El desprecio
Una película como 12 años de esclavitud, que agrede sin miramientos la sensibilidad del público, que no conoce límites a la hora de desgarrar el cuerpo y la mente de sus criaturas, no merece demasiado respeto, ciertamente ni una décima parte de los elogios prodigados por la crítica de todo el mundo. La tercera película del mediocre Steve McQueen (parece empeorar un poco con cada nuevo trabajo) no aspira, como el cine de otra época, a emitir nada parecido a un mensaje; lo suyo pasa por otro lado, es el “testimonio” lo que le interesa, el narrar hechos verídicos que ya son, en un principio, brutales. Pero el espectador que caiga en la trampa tan vieja como inverosímil de creer que películas como 12 años de esclavitud existen porque “la vida es brutal”, estará olvidando que el cine, como cualquier otro arte, es un lenguaje elaborado a base de códigos y artificios, perfeccionado a lo largo de más de un siglo, en el que no caben los hechos tal cual ocurrieron. No leí las memorias de Salomon Northup sobre las que se basa la película, pero estoy seguro de que no hay allí nada parecido a un plano en el que se observa, sin cortes y bien de cerca, cómo se destroza a latigazos la espalda de un negro libre ahora secuestrado por una banda de traficantes de esclavos. O que en el libro no puede leerse algo como la imagen inesperada que irrumpe bruscamente, por obra de un montaje que busca el impacto a cualquier precio, del rostro de Salomon hinchado por la soga con la que lo levantan para ahorcarlo, impunemente y a plena luz del día, tres hombres dirigidos por un capataz vengativo. Pero la perversión de McQueen va más allá de la acostumbrada por las películas de esta calaña. Lo suyo no se reduce solo a la mostración y el regodeo sobre los padecimientos de los personajes (que son muchos y terribles) sino que también incorpora una dimensión ética que quiere pasar por un comentario lúcido, aunque oscuro, sobre la condición humana: no hay prácticamente ningún tipo de comunidad en 12 años de esclavitud, solo un montón de almas atormentadas que hacen lo posible para salvarse a ellos mismos, incluso si eso implica avalar o incluso participar de las peores y más sangrientas injusticias. El dilema planteado por McQueen es más o menos este: Salomon, que ingresa al mundo de la esclavitud desconociendo sus reglas, habrá de aprender a callarse ante las atrocidades cometidas a sus semejantes, pero ese silencio lo convierte a él también en responsable, entonces la película se encargará de subrayar su condición de cómplice en más de una ocasión, llegando al punto de sugerir que sus propios tormentos son en el fondo merecidos, como cuando permanece colgado por el cuello durante horas con los pies apenas apoyados en el barro, sin que nadie se acerque a ayudarlo. En esa escena, el encuadre, uno que solo realizaría un cineasta sádico y sin escrúpulos, cumple la función de observar las pequeñas torsiones que realiza su cuerpo para no perder el equilibrio, pero también de mostrar a los trabajadores de la plantación continuando con su vida cotidiana como si nada: allí, la película pareciera gritar que Salomon es víctima en realidad de sus propia moral egoísta y cobarde, para que el espectador que todavía no esté indignado con lo que se muestra crea que se encuentra frente a un retrato cruel, pero realista, del hombre.
Todo resulta todavía más intolerable si se tiene en cuenta el hecho de que McQueen es claramente un director estéticamente sofisticado: sus tres películas, muy distintas entre sí, dejan entrever una solidez notable para la puesta en escena, en especial para la planificación del cuadro y para la utilización de la luz. Se percibe enseguida en 12 años de esclavitud, cuando la cámara hace sus largos planos secuencia, elaborados casi al borde del virtuosismo, que tanto reconocimiento le valieron de parte de la crítica (aunque lo que muestren esos planos al borde de la perfección sea la humillación y vejación de una mujer indefensa). También parece ser un buen director de actores: Michael Fassbender, por ejemplo, consigue integrarse perfectamente en cada uno de los mundos en los que lo colocó McQueen, por lo que no es aventurado decir que los actores del director de Hunger trabajan esforzadamente para cumplir con lo que se les pide. Aunque, ya se sabe, nada de esto, ya sea la calidad visual o de las interpretaciones, alcanza para salvar 12 años de esclavitud: una película, una obra de arte cualquiera, es algo muy distinto que la suma de sus partes, y una buena actuación aquí o un buen plano allá no la salvan de caer en el más absoluto de los desprecios.
Para las películas como 12 años de esclavitud el realismo es solo una etiqueta bajo la que se trafica la explotación del sufrimiento ajeno como un mero espectáculo. Géneros como el terror o muchas de sus vertientes como el gore, por ejemplo, montan ese mismo show de manera transparente y honesta, sin el subterfugio de la ”historia real” ni aspiraciones de ningún tipo; el espectáculo no tiene otro fin que él mismo y no sirve a ningún interés extra cinematográfico, como el de tratar de explicar de qué manera funcionan los resortes insondables del alma humana (es posible imaginarse a McQueen apuntándonos con el dedo y preguntándonos, en cada escena truculenta: “Usted, ¿no haría lo mismo si fuera Solomon?”). Es un verdadero misterio que este adefesio haya recibido las loas inmerecidas que tantos textos le regalan. En última instancia, todo esto quizás signifique que mucha gente todavía gusta y disfruta plenamente de la exhibición de actos de tortura físicos y psicológicos, solo que en vez ir a buscar esos placeres en los baldíos de la clase B y los subgéneros menos prestigiosos, intentan procurárselos con películas oscarizables de grandes temas que les permitan creer que participan de algo más grande y noble, de alguna especie de cruzada progresista. O, en este caso, que de paso crean certificar que el mundo es un lugar horrible, como tratan de remarcarlo las películas cínicas que juegan el calculado juego del desencanto impostado.