Existe un postulado medio misántropo que dice que las películas que ganan el Oscar no suelen ser muy buenas. A pesar de que en la mayoría de los casos la afirmación encierra algo de verdad, lo que interesa es la manera en que a través del premio la Industria de Hollywood vuelve a definir lo que, según ella, debe ser el cine. Este año sucedió algo inusual: Gravedad, la película que más estatuillas se llevó, no fue la que finalmente ganó el premio mayor. La obra maestra del mejicano Alfonso Cuarón arrasó con casi todos los rubros técnicos, incluyendo los Efectos Especiales y la Banda Sonora, y se llevó el premio a Mejor Director. Pero, como era previsible, la categoría de Mejor Película fue para 12 años de esclavitud.
La ganadora del Oscar tiene todos los condimentos que definen lo que según la Industria es el buen cine: un tema “importante”, actuaciones que incluyen llantos y gritos, y un mensaje procesado con la facilidad suficiente como para que la masa de espectadores que se atragantan con pochoclos puedan entenderlo y para que después, además, se vayan tranquilos a sus casas. Eso piensa el Hollywood actual
sobre el cine y esa es la mirada que tiene Steve McQueen sobre los espectadores que verán las dos horas veinte que dura el trajinar del protagonista.
La novela sobre la que se asienta el guión escrito por John Ridley, cuenta la historia, basada en un hecho real, de Solomon Northoop (Chiwetel Ejiofor), un negro libre que es secuestrado y vendido por dos traficantes de esclavos. En una primera etapa llega a la estancia de un hombre que a pesar de tener esclavos no parece tan mal tipo, pero después recae en otra, cuyo dueño es un orgulloso y sádico esclavista, interpretado por Michael Fassbender. En este último destino, Solomon -que a esa altura los blancos llaman Platt- se la pasa juntando algodón, recibiendo insultos, golpes y latigazos. Más allá de los procesos históricos que sustentaron la esclavitud en los Estados Unidos, a Steve McQueen le interesa que veamos y escuchemos con claridad los llantos, la sangre derramada y la coreografía que dibuja el látigo cuando se despliega en el aire. Gran parte de lo que vemos en el transcurso de la película es eso: la estilización plástica y musical de escenas que, por su carga emocional, deberían bastarse a sí mismas.
Pero lo que más molesta de la película no es su estilización sino que ni siquiera esboza una mirada universal sobre la esclavitud. El relato se abre y se cierra con las penurias de Solomon, como si la tragedia se fundara sobre el hecho de que antes de ser un esclavo fuera un hombre libre. Para decirlo de otra manera: según McQueen, lo grave de lo que estamos viendo no reside en que la esclavitud es terrible en sí misma sino en que la persona que la sufre es talentosa e inteligente y que antes tenía derechos. 12 años de esclavitud jamás roza la mirada colectiva: salvo el personaje que le toca a Lupita Nyong’o, los otros negros aparecen en el fondo del cuadro y casi no tienen líneas de diálogo. En cambio, todos los blancos que desfilan en la película -incluyendo al mesías disfrazado de Brad Pitt que aparece al final -, reciben un par de pinceladas psicológicas, cobran la entidad de un personaje.
La supuesta verdad de 12 años de esclavitud no le llega ni a los talones a Django, la película de Tarantino que se reía del rigor histórico y que transformaba un relato particular, denso y sufrido, en una enorme catarsis, ni tampoco alcanza la tersura narrativa de Lincoln, que a pesar de su exhibicionismo patriótico indagaba en las luchas que desencadenaron la abolición de la esclavitud. Las grandes películas suelen ser incorrectas, imperfectas y destilan una sangre verdadera. Quizás la misantropía sea la mejor alternativa porque en esta edición, como en tantas otras, las grandes películas no se llevaron el premio mayor.