El cine es Ir al cine. Ir a la energía del cine. Acercarse al sol del cine. Acercarse al poder del cine. A la felicidad del cine. Entregarse al cine. Eso permite la nueva película de David Gordon Green, la tercera de la trilogía de Halloween que desde 2018 ha continuado a la película original -dicho esto en más de un sentido- de John Carpenter de 1978. David Gordon Green, el director que empezó su carrera, y el siglo, con George Washington, All the Real Girls y Undertow y que hizo mucho más, como por ejemplo Prince Avalanche. David Gordon Green, un cabal director de cine en un siglo en el que las cosas que importan o importaban han mutado tanto que ya no parece importar ni siquiera el nombre de los directores; es notorio cómo van desapareciendo de los afiches y de los trailers). Este siglo ha cambiado tanto las condiciones de recepción del cine que cada vez se pone de manifiesto con mayor claridad la derrota de las concepciones de los grandes, se hace caso omiso del poder del arte del siglo XX, el arte de Hitchcock y Buñuel. Hoy, otra vez, se reciclan los debates que parecen obnubilarnos para después pasar merecidamente e importan los temas, los mensajes, la educación, el cine debate de las materias de educación cívica y de “formación ciudadana”. Bueno, jódanse: el cine sigue merodeando y todavía nos estremece y nos emociona por películas como Halloween Ends y no por la película necesaria. Halloween Ends, que debió ser “Termina Halloween” o “Halloween termina”, acá se ha estrenado como Halloween: la noche final, quizás para unirla con el título local de estreno de Halloween de John Carpenter de 1978, que fue Noche de brujas. O quizás a nadie le importó eso. Quizás lo que importe ahora en general sea “el nuevo terror” o el “terror elevado”, el terror de temas más identificables, el terror más de moda, el terror que te da un tema para discutir. Acá, como siempre en Carpenter -que anda muy presente en esta película y en esta trilogía- el tema es el mal. El mal el mal el mal espejo de mi corazón, esa es la perfidia. El mal en Michael Myers y el mal que irradia la forma de Michael Myers, el mal que atraviesa las relaciones en el pueblo. No todas, claro, porque los que están solos nunca están del todo solos, y ahí es cuando el cine sabe construir una gran historia de amor en el sendero de los clásicos del western -acá sí que están Hawks y Ford- con apenas minutos y reverberaciones. Gracias una vez más Jamie Lee Curtis, gracias otra vez Will Patton. Rostro, arrugas, miradas, desafíos, golpes, respuestas, movimientos de Jamie Lee Curtis obtienen respuestas positivas, enaltecidas, de la implacable fotogenia. Jamie Lee Curtis, es decir Laurie Strode, en una silla mecedora abierta de piernas y golpeando rítmicamente la pared. Laurie y una calabaza, Laurie y la pelea física. Laurie monumental, Jamie Lee Curtis monumental. Erotismo y violencia, Kiss Kiss Bang Bang, cine para homenajear a los setenta inolvidables, a Pauline Kael y a los sentidos implicados, a la euforia de saberse interpelado por una película de esas que se desprecian como innecesarias. Esas son las películas que hicieron el cine, las que realmente necesitamos para emocionarnos, para pedir más y más cine, las que nos llevan a otras películas, a Christine, a La cosa y a Martes 13 y las tradiciones que supieron ser novedades orgullosas y pasionales y no cálculos de ingredientes melindrosos. Las películas que nos hacen como espectadores, cuyo virtuosismo se evidencia invisible para los ciegos ante la luz y su capacidad de visibilizar y también de ocultar, de ponerse en pausa para retomar la acción. Cine que se mueve porque piensa de verdad, no porque afirma que piensa. El cine no se señala sino que es, porque el cine es antes de afirmarse como tal. En Halloween Ends importa la relación entre el personaje y los marcos de las casas, las casas y sus marcos para encuadrar, el movimiento que no pide permiso para ser motor (y esta es una película con muchos motores, una película nada híbrida). Importa el montaje que da paso a la acción virtuosa y no virtual, a la violencia que no teme mostrarse, a la adrenalina de una caída y el corte violento a los títulos iniciales del sinfín de calabazas demoníacas con la música, la música, la música imparable de uno de los grandes directores compositores (Carpenter como Eastwood como Chaplin). En Halloween Ends importa dónde poner la cámara en función del rostro y del cuerpo de los personajes, de sus interacciones, de sus movimientos, en planos no prefigurados por lo que la gente reconoce de la televisión sino por la llegada a los sentidos desde la tradición del cine: la liberación de los monstruos que sí tienen aspecto de monstruos -la transformación que siempre estuvo latente del personaje de Corey señala a un actor extraordinario- aunque no necesitan siempre la máscara, al menos no la visible. El humor y la violencia combinados, la tragedia que no niega la continuidad de la vida. Una película imposible pero que existe, aunque a juzgar por lo que se escribe sobre ella pocos la puedan ver, porque aparentemente estamos matando al cine, en procesión y con antorchas. Pero David Gordon Green, John Carpenter y Jamie Lee Curtis resisten, alumbran de forma asertiva el ser del cine, hecho siempre de luces que se explican solas, incluso cuando se presentan como sombras.
Todo se complica. Semanas después de sus respectivos estrenos, tarde, muy tarde -y no aceptablemente tarde ni elegantemente tarde ni fashionably late- vi Minions: nace un villano y DC Liga de Supermascotas. Todo se complica. También los títulos. Con los dos puntos, con la marca adelante, también podría ser con algún número o alguna otra indicación cronológica o de otro tipo. Extraño los títulos más contundentes como Lo que el viento se llevó, El exorcista, Nueve reinas, Una mujer es una mujer… Pedir entradas para una película con dos puntos en el título, pedir entradas y antes decir “DC”... Decir “Minions” y hacer la pausa de los dos puntos… Todo se complica. En fin, igualmente cada vez se piden menos entradas en términos verbales, cada vez es más raro encontrar a alguien que venda una entrada. Generalmente, hoy en día con una serie de pantallas se activa casi toda la secuencia de la venta de entradas que permiten la entrada a otra serie de pantallas más grandes. Todo se complica para algún lado, incluso con eso de “hacelo más fácil” mientras te muestran un celular oscilante y canchero en el “tutorial”. Ah, y CONTACTLESS. También hay autómatas que dicen frases repetidas que les mandan a decir, que disfrutes la película, así vayas a ver una de fusilamiento de niños. Hay excepciones en el mundo autómata, pero se van volviendo cada vez más excepcionales. Y hay ciertas facilidades, como la de poder saber sin llamar a los cines si una función está agotada. Igual ya casi nadie atiende esos teléfonos. Todo se complica. Como pasa cada vez con mayor frecuencia, los nombres de quienes dirigen las películas entran en una suerte de cono de oscuridad, o de ocultamiento. Hay afiches por la calle ya sin el nombre de los directores de películas, “una película de Netflix”, dicen algunos carteles, el título de la película, una foto de actor actriz personaje o cosa que uno tendría seguramente que conocer si no viviera retirado de tantas cosas... y chau. Todo se complica. Busco quiénes dirigieron estas películas que vi tarde y con la mejor compañía. Minions: nace un villano la dirigió Kyle Balda, y acompañado: Brad Ableson y Jonathan del Val figuran como codirectores. DC Liga de Supermascotas la dirigió Jared Stern, y acompañado: Sam J. Levine figura como co-director. Cada vez más películas animadas incluyen esto de la co-dirección. Todo se complica, también la existencia de la crítica de cine. O su lectura. Así que acá no haremos crítica ni lectura, ni escritura. Ni crítica ni reseña ni review. Ahora dicen “review” y alrededor parece que hablan en castellano. O dicen hablar castellano, fashionably adornado con cada vez más palabras en inglés. Y las muchachas aceptan afearse por la moda, decía Godard. Godard. Todo se complica. Y los Minions. La película Minions de 2015 era un bochinche horrible (link) y temía por Minions: nace un villano. Bah, no temía por la película, temía por mí ante la película, porque estas películas, si son malas, lo delatan en pocos minutos y después hay que aguantar. Pero el villano nace con fluidez, con narrativa, con gracia, hasta con emociones (como la risa con los chistes con timing y con lógica de cartoon, diría mi colega y amigo D’Espósito, que sabe mucho de animación). En esta de los Minions nace un villano pero sin villanía cinematográfica, más bien con honor de raigambre clásica en algunos términos. Las mascotas de DC, bueno, es una película carente de vida y que desconoce cualquier noción de gracia o gracejo, fluidez o elegancia, apenas es de moda (fashion) de marketing de superhéroes, tiene a los personajes siempre al medio del plano (no como Ozu sino como en la peor televisión), explica todo lo que pasa con diálogos -y el doblaje es malo, desganado, sin alma y sin ritmo- y falla y falla y falla en el timing, como si la hubieran hecho autómatas y te dijeran “que la disfrutes” de forma indolente, desdeñosa, ausente. Eso es, DC Liga de Supermascotas es una película ausente, de esas en las que el espíritu del cine huyó espantado, o más bien nunca estuvo.
Ay En algún lugar del primer tomo de las 1.400 páginas de la muy recomendable biografía sobre Elvis Presley de Peter Guralnick, pueden leerse algunas recomendaciones de actuación que le hicieron a Presley: “Richard Egan le dijo que el truco estaba en ser uno mismo, y Davis Weisbart insistió en que las clases de interpretación probablemente le arruinarían como actor ya que su mayor virtud era la naturalidad”. Seguramente nadie le dijo nada ni remotamente parecido a Austin Butler, el actor californiano que interpreta a Elvis en Elvis de Baz Luhrmann, quien quizás hasta lo haya alentado para que hiciera todo lo contrario a eso que le aconsejaban al Elvis de verdad. Butler se manda una de esas actuaciones obsesivamente miméticas, intensamente miméticas, insufriblemente miméticas. Una de esas actuaciones pensadas y ejecutadas -sobre todo ejecutadas- con esfuerzo, entrenamiento, seguramente también con no poco sufrimiento. Actúe, Butler, déjese de estas cosas de imitador que siente la actuación. Pero no, Butler, seguramente acicateado por Luhrmann, sigue y dale que va con una de esas actuaciones hechas como si estuviera perseguido por un espejo que le pregunta ¿quién es el más igualito a Elvis Presley? Y todo ese esfuerzo se vuelve pringoso, molesto, hasta desolador. Y, peor aún, se vuelve irrisorio e inútil cuando, sobre el final, Luhrmann decide poner unos segundos de imágenes del verdadero Elvis Presley. Si vas a jugar a la actuación mimética, nunca pero nunca metas ni un segundo de imagen del imitado porque lo más probable es que el imitador quede haciendo sus gracias en el vacío. Y así sucede en esta mayúscula decepción titulada Elvis, que muestra a Baz Luhrmann ya alejado de sus bríos pasionales de Moulin Rouge! (¿Me animaré a volver a ver ahora a mi amada Moulin Rouge!? no sé, temo enfrentarme a la película, porque es mentira que veinte años no es nada, y menos todavía veintiuno, como en este caso.) Elvis es, no demos muchas vueltas, una película no solamente inútil e incapaz sino además largamente tonta. Quiere decir “algo” -¿para qué?- sobre los Estados Unidos de las décadas del cincuenta, sesenta y setenta y en esos aspectos se evapora tristemente ante una comparación de apenas unos minutos con cualquier película de John Waters que transcurra en alguna de esas décadas, y también ante tres o cuatro planos cualquiera de Forrest Gump. Las osadías y la falta de miedo al ridículo que podía ostentar Luhrmann en sus mejores películas -las primeras, claro- se han vuelto viejas y sobre todo han mutado en caídas en el ridículo sin más. ¿Qué cuernos es ese aspecto pingüinesco -a lo Danny DeVito- de Tom Hanks? ¿Para qué? ¿Para qué se nos ubica en el punto de vista del Coronel Parker si va a llegar a la obviedad de obviedades ya recontra sabida de que el falso Coronel le jodió la carrera y la vida a Elvis? No solamente no hay sorpresa alguna; no hay tampoco osadía, juego, vuelo. La cámara parece ser revoleada con insistencia, como manda el Luhrmann style, pero a pesar de eso casi todas las imágenes son malamente pedestres, yermas. Al final llegamos a lo que ya sabemos, o ya sabíamos. Sí, maldición, el Coronel hizo todo lo posible para que Elvis no saliera de gira a otros países, lo acható y además contribuyó a profundizar sus adicciones y seguramente lo destruyó. Chocolate por la noticia, y encima todo contado con ínfulas de estar diciendo novedades, de estar siendo enjundioso, porque en esta Elvis Luhrmann hasta parece haber perdido el placer por entender y comunicar las bellezas de las superficies y quiere disfrazarse de profundo. Pero ya no se sabe poner ningún disfraz y su vacuidad está desnuda. Tal vez lo mejor sea olvidar esta Elvis y escuchar los discos de Elvis at Stax (link), que demuestran esa potencia increíble que el Coronel ayudó a limar y a limitar. Y, sobre todo, tengo ganas de imaginar una biografía de Elvis dirigida por Quentin Tarantino que se anime a mostrar al Coronel preso y a Elvis de gira por Japón, Inglaterra y Argentina y su encuentro con Sandro. Y vivo para cantar, más panzón y sonriente, en la apertura del mundial 1994.
Amor y Trueno y Arcoiris en la Oscuridad En el medio de este film festivo, o más allá del medio y más cerca del fin del film, de repente caemos en la cuenta de que estamos viendo una película en blanco y negro que parece haberse tirado de cabeza -o de panza y con ruido- en el universo de Ingmar Bergman. O, para decirlo con los términos que les gustan a ustedes los jóvenes, Thor: Amor y Trueno hace chistes con multiversos sin comerse el verso. Así las cosas, o porque así nos convocó con alegría Taika Waititi, Christian Bale hace de la muerte y nos trae a la memoria El séptimo sello mientras pensamos en Persona y en Gritos y susurros. Pero no nos burlamos de Bergman sino que lo homenajeamos con Waititi. Y todo esto en una de superhéroes que es una grandísima comedia, como Thor: Ragnarok pero incluso mejor. Así como en algún momento de nuestras vidas hemos pensado que toda gran canción debía ser versionada o multiversionada por los Ramones y Johnny Cash, uno está tentado de decir que todos los temas del cine -es decir todos los temas, para recordar a Horacio Quiroga- deberían serle ofrecidos a Taika Waititi para que los haga comedia, para que los haga rodar con frenesí cómico, ese que no niega el dolor pero que, final y felizmente, se lo lleva puesto, en aras del arte superior de la risa. Recordemos, ahora mismo, a Jojo Rabbit y su filmografía anterior (acá tienen algo sobre ese asunto: link). El autor Waititi hace su segunda película de Marvel pero en realidad hace una -otra- de Waititi. Una que imagina por todo lo alto, que cuenta, que hace comedia firmada: una película de autor. Y lo hace en un momento en el que los nombres de los directores han desaparecido de muchos carteles (Frank Capra mira desde el cielo con desaprobación). “Una película de Netflix”, “una película de Amazon”... vemos en mails y en las calles, en afiches no demasiado bonitos. En los mails es casi siempre posible encontrar el nombre del director de la película en cuestión, en los afiches no aparece ni en tipografía mínima, ¡devuelvan a los directores! En estos tiempos, entonces, Waititi se apropia -con fuerte singularidad- de Marvel, de Thor, de Shakespeare, de Guns ‘n Roses, de Enya, de Dio y su canción clave, del nombre Axl, de martillos, de lechuzones, del color y del blanco y negro, y de decidir qué hacer ante “la salud”. Se apropia otra vez de la capacidad de Chris Hemsworth para la comedia, de cameos gloriosos, de las capacidades intensas de Natalie Portman y Mr. Bale. Y de Zeus interpretado por el gordo, por Tutatis. Taika Waititi hace una de Taika Waititi. Taika, el actor, director y guionista que vino del sur, de Oceanía. El que interpretó a un vampiro, a Hitler y a Korg. Que se mandó una -otra- de luces y colores y una reunión de dioses. De dioses sin hombres, solo dioses. ¿Le gustará esta Thor a los seguidores más solemnes de los súper héroes? No tengo ni idea, no tengo el disgusto. Thor: Amor y Trueno. Me molestan las mayúsculas porque sí -o las aún más caprichosas- pero a esta película, a su tipografía -a su decisión tipográfica- se le podría permitir eso e incluso más, y ese título es tan desafiante, tan heavy metal... (además, de todos modos, en la película Amor y Trueno son finalmente nombres propios). Las formas de las letras elegidas son, también, una fiesta. Y también lo es la explicación del “agujero de gusano”: pocas películas se ríen así de bodrios solemnes y paspados como Event Horizon e Interstellar; con brevedad, certeza y un lápiz y un papel. La canción del final, la canción clave, de Dio, es “Rainbow in the Dark”. De hecho, la película podría haberse llamado Thor: arcoiris en la oscuridad. Porque eso y mucho más es esta comedia, que es tan comedia que tiene dentro de sí las más diversas tragedias y enfermedades terminales, y a Bergman como uno de sus referentes… y sigue siendo una comedia. Taika tiene claras las tradiciones, sus tradiciones y sus traiciones, y le gusta el cine -aunque no esté de moda que te guste el cine-, y por eso puede meter unos cuantos “temas contemporáneos” dentro de los temas de siempre, esos asuntos eternos del amor, el trueno, los dioses, la oscuridad y el arcoiris.
Todo se complica. Semanas después de sus respectivos estrenos, tarde, muy tarde -y no aceptablemente tarde ni elegantemente tarde ni fashionably late- vi Minions: nace un villano y DC Liga de Supermascotas. Todo se complica. También los títulos. Con los dos puntos, con la marca adelante, también podría ser con algún número o alguna otra indicación cronológica o de otro tipo. Extraño los títulos más contundentes como Lo que el viento se llevó, El exorcista, Nueve reinas, Una mujer es una mujer… Pedir entradas para una película con dos puntos en el título, pedir entradas y antes decir “DC”... Decir “Minions” y hacer la pausa de los dos puntos… Todo se complica. En fin, igualmente cada vez se piden menos entradas en términos verbales, cada vez es más raro encontrar a alguien que venda una entrada. Generalmente, hoy en día con una serie de pantallas se activa casi toda la secuencia de la venta de entradas que permiten la entrada a otra serie de pantallas más grandes. Todo se complica para algún lado, incluso con eso de “hacelo más fácil” mientras te muestran un celular oscilante y canchero en el “tutorial”. Ah, y CONTACTLESS. También hay autómatas que dicen frases repetidas que les mandan a decir, que disfrutes la película, así vayas a ver una de fusilamiento de niños. Hay excepciones en el mundo autómata, pero se van volviendo cada vez más excepcionales. Y hay ciertas facilidades, como la de poder saber sin llamar a los cines si una función está agotada. Igual ya casi nadie atiende esos teléfonos. Todo se complica. Como pasa cada vez con mayor frecuencia, los nombres de quienes dirigen las películas entran en una suerte de cono de oscuridad, o de ocultamiento. Hay afiches por la calle ya sin el nombre de los directores de películas, “una película de Netflix”, dicen algunos carteles, el título de la película, una foto de actor actriz personaje o cosa que uno tendría seguramente que conocer si no viviera retirado de tantas cosas... y chau. Todo se complica. Busco quiénes dirigieron estas películas que vi tarde y con la mejor compañía. Minions: nace un villano la dirigió Kyle Balda, y acompañado: Brad Ableson y Jonathan del Val figuran como codirectores. DC Liga de Supermascotas la dirigió Jared Stern, y acompañado: Sam J. Levine figura como co-director. Cada vez más películas animadas incluyen esto de la co-dirección. Todo se complica, también la existencia de la crítica de cine. O su lectura. Así que acá no haremos crítica ni lectura, ni escritura. Ni crítica ni reseña ni review. Ahora dicen “review” y alrededor parece que hablan en castellano. O dicen hablar castellano, fashionably adornado con cada vez más palabras en inglés. Y las muchachas aceptan afearse por la moda, decía Godard. Godard. Todo se complica. Y los Minions. La película Minions de 2015 era un bochinche horrible (link) y temía por Minions: nace un villano. Bah, no temía por la película, temía por mí ante la película, porque estas películas, si son malas, lo delatan en pocos minutos y después hay que aguantar. Pero el villano nace con fluidez, con narrativa, con gracia, hasta con emociones (como la risa con los chistes con timing y con lógica de cartoon, diría mi colega y amigo D’Espósito, que sabe mucho de animación). En esta de los Minions nace un villano pero sin villanía cinematográfica, más bien con honor de raigambre clásica en algunos términos. Las mascotas de DC, bueno, es una película carente de vida y que desconoce cualquier noción de gracia o gracejo, fluidez o elegancia, apenas es de moda (fashion) de marketing de superhéroes, tiene a los personajes siempre al medio del plano (no como Ozu sino como en la peor televisión), explica todo lo que pasa con diálogos -y el doblaje es malo, desganado, sin alma y sin ritmo- y falla y falla y falla en el timing, como si la hubieran hecho autómatas y te dijeran “que la disfrutes” de forma indolente, desdeñosa, ausente. Eso es, DC Liga de Supermascotas es una película ausente, de esas en las que el espíritu del cine huyó espantado, o más bien nunca estuvo.
Himnos de mi corazón Tom Cruise hace cine. Demuestra cine. Hace que el cine sea ir al cine. Se pone otra vez el traje, la coraza, el disfraz serio y también humorístico del héroe y hace volar todo por el aire y los aires otra vez, en una película pirueta y de piruetas. Tom Cruise, otra vez, y otra y otra y otra vez, cada tanto, revive ese cine que nos hizo amar el cine, la sala de cine. Con todas las Misiones imposibles, con la primera Jack Reacher, con Minority Report, con Guerra de los mundos, con Day & Knight. Con otras más y también con esta Top Gun Maverick. Tom Cruise se ríe y vuela. Y vuela vuela, y hace chistes. I Tom Cruise construye un mundo fílmico que incluso podría carecer de director, así como parece ocurrir en Top Gun Maverick en secuencias que en manos de realizadores de los buenos, de los cabales, de los fogueados, deberían haber sido ser menos arenosas, menos toscas, como por ejemplo la secuencia del bar, como la charla inicial sobre la cancelación del programa volador, como la conversación en la cama o como el abrazo con la señora de Iceman. Y no se trata de no reconocer la posible nobleza del plástico publicitario demodé y de todo lo gloriosamente over the top* que aquí tenemos, como esos planos cancheros porque cancheros son lindos, como muchos en esta película que no le teme al ridículo y así anda, feliz y musculosa, con abundancia de secuencias de acción precisas, económicas y a la vez de una notable generosidad adrenalínica. Y con una construcción de personajes a los que dan ganas de defender, de preocuparse y de interesarse por ellos: la vieja receta de la empatía (y de meter actores grandes en papeles secundarios). Top Gun Maverick es tan anómala -tan independiente frente a este mundo tan marveloso y tan poco maravilloso- que hasta se permite ser una de acción buena sin malos: la maldad está pero se relaciona con la tendencia a rendirse ante los reglamentos y las burocracias y, sobre todo, con la adoración de las máquinas deshumanizadas (que al final son menos hábiles que las picardías de Tom y de todos sus Jerrys). Rían, y corran, y que vivan los nobles componentes clásicos, o al menos algunos legados. II *Over the top: disculpen por favor el término en inglés, quizás podría haber escrito bombástico y dejarme de joder, pero Over the Top era el nombre original de Halcón, producto de los ochenta cargado con octanaje de los ochenta con Sylvester Stallone y con pulseadas, y con relación padre e hijo y con camiones y con canción principal de Sammy Haggar, que uno bien se lo confundía con Kenny Loggins, que tenía canción en Top Gun… y también otra en Halcón. Halcón, o sea Over the Top, es del año 1987, y la primera Top Gun de 1986. Además de todo esto, sinceramente me daban ganas de escribir el término “over the top”. Y, como decía Jean-Luc Godard, cuando uno tiene ganas de decir algo lo mejor es decirlo. O, como decía Andrés Calamaro acerca de Miguel Abuelo, “si tenía algo que decir lo decía dos veces”. Y Miguel Abuelo compuso y cantaba “Himno de mi corazón”, canción de 1984. Y Godard también decía que, si el cine hubiera dejado de existir, daba la sensación de que Nicholas Ray podría haberlo regenerarlo por sí solo (Godard no decía esto sobre Ray del todo a favor, pero aquí diremos lo que decimos y diremos de Cruise a favor, hasta con agradecimiento). III En este siglo XXI en el que la idiotez y la pequeñez han dado muestras de su permanencia y su extensión globalizadas; en este siglo XXI en el que cada vez menos directores, productores, guionistas y actores parecen saber cómo generar pasión, euforia, adrenalina… ahí está Tom Cruise, que pareciera tener la capacidad, los reflejos, la energía, la determinación y la tozudez para volver a cocer los ingredientes del cine y el imaginario de los ochenta, ennoblecerlos, quitarles lo malo e incluso convertir lo malo en atesorable y hasta trasvasarlo a objetos emocionales coleccionables. Eso y también mucho más es Top Gun Maverick, una película que apunta a la piel, ese órgano tan cercano, tan conectado con el alma, como bien lo sabía y lo decía con gracia epifánica Jean Cocteau. Top Gun Maverick es también un zoom out sobre una moto que se va a toda velocidad, y también una película sobre rebeldías honorables, y una comedia entre Cruise y John Hamm, y entre Cruise y Ed Harris, con diálogos que parecen los que se escribían para Humphrey Bogart, otro grande que no era especialmente alto pero bancaba la parada como pocos. Cruise, por sí solo, parece tener el poder de resucitar al cine y en especial su conexión con el público, que aplaude agradecido y casi todo sin barbijo, sonriendo porque se le ve la sonrisa, que revela más sensatez y criterio que la cara tapada al pedo. O quizás Tom no lo pueda resucitar de forma permanente, pero seguramente le dará algunos años más de esperanza mientras él, Cruise, siga por ahí, teniendo claro -está dicho en los diálogos de Top Gun Maverick- que él sigue por ahí porque los pilotos son más importantes que las máquinas. Y que no puede irse todavía. IV Para los que creen que me subí ahora a la hola defensora de Cruise porque le dieron un premio en Cannes hace menos de un mes, tengan a bien saber que hace casi una década escribí esto (link), y hasta puedo exhibir defensas más antiguas. Y sepan que la Top Gun de 1986 siempre me importó poco. Y que nunca defendí en bloque la nostalgia de los ochenta (link). Top Gun Maverick no es meramente un reciclado ochentoso: es cine con las posibilidades del presente motorizado por un actor y productor que sabe del poder de este maravilloso arte y que respeta su historia. Cine motorizado, elevado por alguien que sabe y activa las ganas de volver al cine a ver héroes con campera y jeans y sin tantas capas y capas multiverseras, y sin tantas concesiones a las estupideces y a los miedos del presente. Top Gun Maverick es, finalmente, la película de alguien con el poder de hacer el cine que le gusta y que gusta, un cine nacido del deseo, un himno de su corazón que seduce y dispara las ansias por volver a ver películas en una sala con gente alrededor, en comunión. Claro, Top Gun Maverick ciertamente es una heroína más bien solitaria. No te vayas, Tom.
Desencuentro Escucho a Roberto Goyeneche, me dice que estás desorientado y no sabés / qué "trole" hay que tomar para seguir / y en este desencuentro con la fe / querés cruzar el mar y no podés. Estoy desorientado, desencantado, desencontrado. Vi Licorice Pizza y no tendría que haberlo hecho. Las películas de Paul Thomas Anderson deberían gustarme todas, deberían encantarme. Es uno de los grandes, uno de los directores que más quiero, o eso digo, o eso decía. Escribir sobre una de sus películas, Boogie Nights, me cambió la vida -varias vidas- porque me permitió entrar a la revista El Amante. Pero ya está por pasar medio siglo desde ese momento, es decir casi la mitad de mi vida. Después de ver Boogie Nights vi en VHS -todavía se usaba eso- su primera película, Hard Eight, una de esas óperas primas deslumbrantes que el cine americano suele o solía darnos. Luego defendí -ya formando parte de la redacción de El Amante- Magnolia. No me animo a reverla, de eso estoy seguro. Me enamoré -o ya estaba enamorado de ese cine y esos actores- de Punch-Drunk Love, y también escribí en El Amante. Más tarde llegó Petróleo sangriento (There Will Be Blood) y encontré juntas, en tándem, las pruebas de las acusaciones que se le hacían al cine de Paul Thomas Anderson, como una especie de revelación del orden de todo lo negativo apiñado y en su máximo fulgor. Creo que algo debo haber escrito en algún lado, seguramente comparándola con la maravilla hustoniana El juez del patíbulo (The Life and Times of Judge Roy Bean), otra película con petróleo y que contaba la misma época. Después llegó The Master y fui a verla con cierta reticencia. Me deslumbró y escribí sobre ella en estas páginas sin papel (link). Luego vino Vicio propio (Inherent Vice) y me enfrenté a una decepción gigantesca, o a mi rabiosa incapacidad para querer -o no odiar- esa película (link). Decidí mantenerme lejos de Phantom Thread, de la que no quise ver ni el afiche. Meses después del fenómeno -en Twitter, sobre todo- de Licorice Pizza, me dispuse a verla. Se hablaba de mi adorado cine de los setenta, se vociferaban entusiasmos, se mentaba el encuentro feliz con la esencia fundamental del cine, de la capacidad de PTA de llevarnos a todos y a todo talento a la tierra de los sueños. Yo, desencontrado, contrariado, desinflado. Encontré florituras de cámara, como supo y sabe hacer Paul Thomas Anderson, pero no encontré la energía que otros vieron, ven y están viendo. Licorice Pizza es un como si, pero no el como si de un juego. Es otra cosa, es otra cosa, y de esa otra cosa, algo desplazado, algo que no está en donde promete, una película astuta o que quiere serlo, un relato que elude la fluidez en aras de ser inteligente pero que se pierde, se desencuentra, se desarma incluso antes de armarse. Es una película que intenta ser como de los setenta, pero no lo es porque por un lado no puede serlo, y por otro porque es letalmente autoconsciente. Y por otro porque se decide a no fluir, por llenarse de ripios. Y por otro más porque cree que las elipsis cancheras no son finalmente una pesadilla de focalización externa si se abusa de ellas. Es una película sabihonda, que se empachó de ganas de referencias, de detalles de época pero que no confía en su encanto, o no lo tiene. Y así nos explica con la tele, con la maldita tele, que el petróleo esto y aquello, porque 1973. Sólo una película que no es de los setenta puede cometer esa torpeza wiki enciclopédica. Sólo una película que no es de esos tiempos puede incluir una referencia así de tosca al éxito de Garganta profunda. Sólo una película que no es de esos tiempos puede quedarse en la espalda en el momento de mostrar las tetas. Sólo, me dejó solo la película. Solo, desencontrado. Adventureland de Greg Mottola es la gran película de un amor como este amor, y que viajaba bien a otra década. Adventureland permanece y Licorice Pizza me genera mal humor, quizás porque no logro conectar con ella, quizás porque pone la música con un marco dorado, demasiado farolero. Para peor, las actuaciones son todas excelentes, en términos de que todos los actores llegan con creces a cada uno de los irritantes desafíos -casi de muestrario actoral- a los que se los somete. Una película desencontrada, desmembrada, que aparenta tener fe pero no la tiene (aunque la fe ciega en PTA genera fieles y la fe rebota y vuelve y genera alegrías), y que me encuentra solamente cuando Bradley Cooper copa la parada, o con los chistes de John Michael Higgins y las japonesas. La historia de amor ni siquiera la vislumbré, o simplemente no les creí nada. O será que simplemente vi tres cuadras antes cada sentido a interpretar de cada secuencia de desencuentro o desfase de la parejita, y todo se me hacía eterno, falsamente estirado. O tal vez sea que Adventureland estaba y está viva y Licorice Pizza tiene el hálito de la muerte de la nostalgia recreada con hijos, padres, tíos y nietos de famosos, en una especie de lógica del estrellato de línea de sangre, de la parentela de Hollywood. No es lo mío: soy plebeyo y estoy desencontrado, malhumorado y contrariado. Y, por último, no me gusta el sabor licorice. Es tan horrible como el de un caramelo Media hora que, en este caso, dura más de dos.
Persona Una película que transcurre en un festival de cine. Pero Woody Allen no le pone a su última película -hasta el momento- el nombre de ese festival -San Sebastián- sino que la llama Rifkin's Festival, el festival de Rifkin. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es el protagonista de la película y su punto de vista es el dominante pero no el único. Hay algún momento en el que asistimos al avance del romance entre su mujer y su cliente, el director de cine francés, y es imposible que ahí esté el punto de vista de Rifkin. Hay otros momentos que analizados a las apuradas podrían pensarse como ajenos al punto de vista -a cuánto puede conocer, a la focalización- de Rifkin pero son sus sueños, y ahí hay punto de vista inapelable, o punto de sueño. Estos detalles, sin embargo, pueden ser más que ociosos para acercarse a la -hasta el momento- última película de Woody Allen. Que si el título…, que si la focalización…, que si el saber de Rifkin…, minucias para Allen, que está en otros lados, en otros paseos ya y desde hace ya muchos años y no tanto en pensar cejijunto en si sus películas son sólidas. En ocasiones intentó mayor “solidez” y enjundia y le salieron desastres como Match Point; a veces se despreocupó pero con trasfondo grave y jodido y le salieron desastres como El sueño de Cassandra. De todos modos, o de otros modos, incluso en el siglo XXI se ha enfocado y le salieron relatos admirables como Blue Jasmine. Y eso no fue hace tanto. Pero en otras ocasiones, muchas en el siglo XXI, ha tenido ganas de promocionar algún lugar en Europa -o de pasear por ahí- y de hacer estas liviandades como Rifkin’s Festival tendientes mayormente hacia lo placentero, hacia el hallazgo actoral frecuente, hacia el chiste que parece repentino, quizás falsamente encontrado ahí mismo, a veces debilitado por otros chistes que no logran disimular su escritura -demasiado- cavilada, demasiado pendiente de transmitir una cosmovisión que ya conocemos y que ya conocíamos. Al cine de Allen hoy se llega casi siempre -bueno, habrá gente que vea esta como primera película de Allen en su vida, porque aunque traten de encerrarlos sigue habiendo niños y jóvenes-, con el territorio ya recorrido, con el mapa ajustado, desajustado y cambiado varias veces, con enojos diversos y diversas reconciliaciones. A Rifkin’s Festival se puede llegar ya casi extrañando el cine de Allen. ¿Cuántas películas más de Allen habrá? El señor nació en 1935 y a cada rato notamos que buena parte de los grandes directores vivos ostentan fechas de nacimiento en la primera mitad del siglo XX. Pero esos son otros lamentos, o parientes de los lamentos de Mort Rifkin. Mort extraña el momento de los grandes directores europeos: Fellini, Bergman, Truffaut, Godard… y hasta incluye a Claude Lelouch al hablar de la Nouvelle Vague. ¿Un chiste sobre la pedantería inconducente del personaje? ¿O no? Allen, o el personaje de Allen -actuado por él o por otros- del cine de Allen siempre prefirió a Bergman y a Fellini por sobre Hawks, Capra y Ford. Pero no vamos a discutir acá acerca de esas cosas, o a decir que El séptimo sello está entre lo peor de Bergman sino apuntar que es citada, como también son citadas -en sueños- El ciudadano, Une partie de campagne, Ocho y medio, Jules y Jim, El ángel exterminador y Persona. Allen se vuelve insolente, claro, y también felizmente impune. Y todo el asunto gana en liviandad y capricho placentero. Y otra vez los problemas de pareja, desde donde parte la película apenas iniciada, y la posibilidad del romance, y la música de las películas de Allen y las actuaciones de la gente con Allen. Louis Garrel demuestra, con esta película y con la última -hasta el momento- de Polanski que es uno de los grandes actores europeos del momento. Y el exitoso director francés que interpreta es una de las mayores creaciones cómicas del cine de Allen de estos tiempos. Una creación fulminante, artera y harta de tanto cine -del que circula por fuera pero también del habitual en festivales- meramente hecho por entes dispuestos a agradar a las corrientes de opiniones del momento y no creado por personas. Allen sigue siendo una persona, seguramente en homenaje a Bergman.
Punto para el cine King Richard, la película recién estrenada y acá penosamente titulada El Rey Richard: una familia ganadora, es una muestra de que, quizás, Hollywood esté empezando a entender mejor -y con mayor beneficio para los espectadores- cómo sobrevivir a los tiempos que corren sin disolverse del todo en el intento. La ceremonia de los Oscars lleva transitados unos cuantos años de “desespectacularización” progresiva, cada vez con mayor presencia de cine compungido y “comprometido”, cada vez con menos estrellas que se molestan en ir, cada vez más atada al mandato de una diversidad exhibida sin demasiada convicción y con aún menor cantidad de gracia, y cada vez con más gente y más instituciones y más corporaciones con cara de pedir perdón por un montón de cosas a la vez. La última edición, la de 2021, el punto más bajo de los Oscar, debe haber encendido unas cuantas alarmas: la “gran ganadora” Nomadland (link) es no solamente un producto más artero y empaquetado que la más cínica superproducción basada en una marca previa blindada. Además, su lugar destacado representa todo un riesgo para la máquina industrial del cine y del espectáculo de los premios. Pero ahora -quizás como reacción, quizás simplemente porque el cine sigue- empieza a haber señales de alguna clase de resurgimiento, alguna clase de recuperación, por ejemplo con una película como King Richard, dirigida por Reinaldo Marcus Green. Dentro de algunos meses Will Smith ganará -y nada injustamente- el Oscar o estará muy cerca de lograrlo, y la película seguramente tenga unas cuantas nominaciones más. Y no estará mal: King Richard es una película que filma el tenis como casi ninguna otra en la historia del cine. Lo hace de forma espectacularmente precisa, contundente y comprensible en el juego y en la emoción y tensión que conlleva. King Richard tiene dieciséis productores, y si solamente el 25% de esa lista está presente en la ceremonia de 2022 los Oscars ya habrán recuperado buena parte de su ahora casi extinto glamour, de su interés, de su poder de venta y de su espectacularidad. Uno de los productores es el propio Will Smith, y otra es la actriz (y esposa de Smith) Jada Pinkett Smith. Y hay dos productoras más, insoslayables, en la lista: Venus Williams y Serena Williams. Las dos tenistas, de las mejores de la historia de este deporte -hay muy sólidos argumentos para sostener que Serena ha sido sencillamente la más grande- fueron las primeras jugadoras negras en llegar al número uno del mundo, entre muchos otros logros legendarios y cercanos en el tiempo. Parte de la historia de ambas, de su familia y principalmente de su padre Richard es la base de King Richard, relato de educación vital y deportiva, biografía de un hombre extraordinario, obstinado, terco y con un porcentaje de acierto en su visión que conmueve, deslumbra y hasta asusta. El señor Richard, y esto está abrumadoramente documentado, diseñó una vida de éxito en el tenis para dos de sus hijas que se cumplió con un nivel de concreción que, de haberse pensado como punto de partida de una ficción no basada en hechos reales se habría descartado inmediatamente como inverosímil. King Richard es una película fluida, seguidora respetuosa de recursos narrativos probados y sedimentados durante décadas, sobria en su decisión de seguir sus temas con claridad (a veces, sí, con algunos diálogos reforzados que asoman un poco didácticos para subrayar innecesariamente la importancia del significado de los hechos narrados). Y además de todo eso es una película que nos recuerda y le recuerda a Hollywood una sabiduría elemental: el cine puede contar todas las historias, también y sobre todo aquellas que pueden entender y nutrirse del aire de los tiempos, y hasta beneficiarse de ellos sin negar los poderes, placeres y emociones de este arte, de esta industria, de este vehículo potenciador de leyendas basadas en realidades y en fantasías, y en fantasías y en sueños que se convierten en realidades.
“Tenías razón. No hay nada”. Esas palabras se dibujan en la nota escrita por el marido de Beth (Rebecca Hall) antes de su violento suicidio a bordo de un pequeño bote. Frases que reverberan en la mente de la viuda días después de esa muerte que la deja sola y cautiva de su casa junto al lago. La casa es su única compañía, y en las noches alguien parece visitarla, dejando sus pasos marcados, la música encendida, presencias espectrales que aguardan en la sombra, en el recoveco más oscuro de los propios sueños. La casa oscura podría pensarse como una película sobre la negación antes que sobre el duelo, sobre los mecanismos de protección que ensayamos ante los más terribles silencios y descubrimientos. Y sin abandonar esos dilemas sobre el después de la muerte y la angustia del vacío que nos aguarda –es clara la referencia a La hora del lobo, el acercamiento más evidente de Ingmar Bergman al terror-, David Bruckner (El ritual) modela su puesta en escena sobre un terror que prescinde de golpes de efecto y monstruosas apariciones, que es capaz de subvertir lo conocido para convertirlo en su espejo más siniestro. Pero el gran mérito de la película es la interpretación de Rebecca Hall, una actriz capaz de dar a su personaje todo un abanico de emociones sin reparos ni excesos. Su Beth transita el perfecto calvario del género, sometida a asedios fantasmales, a exploraciones en el bosque, a revelaciones inaceptables, pero también una cruzada metafísica, expresada en un cuerpo convertido en drama, en la carne verdadera de esas tinieblas.