¿PARA QUÉ TANTO VIAJE EN EL TIEMPO? La respuesta a la pregunta del título de este texto podría ser doble y, en ambos casos, simple, sin muchas vueltas. Por un lado, en Flash, el superhéroe se propone viajar en el tiempo para salvar a su madre, que fue asesinada, y evitar que su padre sea inculpado por el crimen y encarcelado. Por otro, DC Studios y Warner necesitan de ese viaje en el tiempo para alterar la realidad diseñada inicialmente bajo el mando de Zack Snyder y que James Gunn, junto a Peter Safran, reseteen un universo que parecía ya no tener razón de ser. El problema es que, más allá de lo discursivo, eso no lo terminamos de ver en un tanque correcto en su ejecución, pero, al mismo tiempo, poco renovador. No es que el film de Andy Muschietti no se esfuerce por ser algo distinto y darle un lavado de cara al universo de DC y a su propio protagonista. El relato busca otorgarle un mayor espesor dramático a Barry Allen, convertirlo en algo más que ese joven que era una máquina de hacer chistes -muchas veces bastante esquemáticos- en Liga de la Justicia y Batman vs Superman: el amanecer de la justicia. Por eso la exploración de su pasado marcado por la pérdida, su presente marcado por la melancolía y la decisión de viajar en el tiempo, que luego tiene consecuencias desastrosas, ya que se altera la realidad y las diversas líneas temporales que la componen. Y también el retorno de las encarnaciones de Batman de Ben Affleck y Michael Keaton -este último mostrando un oficio que lo convierte posiblemente en lo mejor de la película-, más la presentación de Supergirl (Sasha Calle) en ausencia de Superman. Todo para construir una trama que combina el drama personal con los dilemas morales alrededor de las implicancias de ciertas decisiones que pueden cambiar (o no) el destino de las personas. Pero esa disposición de conflictos, personajes y situaciones, aunque pertinente, es concretada casi como un trámite administrativo, sin una verdadera convicción narrativa que potencie la empatía del espectador. Más que un relato, lo de Flash es una acumulación de eventos encadenados, donde lo que se impone es una discursividad un tanto obvia, algunos chistes efectivos y guiños a una platea que encuentra solo lo que espera encontrar y no mucho más. Todo es excesivamente predecible en la película de Muschietti, que no encuentra la forma de sacudir las expectativas y se limita a contar la trama central -que no deja de ser bastante consistente, aún con sus idas y vueltas- sin apartarse de los caminos más seguros, para así poder agradar a la mayor cantidad de gente posible. Por eso lo que vemos no es muy distinto de otras películas de superhéroes y el diseño audiovisual no puede evitar ser un tanto chato: ahí tenemos, como claro ejemplo, esa dimensión donde se cruzan los distintos universos y posibilidades, que es terriblemente artificial y muy poco atractiva. De hecho, la puesta en escena de Flash no se diferencia demasiado de lo dispuesto previamente por Snyder. No hay verdadera épica -por más que se quiera repensar el camino del héroe y hacerlo interactuar con nociones grupales-, el drama no conmueve –a pesar de todas las pérdidas y tragedias que se ponen en juego- y la comedia es básica, incluso en sus momentos más logrados. Solo hay esfuerzos visibles por hacer confluir esas variables, pero esa remarcación es la que precisamente atenta contra su propósito. Todo luce forzado y lo que queda entonces es un film meramente transicional, que cimenta algunas bases para ir hacia otro lugar (narrativo, estético, temático), del cual hay pocas pistas. Otra vez, DC vuelve a ofrecer promesas hacia un futuro todavía difuso, mientras el presente continúa siendo anodino. Flash no está mal, pero está lejos de ser una película fundante o de quiebre, como quieren instalar algunos, especialmente James Gunn. De hecho -y permitiéndonos la obviedad-, se pasa demasiado rápido y es difícil que quede en la memoria del espectador.
VOLVER CASI IGUALES Bajo el mando de Michael Bay, la franquicia de Transformers se transformó en algo parecido a esos movimientos políticos cuya promesa eterna es “ahora volvemos mejores”, para que luego, entrega tras entrega, todo esté cada vez peor. Bumblebee -que por algo estaba dirigida por un realizador con otro tipo de sensibilidad, como es Travis Knight-, ofreció algo distinto, más equilibrado (pero, por suerte, no “moderado”). Sin embargo, todavía no daba para ser tan crédulo y convertirse en uno de esos críticos/periodistas que aplauden como focas. Y ahora llega Transformers: el despertar de las bestias, que nos deja en claro que no había tanto margen para la ilusión y menos aún para cualquier tipo de euforia. Convengamos que el nuevo director a cargo, Steven Capler Jr. (que venía de la aceptable, pero menor Creed II: defendiendo el legado) no tiene la megalomanía explosiva ni la brutez narrativa de Bay. Pero tampoco es que es un realizador particularmente imaginativo y creativo, capaz de ponerle su propio sello a lo que cuenta o potenciar desde su sapiencia el material que tiene entre manos. Y no hay que olvidarse que Bay se mantiene involucrado desde la producción, tratando de influir con su tono prepotente en la propuesta. Por eso lo que vemos no es una verdadera renovación, por más que el relato esté situado en los noventa y en cierta forma se pretenda como una especie de continuación de lo visto inicialmente en Bumblebee. Es cierto, sí, que la incorporación de los Maximals (robots que se camuflan como animales) y su unión con los Autobots (que están buscando retornar a su planeta, Cybertron) frente a un enemigo común todopoderoso como es Unicron, busca ampliar un poco el panorama. Lo mismo se puede decir de la presentación de dos nuevos protagonistas humanos: Noah Diaz (Anthony Ramos), un joven ex militar, y Elena Wallace (Dominique Fishback), una investigadora de un museo. Pero lo cierto es que, por más que se cambien algunos colores, el cuadro general continúa siendo muy similar. Y esto último sucede porque todos los personajes, al igual que en las entregas anteriores -con la excepción de Charlie (Hailee Steinfeld) en Bumblebee– son delineados más desde los gritos, las frases altisonantes y los chistes de dudoso gusto que desde el desarrollo profundo de sus conflictos. La sensación que impera, nuevamente, es la que todo se hace corriendo, a las apuradas y sin cuidado, porque, al fin y al cabo, todo se termina tratando de llegar como sea a las instancias de “gran espectáculo”. Y esa concepción de espectacularidad está pautada más por la cantidad que por la calidad: el objetivo siempre es que haya más y más explosiones, más y más persecuciones, más y más combates, más y más chances de que todo el planeta sea completamente destruido en algún evento apocalíptico que ocurre por alguna razón no demasiado relevante. De ahí que toda la última media hora de Transformers: el despertar de las bestias sea ruidosa y excesiva, con una apuesta al impacto que termina relegando a un lugar totalmente secundario a los personajes e insensibilizando al espectador. Y, al mismo tiempo, la preocupación por sentar las bases para nuevas entregas (con entrecruzamiento con otras franquicias incluido) lleva a que todo sea mecánico y hasta previsible. En el mientras tanto, ni el destino de los protagonistas robots ni el de los humanos importa realmente, por más que haya algunas secuencias mínimamente rescatables desde lo visual. Es que Caple Jr. no toma en cuenta una lección básica que dejaba Bumblebee, que era la necesidad de un mayor foco en la aventura y menos en el gigantismo. Por eso no sorprende que los únicos méritos concretos de la película consistan en no ser tan larga y no tan mala como los otros films dirigidos por Bay. Al lado de, por ejemplo, La venganza de los caídos o El último caballero, esto hasta puede calificar como algo parecido al cine. Pero convengamos que ese no es un gran logro.
UN UNIVERSO DE POSIBILIDADES Lo de Spider-Man: un nuevo universo había sido un pequeño milagro: un film que tomaba una multiplicidad enorme de discursos -gráficos, mitológicos, culturales, cinematográficos, estéticos, incluso políticos- para reconfigurarlos y crear un relato potente y estimulante. Una película divertida e impredecible, con un diseño audiovisual con múltiples capas y que conseguía delinear una rica galería de personajes, que se retroalimentaban a partir de sus interacciones. Parecía difícil repetir el milagro, pero Spider-Man: a través del Spider-Verso lo consigue y con creces. En esta secuela hay múltiples voces, y no nos referimos solo al nutrido elenco actoral. Tampoco solo a las de los directores Joaquim Dos Santos, Kemp Powers y Justin K. Thompson, que realizan un trabajo casi titánico. También hay que incluir a los coguionistas y coproductores Phil Lord y Christopher Miller, porque sus miradas creativas siempre tienen algo relevante para decir. Esa sumatoria de expresividades podría dar como resultado algo caótico o un regodeo excesivo sobre lo ya visto en la primera parte. Y quizás algo de eso hay, porque el film está siempre al borde descarrilar en su apuesta, pero lo que prevalece es una vocación expansiva que agrega matices de complejidad a los personajes y los mundos que habitan. La trama es ciertamente difícil de explicar, ya que cuenta con una importante cantidad de idas y vueltas, pero involucra una reunión entre Miles Morales y Gwen Stacy, que lleva a que sea transportado a través del Multiverso y la revelación de que existe una especie de sociedad de otras versiones del Hombre Arácnido dedicados a proteger el funcionamiento armonioso de cada una de las realidades paralelas. Pero ese equilibrio frágil es amenazado no solo por las acciones de un villano llamado La Mancha, sino también por el propio Miles y su decisión de impedir que se den ciertos acontecimientos que, aunque trágicos y dolorosos, mantienen intactas las diversas líneas espacio-temporales. Es entonces que Miles se convertirá en un fugitivo y eso lo colocará en una ambigua posición, en la de un héroe que es al mismo tiempo un antagonista para otros héroes como él. La película explota al máximo esta noción de ambigüedad, explorando a través de diversas vertientes lo que implica el heroísmo y las derivaciones posibles de ciertas decisiones éticas y morales, pero también afectivas. Si el poder, la responsabilidad y el deber fueron siempre conceptos que han marcado a fuego al personaje del Hombre Arácnido, también lo ha sido el de la pérdida, y eso es aprovechado por el relato para zambullirse de lleno en el drama, pero sin perder de vista otras modalidades expresivas. Aún con una estructura narrativa que está siempre asomándose a las probabilidades de una tragedia, Spider-Man: a través del Spider-Verso no deja de ser una gran comedia de aventuras, un film que avanza con toda decisión de la mano de un conflicto que se construye desde el movimiento permanente. Pero, a la vez, la narración exhibe un conocimiento palpable de las distintas velocidades que puede ofrecer una historia cuyo tópico de fondo es la construcción identitaria y el aprendizaje sobre los costos de determinadas decisiones. Por eso hay pasajes donde el film se permite pausas e instancias de contemplación agregan capas de sentido históricas y de carácter a varios personajes. No solo a Miles, sino también a Gwen (con una conmovedora subtrama paterno-filial) y a ese antagonista que es La Mancha, un ser que encuentra en el rencor y el revanchismo las motivaciones perfectas. En Spider-Man: a través del Spider-Verso pasa de todo, quizás demasiado, a tal punto que por momentos abusa un poco de su inteligencia para volcar ideas visuales y narrativas, conexiones con otras expresiones artísticas y una multitud de guiños cómicos. Además, su necesidad de convertirse en un puente para la tercera entrega, que concluirá la historia planteada, la lleva a extender su metraje en demasía, convirtiéndola en un prólogo algo estirado. Pero, a cambio, ofrece una vitalidad y energía inusitadas, un universo abierto a toda clase de interpretaciones, debates y sensaciones. Desde ese lugar, Spider-Man: a través del Spider-Verso es el cine popular y de calidad que es tan indispensable como escaso en la actualidad.
MÁS LIBERTAD QUE AUTOMATISMO Debo admitir que mis expectativas respecto a esta reversión de acción en vivo -concepto algo mentiroso, porque incluye mucha más animación de la que podría creerse a simple vista- eran casi nulas. Entre lo mediocres que vienen siendo estos productos de Disney -que van de la copia carbónica a la actualización woke culposa- y la presencia de Rob Marshall (uno de los grandes destructores de musicales e ilusiones varias de las últimas décadas) en la dirección, no había mucho para ilusionarse. Sin embargo, la experiencia con La sirenita me resultó mucho más rescatable de lo que esperaba. Quizás me haya favorecido no haber revisto previamente el clásico animado de 1989, que supo iniciar la llamada “era del Renacimiento” del estudio. Sin el recuerdo fresco del original, pude apreciar esta nueva versión sin hacer -no tanto al menos- comparaciones odiosas y con algo más de apertura a las diferencias con su predecesora. Y vaya si La sirenita de Marshall busca diferenciarse, especialmente desde su duración: unos 50 minutos más que la original. De esa manera busca ampliar el espectro dramático del film que, vale recordar, sigue las aventuras de Ariel (Halle Bailey), una joven sirena que, contra los deseos de su padre, el Rey Tritón (Javier Bardem), está fascinada con el mundo de la superficie y termina enamorándose de Eric (Jonah Hauer-King), un príncipe humano. Dejando de lado su forzada corrección política, con un elenco que pretende ser, a tono con el discurso dominante, una especie de United Colors of Benetton -aunque por suerte no pasa de la meramente gestual-, donde La sirenita 2023 encuentra mayores inconvenientes es en su necesidad de evocar los aspectos y momentos más icónicos del film original. Por eso la primera hora, que acciona como una reproducción técnica de los conflictos ya conocidos, es entre fría y timorata, un revival sin mucho sentido que incluso palidece frente a las ideas visuales y cómicas de la película de 1989. Incluso, sin haber visto el clásico dirigido por Ron Clements y John Musker, se puede intuir como todo es una copia sin mucha inventiva de un material artístico que era mucho más potente. Es en su segunda mitad que La sirenita 2023 se toma más libertades y sale de la senda de reproducción automática, profundizando en el trayecto de descubrimiento del mundo humano que hace Ariel. Con altibajos, encuentra mayor profundidad dramática y hasta consigue establecer lazos más concretos con las atmósferas del cuento de Hans Christian Andersen, que, por cierto, es bastante oscuro. Allí le da mayor entidad a los dilemas afectivos y morales que atraviesan no solo a Ariel, sino también a Eric, con un mayor realismo en la puesta en escena, pero sin resignar los espacios de la fantasía y el humor. Esa vocación por darle más desarrollo y capas de sentido a los personajes -también a algunos de reparto, como Sir Grimsby, aunque la villana Úrsula vuelva a tener un final inmerecido- termina justificando, contra lo previsto, la duración de la película. Y hasta le permite arribar a un final ciertamente conmovedor, donde la felicidad se entrelaza con la melancolía. Sin maravillar -y lejos de las cimas alcanzadas por Clements y Musker-, La sirenita de Marshall muestra algo de vigor y con eso le alcanza para ser un entretenimiento decente.
TODO CGI No deja de llamarme la atención que, en diversas entrevistas, el director de Rápidos y furiosos X, Louis Leterrier haya remarcado que buscó que todo se sintiera más “realista” y no apelar tanto a los efectos visuales. Porque la verdad es que el CGI es el factor predominante en una película donde todo luce artificial -que no es lo mismo que artificio-, como si fuera un gran efecto especial de ciento cuarenta minutos. Es que si todo en la saga -desde las estructuras narrativas hasta los personajes- era pura superficie, eso en esta décima entrega queda muy explícito, en una experiencia ciertamente agobiante. Todo es CGI en Rápidos y furiosos X, comenzando por la trama: aparece otro villano -otro más y van- motivado por la venganza, a partir de hechos del pasado que tuvieron consecuencias inesperadas y que reformulan situaciones previas. Esta vez es Dante (Jason Momoa), el hijo de Hernán Reyes (Joaquim de Almeida), que era el antagonista de Rápidos y furiosos 5in control. Si ya el recurso había sido utilizado en Rápidos y furiosos 7, la película hace de cuenta que eso es nuevo y avanza con total arbitrariedad, forzando dilemas y conflictos. Esa artificialidad narrativa también se expresa a través de una dispersión enorme, con varias subtramas, personajes y locaciones que inflan la estructura del relato: el film podría durar tranquilamente menos de dos horas, pero en cambio supera los 140 minutos, con una gran cantidad de pasajes que sobran de forma muy patente. Pero también es CGI la puesta en escena que delinea Leterrier: en Rápidos y furiosos X no hay sensación alguna de peligro, ni vértigo ni tensión. Y eso que hay explosiones, tiroteos, choques y acrobacias por doquier: la saga vuelve a tratar de empujar los límites de destrucción, con la vocación y delicadeza de un elefante en un bazar. Sin embargo, ninguna de esas instancias de acción desatada involucra mínimamente al espectador: todo es una contemplación distanciada de un espectáculo hiperbólico que termina funcionando como un gran anestésico. No hay fisicidad alguna en el film y por eso ni siquiera peleas como la que se da entre Letty (Michelle Rodriguez) y Cipher (Charlize Theron) son mínimamente atractivas. Todo es grandote, brilloso, excesivo en Rápidos y furiosos X, pero nunca verosímil o creíble: no se trata de pedir realismo, sino de pedir aunque sea una mínima dosis de cine a una franquicia que ha tomado la posta dejada por Transformers en lo que se refiere al predominio absoluto de la artificialidad. Quizás esto se deba a que ya los mismos protagonistas de Rápidos y furiosos X son puro CGI, figuras de cera condenadas a repetir un mismo rol, un mismo conflicto, una y otra vez, secuela tras secuela. Ahí tenemos, por ejemplo, a Tej (Ludacris) y Roman (Tyrese Gibson) haciendo los mismos chistes de pareja despareja de siempre, con mínimas variaciones; a Letty limitándose a ser la chica ruda y pareja fiel; o a Deckard Shaw (Jason Statham) poniendo cara de malo con buen corazón. Y lo de Dominic Toretto (Vin Diesel superando todos los niveles posibles de inexpresividad), con su discurso familiar que atrasa por lo menos medio siglo, ya cansa hasta el más conservador. En cuanto a las incorporaciones (Daniela Melchior, Brie Larson, Alan Ritchson) tampoco aportan mucho, porque no distan de ser meros instrumentos del guión. Solo Momoa y John Cena -este último en una subtrama completamente innecesaria- se salvan, pero más que nada por una apuesta al disparate desde sus interpretaciones Rápidos y furiosos X quiere dejarnos con la boca abierta a partir de un cierre donde deja todo abierto y reincorpora a un par de figuras emblemáticas de la saga. Pero en verdad solo ratifica que no hay sensación de peligro o dramatismo en su universo totalmente artificial. Allí la muerte o la maldad no tiene valor: siempre se puede revivir en alguna de las entregas siguientes; aparecer de la nada para generar conflictos nuevos; o tener algún arco de redención porque total, al final lo que importa es la Familia. Y, por supuesto, el CGI, que es la única materialidad de una franquicia que, por más que siga cosechando millones de dólares, ha pasado a convertirse en un objeto efímero e irrelevante.
¡QUÉ DIFÍCIL ES HACER UNA PELÍCULA ROMÁNTICA! Los últimos años parecen muy difíciles para el género romántico. Quizás tenga que ver con que el público cambió y ya no es receptivo a ese tipo de historias: o es con planteos extremos, donde la tragedia es el principal motor (Bajo la misma estrella, por ejemplo), o nada. Pero también puede tener que ver con una sequía creativa, que ha llevado a que las premisas vayan de lo enredado a lo simplista, casi sin pasos intermedios, que encima exhiben poco conocimiento sobre los mundos en que se desarrollan. Allí tenemos al desastre que es At midnight o la sobrevalorada Set it up: el plan imperfecto. En este contexto es que se estrena -y uno se pregunta por qué- Amor a primer mensaje, que reúne buena parte de los males descriptos previamente. Hay un poco de dramón exacerbado, reflexiones obvias sobre el amor, pasos de comedia poco lúcidos, un argumento entre rebuscado y arbitrario, y un simplismo galopante para describir los entornos en los que se manejan los protagonistas. Por un lado, tenemos a Mira (Priyanka Chopra Jonas), una escritora e ilustradora de libros infantiles, que ya en el arranque de la película ve morir a su prometido atropellado por un auto. Por otro, a Rob (Sam Heughan), un crítico de música que fue abandonado por su pareja a solo una semana de casarse. Ella, tratando de lidiar con su pérdida -y porque el guión necesita que lo haga-, empieza a escribirle mensajes al celular de su amado. Por esas cosas de la vida (y del guión), esos textos llegan al número laboral de Rob, quien no puede evitar -porque claro, lo indica el guión- sentirse atraído románticamente por lo que lee y emprende una búsqueda para hallar a la emisora. En el medio, le asignan redactar una nota sobre Céline Dion (haciendo de sí misma), que está por comenzar una serie de conciertos, y, cuando la entrevista, decide contarle -porque así lo indica el guión- el dilema que atraviesa y pedirle ayuda. Dijimos guión muchas veces y por buenas razones: los eventos no fluyen con, aunque sea, un mínimo de naturalidad en Amor a primer mensaje y por eso es muy notorio que todo ocurre por obra y gracia de lo que indica el texto guionado. Eso se nota particularmente con todo lo referido a Dion, que encima está en modo 50% autoelogio, 50% maestra ciruela y 100% insoportable. En verdad, todo el film funciona como un manual de procedimiento que es cumplido por un empleado administrativo en un rutinario día de laburo. Hay declaraciones de amor eterno, una muerte, instancias de depresión, lecciones sobre cómo lidiar con la pérdida y el disparador del conflicto. Luego, la decisión de una búsqueda, el primer encuentro entre los protagonistas, una cita que va bien, el comienzo del romance, un secreto que se revela, desencuentros, gestos románticos y final feliz. En el medio, chistes de los secundarios -la mayoría, fallidos-, lecciones de vida, diálogos pomposos, secuencias que dan vergüenza ajena (como la que involucra la aparición de Nick Jonas) y muy poca autoconsciencia. Todo es mecánico y rancio en Amor a primer mensaje, que encima se la quiere dar de sofisticada. Y la verdad que no le da, porque muestra un conocimiento casi nulo de las herramientas del género, además de un didactismo que en algunos pasajes se torna insoportable. Acá el amor parece muerto, y no solo porque al prometido de Mira lo atropelló un auto. Parece que realmente es muy difícil hacer películas románticas en estos días.
BASTA DE VACAS SAGRADAS Apenas se conoció el trailer, la enorme mayoría de la crítica y buena parte de la intelectualidad argentina -en especial esa que suele expresarse vía redes sociales- ya lo tuvo claro: Misántropo, la nueva película de Damián Szifrón, era una maravilla. Casi no hubo lugar a discusión y el estreno fue apenas una confirmación que aguardan los que ya están convencidos. De hecho, hasta terminó constituyéndose en un acto patriótico, con la euforia nacional contraponiéndose al desdén con que fue tratado el film por parte de la crítica estadounidense, que lo descartó rápidamente como un thriller rutinario más. Pero bueno, ya no es novedad: hay artistas que, en determinado momento, pasan a convertirse en vacas sagradas, en seres a los que hay que preservar de cualquier objeción y que generan una unanimidad un tanto infantil. ¿Quiénes tenían razón entonces: los yanquis o los voceros de “Argentina potencia”? Ninguna de las partes realmente. Misántropo no es mediocre como la pintaron las reseñas norteamericanas, pero tampoco esa especie de obra maestra encubierta o ignorada que se quiere ver por estas tierras. Es una película superior a Relatos salvajes, o, quizás, simplemente más pareja y consistente a partir de su homogeneidad narrativa, aunque no llegue a ofrecer algo realmente nuevo o potente. Sí es interesante a partir de cómo expone las tensiones que se generan en determinados cineastas que quieren ingresar a ese círculo selecto que puede ser Hollywood. Allí vemos entonces a Szifrón tratando de mostrar que puede ser un artesano aplicado y silencioso, pero también un autor capaz de llevar adelante proyectos más ambiciosos y con búsqueda de prestigio. Esas tensiones narrativas y de puesta en escena son muy palpables en el film, que arranca a todo galope, durante los festejos de Año Nuevo en Baltimore, donde decenas de personas son asesinadas por un francotirador que, luego de concretar su cometido con enorme precisión, desaparece sin dejar rastro. En ese contexto, Eleanor Falco (Shailene Woodley), una novata policía de la ciudad, es reclutada por Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), un experimentado agente del FBI a cargo de la investigación, luego de que ella muestra capacidad detectivesca y habilidad para entender la mentalidad del asesino. A partir de ahí, se desata una persecución contrarreloj, donde el enemigo no es solo la identidad y motivaciones del criminal; sino también las autoridades gubernamentales con sus propios juegos de poder y vocación por encontrar la salida más fácil frente al problema; y hasta los mismos dilemas personales que carga Falco, muy ligados a un pasado tortuoso. Hay dos planos que podrían resumir las virtudes y defectos tanto del relato como de su puesta en escena. En el primero se ve a un personaje hablando mientras, a un costado, por una ventana, se puede intuir, progresivamente, otra situación que se va construyendo y que anticipa lo que está por venir. Es una imagen muy lograda a partir de cómo utiliza la profundidad de campo para contar dos hechos que ocurren al mismo tiempo, generando una fuerte tensión en quien observa, sea el espectador u otro personaje. En el segundo plano, la cámara sigue de costado a Falco mientras nada en una piscina, pero con la cámara dada vuelta, lo que genera un efecto en la imagen que es bello desde su inestabilidad, pero también totalmente inútil, un regodeo visual propio de un director que quiere marcar todo el tiempo que está presente y con algo (supuestamente) relevante para decir. De ambos momentos hay muchos en Misántropo, porque Szifrón, cuando se deja llevar por la acción, es capaz de trabajar con gran habilidad -ahí tenemos, por caso, las distintas secuencias de tiroteos, que son tan secas como angustiantes-, pero cuando quiere decir algo sobre el mundo, no sale de los lugares comunes esperables. El film, por más que pretenda lo contrario, no puede evitar una discursividad sentenciosa y solemne, que podría resumirse en algo parecido a “toda esta sociedad capitalista está podrida y los que quedan fuera de sus esquemas desiguales reaccionan inevitablemente con violencia”. Todo ese punto de vista es enunciado mediante diálogos pomposos -hay una conversación en un helicóptero que es un poco vergonzosa desde su trazo grueso- o actitudes (como las de los políticos o autoridades que están por encima de Lammark) que rozan lo inverosímil desde sus remarcaciones. Esa impostación afecta incluso el recorrido de su personaje principal: Falco podría ser una actualización de la Clarice Starling de El silencio de los inocentes, pero la revisión que hace de su propio pasado es forzada y excesivamente explícita en casi toda la película. No se puede negar que Szifrón sabe narrar y que mantiene la atención del espectador sin grandes dificultades, delineando un relato donde tanto los protagonistas como el asesino se expresan a través del profesionalismo. Sin embargo, la frialdad se impone y hasta le quita atractivo al relato. Szifrón, por más que arroje referencias explícitas al cine de Steven Spielberg o quiera construir una heroína que podría vincularse al cine de James Cameron, termina pareciéndose mucho más en su mirada cinematográfica a Christopher Nolan. Misántropo, un thriller apenas correcto, en este último aspecto, es una clara continuidad de la senda marcada por Relatos salvajes. No deja de ser llamativo -aunque no sorprendente- que pocos señalen esto en el contexto de la crítica argentina. Quizás ya es momento de dejar de tener vacas sagradas.
LECCIONES NO APRENDIDAS Todavía recuerdo la primera vez que vi un capítulo de Los Caballeros del Zodíaco, a principios de los noventa, cuando todavía estaba en la escuela primaria: estaba en lo de mi abuela materna y recibí un llamado de mi hermano. No dio muchas vueltas: “tenés que ver una serie que están pasando ahora mismo por Canal 7, está buenísima”. Obedecí, aunque mi primera reacción fue “no entiendo una mierda de lo que estoy viendo”. Poco tiempo después, cuando pude acceder al cable, la pesqué nuevamente en Magic Kids y decidí darle una segunda oportunidad. El encanto funcionó casi enseguida y a partir de ahí me volví adicto a ese mundo poblado de guerreros cuyas armaduras estaban vinculadas a constelaciones, dioses, seres míticos y, obviamente, signos del Zodíaco. Lo que veía era, claramente, un delirio absoluto, una mezcla casi inverosímil de épica, acción y melodrama, casi siempre regados de sangre a borbotones y secuencias de gran violencia. ¿Cómo no volverse adicto? Brusco salto al presente: me topo con el trailer de Los Caballeros del Zodiaco: Saint Seiya – El inicio y lo primero que pienso es “esto tiene toda la pinta de ser una nueva Dragonball evolución”. Me refiero a ese largometraje del 2009 que era un pequeño desastre y que fue lapidado por público y crítica. ¿Se repite la maldición? En casi todos los aspectos, sí, básicamente porque el film Tomasz Baginski no parece haber aprendido las lecciones correctas de ese fracaso: solo se limita a tratar de armar un elenco menos occidental y más inclusivo, como si todos los problemas estuvieran ligados a eso. El resto es casi igual: un intento demasiado banal por resumir en apenas dos horas un universo que en el manga y animé originales era mucho más potente y complejo. Es cierto que hay un par de dificultades relevantes que llevan a pensar por qué Hollywood insiste con meterse en el entuerto de adaptar estas propiedades al cine. Por un lado, una historia repleta de tramas y subtramas, con una multitud de personajes y un despliegue iconográfico al cual cuesta reproducir o reversionar en la pantalla grande. Por otro, niveles de violencia y delirio audiovisual que incomodan a los parámetros hollywoodenses, o por lo menos a sus habituales horizontes de espectadores. Frente a estos obstáculos, Los Caballeros del Zodiaco: Saint Seiya – El inicio elige la opción más obvia y menos arriesgada: realizar una especie de presentación de ese mundo y sus personajes más emblemáticos, en clave Apto Todo Público, como para que nadie se pierda. De ahí que el relato siga a Seiya (Mackenyu), quien es reclutado para convertirse en el Caballero Pegaso, el guardián de Sienna (Madison Iseman), que es la reencarnación de la diosa Atenea. Eso lo termina poniendo en el medio de una guerra de poder donde los bandos son liderados por Alman Kido (Sean Bean) y Guraad (Famke Janssen). La historia de aprendizaje y crecimiento que despliega Los Caballeros del Zodiaco: Saint Seiya – El inicio no puede eludir demasiados lugares comunes: referencias a pasados trágicos, monólogos explicativos, diálogos solemnes y súbitos cambios en las actitudes de los personajes. Las reescrituras del material original simplifican todo en exceso y eso lleva a que ninguno de los protagonistas tenga un desarrollo que vaya más allá de lo previsible. Para colmo, la inventiva visual es casi nula -salvo quizás algunas imágenes en una isla de entrenamiento- y solo se limita a acumular efectos especiales por doquier. Por eso la sensación predominante es que todo está hecho en piloto automático, con excesiva timidez y apostando a no ofender a nadie. Ese carácter inofensivo, neutro, casi plano de Los Caballeros del Zodiaco: Saint Seiya – El inicio es lo que, paradójicamente, termina ofendiendo un poco. Si había algo que necesitaba una adaptación compleja como esta era riesgo y vocación por el disparate, además de un alto nivel de fisicidad. Nada de eso aparece y solo queda un bodoque sin vida y rápidamente olvidable. Mejor volver al animé de la infancia, a Magic Kids y la ansiedad por ver cada capítulo en el televisor de tubo.
EL TOTAL NO ES NECESARIAMENTE LA SUMA DE LAS PARTES A priori, había unos cuantos nombres, situaciones e ideas que permitían ilusionarse antes de ver Renfield: asistente de vampiro. Por un lado, Robert Kirkman (creador de The walking dead) como autor de la historia; Chris Mckay (realizador de la estupenda Lego Batman) a cargo de la dirección; Nicholas Hoult en el protagónico y Nicolas Cage nada más y nada menos que como Drácula. Por otro, un abordaje de algo que en cierto modo es trágico (alguien tratando de salir de una relación tóxica) desde la comedia y una violencia paródica. Sin embargo, la totalidad que es la película no representa apropiadamente la suma de todas sus partes. La relación tóxica que retrata Renfield: asistente de vampiro es la del personaje del título (Hoult) con su amo, Drácula (Cage), quien lo explota, maltrata y manipula de forma constante y enfermiza. No solo lo obliga a hacer cosas terribles, sino que también lo degrada moralmente a tal punto que ha destruido su autoestima y llevarlo a una dependencia absoluta. Cuando arranca el film, lo vemos a Renfield en una de esas reuniones de autoayuda, escuchando a gente que, como él, no puede escapar de relaciones degradantes. Claro que, a diferencia de los demás, debe lidiar con un monstruo en todas las dimensiones posibles, un ser con el poder de la vida eterna y fuerza sobrehumana, entre otras habilidades. Será a través del vínculo con Rebecca (Awkwafina), la única agente de policía incorruptible de la ciudad, que empezará a avizorar la chance de sacarse de encima a Drácula y empezar una nueva vida. Sin embargo, el camino hacia la redención no será tan fácil. La forma en que Renfield: asistente de vampiro pretende potenciar la trama es a través del cruce accidental del protagonista con una organización criminal que maneja buena parte de la ciudad y a la que la Rebecca intenta detener. Será este choque el que disparará a fondo el conflicto, sumando a la vez secuencias de acción repletas de violencia gore. Pero, a la vez, este recurso también muestra las dificultades para combinar el drama afectivo y moral -aunque con pasajes de comedia negra- de Renfield con el terror paródico que encarna la actuación desatada de Cage como Drácula. Ese encuentro de tonalidades no llega a fluir apropiadamente y la acción termina siendo un vehículo ruidoso que encuentra el relato para tapar esos baches. De ahí que la película no llega nunca a delinear una estructura narrativa sólida, conformándose apenas con acumular algunas ideas visuales atractivas -por ejemplo, la secuencia donde Renfield conoce a Drácula, que recrea la estética del Drácula de 1931 con Bela Lugosi- y chistes apenas aceptables. Esto no quiere decir que Renfield: asistente de vampiro sea una mala película: de hecho, delinea un relato ligeramente entretenido que avanza de forma constante, a base de giros argumentales, instancias cómicas y torrentes de sangre. Sin embargo, sus noventa minutos no pueden evitar la sensación de que había mucho más para contar. No nos estamos refiriendo a cantidad de minutos, sino de desarrollo de conflictos y despliegue de ideas de forma sistémica. Lo que sucede con Renfield: asistente de vampiro es simple y complejo a la vez: crea expectativas altas a las que luego no alcanza a cumplir.
DILEMAS NO RESUELTOS Después de esa cumbre absoluta que fue El exorcista, el subgénero de exorcismos ha ido en franco declive y cuesta encontrar ejemplos rescatables. Es un tipo de relato que ha quedado cristalizado en una sumatoria de estereotipos y que últimamente pareciera requerir -a diferencia del clásico de William Friedkin- de un espectador que avale un verosímil donde la fe religiosa pareciera ser indispensable. El exorcista del Papa parece ser consciente en buena medida de todo esto y amaga con adentrarse en la auto-parodia, pero ese recorrido lo hace a medias, sin total convicción. El film de Julius Avery (quien viene de dirigir Némesis y Operación Overlord) se basa en los archivos reales del padre Gabriele Amorth (Russell Crowe), quien fue el exorcista en jefe del Vaticano durante una gran cantidad de años. Situado en 1987, el relato se enfoca en el caso de un niño norteamericano que estaba alojado con su madre y su hermana en una iglesia en restauración en España y que súbitamente es poseído por un demonio. Amorth, acostumbrado a tener que lidiar mayoritariamente con situaciones que eran más psiquiátricas que verdaderamente espirituales, se encuentra con que hay un verdadero demonio en el cuerpo del niño y que sus planes van mucho más allá. De hecho, a medida que avanza su investigación, se da cuenta que detrás de todo el asunto hay un secreto que la Iglesia ha mantenido oculto durante siglos. Convengamos que la trama posee una cantidad de giros y revelaciones cada vez más disparatados, y que pide no tomársela muy en serio. El que mejor parece entender eso es Crowe, que compone a Amorth como si fuera el paroxismo del cura bonachón y pícaro: lo vemos yendo de acá para allá con su Vespa, haciéndole morisquetas a las monjas, tomando alcohol cada vez que puede, haciendo chistes a cada rato y hablando en un italiano que casi inevitablemente mueve a risa. Sin embargo, no todo en la película es Crowe, a pesar de ser el indiscutible protagonista en su duelo con lo demoníaco: la narración también quiere construir un drama familiar y personal, que va de la mano con un suspenso más directo y explícito. Es este segundo aspecto el más flojo, no solo porque acumula estereotipos trillados, sino también porque las actuaciones son sumamente mediocres. Lo cierto es que El exorcista del Papa no llega a resolver esa tensión entre parodia y seriedad, por lo que nunca termina de quedar claro dónde está parada o qué es lo que quiere contar realmente. ¿Es un drama sobre la fe y el perdón? ¿Es la historia de una familia buscando superar diversos traumas? ¿Es un relato de horror sobre posesión demoníaca? ¿Es una comedia disfrazada de thriller? Es quizás, un poco de todo eso y, a la vez, nada de eso, porque no va a fondo con ninguna de esas vertientes narrativas y estéticas. Eso la hace una película interesante y a la vez fallida, que evidencia ciertas limitaciones y desafíos que enfrentan algunas de sus expresiones genéricas en la actualidad.