En Los convencidos, el joven y muy activo Martín Farina registra conversaciones a lo largo de una hora, en blanco y negro (salvo un fugaz momento en color en el que se alude a una película de Alfonso Cuarón), dividiendo el conjunto en cinco capítulos. En seguida surge una inquietud: ¿qué hacer cuando se está ante personas que no conocemos hablando o discutiendo? Una opción podría ser detenerse en sus miradas, gestos, risas y movimiento de sus manos; otra, prestar atención a lo que dicen y la convicción con la que lo dicen: teniendo en cuenta estas posibilidades, los dos últimos episodios resultan más simpáticos. En esas charlas asoman temas indudablemente importantes (capitalismo, monopolio, abusos sexuales), pero también diferentes grados de paciencia y apertura al diálogo, e incluso cierto larvado machismo. Un ejercicio de observación de usos y costumbres, un sencillo experimento, lejos del imaginativo despliegue audiovisual del anterior film de Farina, El fulgor (2022).
Acción, preocupación, aceptación. Dejando de lado casos como el de Hugo Fregonese (otros tiempos, otro Hollywood), las experiencias de directores argentinos en Estados Unidos, en las últimas décadas, han dado como resultado productos mayormente híbridos, impersonales, cuando no truncos o frustrados: Adolfo Aristarain, Alejandro Agresti y Luis Puenzo han pasado por esas lides. Sin embargo, suele pensarse que los directores que logran insertarse en ese mercado Llegaron, lograron lo máximo a lo que pueden anhelar como cineastas. Ciertamente, tal vez sea ventajoso para ellos (por la posibilidad de trabajar con mejores presupuestos y por lo que implica en cuanto a crecimiento profesional), pero a los espectadores no debiera importarnos otra cosa que las películas que hacen en esas condiciones. Misántropo –calificativo que bien podría adjudicársele a Szifron, si hubiera que juzgarlo por las características de sus guiones para el cine– es un policial eficaz, y no habría mucho más para decir: genera suspenso, arroja de manera sagaz momentos de sobresalto y violencia, desliza saludables toques de humor. Es cierto que, como decía aquí al escribir sobre la exitosísima Relatos salvajes (2014), la atención que pone en las astucias del guion y el efecto sorpresa, además de su estética lustrosa, parecen responder más a los códigos de una serie televisiva que del cine, sin negarle al todavía joven director indudable pericia. En Misántropo, desarrollando la búsqueda de un brutal francotirador en Baltimore, asoman suspicacias sobre intereses en juego de los organismos responsables de garantizar la paz social, así como sobre los motivos del desapego a la vida –propia y ajena– del hombre buscado. Esto último es interesante porque se sugiere, además, que Eleanor, la joven policía que termina involucrándose cada vez más en el caso (encarnada con corrección por la no muy carismática Shailene Woodley), tiene frustraciones en común con el asesino. Lamentablemente, en su último tramo se suceden varias situaciones caprichosas o inverosímiles (la inesperada decisión que adopta la madre del asesino, por ejemplo) y Eleanor, que parecía que iba a patear el tablero y rebelarse, de una u otra forma, termina aceptando a regañadientes determinadas condiciones para ascender en su trabajo y negociando con el FBI. Tal vez haya en ese personaje algo del propio Szifrón, profesional competente y muy listo que debe pactar (o resignar) ciertas cosas para progresar. Por Fernando G. Varea
En Camuflaje (Premio Especial del Jurado en la Competencia Argentina) Jonathan Perel vuelve a inquietarse con lo que sugieren espacios vinculados a la última dictadura, aunque ahora no con la parquedad y el perturbador despliegue de datos irrefutables de Responsabilidad empresarial (2020) sino a través de Félix Bruzzone, joven escritor y corredor que, mientras recorre las instalaciones de Campo de Mayo, intenta encontrar allí vestigios de su funesto pasado como campo de detención ilegal (donde estuvo su madre desaparecida), haciéndose preguntas e intercambiando dudas e impresiones con distintas personas, vinculadas de una u otra manera al lugar. Utilizando términos que bien se adaptan a la afición del protagonista por correr, puede decirse que el film de Perel es un saludable ejercicio. No tan pulido quizás, pero que contagia al espectador los interrogantes que asaltan a Bruzzone y lo llevan a compartir sus sensaciones.
Premiado como Mejor Largometraje de la Competencia Argentina, Sobre las nubes (María Aparicio) es una propuesta sensible, más tibia que cálida. El joven cocinero de un bar, un ingeniero desempleado, una instrumentadora quirúrgica de modos elegantes (notable siempre Eva Bianco) y una chica que empieza a trabajar en una librería integran este cuadro humano de la ciudad de Córdoba, con una recolectora de basura como nexo entre sus historias. Los problemas que genera el trabajo (Tiempos malos ¿eh? dice alguien en un momento de esta película cuya acción transcurre en 2019), la soledad y los dificultosos vínculos, se expresan con una mezcla de refinamiento y melancolía, planos fijos que registran gestos y lugares de la ciudad, la atención puesta en hábitos cotidianos y el entusiasmo que pueden deparar el teatro, los libros, trucos de magia o un deporte. No hay estridencias (ni siquiera en los bares) y todos se ven demasiado pacíficos y amables, con un ejemplo máximo en el cándido muchacho encarnado por Leandro García Ponzo (hasta una agente de policía da una indicación en la calle casi con temor): esto hace que las gráciles imágenes en blanco y negro se diluyan en cierta blandura. Recuerda, en cierta manera, a algunos trabajos de otros directores cordobeses como Mariano Luque (Salsipuedes) o Santiago Loza (Malambo, el hombre bueno).
Hace poco, parafraseando la recordada frase de un dirigente político argentino, alguien bromeaba en twitter: “Dejemos de meter planos de personajes en salas de cine moqueando emocionados mirando la pantalla por dos años”. Efectivamente, alrededor de las nominaciones al Oscar fueron apareciendo varias películas con la fascinación por el cine como eje del argumento. La ocasión permite preguntarse: ¿asciende la calidad de un film porque su historia de ficción considere los imprevistos de un rodaje o la vida de un director cinematográfico o un personaje cinéfilo? “Una película no es su guion” dijo alguna vez François Truffaut, advirtiendo que su valor no pasa por lo que cuenta sino por cómo lo hace o, en todo caso, por cómo logra que su forma exprese o complete su tema: él mismo hizo en 1973 La noche americana, una ficción sobre el mundo del cine en la que volcaba su pasión cinéfila a través de un guion hábil y un lúcido trabajo de dirección. Si los personajes y algunas situaciones de La noche americana hubieran tenido que ver con la gestación de un proyecto que no fuera una película –un edificio, por ejemplo–, el humanismo y virtuosismo de Truffaut para entrelazar historias e incidentes tragicómicos hubieran asomado de igual forma, más allá de que el cine como asunto era un afectuoso plus. El imperio de la luz transcurre en la Inglaterra de los años ’80 y se centra en una mujer que trabaja en una enorme sala cinematográfica, espacio esplendoroso de pasado próspero en cuyo seno se agitan los problemas que aquejan a sus empleados. Una elegancia si se quiere anticuada despliega el film, gracias al notable trabajo del director de fotografía Roger Deakins, delicados paneos, planos que saben tomarse su tiempo y una música que busca emocionar sin disimulo pero con clase. A pesar de sus defectos (acumulación de conflictos, una relación sentimental que avanza casi por exigencias del guion, hechos que se encadenan de manera no siempre verosímil), El imperio de la luz tiene a su favor la expresividad de Olivia Colman, la eficacia del resto de los intérpretes y la capacidad de Sam Mendes para seducir con imágenes de belleza medio artificiosa, mientras va rozando circunstancias dolorosas. El cine no es aquí lo primordial, aunque lo parezca: al estrenarse en nuestro país, un crítico dijo haberse sentido engañado al verla porque, según escribió, se la habían vendido como “un tributo al séptimo arte (la Cinema Paradiso de Sam Mendes) y terminó siendo un apenas correcto melodrama”. Ya desde su título la película alienta expectativas que se cumplen a medias; de todas formas, siendo “apenas” un discreto melodrama ¿ya no estaría celebrando y reivindicando al cine? El inesperado e incomprendido idilio entre una mujer mayor y un joven negro que expone el film parece un eco de Imitación a la vida (1959, Douglas Sirk) o La angustia corroe el alma (1974, Rainer Fassbinder): ¿acaso podría afirmarse que estas últimas valdrían más si el cine fuera parte de sus historias? Al mismo tiempo, El imperio de la luz tiene elementos que no se encuentran en Los Fabelmans (Steven Spielberg) y Babylon (Damien Chazelle), películas recientes que también abordan –más directamente– el cine como tema. Como ya había escrito aquí, el film de Spielberg es tan grato, benigno y dulzón como simple, a veces redundante. Secuencias como en la que el joven protagonista descubre un secreto de su madre o la de la proyección que le permite comprobar cómo puede ganar respeto y autoestima gracias al cine, son aciertos que el film de Mendes no tiene, pero éste desliza apuntes que lo acercan a una visión del mundo más adulta, menos aniñada: la violencia de los skinheads, las políticas de Thatcher de fondo, la angustiada resignación del joven negro y su madre ante la discriminación (casi como un destino del que no podrán escapar viviendo allí), el acoso sexual y el abuso patronal en el ámbito laboral. En tanto, si alrededor de la celebración del cine que propone Los Fabelmans hay picnics, navidades familiares y bailes estudiantiles, Babylon se empeña en convertir el vértigo que era Hollywood un siglo atrás en un espectáculo poco familiar, aunque lo hace con inmadurez, forzando aglomeraciones orgiásticas, atracones de cocaína y alcohol, puteadas a los gritos y extravagancias de impostado salvajismo (valgan como ejemplo lo que ocurre en distintas secuencias con un elefante, una serpiente y una rata), como si detrás de su guion y su parafernalia hubiera chicos creyéndose mayores cometiendo determinadas transgresiones. En esta suerte de tren fantasma en el que parecen cruzarse Emir Kusturica con El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), prácticamente todos los acontecimientos forman parte de rodajes, ensayos y conversaciones o reyertas entre diversos miembros de la industria cinematográfica. Entre sus numerosos personajes, unos pocos muestran algo de humanidad y contención: el negro fiel a su música, una realizadora atenta a su trabajo sin dejarse invadir por la histeria que la circunda, el bienintencionado joven mexicano interpretado por Diego Calva. Otros, en cambio, parecen piezas de un engranaje dislocado, desde Margot Robbie poniendo su belleza y su energía al servicio de una jovencita alocada con un look fuera de época, hasta Brad Pitt haciendo casi de sí mismo y la china Li Jun Li imponiendo excentricidad hasta la caricatura. Hay un momento en Babylon que logra expresar una de las riquezas del cine, cuando una periodista (Jean Smart) le hace notar a un galán preocupado por los altibajos de su trabajo (Pitt) el privilegio que tienen actores y actrices de perdurar en el tiempo, reviviendo cada vez que vuelve a exhibirse una película suya. Esa secuencia es un acierto, que lamentablemente culmina con una muerte que va anticipándose de modo poco sutil. Y si de homenajes al cine se trata, a Chazelle no se le ocurrió algo mejor para el final que –usando como excusa una especie de revelación o presagio del joven mexicano– mezclar fragmentos y efectos especiales de películas de distintas épocas con algún chisporroteo experimental, suponiendo con eso un resumen de la historia o la esencia del cine. Esto último podría relacionarse con Todo en todas partes al mismo tiempo (Daniel Kwan/Daniel Scheinert), especie de aparatoso calidoscopio en el que una inmigrante china (Michelle Yeoh) encuentra salidas reales e irreales a sus problemas navegando por el multiverso. Aquí también hay citas cinéfilas (El tigre y el dragón, Matrix, Kill Bill, la infaltable 2001, odisea del espacio, curiosamente Con ánimo de amar), formando parte de un combo que, además, incluye referencias a minorías rechazadas, la idea de las vidas alternativas que acompañan a las personas y Jamie Lee Curtis caracterizada como para un capítulo de Los Simpson. Los «homenajes” al cine son meras imitaciones, más o menos simpáticas, mientras que con los virajes a la animación o al stop motion los directores parecen confundir libertad creativa con mezcolanza. Y así como el film de los Daniels busca despegarse del universo infanto-juvenil de impronta Marvel incorporando livianamente elementos del “mundo adulto” (consoladores, por ejemplo), lo mismo ocurre con su pueril manera de demostrar respeto o cariño por el cine. Si se piensa en los premios que viene ganando, Todo en todas partes al mismo tiempo –título que funciona, en buena medida, como explicación– viene a confirmar el superficial concepto que muchos cinéfilos, críticos y miembros de la Academia de Hollywood tienen de lo que puede considerarse original y moderno. Películas que puedan verse como homenajes al cine hay muchas y valiosas, por distintos motivos, desde el clásico Cantando bajo la lluvia (1952, Gene Kelly/Stanley Donen) hasta Ed Wood (1994, Tim Burton) o Good bye, Dragon Inn (2003, Tsai Ming-Liang). En la actualidad, ¿el cine necesita que se explore su exuberante caudal de logros estéticos y se lo revalorice como fenómeno? ¿Hace falta recordar la magia de compartir una película rodeado de gente en una sala a oscuras? Probablemente sí, después de la traumática experiencia que deparó el Covid-19, con salas cerradas demasiado tiempo y la gente con miedo a salir y reunirse en lugares cerrados. Pero (al margen de que esta pasión cinéfila nunca aparece en las carteleras en forma de documentales, con alguna excepción aislada como Ennio, el maestro), una cosa debería darse por segura: nada nos recuerda mejor el poder del cine que una buena película.
Dividida en tres partes, esta sátira comienza con un casting para elegir modelos masculinos, continúa en un restaurante, luego en un yate de lujo y finalmente en una isla, donde (tras un naufragio) algunos de los húespedes del barco sobreviven como pueden. La intención es dejar en evidencia la frivolidad de ciertas personas y las dificultades para superar desigualdades sociales, pero lo hace desperdigando ironías sin brillo. Términos como igualdad, racismo, marxismo, feminismo o matriarcado se arrojan como provocaciones, así como se habla de instagram, influencers y otras expresiones de estos tiempos, sin alcanzar la profundidad que determinados debates o reflexiones suponen. Puede empezar recordando a Prêt-à-porter (1994, Robert Altman), continuar trayendo a la memoria una famosa canción de Cabaret (1972, Bob Fosse) cuando los empleados del yate se repiten a sí mismos Money, money, o a los Monty Phyton ante el aluvión de vómitos y mierda provocados por el meneo del yate (Estamos todos locos/The meaning of life, 1983), así como, al pronunciarse la palabra surrealismo, asoma el fantasma de Luis Buñuel. Pero si El triángulo de la tristeza toma –deliberadamente o no– elementos de mordaces películas previas, lo hace con pereza. Hay un altercado por dinero cuyos ribetes histéricos pueden resultar graciosos, del mismo modo que las caídas y tropiezos ante los movimientos del barco pueden provocar risas, aunque ya Chaplin apelaba a ese tipo de gags, hace más de cien años y sin crueldad. Las ¿discusiones? entre un millonario ruso y el capitán del barco (Woody Harrelson), aunque no escalan –como uno supone– a la violencia, tampoco encuentran una justificación narrativa. ¿Hace falta agregar que en determinado momento se mata a un animal y que no falta la aparición ridícula de un negro, supuesto nativo de la isla en cuestión, cerca del final? No se trata de negar la verdad de algunas cosas que se dicen –como que Estados Unidos suele instalar “dictadores títeres en Venezuela, Chile o Argentina», o que “la guerra es algo lucrativo”– sino de lamentar que esos dardos no se integren a un todo más coherente y adulto. Teniendo en cuenta que con Force Majeure (que, pese a todo, dejaba la impresión de un director a seguir) el sueco Östlund había ganado un premio en una de las secciones del Festival de Cannes, y que posteriormente con The square, tanto como con ésta, obtuvo la Palma de Oro (en 2017 y 2022 respectivamente), bien podría usarse el título El triángulo de la tristeza para una ironía fácil, de esas que tanto parecen gustarle.
Pueblo chico, historias grandes. El propósito es claramente lúdico: reposada y cuidadosamente, van desplegándose situaciones que implican búsqueda de rastros, encuentro de papeles semiescondidos o de un audio revelador, descubrimiento de sitios misteriosos, desmenuzamiento de posibles pistas, interés por secretos y vestigios de la Historia. De hecho, puede decirse que está planteada como un cuento, o varios cuentos en realidad, que se entrecruzan sin dispersarse, gracias a un hábil guion. En varios tramos, una voz (generalmente la de Laura, la inquieta protagonista) lee o relata, convirtiendo distintos acontecimientos en historias dignas de asombro. Dos peculiaridades caracterizan esta inmersión en intrigas menores o no tanto: la delicadeza que esparce a lo largo de sus cuatro horas y veinte minutos (entre cartas y flores, bares pueblerinos y bibliotecas, circulan voces nunca estridentes, y hasta la ocasional lectura de ciertas palabras escritas en unos textos eróticos se hace bajando la voz, gesto desacostumbrado en el cine argentino de estos tiempos) y su impronta feminista, que se manifiesta con más o menos sutileza según los incidentes que van aconteciendo, abarcando desde la participación de Laura (Paredes) en un programa radial para hablar de “Mujeres que hicieron historia”, o la revelación de una lejana historia de amor de una maestra con un extranjero, hasta la atracción que ejerce sobre ella una pareja algo enigmática (encarnada por Elisa Carricajo y Verónica Llinás): “Las amaba cada día más, quería ser ellas”, confiesa en un momento. El espectador sensible sabrá dejarse seducir por la manera con la que se dosifican los detalles, descubriendo la mirada que diferentes personajes tienen sobre lo que ocurre o pudo haber ocurrido. Además, Trenque Lauquen crece estirando las posibilidades de los géneros, yendo de la intriga detectivesca y el romanticismo sosegado al terror –con más conversaciones y tensión que sobresaltos concretos–, sin abandonar nunca la deriva de la aventura. La principal objeción que puede hacérsele es que, por momentos, parece un desprendimiento de Historias extraordinarias (2008) e incluso La flor (2018), las ambiciosas películas de Mariano Llinás (colaborador aquí en el guion y el montaje). Cuando se escucha a Laura decir “Supongamos que…” o “Imaginemos esto…”, o se ven imágenes ilustrando lo que dice la voz en off, resulta inevitable relacionar Trenque Lauquen con esos antecedentes de El Pampero Cine, del que Citarella es productora. Algunos de los segmentos que transcurren en un estudio de radio estancan la acción, así como se dibujan con trazos ligeramente gruesos la secuencia en una escuela primaria (de un costumbrismo fraterno que recuerda ciertos films de Carlos Sorín) y los personajes del periodista deportivo y la extrovertida empleada municipal. Están también los problemas que ya aparecían en las películas de Llinás antes mencionadas: ¿por qué no acotar, de alguna manera, esa duración desmesurada? Hay alusiones a decisiones desatinadas del intendente de la localidad e incluso al avance de la “centroderecha”, según se lee fugazmente en un artículo periodístico, pero ¿por qué ninguno de los personajes tiene problemas económicos ni laborales? ¿Por qué, a propósito de la “laguna artificial” que proyecta el intendente, no deslizar algún apunte perspicaz sobre otras fuerzas vivas, más allá de la dirigencia política? No es que uno hubiera deseado enturbiar un film que pretende ser cordial, sino verlo alejado lo más posible de cómodos lugares comunes. Por encima de estos reparos, Trenque Lauquen –premiada tres meses atrás como Mejor Película de la Competencia Latinoamericana en el Festival de Mar del Plata– ostenta calidad, sin arrogancia ni rasgos de esnobismo. Con sus ojos vivaces, su sonrisa y sus medidos tonos de voz, Laura Paredes impone más encanto que verdad: pese a su indiscutible profesionalismo, parece faltarle algo para transmitir plenamente la zozobra o la pasión que conducen a su personaje a tantas averiguaciones y a querer liberarse de ciertas ataduras. Están muy bien Rafael Spregelburd (el novio de Laura) y Juliana Muras (la conductora radial), y contribuye decididamente al clima general del film la comunicativa presencia de Ezequiel Pierri (Chicho), de mirada profundamente melancólica . El sonido ambiente (demasiado interrumpido por la música) y el admirable trabajo con la luz natural se integran notablemente al rigor de Citarella como directora: la precisión de muchos encuadres (un improvisado picnic de Laura con Chicho, los pasajes imaginados en Italia, el plano general del encuentro de una extraña criatura en la laguna con personas y automóviles rodeándola, el bello recorrido final por lugares de la pampa bonaerense) y los acariciantes fundidos encadenados, logran dar forma a este film apacible y cautivante. Por Fernando G. Varea
Es el retrato de un grupo familiar signado por altibajos emocionales y contratiempos en una localidad rural de Cataluña. Con un ritmo y una sensibilidad que la vuelven física y comunicativa, recorre las situaciones que atraviesan los distintos integrantes de la familia, amenazada por el riesgo de no poder continuar trabajando en su granja debido a que el heredero del terreno desea abandonar el cultivo de duraznos y poner paneles solares. Si bien maniobra algunos tópicos muy frecuentados por el cine (los chicos envueltos en travesuras y disfraces, el abuelo entonando enternecido una vieja canción), abre zonas de conflicto sin caer en el patetismo o la crueldad, con chispazos musicales y la vitalidad que se desprende del ámbito natural donde transcurre. Detrás de la cámara inquieta, en busca de gestos y reacciones, se advierte una directora sagaz.
En el cine de Spielberg suelen confluir lo divertido y lo almibarado, lo encantador y lo conservador. Este retrato familiar con pibe apasionado por el cine incluido (suma de recuerdos del propio Spielberg, según parece) responde a fórmulas que el director de Tiburón (1975) conoce muy bien, realizado con todo su oficio y las limitaciones que las mismas le imponen. Por eso, internarse en la infancia y adolescencia de Sammy Fabelman resulta tan grato como inocuo. A lo largo de dos horas y media, y aunque no falten conflictos, todo es tan benigno y dulzón como simple, a veces redundante: si Sammy niño (Mateo Zoryan) se deslumbra ante una proyección cinematográfica, sus ojos parecen bolitas brillosas; los momentos en que alguien sufre o muere son subrayados por música sentimental; los compañeros de colegio de Sammy adolescente (Gabriel Labelle) sobreactúan sus modales cancheros; el tío excéntrico (Judd Hirsch) dispara previsiblemente chistes y consejos; la habitación de la noviecita católica (Chloe East) rebosa de posters de Jesús; y así podría continuarse. Las viñetas de la vida de Sammy, en definitiva, repiten esa especie de postas que acompañan el crecimiento del estadounidense promedio (el baile de egresados, el ingreso a la universidad, el auto, la búsqueda de éxito y dinero). Si algo saca a Los Fabelman de sus convencionalismos es el personaje de la madre, a quien le gusta la música, baila, sus pequeñas hijas le reprochan que se le transparenta el vestido sin que a ella le importe, y hasta esconde un secreto que termina poniendo en jaque la felicidad familiar. Michelle Williams (que sufre tanto como en La isla siniestra, Wendy y Lucy, Manchester junto al mar y otras) logra imponerle ambigüedad a su Mitzi Fabelman: no se sabe a ciencia cierta si desvaría o lucha por su felicidad, o ambas cosas a la vez, mientras sus lágrimas y sonrisas se confunden, por lo cual termina siendo lo menos predecible del film. Esto al margen de algunas secuencias indiscutiblemente efectivas, como la de la fascinación del chico al ver el choque de trenes de El espectáculo más grande del mundo (1952, Cecil B. de Mille) –con la consecuencia de querer imitarlo con un tren de juguete– o la manera en la que, años después, descubre el secreto de su madre. El diálogo final es también un guiño simpático para los cinéfilos.
Hay distintas maneras de plasmar los estados de ánimo y el regocijo sensorial que acompañan el paso a la adultez: no puede negarse la sensibilidad con la que Solarz intenta hacerlo en su primer largometraje, centrado en Pedro y Sol, quienes se hacen amigos mientras transcurren sus días de exámenes en la escuela secundaria y de preparativos para desarrollar sus nuevos proyectos. El problema es que ambientes, diálogos y situaciones se cierran sobre un universo de liviandad y confort material que los convierte en habitantes de una burbuja. Envidiables son las luminosas casas en las que se mueven (incluyendo la de los padres de Pedro, con bien provistos armarios, alacenas y heladeras) tanto como sus rutinas con comida china, bellas terrazas y apacibles clases de piano y teatro. Solarz sabe encuadrar, cuidar detalles, musicalizar con sobriedad y sacar provecho de sus simpáticos protagonistas, pero su interés por no dejar que ese sinfín de risas, abrazos y pequeños placeres cotidianos sea interferido por conflicto alguno parece casi una provocación. Nada altera la armonía familiar ni el mundo del trabajo, que apenas aparece (un amigo comienza a trabajar en una heladería con bastante indecisión pero eso no parece traerle problemas). Una única secuencia, un poco confusa, en la que Pedro (Santiago Canepari) ingresa a un edificio de la UBA para inscribirse (encontrando el trato descortés de un desconocido que piensa que se trata de un extranjero), altera mínimamente el tono cándido y demasiado benigno de Álbum para la juventud. Sobrevuela un halo a cierto cine francés, pero con una mirada ajena a muchas cosas que viven jóvenes auténticos, no sólo en Argentina.