La libertad es decisión sólo de Dios y de los blancos
Hay una escena que define en medida la ética de 12 años de esclavitud: allí Edwin Epps (Michael Fassbender) decide castigar a latigazos a Patsey (Lupita Nyong’o), una de sus esclavas y también amante. Primero lo hace él, pero como no le da mucho el estómago, decide forzar a Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor) a completar su labor. Cuando Solomon ya no puede más, Edwin vuelve a tomar el látigo. Es una escena larga, de varios minutos, filmada con un plano circular que nunca se corta y en el que va rotando el protagonismo y centralidad de cada personaje, con una gran precisión en el uso del espacio. Ese plano secuencia deja en evidencia a un cineasta con un gran conocimiento de las herramientas cinematográficas y que no tiene miedo a usarlo para impactar al espectador. Ese plano también delata a un realizador sin ningún tipo de reserva moral, que busca embellecer estéticamente un hecho terrible. A Steve McQueen, director de esta película, no le importa (o como mínimo no es consciente, lo cual hasta en cierto modo es peor) el horror que está contando. Todo el metraje está plagado de planos donde impera la preocupación por la composición, pero no por el pudor por los cuerpos oprimidos, pisoteados, violentados, humillados. Esos cuerpos sufren y son convertidos en mercancía no sólo por las circunstancias concernientes al relato, sino también por la puesta en escena del film, que nunca les otorga una real jerarquía y que hasta pugna por convertir lo terrible en bello, cayendo en la obscenidad.
Uno de los colaboradores de FANCINEMA, Javier Luzi, señaló con acierto lo siguiente: “el problema con 12 años de esclavitud (entre otros tantos) es que para la película (y sus hacedores) la libertad y, su reverso, la esclavitud, no son una cuestión ética, ni siquiera política, sino puramente moral”. Esto se puede ver de forma muy patente en todo el calvario que atraviesa Northup, un hombre negro libre que es secuestrado y convertido en esclavo durante doce años en la era pre-abolicionista de los Estados Unidos. Este personaje, que encima es el protagonista, jamás decide su propio destino y nunca pasa de ser un brazo ejecutor de los deseos de otras personas o una mera herramienta discursiva de la película. Esto se traslada a todos los demás esclavos que aparecen en el relato -en especial Patsey, totalmente reducida a una presencia meramente objetual (de hecho, todas, absolutamente todas las mujeres son objetos)- e incluso a los blancos esclavistas, de los cuales hay dos casos paradigmáticos: el interpretado por Benedict Cumbertbath es visto como alguien culposo, que esclaviza porque no tiene remedio, pero que en el fondo es bondadoso; mientras que el encarnado por Fassbender es un psicópata absoluto, un fanático enfermo que aborrece y abusa de los negros porque sí, porque no le queda otra. El único personaje con capacidad de decisión es el Brad Pitt -que por otra parte es totalmente inverosímil en su construcción- y lo hace cuestionando la esclavitud pero invocando “verdades universales” en detrimento de las “leyes” o “sistemas sociales”, silenciando a la vez la posibilidad que tiene un individuo de decidir su propia libertad, de luchar por ella.
No hay lucha en 12 años de esclavitud. Su protagonista y todos los personajes que aparecen en cuadro son sumisos frente a “las verdades universales” y jamás dan pelea. Esto está encuadrado en una elección moral, y también ética, de la película, que es tomar una historia real situada en la era previa a la abolición y avalar su postura ideológica, que no critica a la esclavitud como acto inhumano y opresor, sino simplemente la violación de normativas referidas al sistema que lo sostenía. Para el film, lo que en el fondo está mal no es que Solomon pase años como esclavo, sino que lo haga cuando había nacido como hombre libre, y lo que lo hace un caso destacable no es que haya recuperado su libertad, sino que haya expuesto una fisura en el cumplimiento de las normas. La esclavitud desde el nacimiento, la que construye a los individuos socialmente como meras cosas, nunca es realmente cuestionada. Burocrática como es en su muestrario de calamidades, le otorga la potestad a los blancos -como vehículos de la fe divina- de decidir la libertad de los negros, reeditando un paternalismo y racismo que atrasan un mínimo de dos siglos.
Da para comparar a 12 años de esclavitud con Lincoln, porque mientras la primera se dedica a exhibir estéticamente la esclavitud, sin cuestionarla realmente a nivel político o ideológico, dejando deliberadamente fuera de campo la lucha por la libertad, la segunda -con todos los problemas que se le pueden enumerar- se hace cargo de las tensiones políticas, de las perspectivas en disputa, de los cuerpos buscando liberarse. Y lo hace reivindicando a la democracia como instrumento que sirve como trampolín para liberarse, primero como una decisión ética, propia del sujeto, y luego como parte de una posición moral, propia de una sociedad racional, humana, terrenal.
Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho, es preocupante que 12 años de esclavitud tenga grandes chances de convertirse en la próxima ganadora del Oscar a mejor película. Si tomamos al galardón de la Academia como un termómetro de la mirada hollywoodense sobre el mundo y, especialmente, el acontecer estadounidense, la visión que se transmitiría banalizaría por completo determinados pilares de los Estados Unidos, referidos a la igualdad entre razas y la democracia como base de la libertad individual. Estamos hablando de leyes, normas y reconocimientos logrados después de muchos años (y vidas) de lucha en ese país. Que se desentierre una mirada colonialista sobre las razas y mercantil sobre los cuerpos, en tiempos donde resurgen las pugnas en terrenos como el de la inmigración, es una mancha difícil de quitar.