En la temporada del Oscar de 2013 hubo dos películas de dos grandes autores que tenían a la esclavitud como uno de sus ejes: Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, y Lincoln, de Steven Spielberg. Ninguna de las dos abordaba ese tema de forma directa: una era un trabajo de barroquismo genérico sobre el spaghetti western, y la otra, un brillante tratado sobre la negociación y el arte de la política sin dejar de lado la tersura narrativa.
Steve McQueen (el director británico de Hunger y Shame , no confundir con el mítico actor de Hollywood) aborda hechos reales con una idea lamentablemente más lineal. La historia es la de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), hombre negro libre de Saratoga que es secuestrado y vendido al sur esclavista y que soporta allí el período de esclavitud del título. Primero con un amo menos malo (Benedict Cumberbatch, actor europeo de moda) y luego con uno más malo (Michael Fassbender, el otro actor europeo de moda).
La película es mayormente esos años de esclavitud, las barbaridades a las que es sometido Solomon (cuyo nombre de esclavo es Platt), las barbaridades que observa Platt y la barbarie general. No hay demasiada rebelión aquí, se trata más que nada de observar lo terrible que era la esclavitud y lo mal que estaba esa práctica. Un asunto que ya estaba más que claro hace tiempo y que unas cuantas películas y miniseries y libros habían tratado previamente. Pero la película de McQueen parece pensarse a sí misma como una pionera, como si fuera la primera vez que se contara una historia parecida. Y si la excepcionalidad es porque "se trataba de un hombre libre con una vida hecha", la película suma más problemas: 1. Tiende a dejar a los demás esclavos como mero decorado, cosa que hace incluso con la más relevante Patsey, un personaje al que humilla una y otra vez más que nada para ver la reacción (o no reacción) de Solomon. 2. Abandona con demasiada rapidez la importancia de la vida anterior y familiar de Solomon-Platt.
Y si afirmamos que es la película la que humilla al personaje de Patsey no es un error: más allá del maltrato que le propina Edwin Epps (Fassbender), el film exhibe una puesta de cámaras ostentosa, con travellings que hacen florituras en los momentos de tortura, planos cosméticos que detallan algún objeto -ese jabón- para sumar obviedad y yerro estético (los planos exhibicionistas de los efectos del dolor físico ya estaban abusados en Hunger ). En estos y otros momentos, McQueen hace un show sobre la esclavitud, con los detalles visuales antedichos y con otros: con la música de Hans Zimmer, que se dedica a ser ominosa eléctricamente, sobre todo en la primera parte; con el show de intensidad actoral de Fassbender, con el personaje del productor Brad Pitt, que aparece para ser bueno y sintetizar ideas de forma totalmente artificial, como si fuera la declaración universal de los derechos del hombre hecha hombre.
Si la película se sigue con cierto interés es antes que nada porque la búsqueda o el anhelo de libertad -la nunca conocida o la extirpada- es una historia de alcance universal y atractivo constantemente renovado, a pesar de los intentos de McQueen por devaluarla y filmarla con bella fotografía.