ESCLAVITUD Y DOMESTICACIÓN
El 6 de febrero llega a los cines argentinos “12 años de esclavitud”, opus tres del consagrado Steve McQueen y candidata a ser la película del año para muchos salvo para nosotros.
“Basada en una historia real”. Son incontables las producciones que arrancan con el conocido aviso, una vil treta comercial que apunta a capturar el interés y la billetera del espectador. La tan naturalizada frase no resiste cuestionamiento alguno: si la ficción, aunque se tilde de realista o de coquetear con el documental no puede dejar de ser una representación, ¿qué importancia tiene que lo que estamos a punto de ver haya ocurrido? La respuesta es simple: ninguna. Lejos estamos de pecar de nietzscheanos pero hace rato que sabemos que los hechos están perdidos y que solo nos quedan las interpretaciones. Si el factor de la historia real tuviera peso, las películas de ciencia ficción pertenecerían forzosamente a un género menor y sabemos de sobra que no es así.
Hablemos, pues, de la propuesta de Steve McQueen que, en su tercer largometraje, cuenta la historia de Solomon Northup, un hombre libre de Saratoga, Nueva York, apresado en 1841 y convertido en esclavo tan solo por el hecho de ser negro. De algún modo debería movilizarnos el hecho de saber que esto ocurrió hace poco más de ciento setenta años. Y si el condimento de la “historial real” es insuficiente, no hay problema, se avecinan dos horas de latigazos y humillaciones.
Uno de los problemas de “12 años de esclavitud” es que, más allá del color de piel de los amos y los esclavos, es una película de blancos y negros. El pobre Solomon, encarnado por el multinominado Chiwetel Ejiofor es, desde el minuto cero de metraje, presentado como un esposo, padre y anfitrión ideal. De más está decir que cuando pase a integrar las plantaciones de algodón, la pasará verdaderamente mal.
El bueno buenísimo de Solomon se cruzará con los malos malísimos que son el Sr. y la Sra. Epps (Michael Fassbender y Sarah “Lana Banana” Paulson), seres abyectos alimentados por el alcohol, la lujuria, el fanatismo y los celos. Los negros, además de recibir botellazos, serán retratados y definidos explícitamente como monos y algunos de los malvados blancos recibirán su castigo patinando en el chiquero. Será no muy sutil pero quizás ese sea uno de los pocos intentos del director por transmitir algo desde la imagen y no desde el diálogo: la idea de que solo un animal puede tratar a los semejantes como animales. De todos modos, si algo de esto no queda claro, llegando al último tercio de película, la aparición de un ángel abolicionista canadiense llamado Brad Pitt alzará la voz para que quede bien claro que la esclavitud está mal y que en el futuro las cosas serán diferentes.
Al igual que “Hunger” (2008) y, en menor medida, “Shame” (2011), “12 años de esclavitud” explora las relaciones entre cuerpo, política y poder. Tanto en la primera como en la última hay dos escenas extensas que definen el punto de vista ideológico de cada obra. En un jugoso debate de 17 minutos de duración Bobby Sands, encarcelado por ser voluntario del Ejército Republicano Irlandés, le explica a un cura (Liam Cunningham aka Ser Davos Seaworth para los seguidores de “Game of Thrones”) sus razones para encabezar una huelga de hambre en oposición del gobierno de Margaret Tatcher. “Donde vos ves un suicidio, yo veo un asesinato”, explica Bobby, frase que abre el juego para que el público tome su posición. En la película que nos compete, luego de haber sido ultrajada y de suplicar que alguien acabe con su vida, la esclava Patsey (oscarizado debut de Lupita Nyong’o), recibirá más de cuatro minutos de obscenos latigazos. “Usted es el diablo”, le dirán al Sr. Epps que, sin un ápice de piedad, responderá que un hombre puede hacer lo que quiera con su propiedad y fin del asunto.
Se dirá que si una película trata sobre la esclavitud debe ser violenta para no perder autenticidad, pero la crueldad por sí sola no es sinónimo de compromiso. Después de todo, la sangre bien puede ser utilizada para edulcorar.
Si había algo en “Hunger” que se perdió camino a la accesible y aleccionadora “12 años de esclavitud” es confianza en el espectador. Por eso, quienes se queden con las ganas de ver una película que aborde la esclavitud en los Estados Unidos del siglo XIX, deberán retroceder solo hasta 2012. Allí se encontrarán con “Django Unchained”, propuesta más original que la de McQueen desde la construcción de los personajes (cómo olvidar al Stephen de Samuel L. Jackson, fiel a su amo al punto de intentar asesinar a los de su misma condición) hasta el uso de la banda sonora (recordemos la escena en la que suena Unchained, rap que vincula a los marginados del pasado con los del presente).
En una de las escenas de “12 años de esclavitud” un grupo de negros apresados hablan sobre los que han nacido esclavos y ni siquiera pueden concebir la idea de escapar. La diferencia radica entre los que pueden hablar –resistir– y los que fueron y son hablados. McQueen debería estar alerta. No sea cosa que, a fuerza de filmar historias de cautivos y confinados, el director haya emprendido el viaje a la domesticación que impone esa industria cinematográfica llamada Hollywood.