A sus 88 años Clint Eastwood sigue reflexionando sobre la naturaleza del héroe, con sus lealtades, sus errores y sus culpas; poniendo el cuerpo detrás y delante de cámara en una película de una sencillez infrecuente en el cine de hoy. El que quizás sea su ultimo film con él como protagonista cuenta la historia de un hombre golpeado por el paso del tiempo y por las malas decisiones que tomó como esposo y padre de familia. Su Earl Stone proyanqui, xenófobo y en quiebra gracias al avance de internet y las ventas virtuales, termina trabajando para un cartel dominada por… mexicanos. Injustamente ninguneada por la Academia, La mula reflexiona sobre el final de la vida laboral (tanto de su protagonista como de su director) profundizando en lo cotidiano y en un sentido opuesto al de otras películas de su filmografía como, por ejemplo American Sniper (2014). Sin subrayados y apelando a un clasicismo teñido de poesía, Clint triunfa a la hora del drama, de la comedia y del suspenso. Se disfruta verlo en pantalla, como a un anciano-niño que conoce el juego del cine, más allá de toda pretensión, premio o academia.
A poco más de un año de su estreno en el Festival de Sundance, Hereditary ya es un clásico, cosa que no puede decirse de ninguna de las nominadas a mejor película. Al igual que ocurre con la notable novela de terror gótico Los elementales (La Bestia Equilátera, 2017), la muerte de una abuela matriarcal funciona como disparador para narrar la historia de la desintegración psicofísica de una familia “tipo”. Entre el terror y el drama familiar, entre el miedo y la angustia y en sintonía con El bebé de Rosemary (1968) y la más reciente The Babadook (2014), la ópera prima de Ari Aster va del duelo al delirio, de la sugerencia al gore puro y duro y presenta a una Toni Collette descomunal que merecía, al menos, una nominación como mejor actriz. Incluso siendo una ficción tremendamente ambiciosa, Aster logra un soberbio manejo de los recursos técnicos y narrativos para hacerse un merecido lugar entre los clásicos del terror psicológico y también sobrenatural.
La fórmula de la que resulta Las Vegas incluye comedia, romance, melancolía pero ante todo, humor. El lugar: Villa Gesell. La época: fin de año. Sin querer queriendo confluyen en la ciudad balnearia, y en el mismo edificio, una joven madre (Pilar Gamboa, genial como siempre), su hijo de 18 años (Valentín Oliva, el freestyler conocido como Wos), el ex de ella (Santiago Gobernori) junto a su nueva novia colombiana (Valeria Santa) y una guardavidas veinteañera (Camila Fabbri). Villegas, que ya presentó en el BAFICI Sábado, Los suicidas, Victoria y Adán Buenosayres, pone el foco en los conflictos generacionales y aunque algunos pasajes pequen de acartonados, el producto final es sólido. Quienes no hayan podido conseguir entradas tendrán revancha a partir del 17 de mayo, cuando tenga su estreno comercial.
PRINCESA DE NADIE En 1991 Tonya Harding, patinadora sobre hielo profesional, se convirtió en la segunda mujer en la historia, y la primera norteamericana, en hacer el salto conocido como triple axel en una competencia oficial. Al día de hoy, realizar esos tres giros y medio sigue siendo un privilegio que solo nueve mujeres alcanzaron. A Tonya, sin embargo, no se la recuerda por haber sido campeona estadounidense, subcampeona mundial o medallista olímpica sino por el ataque que recibiera su compatriota y rival Nancy Kerrigan a principios del ‘94, cuyo autor material fue un asaltante contratado por Jeff Gillooly, exmarido de Tonya. Quien quiera viajar en el tiempo puede surfear en YouTube hasta encontrar el video en el que Tonya se consagra con el triple axel y también ese en el que la pobre Nancy grita “por qué a mí” entre lágrimas luego de haber recibido un palazo en la rodilla derecha, lesión que la dejaría fuera de competencia por algún tiempo. La virtud del sexto largo de Craig Gillespie (Lars and the Real Girl, Fright Night) es que, aunque lo reconstruye, trasciende el mero festín mediático de entonces y se dedica a mostrar el detrás de escena de la vida de Tonya. Alejado de la pregunta amarillista de si ella fue la autora intelectual de lo que le ocurrió a Nancy, Gillespie aborda lo ocurrido desde una perspectiva más compleja. Le importa más la mujer que la patinadora y se encarga de mostrar los numerosos atravesamientos que llevaron a Tonya (interpretada por Margot Robbie en el que es hasta el día de la fecha su mejor papel) a ocupar el lugar de victimaria. El lúcido aunque por momentos redundante guión de Steven Rogers abarca desde la violenta relación con su madre Lavonna (que la multipremiada y reciente ganadora del Oscar Allison Janney catapulta al Olimpo de las peores madres de la historia del cine) y con su primer esposo (Sebastian Stan), hasta el impacto que supuso ser de su condición a la hora de ser puntuada. Es que Tonya, a diferencia de otras patinadoras, siempre fue una redneck, white trash, y no daba la imagen que se quería mostrar. Tenía el talento pero le faltaba clase y el jurado se lo hizo saber. Biopic, drama, comedia negra, con un poderoso montaje que le hizo ganar el mote de “la Goodfellas del patinaje artístico” (Tatiana Riegel, editora habitué de Gillespie, se llevó el premio en los últimos Independent Spirit Awards) y encumbrada por las actuaciones de Robbie (además productora) y Janney, Yo soy Tonya podría ser descrita por muchos como una suerte de “descenso al infierno” de la joven rubia nacida en Portland. Aunque después de ver la película queda claro que no hubo paraíso o limbo alguno desde donde descender para esta outsider que pasó de la grandeza a la infamia y no pudo, o no quiso, ser la princesa de nadie.//∆z
LAS PUERTAS DEL DESEO Quien diga que la vio venir, miente, porque nadie podía pronosticar que lo último de Luca Guadagnino (The Protagonists, I Am Love, A Bigger Splash) se convertiría en un clásico instantáneo. Extraordinaria, fuera de serie, una trompada asestada con la intensidad y el timing preciso, Call Me By Your Name ya es una de las mejores cintas que entregó el nuevo siglo. En una villa italiana de la zona de Liguria, durante un verano de principios de los ochenta (1983 en la novela de André Aciman en la que se basa) Elio (Timothée Chalamet), de 17 años, conoce a Oliver (Armie Hammer), un estudiante norteamericano mayor que él y “becario” del padre de Elio (Michael Stuhlbarg), profesor especializado en cultura grecorromana. Si hablamos de los griegos, de quienes aprendimos que al amor se lo puede nombrar de muchas maneras, viene bien decir que habrá aquí un erastés (un amante) y un erómenos (un amado). El primero, por su condición, no sabe lo que le falta, pero algo le falta; el segundo no sabe lo que tiene, porque lo tiene escondido, incluso para sí mismo. El punto es que se encuentran y ese encuentro genera efectos. La casona familiar, en la que prima un ambiente intelectual y bastante liberal para la época, oficiará de paraíso donde empezará a circular de manera creciente el deseo entre ambos. No es fácil filmar esa energía invisible, y la demora necesaria para que esta se despliegue, pero el guión del veterano James Ivory (de 89 años, quien originalmente iba a codirigir) le infunde a sus personajes un respeto pocas veces visto y la cámara de Guadagnino dota al relato de una sensualidad insólita. La cuarta película del director nacido en Palermo desnuda la verdadera naturaleza de esa fuerza continua e indestructible, que causa a ambos personajes y los empuja a vivir incluso, y sobre todo, a pesar de ellos mismos. Call Me By Your Name es el registro de la existencia del Paraíso y también el de su nostalgia Sin ánimos de revelar lo que acontece hay que decir que cerca del final, este coming of age clásico y sensorial, al que cualquier premio le queda chico, hay una escena entre Elio y su padre que contiene uno de los mejores diálogos padre-hijo en la historia del cine. Citaremos esa escena por el resto de nuestras vidas.
CINE CONSERVA En sintonía con otros films pro-británicos como La dama de hierro (2011), El discurso del rey (2010) y La reina (2006), Las horas más oscuras (inexplicable pluralización del original Darkest Hour) se sitúa en el año 1940, cuando la Cámara de los Lores decide reemplazar al Primer Ministro Chamberlain por el extravagante Winston Churchill, cuya dudosa reputación reúne los vicios del tabaco y el alcohol con antecedentes poco felices como la derrota en la batalla de Gallipoli durante la Primera Guerra Mundial, cuando ocupaba el cargo de Primer Lord del Almirantazgo. El ascenso al poder de uno de los próceres ingleses más retratados de la historia del cine (Brendan Gleeson, John Lithgow, Michael Gambon y un largo etcétera), sus reveses ante el brutal avance del nazismo, la Batalla de Calais y la gesta de la Operación Dínamo (que hemos visto en otra de las nominadas al Oscar este año: Dunkirk) son contadas por medio del excesivamente didáctico guión de Anthony McCarten, cuya última película fue La teoría del todo, otra biopic. Por su parte, la fotografía a cargo del exitoso Bruno Delbonnel es demasiado prolija, asfixiante de tan perfecta, y hay que decir que si bien el director Joe Wright se mueve como pez en el agua cuando se trata de cine histórico (Anna Karenina, Orgullo y prejuicio, Expiación), lo más destacado de Las horas más oscuras no es ni su guión (la escena del subte en la que Churchill se funde con el pueblo es absolutamente ridícula) ni su cinematografía ni su dirección. Digamos que Gary Oldman entrega la que quizás sea la interpretación definitiva del “bulldog británico”: su réplica física es asombrosa y existe una agradable armonía entre el maquillaje, la modulación de su voz, sus tics y su motricidad. Las horas más oscuras es demasiado obediente, se pasa de académica y eso es algo que los académicos suelen valorar. Stephen “Stannis Baratheon” Dillane como el vizconde y rival Halifax, Kristin Scott Thomas como su esposa y Lily James como su secretaria acompañan correctamente una película que decidió privilegiar, en desmedro de sí misma, la forma por sobre el contenido. Si Meryl Streep ganó su tercer Oscar interpretando a Margaret Thatcher, que nadie se sorprenda cuando Gary Oldman gane el primero por revivir a otra figura histórica, también británica. Será un reconocimiento tardío para un actor que ha sabido ser Sid Vicious, Joe Orton, Jim Gordon, Lee Harvey Oswald, Drácula y Jean-Baptiste Emanuel Zorg. Uno que decidió no ser del Partido Conservador y salir airoso de este monumento a la corrección.
DESDE EL EXILIO Podría decirse que si la novela de Antonio Di Benedetto está dedicada las víctimas de la espera, los mil y un obstáculos que tuvo que atravesar Lucrecia Martel para presentar el que es su primer film de época y su primera adaptación literaria supusieron una excesiva espera que derivó en una perfecta anomalía. Porque el poder cautivante de Zama es de una rareza que no agota su poder en la mera fascinación. Hay en ella una suerte de “extranjeridad” condensada, ajena a cualquier cosa que pueda verse hoy, del mismo modo que Twin Peaks supera la lógica de las narrativas tradicionales para adentrarse en lo otro. Al igual que David Lynch, Martel es, como se dice habitualmente, “una distinta” y Zama simplemente se desmarca del resto, juega su propio juego, baila a su propio ritmo, toca su propia música, hace de la arritmia una norma. Primero lo primero. En 1956 Antonio Di Benedetto publica Zama, la historia de Don Diego de Zama, un funcionario de la corona española en Asunción del Paraguay que, aguarda ser trasladado a Buenos Ayres para poder reunirse en España con su esposa y su hija. La trama transcurre a fines del siglo XVIII y está contada por medio del monólogo interior de su protagonista. Además de ser una de las mejores novelas argentinas jamás publicadas, su estilo hace que sea una singularidad literaria. Filmarla suponía un gran desafío, pues es una historia en la que confluyen la construcción de un nuevo orden (el que los españoles quieren imponer a los nativos americanos) y la destrucción lenta y progresiva del asesor letrado, víctima de la espera de ese traslado que nunca llega. Era dificultoso poner en imagen esa banda de Moebius, ese interior-exterior permanente que circula en la novela, la experiencia subjetiva que supuso para el Zama ese exterior extrañísimo y ajeno que fue el continente americano invadido por los suyos. Sin dejarse llevar por la apabullante maestría de Benedetto, Martel supo jugarle de igual a igual, sabiendo que en la película la autora es ella. Por eso se apoyó fuertemente en el sonido (toda su filmografía descubre que es más importante lo que se escucha que lo que se dice) para reflejar el estado mental de Don Diego en los tres tiempos del libro (1790, 1794 y 1799), marcados en la película por los tres gobernadores. Sería incorrecto, sin embargo, afirmar que Zama es una película sobre Zama. Lejos de cualquier psicologismo, la autora se sirvió de ese tiempo de destrucción/construcción que fue la colonia para hacer de su cuarto largo uno claramente político. Ya desde el comienzo, a Zama se lo ve rehén de su propia mirada. Se lo tilda de mirón mientras espía a unas indias que, a pesar de ser racialmente inferiores, siempre lo pasan mejor que él. Zama (que es España, o Europa), se mueve dentro de una jaula narcisista, en la pretensión ilusoria, forzada e imposible de controlar y manejar los hilos de la escena. De sus grandes hazañas, de sus títulos (¡el corregidor, el enérgico, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, el que se ganó honores del monarca y respeto de los vencidos!) ya no queda nada y hoy son apenas un intento por sentirse vivo. Martel presenta una ¿dominación? colonial marcada por la decadencia (evidenciada en el risible maquillaje de los blancos) y extremadamente falible, pues detrás de la cultura oficial, de la historia oficial, hay un magma de relaciones complejas que permanentemente ponen en duda al orden colonial. Hay otras lenguas, otras historias, otras voces, otros sonidos inextirpables, siniestramente presentes, una otredad tan amenazante como imprescindible. Lejos de una propuesta existencialista sobre la identidad, Martel asesta una cachetada que apunta a cuestionar aquellos títulos, siempre ilusorios, que definen nuestro ser. ¿Qué se oculta detrás? ¿Qué queda después? La potencia visual y sonora que arroja Zama en la última media hora no se parece a nada que hayamos visto en el cine nacional. Es el registro de un abandono, cuando caen las máscaras y los vestidos, cuando alejado de la absurda pasión (ese sufrimiento que se padece pasivamente) por ser, de esa mentira que lo persigue, elige renuncia a la espera y abandonarse de una vez a la corriente. Aventura kafkiana con tines de realismo mágico, Zama ha duplicado en números a su antecesora La mujer sin cabeza. Los más de 60 mil espectadores que han asistido al privilegio de verla en pantalla grande desde su estreno hace ya un mes, son una caricia para una directora tan elogiada como cuestionada. Filmada en locaciones tan poco convencionales (y, sin embargo, tan nuestras) como Corrientes y Formosa, la que quizás sea la mejor película argentina del nuevo siglo nos habla del ser como un fantasma. ¿Acaso cuando la pantalla se puebla de cajas que se mueven solas, de llamas imposibles, de espectros y mujeres incorpóreas, no es Zama un fantasma ya él? De lo subjetivo a lo político, Martel ha sabido retratar el exilio psicofísico de uno de los mejores personajes que ha entregado la literatura argentina sin dejar de lado su compromiso ideológico. Porque, claro, si Zama representa al Rey de España a lo mejor es que de Europa es mejor no esperar nada.//∆z
LA TIERRA BALDIA Se dice que el graffiti expresa colectivamente lo que colectivamente se quiere expresar. Ha de ser por eso que previo a cualquier línea de diálogo se pueda leer en una de las paredes un pueblito de Texas la frase: “Tres veces en Irak, pero no hay plata para nosotros”, con la que el director explicita su punto de vista ideológico desde el vamos. ¿Quién es ese “nosotros”? Gente como los hermanos Howard, rednecks, descendientes de rancheros empobrecidos, vampirizados por hipotecas usurarias destinadas a sostener el sistema financiero. Toby (Chris Pine) es el menor de los hermanos. Viene de perder a su madre y quiere salvar el rancho familiar para dejárselo a lo que queda de su familia. Tanner (Ben Foster) acaba de salir de la cárcel y se suma a la cruzada. Es el único plan que le queda. Si en Breaking Bad Walter White contactaba a Jesse Pinkman tras hacer las cuentas y saber que solo mediante la venta de droga ilegal podría reunir el dinero para mantener a su familia antes de morir de cáncer, la estrategia de los Howard es más directa y acaso más justa: van tras las pequeñas sucursales del Texas Midlands Bank robando pequeñas cantidades de dinero para recuperar lo que les fue (legalmente, vale aclarar) quitado. Se sabe: ladrón que roba a ladrón… El dúo que le irá en zaga será aquel conformado por el ranger próximo a retirarse Marcus Hamilton (Jeff Bridges, quien ganaría con justicia su segundo Oscar) y Alberto Parker (Gil Birmingham, el Daniel Lanagin de House of Cards), su compañero medio indio, medio mexicano. La tierra baldía que comparten los cuatros hombres será el escenario de un duelo, pues encontramos en Sin nada que perder –el título que tiene en Argentina esta película- casi todos los elementos del western. Pero si este género pasó a la historia por saber registrar el nacimiento de una nación, Hell or High Water es el registro de su agonía. Neowestern, entonces, que deja ver lo que Deleuze y Guatari describen en Rizoma: “Norteamérica actúa mediante exterminios, liquidaciones internas, no solo de los indios sino también de los granjeros”. El brillante guión original de Taylor Sheridan, acompañado por una notable banda de sonido a cargo de Nick Cave y Warren Ellis, demuestra que la pareja de los “forajidos” y la pareja de “la ley” son más simétricas que antagónicas y que el verdadero enemigo es el omnipresente sistema financiero que está en las piedras y en el aire, y contagia los cuerpos y las mentes de una enfermedad que es dejada estratégicamente de lado de los tratados de psiquiatría: la pobreza. Toby, Tanner, Marcus y Alberto están condenados a habitar la tierra estéril de la civilización moderna. Nada florece en el progreso y los sueños se pagan con algo más que dinero. El director inicia su noveno largo con una frase en un muro y elige cerrarla con un enfrentamiento verbal. Su apuesta por la palabra es clara. Acaso el cine sea uno de los pocos espacios fértiles para hacerle frente al fin de la historia.//∆z
CANTO AL DESAMOR Se lee en la contratapa de Seda, de Alessandro Baricco, que una historia de amor que es tan solo eso no merece ser contada. Con las historias de desamor ocurre lo mismo y La La Land es una de ellas. Más que por sus elogiados planos secuencia y su prometedor número musical inicial, su visionado merece la pena en tanto y en cuanto revela la subjetividad de nuestra época. Imposible pensar La La Land sin pasar previamente por su antecesora. No hablamos de otros musicales del siglo XXI como Mamma Mia!, Los Miserables o Moulin Rouge! ni tampoco de aquellos a los que pretende homenajear como Los paraguas de Cherburgo o Cantando bajo la lluvia, si no de Whiplash, que puso al treintañero Damien Chazelle en escena. Allí, un desquiciado profesor Fletcher utilizaba métodos pedagógicos del todo violentos para que sus alumnos accedieran al “verdadero jazz”. Todavía recordamos las manos ensangrentadas de Andrew Newman sumergidas en hielo durante una sesión de práctica. La dinámica del amo y el esclavo estaba instalada. Como Newman, Sebastian Wilder (Ryan Gosling) es un amante del jazz. Trabaja como pianista en un restaurante… toca para quienes no escuchan. Su sueño es recuperar un histórico club de jazz hoy devenido en un bar de “samba y tapas”. Luego de dos desencuentros, comienza una relación con Mia (Emma Stone), una actriz a la deriva que va de casting en casting y trabaja tras el mostrador de una cafetería de los estudios de Warner. Tras varios números musicales de elogiable puesta en escena, la película alcanza el status de “triunfo estético”, que no basta para maquillar el fracaso resultante de un capricho de guión. Luego de una ardua lucha, elipsis mediante, nuestros protagonistas… se separan. Nadie sabe aún por qué, pues habían sido los mejores a la hora de ayudarse mutuamente a alcanzar sus anhelados y postergados sueños. El artificio de la escena final no tiene causa más que el ego del director. Su escena de despedida hace ruido… es un gesto estéril disfrazado de sonrisa. Whiplash no trataba del amor al jazz y La La Land no va del amor a los musicales. Tras su record de premios en los Globo de Oro y sus 14 rimbombantes nominaciones al Oscar se esconde una lógica solidaria a la del lastre cero. El camino al ascenso laboral es demasiado empinado y muy angosto para ser transitado de a dos… las relaciones terminan siendo un incordio. Los alumnos del profesor Fletcher no se unían para derrocar al que los sometía. El embiste contra su figura todopoderosa fue individual y fallido. El amo al que responden Sebastian y Mia es menos obvio, menos visible, pero no por eso menos efectivo. Su carácter éxtimo (es a la vez lo más externo y lo más íntimo) lo vuelve más difícil de detectar. La La Land celebra el triunfo del individuo, la inserción plena en el mercado de los sueños, el colorido camino hacia la autorrealización. Caiga quien caiga.//∆z
LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES No alcanza una actriz para salvar una película, menos aun cuando se la dirige desde el estereotipo. Una Emily Blunt excesivamente maquillada y visiblemente afeada, hace lo que puede en la intrascendente La chica del tren. Dirigida por Tate Taylor (The Help: Historias Cruzadas), el argumento nos presenta a Rachel (Emily Blunt), una alcohólica atribulada con la que se hace difícil empatizar, que toma el tren desde los suburbios hasta Manhattan diariamente y que aporta una pista clave en un caso de desaparición. Su trayecto incluye pasar por delante de la casa donde antes vivía y que ahora habitan su ex, Tom (Justin Theroux, insólitamente desaprovechado) junto a Anna (Rebecca Ferguson), su nueva mujer, y su hija bebé. A algunos metros viven Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans), quienes a ojos de la protagonista, representan la pareja perfecta. Un día Rachel ve a Megan en el balcón con otro hombre, poco antes de desaparecer. ¿Fuga de amantes? ¿Secuestro? ¿Asesinato? De un momento a otro Rachel se transforma en testigo y también en sospechosa. Sus lagunas mnémicas producto del alcohol le impiden saber cuál fue su papel en la desaparición. Solo recuerda que estuvo en las inmediaciones del lugar donde Rachel fue vista por última vez. Habrá que buscar la respuesta en sus recuerdos. Por la senda de Memento (2000) y Perdida (2014) transita La chica del tren, mezcla de thriller psicológico y melodrama suburbano que se desinfla a medida que pasan los minutos. Las historias de Rachel, Megan y Anna, tres mujeres unidas por el mismo elemento: un bebé (una no puede tenerlo, una lo tuvo y lo perdió, una lo tiene) se entrecruzan bien en el libro, amalgamadas por un suspenso que mantiene atento al lector pero que brilla por su ausencia en la película. Desaparecido el suspenso y por puro descarte, el whodunnit cae cuando todavía queda mucha película por delante. El problema más importante que tiene La chica del tren es que al espectador le ocurre algo similar a Rachel. Así cómo ella no puede dejar de mirar la vida privada de la pobre Megan y el ultramacho Scott, el espectador no puede sustraerse de la violencia gratuita que entrega el guion de Erin Cressida Wilson. Ninguno de los personajes queda muy bien parado: Anna se remite a ser madre, Megan a duras penas parece un ser vivo, Rachel solo ofrece depresión. Tom y Scott tienen mucho de ornamento, y el tercer hombre, el psicólogo Kamal Abdic (Edgar Ramírez) se destaca por su falta de ética profesional. Mujeres víctimas y hombres victimarios. Nada bueno puede salir de ahí, ni en la realidad ni en la ficción.//∆z