La vida como baile
Es difícil hablar de 120 pulsaciones por minuto como lo que finalmente es, una película. El recorte que hace, y la dimensión de la lucha que Robin Campillo decide mostrar, desbordan los márgenes del cuadro cinematográfico y nos ponen en diálogo con la realidad. La convicción de su puesta en escena es tanta que nos envuelve con facilidad en la lucha a la cual nos invita: la de ACT UP Paris, una agrupación organizada por miembros de la comunidad homosexual que propugnó la visibilización de la epidemia del SIDA a principios de los 90’. Problemática signada por la indiferencia del gobierno y las empresas farmacéuticas escudadas en nombre de la moral hacia la comunidad homosexual y hacia los más marginados: prostitutas, prisioneros, drogadictos e inmigrantes ilegales que morían irremediablemente ante la falta de avances significativos en el combate contra el SIDA. La película nos infiltra naturalmente en las filas de ACT UP, nos hace parte, y en eso recibimos uno de los mayores regalos del cine: entrar a mundos que nos son ajenos para reencontrarnos con las emociones más universales. 120 pulsaciones por minuto es una película brava, áspera, sudorosa y vivaz que nos muestra la esperanza y la indiferencia en una escala política a la vez que íntima; pero por sobre todas las cosas, es una eufórica celebración de la vida ante la certeza de la muerte.
En su secuencia inicial, el montaje construye un atrapante ir y venir entre dos tiempos (que se extraña un poco en el resto de la película, dado el inmediato efecto de inmersión que genera): en uno, ACT UP interrumpe una conferencia de prensa sobre avances en la política de salud sobre el SIDA; en el otro, acontecido posteriormente, la agrupación debate encendidamente su accionar en aquella conferencia. En la alternancia, el espectador descubre lo ocurrido: un boicot que empezó pacíficamente encabezado por Sophie (Adèle Haenel), dio un brusco viraje cuando Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois) sujetaron y esposaron al orador de la conferencia, que terminó con una bombita de sangre falsa reventada contra su cara. Ahora, ACT UP es mencionado en todos los medios como un grupo violento, lo cual fomenta la condena moral y el descrédito por parte del gobierno francés; pero, por otra parte, la agrupación está en boca de todos y la indiferencia de sus adversarios políticos se vuelve más difícil. Una primera parte de la película se sustenta en este conflicto: la indiferencia de las empresas farmacéuticas y el gobierno contra la acción permanente y decidida de ACT UP, que irrumpe en escuelas y laboratorios para protestar y concientizar sobre ese estado que los tiene abandonados a su suerte. Por otro lado, ACT UP no es ajeno a las tensiones internas: una facción más intransigente, encarnada por Sean, impulsa a tomar acciones más directas y llamativas mientras otra, representada por Sophie y Thibault (Antoine Reinartz), aspira a una postura más conciliadora. Pero se vuelve difícil debatir en abstracto cuando lo que está en juego es su propia vida.
A medida que la película nos va mostrando las consecuencias reales de la desidia, las muertes de compañeros se suceden. De a poco, las vidas de los miembros de la agrupación pasan a ocupar el centro de la escena y es entonces cuando la película cobra otra dimensión. Gradualmente, la trama se va cerrando sobre Sean y Nathan para narrar una conmovedora historia de amor entre varones que va de la euforia de las manifestaciones a imágenes terribles de la degradación física y espiritual de Sean. La actuación de Nahuel Pérez Biscayart viene dando de qué hablar y no es para menos. Es el retrato, totalmente desprovisto de autoindulgencia, de quien está dispuesto a dar pelea aunque la vida no le haya deparado más que injusticias. Sean no pide permiso, devora la vida con frenesí sabiendo que se termina. Nathan, otro personaje profundamente trágico, es encarnado Arnaud Valois con sobriedad y contención, pero no por eso hay que dejar de ponerlo al mismo nivel que Biscayart. Es en ese vínculo que late el corazón de esta película, en el que todos los debates (que a veces ralentizan el relato) se hacen carne y sentimiento.
Hay muchos elementos visuales y sonoros memorables en 120 pulsaciones por minuto: los chasquidos con los cuales los miembros de ACT UP Paris manifiestan su aprobación a alguna moción; la sangre falsa que los rudos policías franceses evitan tocar por temor a que sea sangre infectada mientras arrastran a los militantes para sacarlos de un laboratorio; las motas de polvo de un boliche que se convierten en el virus atacando a una célula (una de las transiciones más gráciles y brillantes de la película); por último, las luces parpadeantes de una discoteca. Se reitera, separando secuencias, la imagen de los personajes bailando, en plenitud. En la última manifestación de ACT UP que muestra la película los militantes, Sophie a la cabeza, se arrojan las cenizas de Sean en una reunión de alta sociedad. En medio su accionar, reaparecen estas luces parpadeantes y la película termina. ¿Por qué?, me pregunté. Porque la vida sentida intensamente es siempre un baile, aún en el dolor. Es frente al dolor y a la muerte cuando la vida se enciende. 120 pulsaciones por minuto nos rodea de imágenes difíciles, de enfermedad y de miseria, pero nunca nos desalienta. Quiere darnos fuerzas y, en ella, reencontrarnos con la pasión de vivir.