Sadismo ilustrado
La película 12 años de esclavitud está basada en el libro homónimo en el que el propio Solomon Northup reconstruye sus dolorosas memorias entre 1841 y 1853, una obra literaria de un valor histórico inobjetable. La lucha por la libertad nunca es abstracta.
Establecido en Nueva York, durante un viaje de trabajo a Washington Solomon (Chiwetel Ejiofor) es engañado por unos traficantes de esclavos. De un momento a otro, lo que también implica un desplazamiento del norte al sur de Estados Unidos, su vida feliz junto a su familia en Saratoga Springs será sustituida por la miserable experiencia de convertirse en un esclavo. Después de un largo tiempo, Solomon conseguirá recobrar su libertad y librarse de su último dueño, Edwin Epps (Michael Fassbender), un demente capaz de combinar lecturas del Evangelio con castigos corporales diversos. Eso es todo. No es poco, pero el tema es cómo.
No es la primera vez que Steve McQueen retrata una cuestión de extrema violencia en un contexto político. Hunger, su ópera prima, reconstruía la huelga de hambre del mítico líder irlandés Bobby Sands en una prisión británica. Las dos películas tienen una peculiar forma de filmar el padecimiento físico. Fassbender era entonces el protagonista (y la víctima), aquel que vivía en su propio cuerpo la represión de un gobierno. Aquí sintetiza el goce del poder. Gozará castigando a una de las esclavas que viola y gozará también cuando le pida a Solomon que se encargue de darle con el látigo hasta que la carne y el hueso de su sierva preferencial sean uno. Ese segmento es la culminación de una pedagogía para que el espectador sienta repugnancia. Ejercicio de empatía extrema sin mediación de la palabra. Es esto lo que le hacían a los esclavos. ¿Es suficiente?
No es novedosa esta forma de ilustrar el sadismo (piénsese en La pasión de Cristo, que privilegiaba mostrar puntillosamente los suplicios de una divinidad). Pero en este modelo estético de impugnación las condiciones históricas y políticas de la esclavitud enmudecen. Todo remite a la maldad esencial de los hombres y no se examina qué tipo de organización social legitima una práctica. La sustitución de un realismo crítico por un realismo sádico termina envileciendo a los personajes como si cada amo fuera por naturaleza un depravado.
De allí la unidimensionalidad de todos los personajes. O son buenos o son malos, pues en realidad son figuras conceptuales de un universo reduccionista. Es por eso que cuando en un plano en contrapicado vemos a una esclava cantar un spiritual junto a sus iguales, la película respira como nunca. La paliza se ha detenido un rato para todos.