Calles sin ley, cine sin ideas
Bajo la misma premisa que la anterior, La noche de la expiación, el director y guionista James DeMonaco apela a la metáfora sin vuelo para cargar las tintas sobre el sistema político en esta suerte de distopía fantasiosa –los hechos suceden en el 2023- que expone las aristas oscuras del fascismo o totalitarismo que se oculta tras el régimen democrático norteamericano actual bajo la consigna del control social o la lucha de clases financiada por intereses políticos y que recibe el nombre de purga social.
El primer fracaso de esta secuela, 12 horas para sobrevivir, es haber intentado equiparar el clima de claustrofobia hogareña, que asolaba a la familia de clase alta refugiada en una súper casa durante las 12 horas del carnaval maquiavélico donde todo valía, por el derrotero de un grupo de personajes completamente chatos y representantes de lo que podría denominarse clase media y clase obrera, a merced de los asesinos en las calles donde reina la anarquía absoluta por este salvoconducto de la violencia gratuita, el crimen sin castigo, donde sale a la luz entre otras cosas la sofisticación en el armamento y el sadismo para llevar a cabo los asesinatos más brutales e impunes bajo las luces de neón.
Machetes, ametralladoras y un grupo desaforado de enmascarados desatan el raid de terror y sangre en el centro de Los Ángeles mientras el grupo de víctimas, a saber cinco personajes, deberán unir fuerzas para sobrevivir, liderados por el Sargento (Frank Grillo), quien tiene por objeto una vendetta personal tras una reciente muerte cercana; la latina Eva (Carmen Ejogo), una camarera junto a su hija adolescente Cali (Zoë Soul), y el típico matrimonio joven que aparece en el lugar y en el momento menos indicado (Zach Gilford y Kiele Sánchez), al descomponerse el vehículo minutos antes del comienzo de la purga.
Sin demasiadas ideas sobre la temática a desarrollar, la introducción de un grupo combativo ante estas prácticas liderado por un afroamericano que denuncia de cierta manera las claras y explícitas intenciones de un exterminio de pobres amparado por las clases pudientes introduce, de manera torpe, el juego dialéctico de la lucha de clases para sustentar la dinámica de los acontecimientos y justificar así ese territorio ambiguo y no comprometido moralmente donde la violencia contra el otro es aceptada.
Todo lleva a pensar que esta nueva manera de desarrollar tópicos sociales profundos bajo la reducida mirada y maniqueísmos de manual goza de muy buena salud en el cine contemporáneo y más teniendo presente que viene a respaldar el discurso del mainstream hollywoodense (Europa no se queda atrás) que hace de la paranoia social su mayor fuente de ingresos y del entretenimiento pochoclero como el que nos atañe su mejor vehículo exploitation, sin reflexión, sin argumentación y por ende sin ideas.