Yo, un negro
El cuerpo como medio de resistencia, como materia que soporta los embates de nuestros conflictos: de eso parecen ocuparse las películas de Steve Mc Queen (1969, Londres, Inglaterra). Sin embargo, no son exactamente lo mismo Hunger (2008), Shame (2012) y su flamante 12 años de esclavitud (2013). Su ópera prima reconstruía la huelga de hambre de un líder irlandés en una prisión británica con una planificación meticulosa y una precisa estructura narrativa, incluyendo el registro con un plano fijo de un extenso y revelador diálogo que funcionaba como bisagra entre dos partes bien diferenciadas. Otro tipo de cálculo se apreciaba en su segunda película (cuyo protagonista vivía con culpa su tendencia a satisfacer compulsivamente sus deseos sexuales), en la que la provocación parecía un fin y no un medio, y la estética publicitaria un obstáculo para transmitir sentimientos turbios.
12 años de esclavitud es, finalmente, un poco híbrida, con algo de esa frialdad de la que al director le cuesta desprenderse (tal vez por provenir del campo de las instalaciones audiovisuales y la experimentación plástica) interceptada por arrebatos violentos que llevan al espectador a experimentar incomodidad y angustia. Basada en las memorias de un tal Solomon Northup, hombre negro cuya vida apacible en Nueva York, a mediados del siglo XIX, dio un vuelco al viajar engañado a Washington y ser vendido como esclavo a unos traficantes sureños, es una de esas películas que vuelve a poner sobre la mesa la discusión: ¿cómo exponer en el cine la injusticia, el sufrimiento, el dolor?
Decía Jacques Rivette, en su famoso artículo en Cahiers du Cinema sobre la abyección: “Digamos que podría ser que todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, o el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo, el autor”. Precisamente, algunas decisiones tomadas por Steve Mc Queen (junto al guionista John Ridley y el fotógrafo Sean Bobbit), resultan discutibles. Los planos de amaneceres, de una luna blanquísima o de ramas de árboles suavemente mecidas por la brisa, apuntan a una visión bucólica que nada tiene que ver con el padecimiento de los personajes. Y si bien, a diferencia de otras películas de época, no hay exuberancia de vestidos y decorados, el acento está puesto más en el detalle formal que en la emoción, por lo cual al encuadrarse un rostro o un gesto parece estar apreciándose parte de una estatua o de una figura retratada en un cuadro. Sólo a veces el director logra transmitir vívidamente sensaciones superando la mera contemplación, como cuando, elipsis mediante, muestra a Solomon (Chiwetel Ejiofor) recostado sobre una almohada dentro de la mansión inmediatamente después de una escena en la que es castigado.
Todo esto no significa que 12 años de esclavitud no sacuda en varios momentos. El problema es que, si lo consigue, no es porque el espectador se identifique anímicamente con los personajes –poco se intuye de sus vidas– sino por la crueldad de las escenas en las que son maltratados los esclavos. Ahora bien, respecto a estas últimas: ¿era necesario regodearse en ese sadismo? ¿Hace falta recordarle al público la desesperación que significa un simulacro de ahorcamiento o el dolor de latigazos sobre la espalda? ¿Acaso esos impactos dramáticos no llevan a relegar los resortes políticos y sociales que permitieron durante tanto tiempo que el racismo y la esclavitud se naturalizaran en Estados Unidos (y no sólo allí)? ¿Representar padecimientos es sólo cuestión de realismo? Por otra parte, que el film se centre en unos pocos personajes desperdigados no ayuda a percibir toda una masa de víctimas y victimarios detrás.
De todos modos, hay que reconocerle a 12 años de esclavitud algunos aciertos. Nunca abandona el punto de vista de los sometidos: de hecho, debe ser una de las pocas películas de ficción sobre el tema cuyo protagonista es un negro que sufre la esclavitud y no un blanco que los defiende. Hay momentos en que ambos mundos (blancos dominadores – negros dominados) colisionan, con algunos enfrentamientos físicos –en los que intervienen los personajes de Paul Dano y Michael Fassbender– que funcionan como liberación para el espectador. Mostrar a la mujer del malvado amo (Sarah Paulson) casi tan cruel como él, ensañándose especialmente con la joven negra a la que su marido continuamente humilla (Lupita Nyong’o, quien, más que actuar, se entrega físicamente a un personaje mortificado hasta lo intolerable), es una buena manera de no redimirla, evitando el lugar común de mostrar compasión en los personajes femeninos. Incluso el hecho de que Brad Pitt asome distraídamente, sin crear previamente expectativas sobre su aparición en cuadro ni permitiéndole tics o gestos temperamentales, se opone saludablemente a la devoción por el divismo de Hollywood.
El planteo de la pasividad, del cuerpo entregado, como peculiar forma de intransigencia (o de supervivencia) recuerda a Hunter. Más interesante es la circunstancia de que quien es esclavizado acá escapa al estereotipo, enfrentándose a una situación de atropello imprevista y al deseo y la posibilidad de escapar (un poco como ocurría en la argentina Crónica de una fuga, de Adrián Caetano), porque, de esa manera, se sale un poco del molde. Otra de las puntas que este film desparejo ofrece para la discusión.