El cuerpo que habla. En esta ópera prima de Felipe Gómez Aparicio uno de los protagonistas principales es el cuerpo. De inmediato, relacionado con los músculos y las contracciones de extremidades, la sobre exposición corporal y la exigencia extrema forman parte de una rutina que se repite y que experimenta un in crescendo a medida que los minutos avanzan. Que el protagonista de esta historia se llame David no es para nada casual si pensamos en la famosa escultura del célebre Miguel Ángel Buonarroti, modelo canónico de las artes clásicas en contraposición con las nuevas escuelas de arte que hacen de las performances o instalaciones un nuevo código libre de interpretación, y que entre otras cosas busca el impacto y la provocación en todo aquel observador que se ve invadido, a la vez que inmerso en el espacio que propone el artista. David, de 16 años (debut actoral de Mauricio Di Yorio), transita como cualquier adolescente de nuestros días por la etapa de la confusión tanto en lo que hace a sus relaciones con su entorno de compañeros de escuela como con una madre para quien el joven parece en realidad un experimento; o tal vez un reservorio de frustraciones y anhelos que se traducen en un vínculo tóxico -sin spoiler por motivos obvios- que será, en el transcurso del derrotero del protagonista, un detonante de cambio para su conducta. Sin embargo, la austeridad en lo narrativo lleva a que el director opte -de manera saludable- por evitar el subrayado en el relato y confíe en el verdadero poder de lo visual y la puesta en escena para dejar muy bien establecido el escenario en el que se desenvuelve una historia, rupturista y reflexiva, donde se atraviesan diferentes capas, entre las que se puede destacar la utilización del cuerpo como punto de partida de la expresión de una emoción; la pre conceptualización de la mirada machista en un mundo de hombres anabolizados, pero lo más interesante: la sutil amalgama entre lo simbólico y lo natural sin atisbos de realismo como guía, adoptando recursos cinematográficos para generar atmósferas de alta sensualidad. La pasividad del voyeur en contraste con el exhibicionismo es pura tensión en esta prometedora ópera prima que viene carreteando desde el Festival de Tribeca.
Co-dependencia. Con un recorrido festivalero donde todas las expectativas se depositan en el Festival de Sitges (Cataluña) para repetir el éxito obtenido años atrás con El eslabón podrido (2015), el realizador Valentín Javier Diment regresa a la ficción con su nuevo opus El apego. A partir de una idea que el director fue desarrollando con las protagonistas de este thriller psicológico, con elementos de policial duro y una audaz propuesta visual donde el blanco y negro y el color se yuxtaponen y vinculan con estados de percepción y emocionales, la trama ambientada en los 70 se ramifica a núcleos que exploran por un lado una relación de amor sin represión pero sumamente tóxica; el alquiler de vientre de mujeres jóvenes desprotegidas y la práctica de abortos clandestinos con marcados fines económicos. El dúo protagónico compartido entre Lola Berthet y Jimena Anganuzzi consigue desde el primer minuto ganar la atención y mantener cierta ambigüedad y atmósfera perturbadora que con el correr del metraje va oscilando entre un personaje y el otro. Sobre el juego de víctima y victimario en claro guiño con el espectador, Diment también establece las condiciones para generar una pasión co-dependiente. Apela, entre otras cosas, a su humor e ironía características cuando procura construir -discursivamente hablando- explicaciones sobre el comportamiento y las conductas humanas bajo el ala falsa de la racionalidad y el psicologismo chapucero y cobarde que descree de lo impredecible como base primaria antes que lo predecible como consecuencia de una causa. Si el deseo y el impulso cobraran sentido ontológico, entonces El apego sería el mejor teatro de operaciones para que las estrategias de la seducción y la picardía de Tánatos por encima de la pulsión del ya conocido Eros, actuara desapercibida y libre de represiones. Así lo impredecible formaría parte del desorden en un tiempo histórico en el que la imposición del orden tanto en lo moral como en lo que a la libertad se refería no existía y además con el amparo de una sociedad hipócrita.
Fantasmas en la casa. Bienvenido sea este debut cinematográfico de José Cicala, Sola, en primer término por sostener un verosímil en una historia que no se termina anclando a un contexto real. Esa apuesta rupturista con el espacio y el tiempo histórico permite la construcción meticulosa de un universo propio, donde las reglas entre realidad y fantasía se diluyen. Hay dos planos conceptuales en constante conflicto, donde el nexo que los acerca y aleja no es otro que la percepción de la realidad en personajes claves, aspectos que a la hora de generar el guiño con el propio espectador conducen esta historia de venganza, avaricia, culpa y soledad, hacia un thriller psicológico que coquetea en varias escenas con elementos del terror propiamente dicho, pero que nunca termina por traicionarse, fidelidad que en estos tiempos mainstream se agradece por partida doble dado que películas de este estilo transparentan una preocupación extra por el espectador. Sin contar demasiado sobre la historia, hay tres elementos para unir todas las líneas narrativas desplegadas con absoluta precisión y economía de recursos de producción teniendo en cuenta las dimensiones del proyecto (arrancó en 2018 y luego padeció los infortunios del parate forzado por la pandemia). Una guerra sobre la cual la especulación histórica es parte de la saludable ambigüedad y las consecuencias de esa tragedia humana trincheras de por medio se conectan con las pasiones y deseos de los personajes principales y secundarios. El trabajo sobre el cuerpo es además doble: se materializa en la violencia de la contienda bélica y se desmaterializa en el universo de la alucinación o fantasía fantasmal. La llegada o no de otro cuerpo en el símbolo de un bebé pone en relieve el juego entre ocultar y revelar. El otro conflicto que enfrenta deseos, también ocultos, se debate en la dialéctica binaria entre el instinto de conservación y el de supervivencia en un teatro de operaciones que involucra a una casa y una dueña (muy convincente actuación de Araceli González) dispuesta a todo en materia territorial, a pesar de la llegada de una pareja de intrusos (Fabián Mazzei y Micaela Suarez) o la irrupción de los militares que pretenden expropiar la propiedad bajo el pretexto de la Patria primero que la propiedad privada. Completan el elenco de secundarios un correcto Miguel Ángel Solá, Luis Machín, Mónica Antonópoulos y las exiguas apariciones de Rodrigo Noya, Mariano Martínez y Alfredo Casero. En síntesis la culpa y sus fantasmas, los fantasmas de la culpa y sus daños colaterales encuentran en este debut el fuego necesario para crecer como esas ondas expansivas tras la caída de una bomba en territorio enemigo.
Ella habla sola. En este reciente opus de Fercks Castellani (Pájaros negros) coexisten dos modelos diferentes para abordar un cuento de terror. También, en ese cruce de tonos se encuentra lo positivo y negativo de la propuesta, de impecable factura técnica tanto desde el rubro de la fotografía, pasando por el sonido y la dirección de arte, hasta la cuidada puesta en escena, con una ambientación de época más que aceptable. En la línea de película religiosa con amenaza latente y paranoia ante la posible llegada del día del apocalipsis, el director despliega en el primer acto toda su arquitectura minimalista, recurso que sugiere más de lo que realmente muestra. Sintonía casi perfecta con la idea de la paranoia y la contradicción con lo que se cree ya directamente afincado al concepto de la fe. Sin embargo, una precipitada vuelta de tuerca, coincidente con un cambio de registro en el relato, cambia las reglas del minimalismo por otra más complaciente como la de la exposición visual de todo aquello que funcionaba mucho mejor fuera de campo. Poco puede rescatarse en el desempeño general del elenco. Son correctos y nada más los aportes actorales de Juana Viale, Luciano Cáceres, Javier Godino. El resto de personajes secundarios no brillan demasiado. Es por eso que en un balance general, Lo inevitable cumple en el rubro técnico pero no dignifica al género y mucho menos a una interpretación novedosa de tópicos (fanatismo religioso, falsos profetas, paranoia religiosa, amenaza latente en territorio extraño) sumamente utilizados.
La cocina de la tradición. El segundo opus de Alejandro Magnone (Subte-Polska, 2015) marca el retorno de Norma Aleandro a la pantalla grande, teniendo en cuenta que su última aparición fuera en el film La valija de Benavidez (2016), a eso se suma un elenco afiatado donde se lucen Lidia Catalano, Manuel Callau, entre otros. La historia es simple: Maró, Julia y Rita se encargan de la cocina en un Centro Armenio en Buenos Aires. Ese lugar es sagrado para ellas y desde el menú, que recoge los manjares de la tradicional cocina armenia, expanden la memoria y refuerzan la identidad como idea para transmitir generacionalmente entre los socios, sus hijos, nietos y allegados quedesconocen la historia armenia. Sin embargo, el Centro atraviesa problemas económicos y eso hace que se deba anteponer el presente con oportunidades de negocios o reducción de presupuestos frente a la necesidad de dejar todo librado al pasado y a la historia del genocidio armenio, punta de lanza que la protagonista no pretende abandonar, así como tampoco su lugar principal en la cocina y en las decisiones culinarias que debate con sus co-equipers. La idea de comedia costumbrista con dosis de melodrama intimista son los elementos constitutivos de esta película que se vale de la ductilidad de su elenco y principalmente del talento compositivo de Norma Aleandro, con un personaje sensible y que transmite tanto el dolor como la esperanza en el presente, a pesar de su ancla afectiva con un pasado borroso y roto que la memoria se encarga de reparar.
De eso no se habla. Aquel espectador que haya visto la película de Benjamín Acuña Infancia clandestina (2011), protagonizada por Natalia Oreiro, encontrará semejanzas con esta opera prima de Valeria Selinger, no por los hechos históricos o el trasfondo político solamente sino por concentrar el punto de vista del relato en los ojos de una niña de ocho años, quien acompaña a su madre (Guadalupe Docampo), activa militante montonera, durante su cotidiana actividad. Ir de casa en casa con diferentes miembros de la organización, la mayoría jóvenes que organizan acciones guerrilleras y permanecen en la clandestinidad absoluta, es la infancia normal de Laura (Mora Iramaín García). Su escaso -por no decir nulo- contacto con el mundo exterior prevalece tanto en sus juegos de niña como en ese mini climareinante donde las discusiones, debates y tensiones se respiran cada vez que llega alguna noticia del afuera o se escuchan rumores y ruidos en el vecindario. El registro que mixtura el recurso documental doméstico y la ficción entrecortada y desprolija es completamente auto consciente de las limitaciones estéticas y ese detalle no es menor teniendo en cuenta que lo que predomina para la directora es la subjetividad de la niña, quien a veces debe responder como adulta y no niña a los absurdos planteos de su entorno. Recordar mentiras, vidas de mentira y desconfiar de cualquier pregunta que delate a su madre y compañeros es demasiado para esa inocencia interrumpida a los tiros. Sin aportar nada nuevo sobre la historia montonera, la dictadura genocida, la apropiación de bebés, los errores políticos de las conducciones de base y la forzada o no toma de rehenes con los propios hijos, esta adaptación de la novela literaria añade un nuevo testimonio de aquellos años de violencia política en Argentina.
Nunca abras esa puerta. El director Gonzalo Calzada ha sabido transitar por el cine de género (La plegaria del vidente, Luciferina, Resurrección) con resultados desparejos. Pero Nocturna, su última apuesta conceptual (se trata de una mezcla entre dos películas y una novela gráfica) es sin lugar a dudas su mejor obra hasta la fecha. Para entrar en clima, todo sucede en menos de 24 horas en los interiores de un edificio grande y viejo. En esos pasillos y escaleras, Ulises (Pepe Soriano) deambula a pasos vacilantes -dada su edad que supera los 90 años- y experimenta desde su propia percepción sinuosa situaciones donde cobran sustancial presencia los sonidos ambientales que, captados por su audífono, le generan diferentes sensaciones entre el miedo y la desorientación, que además se magnifican cuando pierde repentinamente el sentido de ubicación en tiempo y espacio. A veces, todo aquello que lo rodea le resulta extraño y otras el mínimo contacto con los fantasmas de su propia historia le devuelven cierta dosis de libertad ante el encierro de la soledad. Gonzalo Calzada, por otra parte, se vale de dos soberbios actores como Marilú Marini en el rol de su esposa Dalia y el mismísimo Soriano, quien con sus 91 años vuelve a lucirse y a descollar en un papel completamente exigente a nivel físico y emocional. Sus diálogos con Marini no tienen desperdicio y realmente se “sacan chispas” en base al arco dramático en el que desenvuelven toda su batería de herramientas actorales con la sutileza de los notables. Difícil errarle en términos de dirección porque cualquier palabra o sugerencia estorba. Esa entrega que hace en primer lugar de este thriller psicológico, o melodrama sobrenatural a secas, se ve plasmada en el verosímil de esta historia tan lejana y cercana a la vez gracias al compromiso con el espectador y ese plus que toda película de género necesita para brillar: actores con luz propia; actores con voz propia y sobre todas las cosas verdad sin especulación ni golpe artificial para llegar a lo más hondo de lo humano.
Cinefilia mon amour Propuestas de calidad cinematográfica como Una educación parisina no abundan tanto en el cine de pantalla grande como en el universo del streaming (salvo en plataformas especializadas como Mubi) a pesar de que su público siempre se encuentra al acecho una vez superada la inercia de lo comercial. Para entrar en ese retrato generacional, que el director y guionista Jean-Paul Civeyrac rodea de cinefilia con referencias constantes y un nostálgico blanco y negro para transmitir un estado de ánimo más que de época, se debe tener presente el contraste del tiempo. Aquí, conviven los jóvenes estudiantes de cine desencantados de la utopía cultural del Mayo francés del 68 con los nuevos post-modernistas muy poco apegados a las propuestas y estimulaciones del arte contemporáneo. Textura de nouvelle vague sobre textura de aquel cine de buenos diálogos y reflexiones sobre la vida, y la banal existencia humana suman las relaciones y los vínculos de amistad como punta de lanza y las historias de amor como potencia para la creatividad. El protagonista de este film es Êtienne, quien deja a su novia para emprender sus estudios en París. Rápidamente, se empapa de esa cultura académica y entabla vínculo con Mathias y Jean Noël. Con el primero, su relación oscila entre la admiración y la dependencia de sus juicios sobre sus producciones (un cortometraje del propio Êtienne). Mientras que con el segundo, la confianza es mucho menor aunque la colaboración permanente es el plus que Mathias no brinda. Los amores fugaces van y vienen como las ganas y el desgano del joven estudiante a medida que avanza en su educación cinematográfica. Así las cosas, Una educación parisina es un lazo que conecta el buen cine con las buenas historias y siempre fiel a un estilo artístico que se ve plasmado en cada plano y secuencia.
Pasos en falso Con un recorrido por más de 40 festivales y distinciones en varios de ellos, Málaga (España) y Toronto (Canadá), llegará a las pantallas locales Karnawal, dirigida por Juan Pablo Félix, quien además de estar relacionado con el cine tuvo su vínculo estrecho con el baile durante su adolescencia. Quizás por ese motivo pensó una historia donde el punto de vista dominante es el del protagonista, Cabra ( Martín López Lacci), un adolescente que busca escapar de su entorno y realidad superándose en la destreza del baile del Malambo. Su madre (Mónica Lairana), no lo estimula pero tampoco le prohíbe moverse en la vida cotidiana, su padre (Alfredo Castro) es un convicto a punto de empezar a salir transitoriamente de la cárcel, pero un mal ejemplo a seguir si es que el camino de la marginalidad no termina torciendo el rumbo del joven malambista y mucho más los entornos fronterizos entre Argentina y Bolivia con promesas de dinero fácil a cambio de contrabando. Estamos con Karnawal frente a una película que mezcla por un lado el tropo de la adolescencia y la crisis de identidad con la road movie de familia rota o ensamblada. El equilibrio entre los bailes se suma a la tensión y al ritmo sostenido de peripecias por las que pasa Cabra, junto a su padre y su nueva familia, en un vaivén de emociones en que dos figuras paternales, el biológico y la nueva pareja de su madre (Diego Cremonesi) tironean por encaminarlo en direcciones opuestas. Pasos en falso que repiquetean sobre la voluntad de cambio y de descubrimiento que Cabra debe hacer en soledad y que el baile del Malambo le acerca como vía de escape ante un mundo adulto completamente fragmentado y roto.
Fría venganza. Dice el axioma que muchas veces menos es más. Y eso se respira al entrar en contacto con este nuevo opus de Guy Ritchie, Justicia Implacable, que cuenta con el protagonismo total de un Jason Statham en un rol que le sienta a su perfil de actor de películas violentas y despliegue físico, aunque sin el frenético ritmo del video clip al que nos tenía acostumbrados el director de Snatch, cerdos y diamantes. Menos vértigo, menos parafernalia visual, hacen de esta historia de atracos, violencia y venganza un entretenido film y en el que la concentración de Ritchie en el relato y sus personajes frena sus ansias de exhibicionismo y ombliguismo de otras películas. Eso no quiere decir que vuelva a apelar al recurso de la fragmentación del tiempo para ir y venir, a medida que desarrolla el camino de redención o venganza de nuestro antihéroe. Depende del ojo con el que se quiera ver, este policial duro que por momentos desde la propuesta minimalista trae recuerdos de estilos de policiales de antaño.