por las costumbres modernas, lleva a cabo en su derrotero norteño. Así se despliega el dispositivo del film, cruzando permanentemente la frontera entre realidad y creación, aunque a diferencia de lo que ocurre en mucho cine contemporáneo no resulta demasiado difícil separar las aguas escena por escena, plano a plano. Los despenadores son “personajes andinos cuyo oficio es terminar con la vida de las personas enfermas que no se mueren utilizando la técnica de un abrazo certero, evitando así contagiar la muerte por el aliento, una creencia arraigada en la zona de La Puna en Jujuy”, según afirma la sinopsis oficial. En otras palabras, una posible definición de la eutanasia. En busca de esos rastros del pasado que aún tocan de refilón el presente parte el protagonista, a bordo de un automóvil que conoció épocas doradas pero ahora le cuesta arrancar, preocupado por la escasa señal telefónica y unos estudios clínicos de los cuales, a la distancia, no logra obtener los resultados. Los primeros encuentros con habitantes de la región (la película fue filmada en localidades como Cochinoca, Abrapampa y Salinas Grandes) lo hacen reflexionar sobre las prácticas del “despenamiento”, al tiempo que su voz en off describe estados objetivos y subjetivos, interrumpiendo a veces el fluir del discurso de los entrevistados. Hay algo tristón en el viaje de Raymundo. Algo que va más allá de los parajes visitados o el estudio antropológico en curso, y es esa melancolía, ligada quizás a la conciencia del fugaz paso por la tierra o a la relación con la inmensidad de la naturaleza, lo que le da a El despenador un aspecto que choca con los posibles prejuicios del espectador. Entre pesquisas y pensamientos, la cámara registra el tradicional Toreo de la Vincha en Casabindo, en el cual los toros nunca son lastimados, y algunas procesiones religiosas donde el sincretismo hizo indiscernibles orígenes y evoluciones, pero también se reserva un par de minutos para una escena inolvidable: el tránsito lento y señorial de un grupo de llamas a través de una ruta, completamente inatentas a la cercanía de un camión, inmersas en su propio mundo, en el cual la necesidad de paliar una comezón supera el peligro de muerte que está siempre ahí, al acecho.
"Silencio en la ribera": el fantasma de Haroldo Conti La película utiliza como uno de sus elementos fundantes un texto de Conti sobre la isla Paulino publicado en la revista "Crisis" en abril de 1976, pocas semanas antes de su secuestro y desaparición a manos de los militares. La figura de Haroldo Conti es rectora en la opera prima de Igor Galuk. Sin embargo, no se trata, ni por lejos, de un simple documental hagiográfico sobre su vida y obra. Largometraje de varias capas, proteico y diverso en los materiales y formas que lo integran, Silencio en la ribera utiliza como uno de sus elementos fundantes un texto de Conti sobre la isla Paulino publicado en la revista Crisis en abril de 1976, pocas semanas antes de su secuestro y desaparición a manos de los militares. El escritor vivió en la isla, acodada sobre Berisso y abierta al Río de la Plata, durante algunos días y el resultado de esa experiencia, una crónica a mitad de camino entre lo periodístico y lo poético, como un aguafuerte isleño, acompaña gracias a la voz en off las imágenes registradas en el presente por Galuk, más otras tomadas hace cinco décadas por otro cineasta, Roberto Cuervo, integrante de la mítica Escuela de Cine de La Plata. Ese documental inconcluso del pasado, las tomas actuales y las palabras de Conti, que hablan de un presente estancado y un pasado sino glorioso al menos orgulloso, antes de la gran inundación de 1940 y el comienzo del desbande de sus habitantes, construyen un objeto documental consecuente con sus ideas formales y éticas. No se trata de adornar la vida en los márgenes y hacer de ellas algo pintoresco; tampoco convertirlas en blanco de la piedad del espectador. Por el contrario, y más allá del juego constante con lo poético –el film está dividido en cuatro capítulos, uno para cada estación del año, más un epílogo–, Silencio en la ribera termina resultando curiosamente objetiva. Galuk utiliza el recurso de la cámara lenta en un par de instancias, quizás el único desliz hacia el terreno de la estetización un tanto superficial, pero en gran medida apunta el lente de la cámara hacia sus sujetos con rigor y cariño. La pesca de bagres con salida al río ayudada por la fuerza de un caballo, la recolección de cañas para la manufactura de artesanías (y la maldita costumbre de la quema), la técnica semi patera del vino de la zona, “reputado por los catadores de escasa calidad, aunque sin embargo, para nosotros, los de las islas, es el vino de la memoria, el vino del río”, en palabras de Conti. De pronto, la imagen de un imponente navío que recorre el estrecho canal le recuerda al espectador que Paulino no es un islote perdido en medio del océano sino un paraje cercano a las urbes, un paso portuario de barcos de gran calibre. Desde el pasado, en estricto blanco y negro, llegan las imágenes de Cuervo y las de otro documental filmado a mediados de los años 60, tan similares a las actuales que permiten la comparación directa, sin filtros. A veces Conti aparece en cuadro tomando mate, tecleando en su máquina de escribir, solo o en compañía de su compañera Marta Scavac. Fantasmas de la isla, siempre la isla, con sus casas de madera y techos de zinc, tan antiguos hoy como cuando los describió el escritor.
"Misántropo", de Damián Szifron: a la caza del asesino Estimulante ejercicio de cine de género, "Misántropo" seguramente será recordada en el futuro como aquella historia policial que Szifron hizo en Hollywood antes de embarcarse en "Los simuladores", la película. Para el argentino Damián Szifron, el director de Relatos salvajes y creador de la exitosa serie Los simuladores, no fue nada sencillo filmar su primera (¿y última?) película en Hollywood, como lo explica en detalle en la entrevista publicada hace una semana en Página/12. Es que, más allá de las demoras y problemas usuales de la industria – financistas que hay que cautivar, luces verdes que deben encenderse, preventas que deben asegurarse en varios territorios–, se sumaron las lógicas reticencias ante un tema candente y problemático en la sociedad estadounidense: los tiroteos masivos con múltiples muertos y heridos que regularmente ocupan un espacio noticioso de relevancia. “Llegó un momento en que eran muchos los asesinatos en masa, y ahí la onda para hacer esta película se iba disipando y la idea era mejor que no”, describe sin vueltas Szifron, cuyo film llega a la Argentina con el título imaginado por el realizador, Misántropo, y no el híper genérico To Catch a Killer (“Para atrapar al asesino”) con el que desembarcó en su país de origen. Como han señalado todas las reseñas, incluidas las negativas, Misántropo comienza con una gran secuencia, apoyada en la notable dirección de fotografía nocturna de Javier Juliá. En plenas celebraciones de Año Nuevo, escudado en las explosiones de los fuegos artificiales, un tirador de excelsa puntería comienza a disparar sobre los desprevenidos ciudadanos de Baltimore. En una terraza, en un ascensor, en una pileta de natación, en un piso lujoso, en las calles, el impacto de varias docenas de balas certeras acaba con las vidas de hombres y mujeres desprevenidos. Por la zona anda de guardia Eleanor Falco (Shailene Woodley), una agente de policía de rango raso que de inmediato se acerca a uno de los lugares atacados. Cuando las mediciones in situ señalan claramente el lugar del cual provienen los disparos, confirmado por una explosión pergeñada por el verdugo, Eleanor no duda en subir varios pisos por escalera y sin máscara protectora, actitud temeraria y peligrosa para su salud por la cual es regañada de inmediato, aunque alguien importante toma nota de ello, amén de otras aparentes aptitudes. Hay algo en el personaje de Woodley que la señala como descendiente indirecta de las Clarice Starling de este mundo, aunque en su caso el pasado de abusos autodestructivos le ha impedido ingresar al FBI. Como la protagonista de El silencio de los inocentes, la caza del asesino se transforma en norte y destino autoimpuesto, apadrinada por un detective de alto nivel de la agencia federal, Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn, gran valor), que ve en ella ciertas capacidades especiales para poder empatizar con el depredador. Tales son las líneas generales de Misántropo, cuyo guion fue escrito por el propio Szifron y el británico Jonathan Wakeham. Un guion que, sin dejar de ser derivativo en más de un sentido, aporta varias capas de oscuridades en el marco de un policial tradicional de asesino suelto. Si bien el procedimiento policial, la investigación en sí misma, ocupa bastante espacio, la trama se destaca por dos elementos distintivos. Por un lado, un clásico de otros tiempos: la inoperancia de los altos mandos y el choque entre la velocidad de la investigación y las necesidades políticas del momento, que llevan a cometer un par de errores garrafales ante la presión pública. Por el otro, algo un poco más perturbador. A medida que Eleanor comienza a comprender cabalmente la mente del asesino y sus posibles motivaciones, gracias a un par de testigos que detallan su pasado, la sincronía entre ambos, ese odio a la humanidad reprimido en una y desatado en el otro, acerca un tercer acto en el cual aparece la posibilidad de la comprensión, aunque la necesidad de encerrar a la bestia nunca sale de cuadro. Hay diálogos un tanto pomposos, un final irónicamente “poético” que podría haber sido y no fue, y un par de muy buenas escenas de acción cronometradas en el metraje para aumentar el nivel de adrenalina. Ejercicio genérico estimulante con un par de marcas de estilo, seguramente en el futuro Misántropo sea recordada como aquella historia policial que Szifron filmó en Hollywood antes de embarcarse en Los simuladores, la película.
"Kompromat – El expediente ruso": intriga internacional El título deriva de un término inventado por los servicios de inteligencia rusos y describe el material comprometedor utilizado para ensuciar la carrera y/o la vida privada de una persona. Basada “muy libremente”, como afirma una placa al comienzo de la proyección, en hechos reales, Kompromat – El expediente ruso se ofrece como un batido de drama político, película de escape y thriller de intrigas internacionales. Como ya lo había demostrado en algunos de sus largometrajes previos –Largo Winch (2008), su secuela de 2011 y el policial Zulú (2013)– el francés Jérôme Salle no es un realizador afecto a las sutilezas, y su apuesta a los placeres del cine popular más estandarizado vuelve a confirmarse con Kompromat. El título deriva de un término inventado por los servicios de inteligencia rusos y describe el material comprometedor utilizado para ensuciar la carrera y/o la vida privada de una persona. Poco importa si el carpetazo en cuestión surge de información fidedigna o directamente es inventado para la ocasión. Esto último es lo que le ocurre al protagonista, el nuevo agregado cultural de la Alianza Francesa en una ciudad siberiana que, luego de la presentación de una obra de danza demasiado queer para los estándares del país, recibe la visita de media docena de oficiales que lo arrastran a una dependencia con el fin de ser interrogado. ¿Fue ese el detonante de la detención, esa pieza artística considerada propaganda homosexual por los comisarios culturales? ¿O acaso el hecho de haber coqueteado inocentemente con la nuera de un agente del FSB (es decir, la ex KGB) lo puso en la mira de sus enemigos? Como fuere, lo cierto es que el pobre Mathieu Roussel (Gilles Lellouche), casado y padre de una pequeña hija, es enviado a prisión de forma preventiva luego de ser acusado de abuso sexual intrafamiliar y actividades pedófilas online. Desde luego, las caras de pocos amigos de sus compañeros de celda se ponen aún más serias cuando se enteran de la acusación, transformando así la nueva vida del protagonista en una verdadera pesadilla. Resulta claro para el espectador que Mathieu es completamente inocente, aunque los colegas en la embajada comienzan a preguntarse si no estarán ante la presencia de un espía encubierto. Desde el momento en que la chica del baile –interpretada por la polaca Joanna Kulig, recordada por su gran papel protagónico en Cold War, de Pawel Pawlikowski– comienza a ayudarlo a escapar del país las cosas se ponen un tanto derivativas y, por sobre todas las cosas, un tanto difíciles de creer. Kompromat está siempre al borde de perder el hilo de la suspensión de la credibilidad, ya sea por la torpeza de los captores o la obcecada tendencia del inopinado héroe a enviar mensajes de texto con el celular a pesar del riesgo que ello implica. Salle mantiene de manera profesional el ritmo de la narración durante poco más de dos horas, pero luego de una primera mitad en la cual el interés por la situación atrae e incluso atrapa la trama se desliza por todos y cada uno de los lugares comunes cristalizados por cientos de films. Romance incluido, persecución en un bosque nevado incluida, pelea climática incluida. Producida en pandemia, la película fue rodada en locaciones de Lituania: incluso antes del ingreso militar ruso en Ucrania hubiera sido imposible registrar semejante retrato de corrupción personal y sistémica en el país de Putin.
"La heredera de la mafia": lejos de la comedia sofisticada Comedia de puntas bien gruesas, "Mafia Mamma" se ofrece como un disparatado relato de empoderamiento femenino sin dejar de ser una parodia de los films de mafiosos. El camino que va desde el hit indie A los trece (2003) y llega hasta La heredera de la mafia señala la trayectoria de la realizadora Catherine Hardwicke, cuyo vuelco definitivo hacia el mainstream hollywoodense tiene un nombre de fuste: Crepúsculo. Nada nuevo bajo el sol californiano, aunque la directora texana ha sabido alternar proyectos más personales con otros de ambiciones rabiosamente masivas. Su última película es un caso extraño. Comedia de puntas bien gruesas, se ofrece como un disparatado relato de empoderamiento femenino sin dejar de ser una parodia de los films de mafiosos, cuyo objeto de adoración no es otro que la saga El padrino, citada al menos media docena de veces. Hay dos o tres gags que funcionan y la idea de ver a Toni Collette en un rol sumamente atípico no deja de ser un elemento atractivo: una ama de casa inmersa de pronto en un universo que no comprende, una mujer un tanto superficial y torpe pero con mucho potencial que le debe una partecita de su ADN a las heroínas de Katharine Herpburn. El resultado final, sin embargo, aparece desencajado, como una silla comprada en una de esas grandes tiendas al por mayor y armada sin seguir bien las instrucciones. La actriz australiana es la protagonista, pero quien aparece primero en pantalla es la italiana Monica Bellucci. Ella es Bianca, mano derecha del jefe de una famiglia, los Balbano, que al comienzo de la película es masacrado junto a varios de sus “soldados”. Resulta que Kristin (Collette) es nieta del hombre en cuestión, aunque su vida en los Estados Unidos desde la más tierna infancia, lejos de los viñedos italianos que hacen las veces de fachada legal del turbio manejo de drogas, armas y prostitución, nunca le hizo sospechar que eventualmente el imperio mafioso caería en su regazo. Basta que el hijo se mude a la universidad y que ella encuentre a su marido en pleno ejercicio sexual con otra mujer para que Kristin acepte viajar a Italia y asistir a los rituales funerarios del patriarca. Además de quedar encerrada entre el fuego cruzado de su propia familia y los Romano, enemigos jurados de los Balnado desde vaya uno a saber cuánto tiempo. Pero a la protagonista sólo le importa comer, rezar y coger, parodiando el título del célebre libro de Elizabeth Gilbert, sobre todo después de conocer en el aeropuerto a un galán llamado Lorenzo, experto en la fabricación de pasta casera, para sumar un nuevo cliché a la ingente lista. Queda claro desde el primer minuto que La heredera de la mafia no intenta ser una comedia sofisticada de viajes iniciáticos y redescubrimientos interiores, pero tampoco está tan jugada a los excesos del desatino bien entendido, como algunos de los mejores exponentes de la otrora llamada Nueva Comedia Americana. En definitiva, un par de momentos inspirados, algún gag que parece (mal) beber de las enseñanzas de Lubitsch (el escupitajo repetido demasiadas veces como ritual) y un particular e inesperado deslizamiento al grand guignol que acerca al film al gore extremo de un Herschell Gordon Lewis e incluso un Lucio Fulci, violencia ocular y testicular incluidas.
"Mis hermanos y yo": retrato sensible de una infancia difícil Cuando Mis hermanos y yo se presentó oficialmente en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes en 2021 ni el director ni la actriz principal estuvieron presentes en la función de estreno. La noticia de la separación de Yohan Manca y su expareja, Judith Chemla, disparada por un hecho de violencia doméstica, ocupó un espacio relativamente importante en la prensa francesa recién un año más tarde, eclipsando parcialmente el recuerdo de la ópera prima de Manca, el retrato sensible de una infancia difícil. Nour (el pequeño pero poderoso Maël Rouin Berrandou) observa a sus tres hermanos mayores mientras juegan al fútbol en la playa, entablando al mismo tiempo una conversación con una turista adolescente. Es el comienzo de la temporada de verano y pronto la ciudad estará llena de visitantes. Pero la vida no es sencilla para el clan de cuatro. Cinco si se cuenta a la madre de los muchachos, postrada en estado semi vegetativo en un cuarto del atestado departamento, conectada a un aparato que monitorea sus funciones vitales. El padre ya no está y el mayor ha adoptado en más de un sentido ese rol. Mientras el segundo alterna tardes en un hotel liándose con clientes de uno y otro sexo y el tercero entra y sale de prisión por la venta al menudeo de drogas, Nour intenta despertar a su madre haciéndole escuchar fragmentos de óperas, especialmente La traviata, su favorito. Es durante una jornada de trabajo social, pintando la pared de su propio colegio, que el muchacho de doce años escucha la voz de Pavarotti en una de las aulas. La maestra de canto (Chemla) lo descubre y no pasa demasiado tiempo hasta que se integra en un grupo exclusivo de chicas. En los primeros quince minutos de Mis hermanos y yo se disponen todos los elementos que formarán parte del drama, salpicado por diminutas gotas de humor: las dificultades económicas y laborales, la difícil convivencia entre los cuatro varones, la falta de perspectivas a futuro, la posibilidad de que la voz de Nour se transforme eventualmente en algo más que un hobby. Cuando el pequeño no hace de campana durante las transacciones ilegales (o en el hospital cuando “recuperan” a su madre, internada por orden de un familiar lejano), es testigo y a veces receptor de violencias intrafamiliares. La dinámica en casa es compleja y muchas veces se encuentra defendiendo a quien acaba de hacerle un mal. Aunque el tono elegido es cercano a ese naturalismo social que el cine europeo ha perfeccionado como si se tratara de un género en sí mismo, Yohan Manca mueve de manera elegante la cámara para seguir las desventuras del protagonista, con travellings extensos en sus paseos a pie o en moto por el barrio, un típico suburbio proletario francés. En ese sentido, es curioso que la película quiebre el punto de vista en más de una ocasión, en particular cuando la profesora comienza a interesarse por Nour. El origen árabe de los hermanos es apenas un elemento más del relato y nunca se impone como temática en un sentido estricto, decisión inteligente que evita el posible trazo grueso. Si el guion coquetea todo el tiempo con la posibilidad de la fábula (el síndrome Billy Elliot), su traducción a la pantalla evita en gran medida la sensiblería a favor de una ligera esperanza.