Una chica cualquiera Una película de José Celestino Campusano no es cualquier cosa, del mismo modo que no lo son las películas cuya singularidad y naturaleza insumisa las vuelve refractarias al sistema del cine imperante en festivales, en el que sobre cada imagen muchas veces parece velar un fantasma de corrección general, burocracia de la forma y restricción del espíritu verdadero del cine. La reina desnuda es una de esas películas: se trata de una película de Campusano, por lo tanto, hay que verla como una pieza en esa obstinada cadena de momentos impenitentes en los que el cine parece surgir de nuevo, con la ferocidad de una criatura exótica, para que miremos todo con otros ojos, para que la pantalla sea un lienzo en el que bailan satanes persistentes y ángeles prosaicos, todos en la misma pista entreverados, con la gracia y la desvergüenza de un arte que no ha sido concebido para dejarnos tranquilos sino para que temblemos un poco; para sumergirnos en caminos brumosos que son también los nuestros. La reina desnuda puede que sea una de las mejores películas de Campusano; es decir, una de las mejores películas que el cine nos pueda deparar. El director crea un personaje femenino extraordinario; mujer “empoderada”, pero en sus propios términos, que son los que ya tenía una femme fatale o una vampiresa (como se decía en el cine argentino de los años cuarenta). Dicho de otra manera, los rasgos de una chica que, literalmente, “hace cualquiera”, una chica bardo, una chica «echada a perder», que hace lo que quiere con sus caderas, que da «malas» señales a los hombres, que les hace creer que es «fácil», cuando en realidad es todo lo contrario. Esa chica, esa protagonista, esa reina sin afeites, en realidad no tiene precio; no hace las cosas por plata porque no hay suficiente plata para pagarle. Campusano entra dando sablazos quirúrgicos a todos los temas vigentes, como es su costumbre, como lo hacía especialmente en Hombres de piel dura (su protagonista es una mujer de piel dura) y también en lo que podríamos llamar las secciones institucionales de otras películas de su filmografía, como En la frontera, o incluso en El silencio a gritos, su película boliviana. Temas, preguntas y asuntos para los que no tiene respuestas preparadas ni prescripciones. Campusano no pretende tener todas las respuestas, pero cree en las personas, en su capacidad de redención; cree en los parpadeos de dignidad de la que son capaces aún bajo las condiciones más hostiles y en medio de un maremágnum de pecados, malas decisiones y pasiones oscuras. La protagonista entra en un momento a trabajar en una institución de ayuda a la mujer, o de asesoramiento y contención en casos de abuso o violencia, en virtud de su conocimiento de la calle, de su soltura para moverse en los ambientes fronterizos, del sinfín de noches blancas y tolerancias públicas variables que carga sobre sus hombros. Pero enseguida se da cuenta de que no sirve mucho para eso: su vida es demasiado despelotada. Sobre todo, parece descreer un poco, en el fondo, de lo que allí pueda hacerse en términos reales. Las instituciones no alcanzan, no sirven del todo, no llegan de verdad; aunque sean en principio bienintencionadas, se inventen nuevas o se reciclen las mismas con nombres rimbombantes. La intemperie de los personajes del cine de Campusano pocas veces estuvo tan expuesta. El director se dedica entonces a filmar el derrotero de esta chica íntegra, pero que sabe que se expone al peligro -incluso lo dice: «Yo, también, soy una boluda», se sincera después de una desafortunada noche de sexo con dos tipos en la que aparece un tercero que no estaba en los planes de ella, pero al que nadie puede convencer, a esa altura, de que no tiene cabida en la faena-, con una empatía estremecedora, pero también con distancia, con desapego, como si honrara sin miramientos sus decisiones, su espíritu peligroso, su piel dura, su autonomía a como dé lugar. Si la película arranca con la protagonista de chica, en medio de abusos, o de maniobras adolescentes que pueden ser vistas como tales, esas cosas enseguida se observan, se esfuman, se dejan pasar, se diluyen en el recuerdo. Campusano toma decisiones arriesgadas de puesta que balancean las escenas al borde del rápido desdén o del escarnio –el uso del ralenti, desconcertante, o la elección de los temas musicales-, con la fiereza de siempre, y después filma a su protagonista en un presente de pueblo, ya no de conurbano sino de campo, más en la línea de Hombres de piel dura. Un contexto en el cual esa chica, esa mujer, se convierte en una rareza absoluta: sus impudicias son motivo de maledicencia; su vida loca es una carga, pero es también su libertad, incluso su impunidad, paradójicamente, como si fuera una hetaira de la Grecia antigua. En cualquier caso, no es nunca una víctima; jamás se asume como tal. Su orgullo a toda prueba es su emblema. Con un personaje de esas características como centro, el director logra un mapeo, a vuelo de pájaro, pero muy preciso, del comportamiento de un pueblo que no se ve en otras de sus películas, en las que en general todo está disgregado, es tierra de nadie, universo de pulsiones tribales que ha olvidado formas anteriores de civilización. La reina desnuda recibe los aires renovados de un cineasta que siempre está buscando y encontrando cosas; la muestra cabal de que sus películas se comportan como eslabones, variaciones de un mismo impulso de exploración, tanteo y reconocimiento del mundo y de las maneras de representarlo. De eso se trata lo que antes llamábamos, ni más ni menos, un autor de cine.
Las cosas de la vida Un día nos vamos a levantar a la mañana y no habrá películas como esta. Es decir que ya no podremos ver películas cuya irremediable autonomía no está dada por su narrativa novedosa, ni por sus temas, ni por su audacia formal sino, simplemente, por su llaneza, por su naturalidad, por su modo de fluir misteriosamente, sin mayores artificios ni aparente dificultad. Alicia y el alcalde, o Los consejos de Alice, nombre con el que también se la conoce –grises títulos que, sin embargo, no suenan mucho peor ni dicen más que el original Alice et le maire– pertenece a una segunda línea intrigante del cine francés. No ocupa el departamento de los bodrios exitosos irreparables – especialidad de la casa: comedias que no parecen comedias-, ni pertenece al grupo que opera con la eficacia de una guerrilla hiperkinética, tocado por la gracia de las sombras, cuya cabeza más eficaz es la extraordinaria Pascale Bodet. Su lugar de pertenencia, más bien, podría ser el mismo en el que se desenvuelve a sus anchas Axelle Ropert, esa maestra de la discreción: aquel conformado por películas que se conducen con una sencillez y seguridad que a primera vista pueden parecer un poco rancias, con su deslumbrante trabajo con los actores, con una destreza para el detalle que se disimula bien en su dramaturgia pequeña, en su falta de histrionismo, en la seguridad con la que son capaces de llevar al espectador de paseo de una punta a la otra sin que este se las tenga que ver con grandes emociones ni ripios lastimeros. Nos podríamos también remitir a algunos momentos de Claude Sautet, pero Claude Sautet está muerto. El alcalde de Lyon recibe la asistencia de una chica que desembarca en la administración sin saber demasiado para que se la ha convocado, de qué se trata ese trabajo por el que dejó su enseñanza de filosofía en el extranjero. La mujer que oficia de mano derecha del alcalde le aclara enseguida a la recién llegada que el puesto que se le había prometido –va aquí un título nebuloso- no existe más, pero que en realidad de lo que se va a ocupar es de dar consejos al alcalde. El mandatario de marras cuenta unos setenta años, tiene todavía ambiciones políticas y espíritu de transformación al servicio de su comunidad, pero está vacío, no puede pensar. Alice se ve desconcertada al principio, pero de inmediato empieza a anotar cosas en su libretita; escucha un discurso de su nuevo jefe, anota. Ve su presentación en la legislatura, anota más. En la siguiente reunión la chica le recomienda a su jefe autores, le marca cosas, le sugiere un acento en tal tema, una modulación distinta en tal otro. El hombre duda, pero termina cediendo. El alcalde y Alice hacen buenas migas profesionales. Algún integrante de rango difuso del gabinete se enoja, pero el tema no pasa a mayores. Alice es bastante brillante y todos aceptan este hecho, aunque sea a regañadientes. Alice tiene algún que otro amorío por ahí; se reencuentra con un amigo que ahora está casado, pero con el que tuvo una atracción en el pasado no concretada; aparece la mujer del amigo, que es una artista un poco loca de atar y está involucrada por hobby en temas ambientales. No pasa mucho con esos asuntos, conatos de drama o de comedia que expiran en breves escenas que se suceden con una ligereza pasmosa. Pero la película, justamente, navega a favor de esa tesitura de las “pequeñas cosas”, siempre con la habilidad suficiente como para que el desempeño de Alice se siga con la fascinación reservada a las grandes aventuras vitales en un medio tono medio que resulta tan eficaz como sorprendente. Hacia el final, hay una tensión muy lograda cuando se prepara un discurso y la convención -¿del Partido Socialista?- espera que el alcalde se pronuncie. La película parece esbozar desde el vamos una cierta idea peregrina acerca de la soledad profunda del poder, con la tentación de la analogía fácil de la chica joven sola y el hombre maduro solo, ambos un poco extravagantes para quienes los rodean –un caso servido de “tal para cual”-, pero evitando en todo momento con gran soltura cualquier sospecha de melodrama romántico o desvío amoroso. No se trata de amor, entonces; ni se trata en realidad de política, ni tampoco es acerca de las vidas melancólicas, en este caso las de Alice y el alcalde. En el fondo, la película parece partir de una premisa dudosa que sin embargo se ha probado muchas veces. Filmar una cosa, pero simular que se está filmando otra distinta. Solo que esa primera cosa, la que en verdad importa, no se sabe muy bien cuál es. Se filma el derrotero de una vida en un período no muy largo de tiempo. La vida, como es lógico, tiene sinsabores, algún triunfo. Un reguero de pequeños acontecimientos, asuntos que ni fu ni fa –salvo fuerza mayor- jalonan esa trayectoria. A veces las grandes películas, aunque sean pequeñas, se comportan con una consciencia tan pronunciada de eso que no se sabe qué es, ese tema esquivo a fuerza de perseverar en su persecución –más se lo busca, más inmaterial se vuelve- que no tienen más remedio que aceptar lo que no es sino una derrota anunciada. La fragilidad de Alicia y el alcalde, esa condición de criatura exótica en peligro de extinción de un momento a otro, reside en la manera con la que nos conmina a no dejar de mirar la pantalla mientras se abstiene de revelarnos su verdadero secreto.
Almas muertas En una antología de películas tristes del cine argentino reciente no podría faltar El aprendiz. Cuatro muchachos gastan sus días en alguna clase de actividad delictiva (aparentemente le cobran a alguien un diezmo por orden de otro alguien, figura que se establece siempre en el fuera de campo, como una presencia ominosa), y solo uno de ellos, el protagonista interpretado por Nahuel Viale, tiene un trabajo legal reconocible como empleado gris, apto para todo servicio, en la cocina de un hotel. Esta película singular registra el andar de los personajes como si se tratara de seguir los pasos de un grupo de seres condenados, criaturas errantes cuyo destino ha sido sellado de antemano. El que oficia de jefe módico de los cuatro es un pobre diablo con ínfulas, líder carismático cuyo estatuto despreciable se ve acentuado en la escala de pueblo chico que le da marco. Pablo, el protagonista, tiene un atisbo de romance y el sueño de un restaurant propio, pero ambas cosas parecen esfumarse, como si formaran parte del territorio de las cosas perdidas o irrealizables, las que no pueden concretarse o las que se rechazan dolorosamente, porque en el fondo se consideran parte de una felicidad impropia. El paisaje costero en un invierno que luce particularmente inhóspito parece trabajar con denuedo sobre el ánimo de los personajes e imponer en cada plano un tono fúnebre, como si cada acción fuera una despedida o el anuncio de la imposibilidad de un final feliz para cualquiera de ellos; en El aprendiz el sentimiento de tristeza es un mapa emocional y una morfología hecha de resolana, calles polvorientas y médanos solitarios que asoman a un costado del plano (nunca se ve el mar, salvo en una curiosa toma desde la altura, que tiene la duración de un parpadeo y sugiere un resto vulgar de alegría que a los personajes les está vedada sin remedio). Siempre desesperanzada y en varias ocasiones lúcida, la película se integra de forma elocuente a esa familia narrativa que hace prácticamente de cada escena un interrogante acerca de cómo filmar sin énfasis la amargura, el vacío ontológico, el balbuceo de un puñado de vidas que existen solo en un tiempo presente, ese estallido precario de luz que anima cada plano para luego cerrarse sobre sí mismo y desaparecer. Como en un eco cercano de otras dos películas protagonizadas por Nahuel Viale en los últimos años –Ocio y Antes, candidatas de pleno derecho a integrar esa improbable colección de películas tristes, ejemplos esmerados de amargura radical y personajes arrojados a la intemperie–, El aprendiz está menos interesada en caerle en gracia al espectador que en ofrecer los retazos de un martirologio siempre esquivo, en el que la sucesión de escenas parece operar como una serie incansable de escalones descendentes hacia alguna clase de infierno que a simple vista no difiere demasiado de la cotidianidad en la que los protagonistas se ven inmersos. Cuando Pablo debe desvestir a su madre esquizofrénica que se ha metido en el hotel disfrazada de camarera, o imita sin tomar conciencia de ello el gesto de su padre de prender el cigarrillo antes de convidarlo, advertimos que el director se revela por momentos como un especialista en detalles tenues, ligeramente elusivos, cuyo poder de evocación se expande sigilosamente por los planos, sin alardes pero también sin concesión. En última instancia, El aprendiz es una historia de criaturas aisladas, que no se ven como los demás pero son arrastradas por la misma corriente: solas y sin ánimo para oponerse a ella, solo les queda el presente, el tiempo sin épica ni esperanza de la supervivencia.
Una historia de entonces Un catálogo de fantasmas: Imágenes, voces grabadas, evocaciones, recuerdos. Un hombre aterriza su avión forzosamente en Concordia, Entre Ríos, en un siglo remoto. Las dos niñas de la familia que acierta a darle alojamiento al recién llegado lo observan como a un pájaro exótico, una criatura caída del cielo cuya presencia trastoca la serenidad de provincia. El hombre es un piloto consumado que busca una ruta alternativa. También es escritor, tiene el aspecto de un gigante; hace gala de un carácter reservado y unas maneras amables. Habla francés, igual que los integrantes de la familia. La elección del autor de El principito (puesto que de él se trata) importa menos por la relevancia artística del personaje en cuestión que por la curiosidad municipal del episodio en el que una celebridad se codea por azar con los miembros de una porción de la burguesía argentina de entonces. Sin embargo Nicolás Herzog, el director de la película, está interesado en un aspecto particular del asunto, ese que se deja entrever en el título, en el que la aparición en escena de las dos chicas de la familia adquiere ribetes legendarios, de cuento de hadas cuya contundencia se afirma en el esgrima delicado de acercamiento y recelo que se produce entre el visitante y las pequeñas mujeres. La película exhibe un pulso nada desdeñable en el despliegue de registros con el que se recrea esta aventura ínfima de encuentros destinados a no prosperar sino más bien a perderse o a perseverar apenas en la estela melancólica con la que se invoca un pasado de cruces venturosos, de caprichos de la fortuna y de contraluces. Las imágenes en las que esas niñas vuelven a la vida, por ejemplo: planos que parecen temblar, como si tuvieran impreso el misterio de sus pensamientos, de sus deseos, de su incertidumbre, de su arrogancia. Saint-Exupéry describe a una como extrovertida, ligera, lúcida en su determinación y en su “alegría de vivir”. La otra en cambio le parece opaca, acaso colérica, inteligente y esquiva. La película discurre en los bordes de un enigma en el que los contendientes se observan para atraerse y repelerse alternativamente. La casa de la familia de marras, denominada “el palacio San Carlos”, muestra en imágenes actuales un aspecto ruinoso que acrecienta la sensación de un pasado regio que el imperio del tiempo y los avatares de la historia han reducido y doblegado, confinando a los personajes y sus circunstancias a la arqueología de las promesas incumplidas. La mirada piadosa de Herzog parece establecer un mapa emocional que echa a andar a los personajes por entre las brumas de un pasado en el que todo es posible pero en el que nada alcanza una concreción definitiva: en la serie de dispositivos mediante los cuales los fantasmas que pueblan la película adquieren un relumbre vital se destaca un hallazgo no menos fantástico. Una suerte de andanada epistolar grabada que Saint-Exupéry le envía a un amigo, nada menos que el cineasta Jean Renoir. El escritor podía alternar las eternas sentencias edificantes de El principito con textos sobre viajes, aventuras en los cielos del mundo y disquisiciones acerca del estatuto heroico de algunos de sus personajes en textos como Tierra de hombres o el propio Vuelo nocturno. Las niñas de la familia Fuchs, “las princesitas argentinas” a las que observa en sus días de Concordia, constituyen para Saint-Exupéry el capítulo de una experiencia de vida de primer orden y quizá el germen secreto para libros por venir. La idea de una película del maestro Renoir que contara ese encuentro fascinante sonaba perfectamente plausible. Sin embargo, como se ha sugerido, Vuelo nocturno, la película, es el intento de reconstrucción narrativa de lo que se ha perdido, de lo que se ha disuelto antes de alcanzar su cenit, de lo que pudo haber sido pero no fue: una historia de amistad idílica no concretada, una película no realizada, un pasado próspero que termina en ruinas. Con una pericia de espiritista, Herzog consigue hacer hablar esas voces perdidas mientras reflexiona acerca de las convulsiones diurnas que pasan a veces intempestivamente alimentar el mundo de los sueños, es decir al territorio denodado de la ficción.
La ciudad de la melancolía Una novia de Shanghai tiene un tono de fábula, una comicidad distante llena de elegancia y la convicción cabal, sostenida contra toda esperanza, de que el cine que más importa es una aventura sin beneficio de inventario. El director argentino Mauro Andrizzi filma en la ciudad china una película que puede considerarse mitad comedia lunática y mitad retrato sensible acerca del destino incierto de los descastados. Andrizzi pulsa en todo momento una gracia distintiva, un cariño auténtico por los personajes y una autoridad desusada para mostrar que una película se puede hacer, también, con elementos mínimos siempre que contengan suficiente capacidad de sorpresa y de que se opere sobre ellos con imaginación y pertinencia. Pero por sobre todas las cosas, el director exhibe una voluntad voraz por narrar todo el tiempo, casi con cualquier detalle que le salga al paso. Por momentos da la sensación de que esa ciudad de la que la película intenta apropiarse es capaz de albergar cualquier historia: el director establece desde el vamos un territorio de veleidades fantásticas con los carteles impresos en la pantalla que refieren las creencias folklóricas acerca de las novias muertas en China; inventa un mundo donde parece caber una miríada infinita de relatos, y bifurcaciones de relatos –la novia a la que le roban el anillo, el tipo que va al cine y sueña un mundo de fantasía-, pero elige quedarse con esta historia del hombre gordo y el hombre flaco, que deambulan por la ciudad, sin hogar aparente, sin familia ni esperanzas, al borde de la ley (como el personaje de Mala sangre, la película de Léos Carax a la que se alude cuando uno de los protagonistas cuenta la escena de una película), ganándose como pueden la vida y alucinando perezosamente con un golpe de suerte. La película hace gala de una rotunda ambición, pero a la vez se muestra extrañamente cercana, al punto de que tanto podría ser una película grande que parece chica como al revés. La distinción de los planos de la ciudad, sus imágenes depuradas; la vocación por producir pequeños gags casi sin pausa; la extravagancia de los personajes, especialmente las chicas, maravillosas; el extraordinario uso de la música (excelente, por otro lado) y la melancolía un poco cursi de los vagabundos que fantasean con una vida rumbosa producen un resultado casi irresistible. De alguna manera, esta película singular es un salto al vacío: el director parece sugerir que las imágenes nunca deben mostrarlo todo, pero deben ser capaces de sugerirlo todo; lanzarse sobre el mundo y atrapar lo que se pueda, exhibiendo a veces una determinación y una destreza que no siempre se está tan seguro de poseer. Tras el espléndido comienzo de la película, en el que parecen bullir cientos de historias y de tramas posibles, hermanadas por el hilo invisible con el que se teje el misterio en esencia inabarcable de una gran urbe, el director encuentra a sus protagonistas, esa pareja de buscavidas que parece practicar con obstinación la indolencia pero también la ilusión de los desesperados. Con un dinero providencial pasan una noche de hotel, un lujo modesto con el que imaginan de primera mano cómo es la vida de otras personas, esas que pueden pagarse una habitación; o recuerdan acaso cómo fueron sus vidas antes de terminar en la calle. Pero en esa habitación, cuando los dos pícaros están dormidos, se les aparece un fantasma –gran efecto cómico– que les cuenta una historia que moviliza a los personajes. Moviliza en más de un sentido. Una novia de Shanghai, la “película asiática” de Andrizzi, esta anomalía absoluta, es también el relato de un sueño imposible en el que los muertos hacen andar a los vivos.
El protagonista de esta película tan áspera como contundente es un ser solitario cuyo comportamiento resulta un enigma para quienes lo rodean: il solengo del título es en definitiva un animal perdido, cuyo recuerdo persiste en los relatos de los mayores de un pueblo de la campiña italiana en las afueras de Roma. La película se articula a partir de charlas y testimonios de quienes conocieron al personaje, para trazar desde allí un panorama gris, lleno de zonas inasibles, de la primera mitad del siglo XX en Italia. La infelicidad secreta del personaje, figura central aunque elusiva de la trama, así como su hosquedad y su naturaleza insondable, se presentan como el fantasma de todo relato que se precie: así como no hay historia que valga sin claroscuros, tampoco hay cine de verdad sin un misterio cuya resolución está condenada al fracaso.
Mujeres al borde de un precipicio Algunas chicas es por lo menos una película sorprendente. Aunque es sabido que eso se acostumbra a decir con demasiada facilidad, como un lugar común o un automatismo de ocasión. La primera escena muestra una chica que llora dormida; después la chica se levanta, también llorando, se acurruca en un sillón, envuelta en penumbras como un animalito herido: llora con un dolor que parece venir del sueño, o de algún lugar indefinido en lo profundo de la noche. Un crescendo de música de cuerdas suma a la angustia íntima de ese momento un carácter de drama universal de manera admirable, mientras la chica atraviesa enseguida la casa corriendo. Lo que sorprende desde el minuto uno en esta película singular es la convicción con la que las imágenes son capaces de evocar un cierto carácter inasible del mundo, un misterio ciertamente desconcertante cuyo eje podría ser la naturaleza indiscernible entre el día y la noche, o entre mundos que existen en líneas paralelas que aciertan a cruzarse caprichosamente, acaso animadas por el humor cambiante de un dios bromista que opera con malevolencia en el fuera de campo. Como si se tratara de una suerte de thriller con ribetes góticos, el director pulsa una cuerda poco transitada en el cine argentino reciente; el temblor de la película –esa corriente eléctrica que parece recorrerla con una contundencia para la que nada nos ha preparado– está forjado en una clase de ambición que parecía perdida: aquella en la que el cine es el vehículo mediante el cual somos invitados a ver atisbos de cosas que la mayor parte del tiempo permanecen ocultas; restos, fragmentos, partes, visiones incompletas de un diseño inabarcable. La sangre que se ve al final de la escena mencionada donde termina la corrida de la chica se destaca en la pantalla como una mancha maligna, llamada a devolvernos de un golpe a cierto estado de fragilidad insensata, en el que la vigilia puede no ser más que una continuidad perversa y apenas disimulada del sueño. En la secuencia siguiente, una mujer llega de madrugada a un pueblo de provincia y toma un remís debajo de una lluvia torrencial. El conductor del auto, interpretado por Edgardo Cozarinsky, le cuenta a la pasajera la historia del hallazgo de un cadáver. “Nos dimos cuenta de que ese bulto al costado del camino era un cuerpo humano al que le habían amputado las piernas” concluye, más o menos. La evidencia del carácter metafórico del personaje de Cozarinsky, que oficia de guía en el pasaje de ingreso a otro mundo, no impugna la belleza de la escena ni la fuerza inquietante que la anima. La recién llegada es una joven cirujana, que viene a la casa de su amiga de la infancia para pasar unos días en el campo con el fin de restañar una herida sentimental reciente. La dueña de casa tiene un marido opaco y una hija adolescente que acaba de protagonizar un intento de suicidio cortándose las muñecas. Un impulso inesperado une de inmediato a la médica y a la suicida fallida, y a ese vínculo inapresable se le suman las presencias de las dos amigas del pueblo de la chica, una misteriosa heredera que no sabe en qué gastar su dinero y esa niña perturbada que vimos en la escena con la que abre la película. La sangre, los cuerpos secretamente dañados y la idea de la muerte temprana tiñen la narración con un tono ominoso. A esta altura de la película se advierte que Algunas chicas se puede ver con los ojos, con los oídos y con todo el cuerpo. Cada centímetro de piel nos compromete con la película de un modo insólito, como si Palavecino se hubiera propuesto una cosa muy rara, muy fuera de lo que se usa en el cine que nos toca semanalmente: tensar los nervios del espectador apelando a su gusto atávico por los temblores que proporcionan las sombras, el miedo surgido en medio de nuestro estado de indefensión más completo. El director conduce el conjunto a través de una andanada de imágenes que no desdeñan un refinamiento inusual, menos preocupado por halagar la retina de los espectadores de modo espurio que por transportarlos hacia las profundidades de la angustia y la fuerza vital de los personajes. La película, que toma con toda la libertad del mundo la novela de Pavese Entre mujeres solas como fuente de inspiración –en un momento una de las chicas recita, extrañamente en portugués, uno de los poemas más famosos del autor italiano–, dispone ramalazos de horror en el espacio insondable de la casa durante la noche, con sus recovecos y sus dormitorios que parecen replicarse como en una pesadilla, y le agrega el tono melancólicamente luminoso de una historia de mujeres sin familia, sin ataduras, que juegan al límite de sus fuerzas, envueltas de modo creciente en una especie de halo brujeril. El grupo de chicas va a fiestas, toma drogas, se interna en el bosque con armas robadas al dueño de casa para disparar sin puntería; dos de ellas tienen sexo con un desconocido adentro de un auto. El director explota visualmente la inquietud de esa unión inexplicable mediante una cámara que flota, tiembla ligeramente, bucea en el paisaje nocturno o emerge a la luz del día con los primeros rayos resacosos, que se cuelan entre los árboles y van a derramarse sobre los cuerpos de las mujeres que se meten unas líneas de cocaína y se quitan la ropa para zambullirse en la pileta. Algunas chicas ostenta esa autoridad que surge de modo habitual en las películas de Palavecino, ese gusto para rodear un sentimiento de malestar intransferible con la mayor elegancia y sutileza posibles. En un solo gesto, el director argentino desafía nuestra percepción al exhibir los retazos de una amistad de vidas rotas como si se tratara de encontrar para los personajes un nuevo comienzo. La pregunta que se impone es de qué manera lo lograrían, y cuándo. La película es una historia de terror y también un melodrama elusivo de mujeres dañadas al borde del precipicio. Por añadidura, una invitación a palpar los trazos de una topografía paralela cuyos límites constituyen la garantía de un cine que funciona como testimonio inquietante y exploración sensible de lo que nos rodea.
Con toda probabilidad, la clase de película que atrae especialmente a los espectadores muy jóvenes, los que lo son o los que se complacen en verse a sí mismos de esa forma (eso del “espíritu joven” parece una veleidad vetusta del marketing más que la descripción precisa de un fenómeno determinado). La información que corría acerca de la película daba cuenta de algo parecido a una historia de vampiros iraní, con abundancia de citas cinéfilas, un blanco y negro depurado y la presunta libertad que se les adjudica de manera automática a ciertos especímenes cuyos trucos laboriosos en el terreno que incluye, sobre todo, el look y la banda sonora, parecerían alejarlos del peligro del anquilosamiento y, palabra maldita, la solemnidad. En principio uno no sabe qué está viendo exactamente en Una chica regresa sola a casa de noche, y eso siempre es una buena noticia. Si más que provenientes de una película iraní, los apellidos de orígenes disímiles que desfilan en los diversos rubros de la película nos hacen acordar a la Legión Extranjera, la sorpresa mayúscula de este film en apariencia tan anómalo podría estar dada por la presencia del actor norteamericano Elijah Wood como uno de los productores ejecutivos. Dejando esos asuntos enigmáticos a un lado (un enigma de origen burocrático, después de todo, que el lector interesado puede rápidamente saldar consultando la red), la película resulta no tan iraní, no tan de vampiros y no tan divertida y estimulante como parecía. La acción se sitúa en un pueblito desolado que recuerda a las afueras de Tulsa donde Coppola filmó Rumble Fish y estaba ambientada la novela de Susan Hinton del mismo nombre que le daba origen. Incluso el muchacho con jopo y camiseta metida en el pantalón que aparece ni bien empieza la película podría ser una versión de segunda mano de algún personaje salido de allí. Es decir que en realidad vendría a ser una versión de tercera o cuarta mano del joven disconforme y hastiado, al que una brecha insalvable separa de sus mayores, hijo perdido de la posguerra en los suburbios de cualquier ciudad de provincia de Estados Unidos de la mitad del siglo veinte. Así como en la película de Coppola el protagonista tenía un padre alcohólico con el que cualquier comunicación se tornaba difícil, por no decir imposible, este lo tiene heroinómano. La incomprensión entre los dos es la misma. El pueblo, de modo análogo, con sus callecitas desiertas, su opresivo ambiente fabril, su tristeza fotográfica y su rutina, no parece otra cosa que una alucinación, una creación del cine diseñada para instalar con mayor comodidad, si fuera necesario, cualquier clase de metáfora. Salvo que el lirismo seco de Coppola, su compromiso un poco infantil con los personajes y su talante caprichoso de demiurgo del cine, que decide inventarse un retorno de carácter edénico y hacer, según sus propias palabras, “una película para jóvenes”, extraían prácticamente una obra maestra de donde no había más que una novela no demasiado inspirada. Esta vez la cosa no sale del todo bien. La película de Ana Lily Amirpour no parece contar con otras cartas que la destreza de la fotografía y el regodeo ramplón con sus figuras de cartón que simulan estar inmersos en un drama en el que no creen del todo, pero del que tampoco se despegan lo suficiente. Un plano detalle de la cuchara sobre el fuego de la hornalla donde el padre prepara la heroína hace acordar a un plano muy similar de Pulp Fiction; la mujer vampiro que ronda las calles acechando a los que se portan mal se parece un poco a la chica de Let The Right One In pero adulta, y así siguiendo. La película luce como un mejunje un poco lúgubre, carece completamente de humor y parece embelesada con la idea de que la suma exótica de las partes que se pueden observar en una reseña basta para hacer un conjunto apreciable y con la fuerza suficiente como para ser digna de tanta algarabía por adelantado. Una película buena solo en los papeles, un ejemplo de cine pop globalizado digno de Sundance y una chapucería cool para hacer pinta en los festivales y verificar la existencia del capitalismo triste en Irán.
La película sigue los pasos de Juana, que se asoma a la adolescencia mientras transita el último año de la primaria en un colegio inglés de la provincia de Buenos Aires. A la chica le va muy mal en los estudios y en los deportes; además, apenas es capaz de hacer amigas. En realidad resulta ser un misterio para quienes la rodean (empezando por su madre) y también para el espectador. Pero como en toda película austera (y esta lo es con un orgullo feroz, que no alcanza a disimularse en la sensibilidad atonal de su dramaturgia, ni en el calibrado naturalismo que irradian las escenas), el director debutante Martín Shanly no eleva jamás la voz para señalar esa cualidad misteriosa, la naturaleza insondable que inunda discretamente la pantalla a través de la belleza de la chica y de su exquisito repertorio de balbuceos. Juana a los 12 no es una family movie, pero sí una “película familiar” de un modo bastante curioso. La protagonista es hermana del director; la mujer que interpreta a su madre es la verdadera madre de ambos. El colegio (del que nunca sabremos el nombre) es un colegio real, al que asistió el director. La película no intenta ofrecerse como un testimonio de primera mano sobre el funcionamiento de la institución, pero el trazo preciso en los detalles y la fluidez sorprendente de las situaciones que allí se desarrollan habilitan la tentación de detectar un cierto costado “biográfico”. El caso es que Juana se ve obligada a derivar de especialista en especialista, como una descastada o un ángel caído: en suma, una criatura perdida. Maestros, médicos, psicólogos, psicopedagogas, todos tienen algo que decir sobre Juana, pero el personaje parece rechazar cualquier intento de interpelación pertrechada con una suficiencia regia, un halo de indiferencia que la lleva a doblarse en cada escena sobre el brillo secreto de su propio enigma. El boletín de calificaciones, que ella guarda sin mirar en su mochila y entrega luego mansamente a su madre, trae cada vez peores noticias; cuando tiene que decir una línea irrelevante durante el ensayo de una obra de teatro en inglés, la chica fracasa en un intento tras otro, hasta que la maestra decide que lo mejor es reemplazarla violentamente por una compañera. De pronto, el espectador cae en la cuenta de que el núcleo emocional de la película no se juega en el carácter sutilmente intransigente de una institución educativa de privilegio, sino en la elegancia absurda con la que Juana asiste a los repetidos esfuerzos de hacer de ella una persona que se comporte “normalmente”. Hay algo descorazonador en la manera en que no puede evitar reírse cuando su cuerpo ingresa lentamente en un tubo de resonancia magnética. Por momentos la película podría ser una comedia, si no estuviéramos demasiado embelesados preguntándonos qué le pasa a esa chica como para aceptar con docilidad el talante potencialmente humorístico de algunas escenas. Cuando le dan un somnífero y logran dormirla para un estudio médico (el enésimo), Juana sueña: la pantalla cambia entonces de formato durante unos segundos y vemos a la chica atravesar una serie de sucesos igualmente indescifrables. Ni siquiera dentro de su cabeza son visibles las señales de su inadaptación. La generosidad de la película, que parece saber lo mismo que el espectador y que los personajes, excluye el consuelo de una interpretación y se constituye en moderna por la vía de la incertidumbre. Juana a los 12 se consagra como una maravilla modesta, que respira a nuestro lado y nos hace soñar despiertos con más películas chicas y audaces, películas cuya lucidez dependa de su renuncia a saberlo todo y a explicarlo todo
La actriz que quería vivir Llamas de nitrato reconstruye con conocimiento y dedicación la trayectoria de la actriz francesa Maria Falconetti, ese espíritu elusivo que protagonizó una sola película en su vida (nada menos que La pasión de Juana de Arco de Dreyer), cayó en la pobreza, sobrevivió solo con su prestigio, intentó reconstruirse, se inventó una nueva existencia y terminó sus días en la ciudad de Buenos Aires, un poco olvidada y perdida para todo el mundo. Siendo una estrella del teatro ligero, que hacía relucir las marquesinas y las noches mundanas de París y de varias capitales europeas (para todo el universo era “la Falconetti”, el nombre suprimido como máximo estadio en la gloria del espectáculo) se juega todo y va a parar al set de Dreyer, el genio temible a cargo de una versión única sobre Juana de Arco. Maria está dispuesta a probarse como actriz seria (su paso por la Comédie-Francaise se había dado entre titubeos y maledicencias); Dreyer le ha dispensado toda la confianza del mundo, pero no le hace las cosas fáciles.En los descansos de las jornadas tortuosas de filmación, entabla amistad con Artaud, que pronostica un futuro maldito para la película. Los tropiezos a lo largo del tiempo con la obra maestra de Dreyer parecen darle la razón. La película de Mirko Stopar resulta divertida incluso cuando la sombra de un sino lúgubre sobrevuela la vida de la actriz y de los personajes que danzan a su alrededor. El carácter de la narración, en la que se alternan las voces de Helen Falconetti (una de las dos hijas que Maria tuvo como madre soltera), de Dreyer y de sus amigos argentinos entre otros, va una velocidad de vaudeville mientras se suceden imágenes de archivo, películas de época, fragmentos brillantes de un mundo paralelo donde incluso los picos de tragedia parecen bendecidos con el ritmo de una humanidad que no concibe otro destino que la marcha hacia delante. Un recorte de diario anuncia: “Juana de Arco arriba a Buenos Aires”; Maria ha querido volver a ser quién era antes de Dreyer sin conseguirlo. La película sugiere que la actriz es una especie de mártir, solo que nadie advierte el alcance del sacrificio, en caso de que lo hubiere. Llamas de nitrato se comporta como si estuviera entregada a una pesquisa en la que lo que está en juego es la trayectoria de un alma un poco torturada, impulsada por el miedo al fracaso, pero con un desapego auténtico por la estabilidad económica, por todo proceso orientado a procurarse una vida más o menos desahogada. Con modestia y calidez, la película sigue la estela de una biografía cuyo centro es un misterio, acaso para descubrir que lo que hay al final de cualquier vida, singular o no tanto, es siempre un abismo insondable.