Primero fue Los cazafantasmas (1984), a esta altura clásico de Ivan Reitman. Cinco años más tarde llegó la secuela con mismo director y elenco: Bill Murray, Dan Aykroyd, Sigourney Weaver, Harold Ramis, Rick Moranis, Ernie Hudson y Annie Potts. En 2016 fue el turno de Cazafantasmas, reboot femenino rodado por Paul Feig con Melissa McCarthy, Kate McKinnon y Kristen Wiig. Otros cinco años de espera y se estrena este nuevo reciclaje a cargo de Jason Reitman (hijo de Ivan), que -sin llegar a ser un despropósito- se ubica entre lo más flojo de toda la franquicia. Sí, Bill Murray, Day Aykroyd, Ernie Hudson, Annie Potts y Sigourney Weaver reaparecen -de forma bastante efímera- en Ghostbusters: El legado, pero aquí tenemos un nuevo elenco, otros protagonistas: Callie (una desaprovechada Carrie Coon) es una madre en serios apremios económicos que se muda con su hijo adolescente Trevor (Finn Wolfhard, el Mike Wheeler de Stranger Things) y a su hija menor Phoebe (la notable Mckenna Grace), una nerd amante de las ciencias; al patético pueblo rural de Summerville, en Oklahoma, para ocupar la destartalada casona que supo ser del padre de Callie, un cazafantasmas recientemente fallecido. Cuando las apariciones paranormales comiencen (y el festival de CGI se desate) se les sumarán el maestro y sismólogo local Gary Grooberson (un Paul Rudd poco convincente como comic relief) y un niño que se hace llamar Podcast (Logan Kim) porque, claro, se la pasa grabando todo. La decisión de casting de elegir a Finn Wolfhard como uno de los protagonistas no es antojadiza, ya que la película tiene algo del espíritu de Stranger Things; o sea, de Cuenta conmigo, Súper 8 y siguen las firmas. Hay algo de coming-of-age (el quinceañero Trevor se enamora de una joven local interpretada por Celeste O'Connor), pero cada una de las subtramas, de los conflictos, de los personajes y de las resoluciones tiene siempre bastante de mecánico y de fórmula, como si supieran que sumando figuras -sobre todo al final e incluso en las escenas post-créditos-, acelerando de a momentos, acumulando efectos visuales y refugiándose en cierta nostalgia ochentosa alcanzara para cumplir. Es como un equipo de estrellas aguantando un 0 a 0. Un empate así deja gusto a poco.
El año de los regresos (Rocky Balboa en Creed II: Defendiendo el legado, Mary Poppins, Dumbo, Aladdin, Godzilla, M.I.B. Hombres de Negro, Toy Story 4, la inminente El Rey León y sigue la lista) alcanza con El muñeco diabólico uno de sus puntos más altos. Lejos de la lavada de cara de la mayoría de esas películas, la nueva versión de la historia de Chucky propone una ampliación de sentidos respecto a la original. Ya desde el comienzo queda claro que aquí no habrá una mera réplica de lo ocurrido hace 30 años (la película original data de 1988). Si antes el puntapié era un asesino en serie que en plena agonía trasladaba su alma a la criaturita de plástico mediante un rito vudú, ahora todo es consecuencia de la “venganza” de un empleado vietnamita que, luego de ser echado por baja productividad, deshabilita los protocolos de seguridad de los muñecos Buddi. Los Buddi son un auténtico furor de ventas en tiendas de regalos y supermercados. En uno de estos últimos trabaja Karen (Aubrey Plaza), madre de un chico solitario y con problemas auditivos llamado Andy (Gabriel Bateman), a quien un muñeco podría significarle algo de compañía. La madre -chantajeo a un jefe mediante- consigue un ejemplar devuelto por un cliente. El porqué de esa devolución se develará apenas el autodenominado Chucky (voz de Mark Harmill) llegue a casa. Allí actuará a imagen y semejanza de Andy, y también intentará cumplirle todos los deseos. El problema es que el sistema electrónico interno interpreta sus dichos de forma literal. Así, cuando Andy se queje del novio de mamá, el hombre aparecerá muerto. Lo mismo que el gato familiar. Mucho más cerca del tecno-thriller crítico de Black Mirror que de la búsqueda de sustos del terror contemporáneo, El muñeco diabólico abraza también la comedia negra y por momentos desaforada, sobre todo en la larga secuencia central que transcurre en un supermercado. Allí, en pleno salvajismo consumista, Chucky se convierte en una criatura digna de la imaginación de George A. Romero. Tanto es así que, si en lugar de un muñeco fuera un zombie, estaríamos hablando de una remake no reconocida de El amanecer de los muertos.
Las Galerias Pacífico esconden un secreto bien adentro de sus entrañas. Antes de ser uno de los centros comerciales más aristocráticos de la Ciudad de Buenos Aires, la construcción céntrica, que data da fines del siglo XIX y originalmente se llamaba Edificio del Pacífico, perteneció a la Superintendencia de la Policía Ferroviaria y la de Coordinación Federal, y durante la dictadura albergó un centro clandestino de detención por donde pasaron cientos de personas. Entre ellas, el fotógrafo portugués Arthur Santana. Estrenado en el Festival de Mar del Plata del año pasado, Segundo subsuelo tiene un comienzo distinto al de la mayoría de los documentales que abordan el periodo más oscuro de la historia argentina. Las primeras escenas siguen a Santana en el supermercado y en su casa, para recién después mostrarlo frente a cámara narrando las penurias sufridas durante su detención ilegal. Santana nunca supo dónde había estado, hasta que, filmando junto a Fito Páez el videoclip de Ciudad de pobres corazones en uno de los subsuelos de lo que luego serían las Galerias Pacífico, los dibujos formados por las cerámicas del piso lo remitieron inmediatamente a aquella experiencia. A los realizadores Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain les interesa menos el entramado político-policial-militar de la época que la sucesión de hechos fortuitos que desencadenó el descubrimiento, el pormenorizado análisis de la mano de los involucrados directos y la encomiable búsqueda de Justicia por parte de las víctimas y quienes las sobrevivieron. Allí están, entre otros, los testimonios del abogado especialista en Derechos Humanos y periodista Pablo Llonto, quien representa a familiares de desaparecidos en varias causas penales, y del juez Daniel Rafecas, cuyo juzgado investiga, desde 2004, las violaciones a los DD.HH. ocurridas durante la dictadura. Segundo subsuelo es de esos documentales que no sacan conclusiones sino que construyen un entramado de datos que dejan la interpretación atada a la subjetividad del espectador. Por momentos demoledora y siempre distanciada de la voluntad de golpear por debajo del cinturón, la película de Castro y Martínez Zemborain alumbra un hecho poco conocido de la dictadura militar con respeto, sensibilidad y, sobre todo, a través del lenguaje propio del cine.
Tras El conjuro (1.085.000 espectadores en 2013 en los cines de Argentina), Annabelle (740.000 en 2014), El conjuro 2 (casi 1.785.000 en 2016), Annabelle 2: La creación(1.200.000 en 2017), La Monja(1.155.000 en 2018) y La maldición de La Llorona (450.000 hace un par de meses), llega ahora a las salas de todo el mundo la séptima entrega de la franquicia y tercera parte de la saga con la siniestra muñeca como eje. En este caso, con unas niñas y adolescentes como protagonistas y una aparición al inicio y al final del matrimonio de psíquicos interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga, el resultado final no es del todo estimulante. Junio y julio de este año asoman no solo como el bimestre por excelencia para el cine infantil. También habrá una buena dosis de presencias malvadas, en tanto al estreno de Annabelle 3: Viene a casa se le sumará la inminente El muñeco diabólico, remake del clásico de terror de 1988 que llegará a la Argentina el 11 de julio. Claro que si Chucky operará como la encarnación perfecta del Mal en la Tierra, Annabelle lo hace como mero vehículo para que seres diabólicos hagan de las suyas. La tercera parte de este spinoff de El conjuro, quizá la franquicia de terror más inesperada y una de las más exitosas de los últimos años, trae nuevamente al matrimonio de demonólogos compuesto por Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), quienes, conscientes del peligro que significa la muñeca, la guardan en un sótano junto a otros objetos malditos. Todo transcurre en vísperas de un viaje que, una vez iniciado, dejará sola en casa a la hija, a su niñera y a una amiga de esta que no tendrá mejor idea que sacar a Annabelle de su lugar de reposo. Los primeros momentos de la ópera prima del también guionista Gary Dauberman remiten menos a los años ’70 –periodo de indudable referencia para este universo- que a la saga Scream y sus innumerables derivados centrados en adolescentes asesinados por algún enmascarado, con esas dos chicas de caracteres opuestos compartiendo charlas frívolas y tiempo libre. Sin embargo, una vez iniciada la acción, Annabelle abrazará los tópicos más habituales del terror contemporáneo. Utensilios que se mueven solos, bajones de tensión y entidades demoníacas apareciendo en los lugares más inesperados: poco hay de novedoso a lo largo de los algo más de 100 minutos de metraje centrados más en el efectismo (allí están los estadillos sonoros para comprobarlo) que en la construcción de un relato sólido y atrapante. En ese sentido, lo que asomaba como una relectura autoconsciente del pasado glorioso del género termina siendo más (o menos) de lo mismo.
El director de Todo por ella, 50/50, Mi novio es un zombie, The Night Before y Snatched vuelve a trabajar con Seth Rogen en esta comedia romántica clásica y moderna a la vez en la que también tiene un lugar central Charlize Theron como una política con aspiraciones presidenciales. El resultado es bastante atractivo en los distintos registros humorísticos en los que incursiona. La Nueva Comedia Americana se resiste a morir. Con varios de sus principales referentes refugiados en el universo del streaming y las series, Seth Rogen es uno de los pocos al que cada tanto se lo ve en la cartelera comercial. El protagonista de Ligeramente embarazada encarna a su típico personaje de gordito bonachón y querible en esta comedia romántica centrada en una relación amorosa por momentos hilarante, siempre improbable. Rogen es Fred Flarsky, un periodista de un medio digital que acaba de ser comprado por un magnate que se codea en las altas esferas del poder, incluido el Presidente (Bob “Saul Goodman” Odenkirk). Su Secretaria de Estado es Charlotte Field (Charlize Theron), cuyos aires juveniles y modernistas la convierten en firme candidata para suceder al jefe, quien piensa muy seriamente en dejar la carrera política para volver a la actuación (¿alguien dijo Donald Trump?). Ambos coincidirán en una fiesta, pero no es la primera vez que se cruzan: años atrás, ella fue niñera de él. Charla va, charla viene, Fred terminará trabajado como escritor de discursos de Charlotte, iniciando así una relación que rápidamente trascenderá lo estrictamente profesional. El problema es que si el poder ya de por sí es un terreno difícil para una mujer, lo es aún más para una con una pareja fumona y una amplia cantidad de antecedentes para manchar la futura candidatura. Como en 50/50, el director Jonathan Levine balancea componentes diversos (la sátira sobre el poder, los apuntes sobre los medios y las cuestiones de género) con sabiduría e ingenio, y la da un baño de contemporaneidad a los códigos de la comedia romántica clásica poniendo en el centro de la acción a una mujer fuerte y mucho más inteligente que su partenaire masculino. Contemporánea es también la apelación a un amplio registro humorístico que va desde la guarrada más explícita hasta la incorrección política más cáustica, pasando por algunas situaciones que demuestran que los golpes siguen siendo un arma inoxidable para la comedia.
El tercer largometraje como realizador de Eduardo Meneghelli asoma como un exponente local de las “películas de golpes” (“heist movies”), ese subgénero centrado en robos planificados y con una buena cantidad de billetes en juego. Algunas de las postas habituales de este tipo de relatos hay en Blindado, pero esa faceta se diluye cuando el foco de atención se desplace al mundo interno de su protagonista. Luna (Gabriel Peralta) es un chofer de camión de caudales con licencia laboral debido a la pérdida de su familia en un accidente automovilístico. Esos traumas recientes se harán sentir cuando, ni bien regrese, empiece a tener sueños recurrentes que involucran a una mujer que no conoce y a su pequeño hijo. Pero en uno de sus envíos se cruza con esa chica (la brasileña Aline Jones), en quien encuentra la posibilidad de saldar sus deudas con el pasado. Con Luciano Cáceres, Gonzalo Urtizberea, Luis Ziembrowski y Lautaro Delgado en la piel de los compañeros de trabajo de Luna, Blindado seguirá en paralelo la rutina del grupo y el progresivo acercamiento de ese hombre a su flamante interés romántico. Un acercamiento que luego se transformará en otra cosa. La película logra sus mejores momentos con la interacción entre los protagonistas dentro del camión, un espacio que Meneghelli convierte en opresivo y asfixiante, sobre todo cuando Luna ponga una y otra vez unos audios evangelistas en el estéreo que adquirirán sentido a medida que avance el relato. Lentamente la película dejará atrás la faceta delictiva para indagar en las diversas aristas emocionales de un protagonista cuyas acciones están movidas por la pura voluntad de redención.
Creado hace ya 65 años en Japón y arribado a la maquinaria de Hollywood en 1998 de la mano del director Roland Emmerich, Godzilla está de vuelta con este film que retoma las acciones ocurridas en la primera entrega, estrenada un lustro atrás. Se trata de un regreso tan innecesario como ruidoso, vacuo y pirotécnico. El comienzo de Godzilla II: El rey de los monstruos plantea un mundo todavía destruido como consecuencia de los enfrentamientos con el lagarto gigante, de quien desde entonces se sabe poco y nada. La agencia cripto-zoológica Monarca, la misma que lo había sacado de su letargo a pura explosión atómica, continúa su búsqueda. Mientras tanto, aparecen nuevos monstruos más ridículamente grandes que Godzilla que, obviamente, pondrán en peligro a toda la humanidad. El combo se completa con un conflicto familiar superfluo y reglamentario que involucra al matrimonio Russell (Kyle Chandler y Vera Farmiga) y a su hija (Millie Bobby Brown, más conocida como Eleven en la serie Stranger Things). La película está estructurada alrededor de un sinfín de enfrentamientos tanto entre los monstruos como entre ellos y los humanos. Soldados, zoólogos y científicos: todos tienen algo para decir ante la presencia de esas criaturas. Aunque, en realidad, no dicen sino que gritan y gesticulan. Seria y solemne como ceremonia religiosa, a Godzilla II le preocupa más la espectacularidad digital de sus escenas de destrucción masiva que cualquier atisbo de humanidad en sus personajes de carne y hueso.
Disney da otro paso en su idea de reciclar grandes clásicos del estudio con remakes con actores. Así pasaron, entre otras, Alicia en el país de las maravillas, La Cenicienta, La Bella y la Bestia, El libro de la selva y Dumbo. A esa nómina se le suma esta nueva versión de Aladdín a cargo del británico Guy Ritchie. Como en todas esas películas, la fórmula es similar y consiste en tomar las coordenadas básicas aunque con pequeñas modificaciones acorde a los tiempos que corren. Así como en La Bella y la Bestia se incluyó a un personaje gay, ahora hay una mujer mucho más fuerte que su predecesora. El resto es más de lo mismo: la historia romántica interclasista entre el ladrón Aladdín (Mena Massoud) y la princesa Jazmín (Naomi Scott); el monito capuchino Apu, el genio azulado y bonachón (Will Smith) y, desde ya, el malvado Jafar (Marwan Kenzari) que intentará quedarse con el trono del sultán. Con media hora más de duración que la película original, Aladdín recorre el mismo cauce marcado hace 27 años. Lo hace manteniendo gran parte de la banda de sonido original y sumándole un despliegue visual antes ausente. En ese sentido, Guy Ritchie –cada día más lejos de la promesa indie que supo ser hace dos décadas– apuesta por un paleta de colores recargada, de tonos intensos y contrastados, dándole a la película aire entre grasa y kitsch. El resultado es un entretenimiento eficaz y pasatista que se olvida pocos minutos después del fin de los créditos.
Un chico y una chica se cruzan de casualidad, intercambian algunas palabras, se gustan mutuamente e inician un largo paseo por una ciudad llena de mística e historia. La sinopsis remite invariablemente a Antes del amanecer y el sinfín de películas posteriores que replicaron esa estructura narrativa. Siempre, claro, sin llegarle ni a los talones al film de Richard Linkater. A esa lista se suma ahora El sol también es una estrella. Esta enésima adaptación de un best seller romántico para jóvenes adultos que se filma en Hollywood en la última década propone, según la sinopsis, “una historia moderna sobre cómo encontrar el amor contra todo pronóstico”. Los protagonistas son dos adolescentes hijos de inmigrantes cuyas perspectivas de vida son opuestas: mientras la jamaiquina Natasha (Yara Shahidi) está a un día de ser deportada junto a sus padres, Daniel (Charles Melton) se encuentra a punto de ir a una entrevista para ingresar a una facultad con miras a estudiar una carrera que no le interesa. En ese contexto se conocen en plena calle e inician un recorrido a contrarreloj por una Nueva York filmada como si la directora conociera por primera vez la ciudad. Ese embelesamiento se condice con la superficialidad de un relato cuyos protagonistas no escapan a la construcción estereotipada: sus inquietudes son tan banales como sus diálogos, al tiempo que los agujeros del guión son presentados como meras vueltas del destino. Un destino empecinado en el triunfo de la corrección política y el amor interracial.
El director de El Francesito, un documental (im)-posible sobre Enrique Pichon Rivière vuelve a proponer un viaje hacia la historia, en este caso focalizando en los primeros inmigrantes judíos hacia América, quienes llegaron provenientes de distintas regiones de Europa debido a la persecución por parte de la Inquisición. La experiencia judía, de Basavilbaso a Nueva Ámsterdam pone sus pies en un pasado familiar que es también el de gran parte de una comunidad. Todo arranca en la localidad entrerriana de Basavilbaso, de donde es oriunda la familia del realizador, y continúa por distintos puntos del continente a los que Kohan viaja con la idea de descubrir más acerca de aquellos sefaradíes. Más allá de su puesta en escena televisiva, La experiencia judía… es una de esas películas abiertas a la sorpresa. Mejor dicho, abierta a la posibilidad de dejarse sorprender. Con paradas en el hallazgo de las ruinas de lo que alguna vez fueron sinagogas hasta cementerios en medio de la selva de Surinam y el encuentro con una comunidad del noreste de Brasil que descubre su identidad judía, por citar algunos ejemplos, Kohan construye un mosaico antropológico cuya base está cimentada por la voluntad de transmitir los sentimientos generados por el desarraigo y la lejanía. Sentimientos que, queda claro, no distinguen raza ni religión.