Todo aquello que no debería hacerse en el cine (estetización del sufrimiento y la miseria, declamación, discursos engolados por parte de una “estrella invitada” -el coproductor Brad Pitt en este caso-, música rimbombante para subrayar lo que el espectador debe sentir, momentos sangrientos para que el espectador diga “pero qué barbaridad”, lágrimas de vaselina, puesta en escena decorativa) está aquí como una especie de catálogo del anticine. El realizador Steve McQueen, que supo ser interesante con Hunger y a quien podíamos ya ver como un probable manipulador con Shame, decide que lo único que importa es que el espectador aprenda la lección. Así, sus personajes, incluso a pesar del gran trabajo humano de ese gigante interpretativo que es Chiwetel Ejiofor, son apenas marionetas que escriben un mensaje unívoco, carente de ambigüedad (los malos son pésimos, los buenos son óptimos) y efectista, como el de la peor publicidad. Sobre la esclavitud, ahí están como grandes ejemplos Amistad, de Steven Spielberg o Django sin cadenas, de Quentin Tarantino. Esto es apenas un director mostrando lo bien que filma: nosotros somos, también, sus esclavos.