La noche más oscura
Se puede hacer no una sino varias películas con una idea sola. 12 horas para sobrevivir tiene una sola idea, la misma que su predecesora La noche de la expiación. En un futuro cercano (como se decía antes) el gobierno de los Estados Unidos decreta un día para que durante doce horas una vez al año cada uno de los habitantes del país haga lo que le parezca. Enseguida se ve con claridad que la película cuenta también con una pasión, que es la de la violencia. ¿Cómo funciona esa violencia? En apariencia, las autoridades pretenden que haga las veces de elemento purgativo para una sociedad enferma de frustración y desigualdad. Pero en el relato su concreción pasa por alto como un suspiro cualquier ribete político –las improbables preocupaciones de la película en ese terreno son hechas a un lado casi sin miramientos, un poco ridiculizadas a causa de la avalancha de estereotipos que se presentan como representantes de posturas ideológicas en pugna– para derivar rápidamente hacia el costado de la acción pura: un grupo debe sobrevivir en medio de la locura que la disposición gubernamental desata en la ciudad de Los Angeles. El director James DeMonaco orquesta un espectáculo en el que las máscaras horribles que portan muchos de los dementes sueltos que pueblan la película disparan un miedo atávico, muestran un deseo y dispensan al rostro verdadero, ocultándolo, de terminar de asumir ese deseo como propio. La profusión de máscaras en los espacios siempre abiertos de la película exhibe el territorio liberado provisoriamente de la sujeción a un orden social. Mientras tanto, en la superficie, las muecas congeladas impactan con la fuerza de esas caras extrañas que asustan de golpe a los niños. En última instancia, la dimensión filosófica parece ceder siempre el paso a la confrontación directa con el horror circundante. La película no se preocupa por la verosimilitud de su historia, ni por ofrecer la cohesión dramática de un conjunto perfectamente delineado y reticulado, como si la animara un espíritu de Clase B apenas lujoso, plagado de sombras y de baches, con una predilección brutal por la sangre y la naturaleza física de los cuerpos que habitan la pantalla. DeMonaco hizo una película casi pegada a la otra, quizá apremiado por demostrar que el insólito caso de su película anterior (una producción pequeña que se convierte en hit) fue, ni más ni menos, el producto venturoso de ese mismo espíritu: pedir poco para lograr mucho, saltar al vacío con una sonrisa desafiante, sin pertrechos ni legitimación. En 12 horas para sobrevivir no hay tiempo porque el tiempo es eso que ocurre mientras se trata de conservar la vida, o de quitársela a otro. Las imágenes pasan a toda velocidad –el corte manda– con una especie de alegría llena de ferocidad donde el cine parece recobrar, durante instantes que miramos con melancolía de tan breves, ese sentimiento primigenio de temor y temblor por la aventura, por el miedo, por la convicción secreta de que las noches más oscuras y peligrosas pueden volverse en la pantalla un motivo de placer cada vez más escaso.