Esta cuarta entrega (y precuela) de la saga ha perdido quizás un poco de ingenio, pero ha ganado en capacidad de denuncia para convertirse en una heredera directa del género blaxploitation con la era Trump como objetivo de su filosa mirada.
En los últimos 50 o 60 años el cine clase B se ha permitido una rebeldía, una mirada por momentos incluso anarquista, que el cine mainstream no puede (ni quiere) ofrecer. Lo interesante de esta exitosa saga de la factoría Blumhouse es que tiene todos los elementos de la clase B, pero con una major como Universal detrás de su lanzamiento. Es, por lo tanto, una película concebida desde el establishment que propone una alegoría despiadada sobre la era Trump.
Tras tres interesantes entregas dirigidas por James DeMonaco, esta precuela (se narra el inicio del “experimento” que consiste en otorgar a la población 12 horas de absoluto desenfreno y libertinaje para que descarguen toda la violencia, la maldad, las angustias, las miserias y los resentimientos contenidos), esta cuarta entrega lo tiene solo como guionista, ya que la dirección quedó a cargo del afroamericano Gerard McMurray (Código de silencio / Burning Sands, disponible en Netflix).
Que se haya elegido esta vez a un realizador negro no es casualidad, ya que casi todos los protagonistas de 12 horas para sobrevivir: El inicio son afroamericanos (también hay un par de latinos), mientras que solo los poderosos son blancos (todos crueles, para más datos): desde el supervisor de la purga Arlo Sabian (Patch Darragh) hasta la ideóloga del proyecto May Updale (una desaprovechada Marisa Tomei), pasando por mercenarios contratados para subir la tasa de violencia y que las estadísticas sean el éxito que el gobierno ultraconservador de los Padres Fundadores necesita mostrar.
Esta vez la acción queda reducida a las calles y los housing projects (desvencijados monoblocks) de Staten Island y los protagonistas son dos hermanos (la activista Nya que interpreta Lex Scott Davis y el joven Isaiah que encarna Joivian Wade), el poderoso narcotraficante Dmitri (Y’lan Noel) y el psicópata Skeletor (Rotimi Paul), devenido asesino serial.
Con ecos también de Duro de matar, Carrera mortal 2000 y Los dueños de la calle (Boyz n the Hood), esta cuarta entrega de la saga tiene tensión, humor negro y, claro, escasa profundidad psicológica. Lo que le falta en sutileza, de todas maneras, lo tiene en provocación y capacidad de denuncia. No será una joya, pero John Carpenter, Roger Corman y Walter Hill deben estar orgullosos de un James DeMonaco que se ha convertido en un cultor y continuador de los caminos que todos ellos marcaron.