Una pregunta obligada para cualquier cineasta es cómo filmar un diálogo, un encuentro verbal entre dos personajes. En el esquema clásico esa situación se resuelve a partir de una dinámica que combina, con mayor o menor pericia, el plano general y el juego plano-contraplano. En otras tradiciones (e incluso en algunos cineastas vinculados con el cine clásico), las decisiones pueden ser distintas, desde el sostenimiento de un plano fijo que encierra a los personajes involucrados por el rato que dura la escena, hasta la elección de un plano-secuencia en movimiento, una coreografía plástica alrededor de (o entre) los interlocutores. Hay un subgénero de películas que se asientan en la manera en que la palabra devela una serie de argumentos y que podríamos definir como “cine de juicios”. Se desarrollan principalmente en un tribunal y sus protagonistas, según el sistema judicial, son abogados, jueces, jurados, acusados y acusadores. Los intercambios se alejan del diálogo amable y se instalan en el duelo verbal. La patota podría encuadrarse dentro de este subgénero, a pesar de que gran parte de su entramado se desarrolla fuera de un tribunal. Sus dos protagonistas son personas de la ley, una abogada -recién recibida e inmersa en un doctorado- y un juez, con el añadido de que la primera es hija del segundo. Los momentos más relevantes son aquellos en los que ambos, Paulina y Fernando discuten, sostienen o esquivan argumentos. Las discusiones giran siempre en torno de las decisiones que Paulina toma y que su padre, en general, desaprueba. Paulina quiere viajar a un pueblo muy pobre de Misiones donde habita una población importante de inmigrantes paraguayos para participar, “poniendo el cuerpo”, de un programa de “Difusión de derechos” del cual ella es una de las principales responsables. Su padre le dice que está sobrecalificada para esa tarea, que debería estar coordinando el programa y que pierde el tiempo simulando ser una “maestrita rural”. Todo esto se discute en la primera escena, articulada como si fuera una especie de interrogatorio en el que Paulina intenta convencer al juez-padre. Mitre no plantea una organización tradicional a partir del esquema plano-contraplano sino que mueve su cámara entre ambos personajes construyendo, con eficacia, un plano secuencia que anula la oposición que se establecería en otra distribución visual. La escena siguiente nos muestra a Paulina mientras responde a un interrogatorio menos suelto que el anterior a través del cual nos enteramos de su viaje a Misiones y de la violación que allí sufrió, sólo que ahora la cámara se concentra sobre su rostro y deja en fuera de campo a quienes la interrogan. La elección es clara: la película será sobre ella y sus decisiones. La elipsis que implica el paso de la primera escena a la segunda también es una decisión importante, aunque innecesaria: suprime los acontecimientos que luego retoma en su totalidad para revestirlos de un clima trágico, como si el hecho terrible hubiera sido inevitable. Lo importante es lo que le pasa a Paulina y las decisiones que toma: volver a trabajar en el colegio a pesar de que sospecha de algunos alumnos, sostener el embarazo que genera la violación y, cuando llega el momento, absolver a los jóvenes de cualquier castigo. Si muchos afirman que estamos frente a una película de tesis se debe a que Mitre acompaña las decisiones de su protagonista como si fueran axiomas que conducen a una conclusión final. Desde la primera escena se pone en juego una oposición que atravesará toda la película: la dicotomía entre un romanticismo ingenuo y un pragmatismo cínico. La misma oposición está presente en El estudiante, la primera película en solitario de Santiago Mitre, aunque desde la tensión entre una “nueva” y una “vieja” política. Tanto en aquella como en esta los personajes no son personajes, son posiciones. Fuera de esa dicotomía hay un actor fundamental: los extraños que hablan un idioma incomprensible (fíjense cómo la película asume una posición al no subtitular los diálogos que mantienen los jóvenes cuando hablan guaraní). Cuando la película los muestra por primera vez parecen zombies parados arriba de una loma, entes vacíos que esperan la señal de un hechicero para activar el movimiento. Paulina, en cambio, es algo más que una heroína con una convicción y un estoicismo a prueba de balas. Si parece inalcanzable es porque su superioridad no es sólo intelectual o moral sino también espiritual, es un ángel con el poder de perdonar (la escena en la que la amiga y compañera de colegio le ruega a Paulina que la perdone, simplemente por no comprender sus decisiones, roza el delirio místico). Paulina establece un diagnóstico: el mundo es violento, burocrático, la policía es corrupta y “cuando hay pobres en el medio la Justicia no busca justicia sino culpables”. Y decide iniciar un camino propio, al margen de la ley, una especie de justicia por mano propia pero sin violencia física. La idea última de que toda experiencia es intransferible, que pone en palabras la misma Paulina cuando se queda sin argumentos, genera un callejón sin salida: no hay nada que el espectador pueda hacer más que limitarse a ser un observador pasivo. Pero estar frente a un personaje no es lo mismo que estar frente a una persona, sobre todo si viene revestido de una serie de atributos que lo convierten en un ejemplo universal. Allí está la trampa de La patota: las decisiones de Paulina son indiscutibles (porque son personales) pero tienen la pretensión de un deber ser. La gran diferencia entre esta nueva versión y la original de Daniel Tinayre es que aquella asentaba una buena parte del peso en las imágenes –que dejaban a la violación en fuera de campo- mientras que esta lo hace en lo que dicen los personajes. Mientras aquella se desarrollaba en Buenos Aires, esta lo hace en Misiones, un desplazamiento que sólo podría comprenderse por la extrañeza que sienten los que viven en las grandes ciudades frente a ese territorio inexplorado llamado “el interior”. Por lo demás, las dos comparten el mismo conservadurismo. Mitre demuestra que es un gran narrador a pesar de cierta redundancia (las escenas que se repiten, sin razón, desde otro punto de vista) y de una alteración un tanto gratuita de los tiempos, y que trabaja muy bien con los actores (Dolores Fonzi y Óscar Martínez están son muy sólidos). El problema de La patota es que no encuentra matices ni zonas confusas, sólo encrucijadas discursivas que, en algún momento, quizás pongan al espectador en una situación de duda. Mitre reconoce a la política como campo de tensiones y disensos pero se refugia en la conciencia individual en contra de la justicia social y eso hace que el encuentro con los otros, incluso desde la diferencia, sea imposible. Tener conciencia de clase no es lo mismo que tener culpa de clase. La primera puede ser un punto de partida, la segunda es siempre un punto muerto.
Sabemos que el dinero físico es una abstracción, un papel inventado para agilizar gran parte de nuestros intercambios, pero nos olvidamos de ese carácter ficticio. Los papeles se deslizan entre las manos, se acomodan en bancos, cajas, bolsillos, carteras, debajo de los colchones. Pocos le prestan atención a los billetes, observan detenidamente la figura del frente o el monumento del dorso. Mauro es un especialista en el tema. No es banquero sino pasador y, por lo tanto, el dinero que hace mover es falso. Se mueve en ferias, compra cualquier cosa, paga con billetes de cien y le rinde el vuelto a un taxista que forma parte de una gran organización clandestina. Todo sucede, por supuesto, entre las sombras. Pero Mauro no es una de esas películas que habitan principalmente la noche o que se concentran en la labor de un protagonista distante que se vincula con poca gente: Mauro no es un policial negro. Sería equivocado, por otra parte, pensar que su protagonista tiene algo que ver con el Rulo de Mundo grúa. La película de Rosselli poco se parece a la de Trapero, aunque en términos temáticos pueda establecerse algún parentesco. Con la ayuda de dos amigos, Marcela y Luis, pero especialmente con el segundo, Mauro redoblará la apuesta: empezará a imprimir su propio dinero. La persona que hará circular el dinero llegará gracias a Paula, una mujer que Mauro conoce en un boliche y con la que entabla una relación. Mientras invierte su tiempo en el proyecto hace changas, esa manera tradicional de ganar dinero en la que la informalidad es la regla. En su tiempo libre toma diferentes drogas: cocaína para levantar y ansiolíticos para bajar. A estos últimos los consigue gracias a su madre, una cinéfila que siempre le habla sobre alguna película y que adjudica la inestabilidad de su hijo a las drogas consumidas a lo largo de su vida. La mayor parte de la película está constituida por planos fijos, precisos pero nunca preciosistas, que recortan un paisaje obrero alejado de las zonas pudientes de Buenos Aires. Dentro de esa geografía, Rosselli se detiene en situaciones que no se vinculan con el tiempo que el mercado identifica como productivo. Vemos al protagonista mientras se fuma un cigarrillo, escucha un recital en la calle, come o toma algo con los amigos. En un momento observamos la conversación que sostienen Marcela y Mauro, en el patio de la casa de la primera, mientras ella le corta el pelo. La dinámica que se genera entre ambos es de mucha intimidad, como si se conocieran bastante. Marcela quiere saber si Mauro está enamorado pero este esquiva la pregunta. Después fuman un cigarrillo y se quedan en silencio apoyados sobre el costado derecho del plano en uno de los pocos encuadres de la película que posee una leve afectación. Más tarde vemos a Mauro con un cigarrillo en la mano y una cerveza al lado mientras descansa, junto con un amigo, en el intervalo de una jornada de trabajo (no sabemos si de albañilería o de herrería). El sol le pega en la cara y eso lo obliga a desviar la mirada hacia el suelo. Son momentos en los que el tiempo se suspende o en los que -como se suele decir- “no pasa nada” pero a partir de ellos podemos deducir que hay algo más acá de lo que estamos viendo, una tristeza contenida que encuentra consuelo de a ratos. Algunos fragmentos de escenas familiares registradas en Super 8 funcionan como paréntesis y rompen, de manera positiva, la rigurosidad formal de la película. Son secuencias extrañas, en las que el relato en off de Mauro revela un universo interior, articula un vínculo peculiar con su pasado y hace surgir una dimensión onírica: recuerda los consejos del padre y reconstruye sueños oscuros que involucran drogas y todo tipo de malformaciones. Pero nunca sabemos a quién le está contando todo esto: ¿a un psicólogo?, ¿a la novia?, ¿a nosotros? El grado de precisión se aplica también a un montaje de ritmo perfecto, como si toda la película estuviera asentada sobre los rodillos de la máquina que inventa dinero. El montaje despliega, al mismo tiempo, una subtrama hecha de papeles, tintas y otros objetos que parecen tener vida propia. Todos los billetes se muestran en primer plano pero el que aparece con más claridad, porque vemos el rostro del prócer, es el de veinte pesos. Rosas respira entre las manos de quienes manipulan los billetes e incluso, a partir de un doblado estratégico, cambia de expresión según la perspectiva: “ahora está enojado y ahora contento”, bromea Mauro. Sería forzado establecer una relación directa entre la historia de Mauro y la de uno de los personajes más importantes de la historia argentina. La tensión que se establece entre la figura de Rosas y la geografía donde transcurre Mauro configura, sin embargo, una zona de significados difusos que podrían remitir, como un dato no tan externo, al sugestivo nombre de la productora de la película: Un resentimiento de provincia. El cine modifica la relación que mantenemos con el mundo. Según el cine que veamos (o que las salas de cine, los festivales, la televisión y los sitios de internet nos permitan ver) nos acostumbraremos a la representación de ciertos lugares, ciertas clases sociales y ciertos cuerpos. Que una película se tome el trabajo de alejarse de las zonas comunes ya es valioso, pero Rosselli va muchos pasos más allá. A través de un registro casi documental propone una redistribución de lo ordinario que nada tiene que ver con el costumbrismo. Su película no es novedosa desde lo formal (eso ya casi no existe) sino la obra de alguien que sabe que el cine no se inventó ayer. Desde esa prematura sabiduría, Hernán Rosselli entrega una de las óperas primas más sólidas del cine argentino en estos últimos años.
Hace unos años, el BAFICI (Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires) anticipó su novena edición con una serie de spots. En el más conocido hay cuatro personajes comiendo en un departamento. Uno de ellos, apoyado sobre un mueble, sostiene un envoltorio ovalado. Los amigos le preguntan qué tiene ahí y el hombre responde “no lo puedo mostrar”. “¿Por qué?”, le preguntan. “Porque es el cuadro más triste del mundo”, dice. Los amigos se ríen hasta que el hombre da vuelta el cuadro y lo muestra: en él se observa a un gato con un sombrero en la cabeza y una pipa en la boca. El que lo sostiene empieza a llorar de la emoción, dos de los amigos también, mientras el tercero los mira con sorpresa sin entender nada de lo que pasa. Tanto este spot como los otros que se difundieron para aquella edición comparten el mismo espíritu y terminan con la bajada “si no es para vos, no es para vos”. Más allá de la efectividad de los spots, algunos más logrados, otros menos, es interesante pensarlos como síntoma de una manera de entender la experiencia artística. La sentencia clausura la posibilidad de comprender algunas coordenadas a partir de las cuales se puede acceder a una obra de arte y sugiere la existencia de una elite culta que posee cierta capacidad interpretativa y una sensibilidad superior. Cuando el lector se encuentra con críticas vinculadas al cine de Jean-Luc Godard pasa algo parecido. La mayoría se divide entre defensores acérrimos y detractores ofendidos, como si fuera una cuestión de fé: los creyentes de un lado y los ateos del otro, los que ven la virgen en la silueta que se dibuja sobre un ventanal y los que tan sólo ven una mancha, o los que sí la ven pero desconfían de que la figura se haya formado sin la ayuda de una persona. Son pocas las críticas que intentan ir un paso más allá, no para buscar certezas o para domesticar el cine de Godard con categorías cerradas sino para intentar una aproximación que no clausure la experiencia. Tampoco debería ser necesario haber visto todas las películas del director, haber leído todos los textos que se escribieron sobre ellas ni estar al tanto de la bibliografía enorme a la que remiten sus películas para poder formular una opinión. Sin embargo, apelar a la autoridad, propia o ajena, suele ser una salida posible cuando lo que hay enfrente es un abismo visual y sonoro. El director franco-suizo parece haber inventado un género propio que, especialmente desde las Histoire(s) du cinéma, la serie de televisión que filmó entre 1988 y 1998, transita el terreno del ensayo y el autorretrato, pero los reescribe y niega constantemente, como si hubiera una fuerza dialéctica que surge de las propias imágenes. Cada plano de Godard vuelve a discutir, aunque sin rechazarlo del todo, al realismo baziniano, aquel que a mediados del siglo XX sostenía que el cine era una ventana abierta al mundo. Según André Bazin el hombre debía abrirle paso a la técnica hasta desaparecer casi completamente. La cámara se prendía e ingresaba una realidad de orden espiritual. Dos décadas después, Serge Daney se alejó de Bazin, pero no para discutir el carácter realista del cine sino el espiritual. El cine, dice Daney, es realista en tanto que está abierto a la dimensión de la historia. Esa apertura implica, además, la responsabilidad de transformarla. En términos generacionales, Godard está en el medio de ambos. Los tres fueron críticos de la mítica revista Cahiers du Cinéma (Bazin fue uno de sus fundadores y su figura principal hasta su prematura muerte en 1958), pero sólo Godard pasó al terreno de la dirección. El suyo, sin embargo, es un cine que ejerce la crítica desde el cine, que se pregunta constantemente por las formas y que, en relación al vínculo entre la cámara y lo filmado, que Bazin y Daney abordan desde el realismo, oscila entre ambos como una pelota de tenis con vida propia (una metáfora del propio Godard sobre sí mismo, incluida en unos cortos que celebraban el centenario del cine), aunque más cerca del segundo. Daney y Godard creyeron y se defraudaron con la televisión, y desconfiaron del dogmatismo del cine militante: los materiales son ambiguos, se resisten, el cine no convence sino que pregunta. Godard emprende un juego de aproximaciones, nunca es autoritario ni didáctico y el encuentro con la historia es siempre problemático. A través de dos planos certeros y una voz que los reúne (no para sellar los sentidos pero al menos para que no se fuguen), Godard nos recuerda que la televisión comenzó a transmitir en Berlín la misma época en la que Hitler llegaba al poder. ¿La televisión tendrá un destino fascista? Como en un juego de cajas chinas las pequeñas pantallas inundan la gran pantalla (que ya no es tan grande). Godard nos demuestra, como J. Hoberman en su libro El cine después del cine, que en el siglo XXI la tecnología digital rompió la relación entre la imagen y la realidad: hoy cualquier imagen puede ser creada. Sólo queda desconfiar de lo que vemos porque ya no hay mundo sino imágenes del mundo. En Adiós al lenguaje una voz femenina pregunta “¿Se puede producir un concepto de África?”. Pero el fuera de campo no es sólo geográfico ni conceptual, no se aplica sólo a lo que está a los costados, arriba, abajo o detrás del plano, sino también a los espacios vacíos que los píxeles rellenan. Adiós al lenguaje está invadida de ellos, las imágenes son el resultado de cámaras semi profesionales y, como se suele decir en la jerga, están rotas, saturadas de filtros que levantan los colores y generan la sensación de estar frente a un cuadro impresionista (la figura de Monet deambula entre plano y plano). Dice Jean-Louis Comolli: “Nos toca, espectadores, cineastas, deshacer punto por punto la dominación, agujerearla de fueras de campo, astillarla de intervalos”. Si no se puede confiar en las imágenes, piensa Godard, sólo resta la imaginación y la memoria. Quizás haya que buscar, una vez más, en la historia del cine, en el plano ralentizado que muestra a una mujer que se escapa de un hombre. ¿Quién es esa mujer? ¿Por qué corre? Algún cinéfilo podrá indicarnos a qué película corresponde la secuencia, pero el dato no importa, porque aquella mujer ya no es esta mujer: ahora forma parte de Adiós al lenguaje y ya no está acompañada por una trama narrativa que la contiene (¿Seguiremos necesitando tramas? ¿Por cuánto tiempo?), sino por un sumario de imágenes que se superponen a modo de collage visual. En Adiós al lenguaje hay otras mujeres. Hay una que casi nunca tiene ropa (¿Cómo diferenciar un cuerpo desnudo de una cosa desnuda?), y que deambula con la mirada perdida alrededor de un hombre que tampoco tiene ropa, que la ama y la apuñala. Y también hay un perro, la figura antagonista del ego, el único animal, dice Godard, que ama al otro más que a sí mismo. Ese animal nos lleva hacia un territorio donde no hay palabras sino flores, ríos y cielos. Una primera visión podría concluir que las últimas películas de Godard son pesimistas, algo que también se percibe en el primer corto que realizó en 3D, Los tres desastres, donde califica a la tecnología estereocópica como una dictadura que determina la mirada y anula la libertad del espectador. Se intuye, sin embargo, luego de la avalancha de imágenes y sonidos, que debajo del territorio destruido aparece otro inexplorado, como el que descubre el perro en la escena que le da cuerpo al afiche de la película o como los peces que se dispersan luego de la inmersión de la cámara. Si para Daney el destino del cine era la escritura sobre cine, quizás para Godard el destino del cine sea seguir descubriendo, a partir de imágenes y sonidos, nuevos territorios.
Cualquiera que se anticipe a Sueño de invierno a partir de su trailer o de las imágenes de difusión comprobará de inmediato que la persona que está detrás de la cámara sabe mirar. Las pequeñas casas acomodadas sobre las montañas nevadas de Anatolia, Turquía, se imponen por su belleza. Pero lo importante no es tanto la magnificencia del lugar, sino el drama humano que devela la cámara cuando se acerca. Entre las montañas, un hombre canoso camina con paso lento. Pronto sabremos que se llama Aydin, que fue actor de teatro, y que es dueño de un rústico pero exclusivo hotel situado en medio de la montaña y de varias propiedades en el lugar. Tiene una mujer joven y bella, que con el dinero de su marido se dedica a tareas filantrópicas, y una hermana que acaba de divorciarse y vive con ellos. Aydin tiene, además, un ayudante todo terreno que lo observa de manera distante, pero siempre respetando la jerarquía natural de su patrón. Un día, mientras regresan del pueblo, Aydin y su ayudante hablan sobre los inquilinos morosos. La conversación revela el grado de poder que tiene el protagonista y la relación despreocupada que lo une con sus posesiones. En el trayecto, una piedra revienta el vidrio del lado del acompañante, donde viaja Aydin. El ayudante se baja del auto y corre al culpable, un niño de aproximadamente doce años que, antes de que lo agarren, se cae en el arroyo que fluye al costado del camino. Unos minutos después, cuando descubramos que el niño es hijo de uno de los tantos inquilinos a los que les embargaron las posesiones y observemos el grado de violencia que despierta Aydin, sobre todo en el padre del niño (personaje clave que hacia el final sacudirá la incómoda placidez de la película), la relación que estableceremos con el protagonista será muy distinta. Ya no será el bohemio hermanado con la naturaleza sino el capitalista que, debido a su lugar heredado en el orden social, provoca la miseria de varios. Como la nieve de las montañas, ese orden parece existir desde mucho tiempo antes y nada indica que pueda modificarse. El tío del niño, un religioso del lugar, interviene en la situación para mantener la cordialidad y convencer a Aydin de que pronto cancelarán la deuda. El protagonista, que escribe sobre teatro o arte en general en el modesto pasquín del pueblo, le dedicará varias columnas a la falta de elegancia e higiene del religioso, rasgos que, según él, reflejan la decadencia de una religión que pertenece a la Alta Cultura como el Islam. Pedir la postergación del embargo o dejar las zapatillas sucias sobre la puerta son signos de violencia dentro de las coordenadas de Aydin. Entre las películas de Nuri Bilge Ceylan, Sueño de invierno es una de las más clásicas, por su progresión dramática y su estructura más o menos clara de actos. Sin embargo, la distancia que asume frente a su protagonista es ambigua. Durante gran parte del entramado es imposible desear que le vaya bien. La desaparición momentánea del religioso y el niño restituirán, aunque sea por un rato y gracias al enorme poder ocultador que tiene el fuera de campo, la empatía hacia el protagonista, pero el romance no durará mucho. Las largas escenas, articuladas a partir del diálogo y en un mismo espacio, son una tentación para aquellos que impugnan a cualquier película con la etiqueta de teatro filmado. El teatro como rama del arte ocupa, sin embargo, un lugar importante en Sueño de invierno, y no sólo por la circunstancia de que el protagonista es un actor retirado que está escribiendo la historia del teatro turco. La vieja idea de que la experiencia teatral tiene la posibilidad de transformar la realidad se encuentra con un paredón de hielo. Aquí no es el pueblo el que accede a la representación para cantar sus verdades, sino la burguesía, desde su altillo, para ratificar el orden establecido. Cerca del final, en uno de los momentos cinematográficos del año, la mujer de Aydin va a la casa de los inquilinos para llevarles una suma importante de dinero a modo de recompensa por todo lo sufrido. La caridad puesta al servicio de la conciencia del que la otorga y no del que la recibe. El religioso no sabe qué hacer y mientras observa con desconcierto el dinero sobre la mesa, llega su hermano, el condenado del pueblo, el padre del niño que se cae sobre el arroyo para salvar la dignidad herida de su familia. No vamos a adelantar el destino de ese dinero, pero vale la pena decir que es una secuencia magistral, construida a partir de las líneas rectas que trazan las miradas. Como suspendido entre las serpentinas que deja el fuego, sobrevuela un aire digno.
Todos los años, entre febrero y marzo, a pesar de guerras, invasiones y otras calamidades, se realiza la entrega de los Premios Óscar, la fiesta donde las celebridades se muestran, desfilan y rinden pleitesía a un gigante que no tiene cara. La novedad de esta entrega fue que por segundo consecutivo un mejicano ganó el premio a Mejor Director: en la entrega anterior fue para Alfonso Cuarón y en esta para Alejandro González Iñárritu. Una diferencia no menor es que Birdman, la película dirigida por el segundo, se llevó también el premio a Mejor Película. ¿Importan estos datos? ¿Importa la Academia? Como decía hace un tiempo en ocasión de 12 años de esclavitud, más allá de la frivolidad de la ceremonia, lo que interesa es la manera en que a través del premio la Industria de Hollywood vuelve a definir lo que, según ella, debe ser el cine. El imperativo podría encontrar una síntesis entre varios elementos: un tema “importante”, virtuosismo formal y actuaciones desbordadas. Si Gravedad no ganó el premio mayor se debe a que no cumple con ninguna de las tres, ni siquiera con la segunda, a pesar de haber ganado casi todos los rubros técnicos: su propuesta visual y sonora nunca es pirotécnica sino precisa y sutil. González Iñárritu, por otra parte, es uno de los máximos referentes del cine que promueve la Industria, un cineasta que desde Amores Perros fue activando progresivamente el detector que identifica lo que el mercado quiere ver y lo que se suele definir como el “gran” arte. Para decirlo de otra manera: el efectismo del peor cine norteamericano y la solemnidad del peor cine europeo. Birdman cuenta la historia de Riggan Thomson, interpretado por Michael Keaton, un actor venido a menos y reconocido por haber interpretado a un superhéroe llamado, precisamente, Birdman. La última película de la saga Birdman fue estrenada en 1992, el mismo año en que Keaton filmó Batman. Desde ese momento Thomson no hizo nada relevante. Ahora, inmerso en una crisis personal decide adaptar, dirigir y protagonizar en Broadway una obra de teatro de Raymond Carver titulada ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Parece un intento de reivindicación: un actor de películas de super héroes, blanco fácil de la crítica de cine, quiere interpretar a Carver, prototipo de artista honesto y visceral. Unos días antes del estreno de la obra, en medio de ensayos y preestrenos, un golpe “accidental” nockea a uno de los actores y Thomson, junto con Jake, su productor y amigo, lo suplantan por Mike Shiner, el actor del momento en el mundillo teatral. Al elenco de la obra lo completan Lesley, la novia de Shiner, una actriz que quiere llegar a la cima del mundo del espectáculo y Laura, la novia de Thomson, otra actriz con las mismas pretensiones. Detrás del escenario deambulan el mencionado productor, preocupado por sostener los andamiajes de la empresa, la hija de Thomson, una joven rehabilitada por consumo de drogas con pose depresiva, y la ex mujer de Thomson, cuya breve aparición intenta representar todo lo (poco) que se perdió el protagonista si se hubiera dedicado a su familia. La experiencia cinematográfica implica una evidente asimetría: hay alguien que decide, a veces antes de que exista el plano, cuáles elementos se van a ver, cuáles no y por cuánto tiempo. Siempre hay manipulación, el asunto es en qué medida. Lo que sucede en Birdman (accidentes, peleas, entrevistas con la prensa, amores cruzados) se escapa muy poco del espacio donde se interpreta la obra. El gran escenario está atravesado por varios travellings que, como hace sesenta años en La soga, simulan ser uno solo. Ni en aquella película ni en esta el recurso tiene una verdadera función. En la de Hitchcock, el arma que se utiliza para cometer el asesinato le da nombre a la película y funciona como excusa plástica, pero la historia podría haber sido narrada con cortes sin que nada cambie. Incluso hubiera sido mejor: en varias secuencias uno se desprende de la intriga e intenta descifrar cómo se las arregló el director para lograr la continuidad visual en una época en la que los rollos podían filmar hasta diez minutos. En Birdman, a pesar del salto que implica el digital, pasa algo parecido: cada plano, mérito principal de Emanuel Lubeski (el mismo Director de Fotografía de Gravedad), no busca la integración del espacio ni la inmersión del espectador, sino sacarlo de la trama para que recuerde la pericia del artista que está detrás. A pesar del narcicismo, la apuesta podría tener un costado lúdico, pero el director se toma tan en serio a sí mismo que nunca se permite esa posibilidad. La egolatría de los artistas, el deseo de ser amado, la realidad y la ficción, la alta cultura versus la baja cultura, el teatro, el cine, la crítica de arte, el poder, el jazz, la inmediatez de las innumerables plataformas comunicacionales que nos rodean y otros tantos tópicos están metidos a presión en una película que le guiña el ojo a la misma crítica “culta” que dice cuestionar. Sin embargo, si uno quisiera disfrutarla (cosa que se puede hacer tranquilamente porque, seamos sinceros, esta no es 12 años de esclavitud), debería olvidarse de la enumeración que figura en el párrafo anterior. Es todo un esfuerzo, pero vale la pena introducir una voluntad lúdica en una película que no se lo permite, olvidarse de las sentencias graves que escupen los personajes cuando se refieren al mundo o a sí mismos y concentrarse, finalmente, en la manera en que la cámara de Lubeski se desliza por el espacio y en la omnipresencia potente de la batería jazzera que atraviesa todo el relato. Si nos animamos a ese ejercicio, que no intenta escaparle a la profundidad a través de un camino banal, quizás logremos disfrutar de la película y comprendamos que el problema no es tanto su ampulosidad formal, sino el exceso de importancia que carga como lastre.
La fragilidad “…la maravilla del universo arcaico de dobles, fantasmas sobre la pantalla, que nos poseen, nos cautivan, viven en nosotros”. Edgar Morin Me encontré con El rostro por primera vez en el BAFICI, la primera jornada del festival número dieciséis. Fue la cuarta película que vi ese día y, en esa función, para hacer una presentación y compartir un diálogo posterior con el público, estaba Gustavo Fontán. Cuatro años antes, en el Espacio INCAA de Córdoba, Fontán había ido a presentar varias de sus películas y, además, a dar una conferencia sobre su cine, una especie de entrevista abierta. En un momento de la charla, el director contó una anécdota de su infancia. Con su padre fueron a visitar a un vecino medio excéntrico. El hombre tenía dividida la habitación principal con un armario gigante y, cada tanto, mientras hablaba con ellos, se iba detrás del mueble, hacía algo y volvía para continuar la conversación. El diálogo que cerraba la anécdota, un diálogo que el hombre sostenía con su padre y del que el niño era sólo un espectador, tenía un desenlace simpático. Pero lo importante no era tanto ese final sino la conclusión parcial que rescataba el Fontán adulto de la anécdota: el interés que le despertaba la relación entre aquello que veía y aquello que no, era una inquietud estética. En la función del BAFICI, el director respondió las preguntas del público con su lucidez habitual, pero la charla, a causa de la cantidad de gente que había en la sala, no tuvo el mismo grado de intimidad que la que presencié cuatro años antes, frente a un público de diez o quince personas. Sin embargo, a pesar de mi cansancio, entendí que El rostro era una obra maestra, una película que podría emparentar –aunque no del todo- con otra que vi durante esa misma edición del Festival: Costa da Morte, de Lois Patiño. La opacidad argumental de la película no se puede reducir a dos o tres apuntes, pero podríamos hacer un esfuerzo y decir lo siguiente: un hombre navega en su bote por un río que se parece al Paraná, llega a una isla, se encuentra con algunas personas que lo reciben, come con ellos y reinicia el viaje. No se escucha ni una sola palabra. La única referencia fonética es un silbido anónimo y discontinuo que suena cada tanto, entre el canto de los pájaros, el soplido del viento, el crepitar del fuego y el murmullo del agua. La primera sospecha es que esas personas son parte de su familia y ese escenario una suerte de limbo. Gustavo Fontán toma algunas decisiones que desmarcan El rostro de sus anteriores películas. Elige filmar con formatos analógicos y frágiles como el 8 mm. y el 16 mm., a los que se agregan imágenes que se desprenden de materiales de archivo registrados en el mismo lugar. Las tres texturas no parecieran habitar el mismo momento. La suciedad de la imagen genera, además, que la dinámica entre lo visto y lo no visto no se establezca sólo a partir de los límites del encuadre sino dentro del plano mismo. En formatos como estos, en los que el grano es demasiado grueso, se nos niega una porción de información visual: es el espectador el que completa los espacios vacíos que la película conscientemente omite, algo que ahora, gracias al hiperrealismo que implica el digital más sofisticado, casi no sucede. La dificultad que encuentra la mirada se acentúa por el movimiento de la cámara o la presencia de ramas, entre otros obstáculos. Se sabe que la cámara en mano, más que emular la visión del ojo humano, revela la presencia de un cuerpo detrás. ¿Pero qué o quién mira a través del lente? Lo que se juega al nivel de las imágenes es una lucha primitiva, previa al cine e incluso a las palabras, entre luces y sombras. El plano fijo aquí no existe, como así tampoco la relación armónica entre planos. El choque entre ellos genera distintas capas, como si Fontán estuviera observando el fluir de una memoria fragmentada. El trabajo que el director hace con el sonido va en esta misma línea: no siempre la banda sonora está hermanada con la imagen, y esa decisión, lejos de generar sólo un contrapunto, expande el universo para que se abran nuevos mundos. El rostro articula una red de pequeños acontecimientos. Es posible que el espectador sienta que la película es tan frágil que si dejara de verla, si dejara de proteger con su curiosidad todo eso que sucede detrás del armario, podría desintegrarse.
¿Se puede seguir pensando en la teoría de autor en un momento en el que las películas son cada vez más anónimas y más parecidas entre sí? Martín Rejtman es uno de los directores que permiten responder esta pregunta de manera afirmativa. No porque sus películas pretendan ser deslumbrantes, sino porque el universo particular que las constituye no está atravesado sólo por una insistencia temática. Rejtman se comporta como un baqueano del cine: no necesita manejar el terreno en términos académicos, tiene un mapa en su cabeza y posee una intuición notable. Desde Rapado, una película fundacional para pensar aquello que se llamó Nuevo Cine Argentino, hasta su última película, Dos disparos, puede parecer que su cine viaja a la deriva, pero debajo de la apariencia se esconde una secreta lógica. Un acontecimiento como el robo de una moto, la noticia de que en la misma ciudad hay más de una persona con el mismo nombre, o los dos disparos (uno en la cabeza y otro en el estómago) que se pega un adolescente sólo porque encontró un arma un día de mucho calor, desatan una serie de situaciones y cruces que podrían no terminar nunca, casi como si ese acontecimiento primigenio funcionara como un Big Bang. A partir de allí puede suceder prácticamente cualquier cosa. Sin embargo, lo que no puede suceder es un encuentro. Los hombres y mujeres del universo rejtmaniano no dialogan; esperan su turno para hablar. No se expresan; escupen las palabras como si estas fueran una obligación. Se dice que el director repite las escenas muchas veces hasta lograr que las líneas de diálogo tengan un tono monocorde, casi robótico. Cuando se piensa el cine de Rejtman, y dejando de lado forzadamente sus documentales Copacabana y Entrenamiento elemental para actores, es difícil pensar en personajes o actores porque los cuerpos parecen un elemento más de la puesta en escena, al punto de que muchas veces los animales (perros, canarios) y los objetos (armas, muñecos, sacos Armani) parecen tener más vitalidad. El cine de Rejtman podría pensarse como un extenso ensayo sobre la alienación. Todos están ensimismados, los lazos que los vinculan se fundan en circunstancias azarosas (como compartir el mismo signo del zodíaco o haber respondido un mail general sobre unas vacaciones en Mar de Ajó).Los movimientos están reglados, medidos: Mariano, el protagonista de Dos disparos, nada con un cronómetro al lado de la pileta. Por último, la serialización es la regla: en Rapado las motos se parecen, en Silvia Prietola protagonista encuentra a otra persona con su mismo nombre, Alejandro (el protagonista de Los guantes mágicos interpretado por Vicentico) sale a buscar su Renault 12 y encuentra muchos parecidos, la mamá de Mariano en Dos disparos cree que el perro de otra persona es su perro y Ezequiel, el hermano de Mariano, confunde a una chica que cruza en el cine con otra chica de la cual está enamorado. ¿Dije “enamorado”? ¿Puede haber romance en el cine de Rejtman? Quizás no, menos aún en esta película. Mariano se dispara, decíamos, sólo porque hace calor. Su familia piensa que aunque la razón no sea visible (o justamente por eso), hay que controlarlo, seguirlo, mirarlo de cerca para que nada se salga de quicio. Pero como en todo absurdo, el aparente sinsentido esconde sentidos más densos. Siguiendo esa línea, Dos disparos es la película más oscura de Rejtman, y no sólo en un sentido metafórico: la iluminación de los espacios, moldeadosdesde el plano con precisión pero sin estilización, es más tenue que nunca (en una escena, Ezequiel les comenta a unos amigos que hizo pintar de negro las paredes del departamento a pedido de Mariano). Mariano toca la flauta en un cuarteto de vientos, pero una bala que todavía tiene alojada en su cuerpo filtra un sonido robótico cada vez que sopla. Como si formaran parte de un gran aparato que va perdiendo intensidad con el paso del tiempo, los personajes de Rejtman se difuminan de a poco. Alguien los despojó no sólo de las palabras sino también de sus propios cuerpos. Sólo les queda formar parte de una gran comedia amarga.
Uno de los cruces más problemáticos de la historia del cine debe ser el que lo une directa o lateralmente con el teatro. Sin embargo, la manera en que se conciben las ideas de punto de vista, de espacio y de puesta en escena son muy distintas en uno y otro caso. Algunas películas argentinas de los últimos años se hicieron eco de este vínculo y lo trasladaron a su propuesta formal. En Viola, la última película de Matías Piñeiro, el teatro aparece no sólo porque los personajes están interpretando una obra de Shakespeare sino también por la manera de moverse y de hablar que tienen los personajes, principalmente en las primeras escenas. La afectación de los rostros, desplegados inicialmente en una puesta teatral pero arrebatados luego por un plano cinematográfico, actualiza la idea de fotogenia, unión casi inexplicable entre un rostro y una cámara. Hace unos años, Alejo Moguillansky trabajó en Castro sobre la tensión entre el cine y el teatro, pero de una manera más lúdica. Los personajes tomaban las calles vacías de Buenos Aires con desplazamientos que se parecían a los de Invasión, de Hugo Santiago, aunque con sentidos más esquivos. Lo importante era violentar con movimientos coreográficos el espacio cómodo que en el cine clásico le pertenece al espectador, algo similar a lo que pretende el teatro de cámara con el público. En El grillo, la tercera película de Matías Herrera Córdoba, el teatro aparece como tema y como forma, pero desde un lugar distinto de las películas antes citadas. En primer lugar, porque los personajes tienen una vinculación estrecha con esa disciplina artística, ya sea porque la practican en la actualidad o porque lo hicieron en algún momento de sus vidas. En segundo lugar, porque esa práctica atraviesa la manera que tienen de ver el mundo y hasta la manera de hablar. Graciela es una mujer viuda que vive en una casa con un patio gigante. Desde el principio se presenta como esas mujeres que no necesitan esconderse detrás de capas de maquillaje para ser bellas. Tiene una relación relajada con su cuerpo y esconde en sus gestos un erotismo casi apagado, restos de una plenitud que vivió con el hombre ahora ausente. En ese patio habitado por dos gatos siameses y por Canela, una gata persa, Graciela encuentra una cierta tranquilidad. A su casa llega Holanda, una vieja amiga que viene para quedarse. Holanda se dedica actualmente al teatro y representa lo opuesto de Graciela: está cubierta de maquillaje, se la muestra tensa y suelta las palabras como esas personas que primero hablan y después piensan. Más adelante se observa que este rasgo de su personalidad es consecuente con su postura artística: el teatro es acción, según ella, no comprensión. Pero la figura que habita en la casa de Graciela no es dual sino triangular. El último miembro de esa geometría es Gabriel, jardinero de la casa y amante de Graciela, un hombre al que nada parece importarle demasiado. Tanto Holanda como Gabriel orbitan alrededor de la casa y de la vida de Graciela. Gabriel, por ejemplo, entra y sale cuando quiere y hasta bromea en un momento sobre la posibilidad de quedarse afuera si no encuentra la llave donde suele estar escondida. La estadía de Holanda en la casa es un poco más estable, pero cuando estrene su obra seguirá dando vueltas por el mundo. En un momento Graciela dice que mientras su amiga recorría diferentes países con la actuación, ella estaba siempre en la casa, construyendo un futuro que ahora, en medio del silencio y las ausencias, se revela trunco. Esa atención puesta en sus quehaceres, en su patio y en darle forma a un hogar, se parece en algún punto al motor que tenía Hortensia en Criada -ópera prima de Herrera-Córdoba-, una mujer que paradójicamente encontraba su lugar en una casa de otros. Graciela es el centro de lo que sucede, el ancla a partir del cual adquieren sentido y se ordenan todos los objetos de la casa, incluso de aquellos situados en una habitación que no se abre y que encierra todos los elementos que pertenecían a su marido. El olor de la humedad y de los papeles viejos que perciben Gabriel y Holanda no significa un problema para Graciela, sino un puente que la mantiene conectada con ese pasado. Una fuerza invisible, que tiene la forma de una pesada nostalgia, mantiene su cuerpo inmóvil. Uno de los aspectos principales del mencionado cruce entre el cine y el teatro se encuentra en el modo de hablar de los personajes. La voluntad del Nuevo Cine Argentino por trabajar con actores no profesionales siempre tuvo que ver con una búsqueda alejada de las convenciones del viejo cine, gritón más que declamatorio. La reconversión de ese aspecto a través de la improvisación o de la disminución casi absoluta de expresividad (como en el tono monocorde que propone Martín Rejtman, Juan Villegas o Ezequiel Acuña) implicó una frescura inusual. Es difícil no acordar con estas posturas y sus resultados, pero también es cierto que al final de cuentas funcionan como un corset. Cuando por ejemplo se abordan las películas de Santiago Loza –director con el que El grillo, sin ser deudora, mantiene un cierto parentesco–, se cae en la tentación de decir que son solemnes, un adjetivo que en la mayoría de los casos no pasa de ser reductivo. En El grillo, Holanda explica que para ella los personajes ya no existen, que en la actualidad no pasan de ser meras herramientas del director, tanto en el teatro como en el cine. El comentario parece más bien una declaración de principios de Herrera Córdoba, un director que hasta ahora había trabajado en un registro más documental y que en esta película se entrega al riesgo de los diálogos pulidos y masticados. No se trata de un intento por darles a las cosas más gravedad de la que tienen, sino por permitirles a los personajes que digan lo que tengan que decir sobre sí mismos o sobre su manera particular de ver el mundo. En ese sentido, el director no se alejó de esa línea femenina que había trazado en Criada o en Buen Pastor, una fuga de mujeres; lo importante no es tanto la historia o la Historia, sino cómo es (o fue) la experiencia de las mujeres que retrata o inventa. Y el monólogo, recurso que en la película tiene más presencia que el diálogo, es la expresión máxima de ese intento por ingresar en la piel de un personaje, en su pasado y en sus huellas. Pero Herrera Córdoba es consciente del riesgo de hermetismo que esconden las películas intimistas. Por esa razón, la necesidad de apertura llegará en algún momento y explotará con la fuerza de una clarividencia. Más allá de las palabras, El grillo trabaja en una vía subterránea, repleta de hojas verdes, gatos que deambulan y alambres de púa situados en los límites de la casa. Hacia el final, en un gran momento, la cámara registra con detalle la pelea entre dos gatos y los pelos que quedan suspendidos en el aire cuando se retiran del plano. No hay en la película otro momento que registre con tanta intensidad el microscópico movimiento que hay en cada fotograma ni la extrañeza que sentimos cuando después de muchas palabras, pronunciadas con sinceridad, se impone el silencio. Este ensayo fue publicado, con algunas modificaciones, en el libro DIORAMA, ensayos sobre cine contemporáneo de Córdoba. Ed. Caballo Negro, Córdoba.
La relación entre los medios de comunicación y el público ya no es la misma que hace algunos años. En la actualidad se comprende que no reflejan la realidad “tal cual es” sino que construyen un conjunto de ideas sobre esta. Sin embargo en relación al cine, especialmente el de ficción, el escepticismo se viene abajo gracias a una especie de encantamiento. Se dice que algunas películas son sólo un síntoma y se anula la posibilidad de pensar que asumen una posición a partir del recorte que hacen de la realidad. Relatos Salvajes, la tercera película de Damián Szifron, es uno de esos casos. El “acontecimiento cinematográfico del año” viene legitimado desde varios frentes: durante el Festival de Cannes se vendió a muchos países, fue producida por Pedro Almodóvar, su elenco está integrado por un conjunto de caras conocidas, en las últimas semanas apareció en todos los canales y es un record de taquilla. Este último dato no es menor; muchos creen que es el principal argumento para determinar el valor de una película. En varias críticas se sostiene más o menos la misma idea: “Relatos Salvajes es un éxito no sólo porque es entretenida sino también porque es una representación de lo que está pasando en nuestro país”. Y ahí se termina la discusión. Pero esas dos características, el entretenimiento y la supuesta representatividad, se canalizan en la película desde una lógica cercana a la retórica publicitaria. Relatos Salvajes es una serie de viñetas dibujadas con trazo grueso que, sumadas, apelan al estado de ánimo de una parte de la sociedad, algo similar a lo que sucede en ciertos programas televisivos. En el caso de Relatos Salvajes la necesidad de zapping, esa compulsión por saltar de un estímulo a otro, se satisface en el mismo entramado. Cada uno de las breves historias, atravesadas principalmente por la violencia, no podría tener una duración más extensa porque su naturaleza está ligada al impacto, al golpe de efecto. Los seis episodios se estructuran de manera simple: un personaje es alterado por otro u otros, en un breve tiempo o a lo largo de toda su vida, hasta que explota. El acto de violencia puede ser temperamental o premeditado y responder a modalidades distintas como la venganza, la justicia por mano propia o la extorsión. Los personajes, además, están desprotegidos: la policía no aparece y en ocasiones la corrupción estatal no sólo enmarca la violencia sino también, como en el episodio titulado “Bombita”, es la catalizadora de todos los males. Relatos Salvajes se parece a esos programas que bombardean al televidente durante todo el día con secuestros, asesinatos y gente discutiendo desde un vacío absoluto sobre la inseguridad. Y la comparación no es caprichosa: los programas periodísticos con sus pretensiones “objetivas” son, al final de cuentas, otra modalidad de la ficción. En la película de Szifron todos los temas que inundan la grilla de algunos canales se mencionan al pasar, y con el mismo reduccionismo, como en el episodio del casamiento cuando una mujer extranjera dice que a su marido le robaron y que en Argentina “hay mucha inseguridad”. Szifron incluye esas afirmaciones de diversas maneras pero, como sus personajes, las absorbe sin discutirlas. Frente al estado de cosas queda la catarsis, un camino que le sirve al director para disimular el orden instalado, su conformidad frente a “lo que está pasando”. El ejemplo más claro es el de “La propuesta”, el episodio donde primero se manifiesta en clave dramática una violencia de clase, cuando un tipo rico extorsiona a su jardinero para que se haga cargo de un crimen que no cometió, y después se la justifica a través del paso a la comedia: el jardinero se transforma en un extorsionador más. “En definitiva”, parece decir Szifron, “pobres y ricos somos todos garcas”. Para comprobar esa voluntad igualadora sólo basta ver el episodio titulado “El más fuerte” en el que un tipo, dueño de un Audi, y otro, dueño de un Peugeot destartalado, se baten a duelo en la ruta de los Valles Calchaquíes. Hacia el final, la muerte de ambos los reúne en un abrazo que confirma el orden simbólico propuesto por la película. En Relatos Salvajes no hay lugar para la ambigüedad porque todo se reduce de manera grosera (nunca grotesca) a dos o tres elementos. Y quienes pretendan encontrar raíces clásicas en la película no van a hacer otra cosa que forzar su naturaleza y sus pretensiones. Le falta generosidad a Szifron para lograr la tersura narrativa de cineastas verdaderamente clásicos como Aristarain o Bielinsky o incluso para acercarse a lo que logró modestamente en su primera película, El fondo del mar, donde desplegaba, salvando las distancias, una dinámica perseguidor-perseguido al estilo del Vértigo de Hitchcock. Relatos Salvajes, en cambio, representa otra victoria del espectáculo más banal, ese que atraviesa la televisión, la publicidad y el cine, y los trata como meros soportes de un mismo cinismo.
En el panorama actual del cine, una película como Cae la noche en Bucarest está condenada al fracaso. La ausencia de música, los largos diálogos y los planos de cinco minutos son demasiado para la industria del cine. Y esto se demuestra por la expectativa que despiertan aquellas películas que desde su trailer prometen una narración vertiginosa. La semana pasada, por ejemplo, se estrenó en todo el país Relatos salvajes, la tercera película de Damián Szifrón que salió al mercado con 288 copias (lo que significa que copó 288 pantallas de las casi 900 que existen en Argentina), un record histórico para una película nacional. Más allá de los méritos y las falencias de Relatos salvajes o de sus inevitables relaciones con la televisión, lo interesante es observar la manera en que la velocidad de las películas se convirtió en un valor supremo, al punto de que cualquier drama que contenga planos de más de diez segundos sea para muchos un plomazo insoportable. El mercado necesita velocidad. Y como el cine tiene la capacidad de modelar la percepción (y, por lo tanto, a partir de la insistencia, de modelar el gusto) la neurosis visual que propone la televisión, la publicidad y una buena parte del cine que se estrena en salas comerciales se transforma en regla. Cae la noche en Bucarest, la tercera película de Corneliu Porumboiu, está en las antípodas de ese fenómeno: sus 89 minutos están integrados por sólo 17 planos-secuencia. Porumboiu quiere que veamos más, que reflexionemos sobre el lugar, la distancia y el peso que tiene cada uno de los planos. Las preocupaciones no se manifiestan sólo de manera formal: Paul, el protagonista de la historia, es un director de cine obsesionado con el realismo, con los planos extensos que muestran la totalidad de las acciones y los cuerpos que las emprenden. Durante gran parte del desarrollo, Paul pasa el tiempo con Alina, una actriz secundaria de su película con quien mantiene un romance. En algunos momentos dialogan sobre el tiempo en el cine, las diferencias entre la tecnología analógica y la digital, entre otros temas. La palabra es el motor que articula todo el desarrollo, como sucede en Policía, adjetivo y en Bucarest 12:08, las anteriores películas de Porumboiu. Pero la voluntad del director rumano no es sólo pensar en las imágenes, sino también con las imágenes. Cada plano es una declaración de principios, permite que el tiempo se filtre. En otros momentos, Paul ensaya una escena con Alina, mira al vacío, fuma mucho, toma café, se encuentra y conversa con otro director y discute con su productora. Pero sobre todo, profundiza su voluntad realista: en la escena del ensayo, Paul le pide a Alina que respete de manera puntillosa los tiempos de cada acción para que se parezcan a los de la vida real. Detrás del imperativo mimético, tanto Porumboiu como Paul saben que el cine engaña, que no hay realismo posible. Pero también saben que el plano debe insistir con su duración para generar otra disposición en el espectador, lejos del bombardeo sensorial. Detrás de los “tiempos muertos” que algunos van a percibir en Cae la noche en Bucarest se esconde una invitación a mirar con más atención las imágenes, el cine y la vida.