En algún lugar el tiempo y la distancia ya no existen para mí, lo dejé todo, aunque todo lo recuerdo muy bien y a fuerza de partir voy a saber lo que es volver y volver, ¡uh! Volver. NO PROFANAR EL SUEÑO DE LOS MUERTOS Flash no es la primera ni la última película que combina los vocablos “superhéroes” y “multiverso”; de hecho tiene la desventaja de compartir cartelera con otra que la supera en todos los aspectos (Spider-Man: a través del Spider-Verso). Sin embargo, algunas de sus ideas -porque, contra toda subestimación, se trata de una película conceptualmente sólida- me llevaron a pensar en otra película ajena a los superhéroes, pero también enmarcada en el género de ciencia ficción: Ready Player One, de Spielberg. Allí, el director afinaba una estrategia qué tenía sus antecedentes en su propia Jurassic Park, veinticinco años antes: la resucitación de algo caduco (los fósiles de un imaginario pop nostálgico) a través de la tecnología (las imágenes digitales, primero en connivencia y luego en reemplazo de los efectos visuales prácticos) para capitalizarlo en el presente (muñecos de velocirraptores o renovado interés del público joven en franquicias del pasado). En ambos casos, la ironía -no exenta de cierto cinismo- era que tanto Ready Player One como Jurassic Park cuestionaban su propia condición de existencia, tanto dentro como fuera del relato de ficción: la codicia corporativa por resucitar lo muerto manteniéndolo domesticado, inofensivo, inalterado. Sin embargo -ya lo decía Ian Malcolm- la vida se abre camino, y aquellos dinosaurios pensados como atracciones turísticas podían revelarse y evolucionar de la misma manera que aquellos personajes del pasado que pululaban Ready Player One, reducidos a meros avatares vaciados de sentido, podían unirse para batallar por un mundo (un poco más) real. De cualquier forma, al final del día, el atractivo de ambas películas seguía siendo el mismo: cuando vemos una nueva Jurassic Park es para ver dinosaurios, y parte del interés de Ready Player One reside todavía en esas imágenes digitales atiborradas de memorabilia geek. Este rodeo por la filmografía de uno de los padres del blockbuster contemporáneo me permite volver a Flash pensando en una lógica de rupturas, pero también de continuidades. Echar mano del concepto de “multiverso” (que existe hace muchos años en el campo de las historietas) responde, obviamente, a una estrategia para renovar el interés ante la inminente fatiga en torno al cine de superhéroes. Como recurso narrativo, el Multiverso habilita la recuperación de motivos, decorados y actores de películas del pasado -en este caso Michael Keaton, el Batman/Bruce Wayne de las películas de Tim Burton- y su interacción con los actuales, como si se tratara de desempolvar antiguos muñecos y hacerlos interactuar con los nuevos en el juego infantil (no olvidemos, por favor, cuál es el principal público destinatario de este tipo de películas). La diferencia es, claro está, que el juego del niño no conoce de contratos, agendas y conflictos de derechos: el niño juega, y punto. Es así como el niño que tiene dos Batman, un He-Man y un Ken no necesita excusas para ponerlos a compartir una aventura emocionante mientras que esta operación tan simple implica, para un estudio millonario, una sucesión de piruetas narrativas, económicas y legales interminables antes de poder filmar un solo plano de dos muñecos dándose piñas. Será que la adultez es -también en estos casos- abrazar la burocracia. Existe entonces, en el Multiverso como estrategia narrativa y comercial (en esta escala de producción, indisolublemente imbricadas), una lógica de absorción y acumulación: son el niño hijo de padres ricos, engrosando su colección de juguetes. También hay una lógica de resucitación, rescatando del pasado -como en Ready Player One– un imaginario nostálgico. Pero, a la vez que señalé la continuidad señalé, también, la ruptura. Una ruptura que consiste en volver literal aquello que era simbólico. Flash no sólo rescata el pasado a través de sus actores vivos: también resucita -literalmente- a los muertos. En una secuencia de la película, los mundos que integran el multiverso entran en colisión y vemos un aluvión de rostros conocidos: entre ellos están Adam West y Christopher Reeve, resucitados en prístina semblanza con la misma tecnología que prolifera en Instagram y TikTok; un universo vasto poblado por fantasmas digitales que se reciclan borroneando ya no los límites entre lo virtual y lo real, sino entre la muerte y la vida. ¿No es una gran ironía que Flash, cuyo guion plantea la necesidad de aceptar la muerte para abrazar la propia vida, ponga tanto énfasis en recrear el rostro de los muertos? Como el blockbuster marca Spielberg, Flash es un bucle de sentido que, a la vez que critica la propia lógica de creación, la explota. Cuando Barry Allen (Ezra Miller, en un doble papel genial que le augura un enorme futuro si logra subsanar un tendal absurdo de alarmantes episodios) descubre que puede utilizar sus poderes de supervelocidad para regresar en el tiempo, no titubea en evitar el asesinato de su madre (encantadora Maribel Verdú), que mantiene a su padre (Ron Livingston, calidísimo) en la cárcel, acusado de su asesinato. La decisión de Barry provocará la fractura de su realidad, dando origen a otras nuevas -como lo explica una ingeniosa metáfora hecha con ¡fideos!- y reconfigurándola de manera irremediable. En tiempos de blockbusters donde ninguna alteración parece definitiva (y a pesar de que Flash tampoco escapa del todo a esta tendencia), el relato se atreve a postular que la apertura de posibilidades arrastra siempre la imposibilidad de una restitución: las acciones tienen consecuencias, y (parafraseando a la competencia) un gran poder, implica una gran responsabilidad. Todo esto, mientras vemos a un Nicolas Cage hecho por computadora vestido de Superman peleando contra un araña, en un cameo pensado para un nicho minúsculo. La contradicción es apasionante e interminable, por momentos tan aterradora como el verdadero villano de esta historia, el Flash Reverso: aquel que -en la ambición de controlarlo todo- termina desnaturalizándose, abrumado por el pasado. Asimismo, la mesa directiva de DC se obsesiona por incorporar hasta la última referencia, hasta el último guiño, mientras nuestro compatriota Andrés Muschietti y la guionista Christina Hodgson consiguen algo casi quimérico honrando elementos que, a esta altura, no constituyen ninguna sorpresa: la calidad de sus intérpretes, la transparencia de sus conflictos y su decisión de hacer lo correcto incluso en el contexto más adverso, porque eso es lo que hacen los héroes. De alguna manera, Hodson y Muschietti consiguen extraer de un maremágnum de referencias, inquietantes rostros digitales y algunos FX francamente garabatescos un cuento sencillísimo, coherente y con algunos momentos de lograda emoción (la voz de Rosalía como aliada en un momento clave) sobre el duelo como paso necesario para reafirmar la propia identidad y habitar el presente: al fin y al cabo, no hay nada más contradictorio que correr hacia atrás.
Posiblemente el de Blondi, opera prima de Dolores Fonzi como realizadora, sea el estreno mundial de más alto perfil de este 24 BAFICI: no sólo por los rutilantes nombres delante y detrás de cámara, sino porque se trata de otro exponente de la creciente «internacionalización» de las producciones locales. En la secuencia inicial, Blondi (Fonzi) se levanta temprano para trabajar, abandonando la cama donde duerme junto a su hijo Mirko (Toto Rovito), se sube a su añejo Renault 18, prende un porro de tamaño considerable y pone música. Del equipo surge la melodía de “Sunday Morning”, la icónica apertura de The Velvet Underground & Nico. Por sí misma, esta elección (y las que vendrán, pues las canciones del disco se convertirán en un elemento estructurante de la película) permite suponer la presencia de capitales extranjeros en la producción, habilitando decisiones artísticas que para un productor dependiente de los créditos y subsidios del INCAA resultarían imposibles. La suposición se confirma antes de formularse: entre las placas de inicio de Blondi está la de Amazon Studios (lo cual probablemente asegure su estreno en salas y llegada al streaming) y en los créditos de producción, Gran Via (empresa norteamericana detrás de Breaking Bad y de tantísimas películas que muestra cada vez más interés por el mercado hispanohablante). Si este tipo de nombres en una producción local despiertan siempre una pregunta en torno a las concesiones identitarias que implica diseñar una película para una audiencia más amplia, corresponde decir que Blondi no parece haber hecho ninguna. Diría: entre las virtudes de la película está la caracterización de la clase media sin lujos de la protagonista y su hijo, y de su mirada de la familia como un ensamblaje en el cual ninguna pieza cumple el rol que se espera de ella, sino que se retroalimenta de las otras para dar forma a un sistema intensamente propio. En un escenario de películas argentinas producidas por Netflix que ostentan un borramiento evidente de todo aquello que podría volverlas vernáculas, copadas por familias tipo de presunta clase media que habitan casas más a tono con el poder económico del primer mundo que con la realidad de nuestro país, Blondi se festeja. Más allá de sus condiciones de producción, es justamente la construcción de su acotado universo el aspecto más destacado de la película. Un universo organizado en torno a la maternidad o, más precisamente, a las diferentes maneras de abordarla. Blondi, que quedó embarazada de Mirko cuando era adolescente, sostiene con su hijo un vínculo intenso, de fuerte dependencia y de profundo afecto. La presunta horizontalidad empieza a resultar, sin embargo, un peso para Mirko, que espera el veredicto de su postulación a una beca en el exterior a la vez que oculta su decisión a la madre, temiendo el impacto emocional que podría generarle el abandono. Hay, en la película, otras dos madres: la propia madre de Blondi (Rita Cortese), desprejuiciada y confidente, y su hermana (Carla Peterson), a quien acaso pueda pensarse como la parodia de la familia marca Netflix: ciertamente más acomodada y ordenada que la de Blondi, con un marido de pocas luces (Leonardo Sbaraglia) y dos hijos pequeños. Sin embargo, andando el relato, la hermana se fuga y quedan Blondi, Mirko y su abuela a cargo de los sobrinos. Madre e hijo emprenden un viaje en auto para traer a la hermana de regreso y por un rato la estructura es la de una road movie, una aventura que -sin que Blondi lo sepa todavía- será la última antes de la partida del hijo. Hasta su último acto, el relato no plantea para la protagonista un arco de transformación muy pronunciado; más bien podría pensarse que el cambio comienza justo cuando la película termina. De a poco, Blondi empieza a aceptar la partida del hijo y se reencuentra con su individualidad tan postergada, primero por aquel embarazo inesperado y luego por la posterior crianza; a la vez, se promete una reconexión con la hermana, que posterga su regreso a los roles de madre y esposa. Este tramo final sugiere, a la vez, una demorada llegada a la adultez y un regreso celebratorio a la adolescencia; acaso un conflicto más denso, un recorrido dramático más concreto que el que se ha elegido llevar a la pantalla. Una buena razón, quizás, para reencontrarse con el universo de Blondi en una película posterior.
You made me cry, you told me lies But I can’t stand to say goodbye Mama, I’m coming home LA MUERTE DE LOS PADRES Vivimos una época extraña para aquellas películas ambiciosas, expansivas, de corte autoral, que buscan en la gran pantalla su espectador ideal. Si el auge del streaming parecía condenar a la producción audiovisual de larga duración al consumo hogareño, el escenario post pandemia reconfirma el interés por la experiencia colectiva en la sala oscura, lejos de las distracciones y ansiedades propios de la soledad. Esta renovación de votos entre audiencia y grandes pantallas -sumada al desencanto de las productoras con los números de las plataformas- han abierto una ventana para la concreción de proyectos cuya duración y ambiciones por encima de la media (como la reciente Babylon, de Damien Chazelle, o la futura Oppenheimer, de Christopher Nolan) solían mantenerlos en el cajón de los irrealizables. Ciertamente, Beau tiene miedo integra esta tendencia y posiblemente sea su exponente más audaz; eso no lo convierte, lamentablemente, en el más afortunado. La película de Ari Aster -que se había hecho la fama con dos películas de horror (El legado del diablo y Midsommar) cuya extensión ya desafiaba la vejiga promedio- se anticipaba, en esta ocasión, como una extraña comedia. Sus producciones anteriores no prescindían del humor: una mirada atenta ya permitía detectar arrebatos de oscura ironía y cierta predilección por el absurdo dispersos en una visión pesimista e inmisericorde del mundo. En ese aspecto, Beau tiene miedo no ofrece nada nuevo e instaría a quien pretenda llevarse algo de esta estridente, jactanciosa e hiperinflacionaria película a desprenderse de cualquier etiqueta de venta que pudiera traer aparejada. Que Beau resulte inclasificable dentro de los géneros convencionales podría resultar estimulante, a la vez que responde a una pregunta para ChatGPT: ¿qué ocurriría si un personaje de Woody Allen quedara atrapado en el universo de David Lynch? Es un poco lo que le pasa al hipocondríaco protagonista (un Joaquin Phoenix desbocado, abandonado a sus peores manierismos), que malvive en un departamento deprimente rumiando asuntos irresueltos: un Edipo asfixiante con su madre autoritaria (primero Zoe Lister-Jones, más tarde Patti LuPone), la pérdida temprana de un padre y el idilio inconcluso con su crush de la infancia (primero Julia Antonelli, luego Parker Posey). Fuera de las cuatro paredes donde habita Beau, la ciudad es un caos, una invitación permanente al ataque de pánico. Tal vez este haya sido el punto de partida del guion, consistente en una aglomeración de ocurrencias que serían la pesadilla de quien padece trastorno de ansiedad generalizada. Eventualmente, el hombre deberá abandonar su zona de -cuestionable- confort para reencontrarse de manera simbólica, alegórica y concreta con su madre: una especie de odisea metafísica que clausura en la misma nota agorera que las anteriores invenciones de Aster, esta vez con un matiz burlón que fastidia más que nunca, tomando en cuenta el display de episodios vagamente conexos a los cuales nos someten sus tres extenuantes horas. No es que al director le falten destrezas: por momentos hay una lograda construcción de climas y hasta un coqueteo prometedor con el cine de animación. Pero el corolario es tan vacuo, tan satisfecho de su propia insustancialidad, que resulta difícil no ver en él cierto desprecio por el espectador que ha soportado cada una de estas caprichosas escenas, ninguna de ellas particularmente inspirada. Quizás esta sea una estrategia de Ari Aster para inmunizarse contra las críticas conforme avanza su carrera; yo creo que todavía tiene maneras de hacerlo sin bajarse el precio.
VIVA LA RIVALIDAD Durante la presentación a la que asistí de Los convencidos, Martín Farina ofreció algunos detalles con respecto a su método de trabajo pletórico de escenas y personajes, siempre proclives a reaparecer en diversos formatos. Son los actores sociales quienes despiertan su interés, a quienes registra y a quienes después va ubicando -en la medida en que lo juzga pertinente- en diversos proyectos. Podría pensarse su obra como un corpus uniforme, que de a poco va horadando para extraer piezas individuales: una suerte de archipiélago de películas, vinculadas a través de un mar de ideas. El título nos anticipa algo de lo que veremos. A lo largo de cinco segmentos breves aparecen personajes que sostienen, enfáticamente, alguna postura: en el primero, una joven ha decidido cambiar su relación con el dinero de acuerdo a sospechosos lineamientos financieros; en el segundo, una mujer mayor busca conectarse con su intuición mientras su hijo, cariñoso pero un poco condescendiente, insiste en protegerla; en el tercero, el hijo de la mujer mayor se reúne con su grupo de amigos y evocan turbios episodios de infancia en un colegio parroquial (lo cual remite a su vez, a otros “convencidos”); en el cuarto, un grupo de jóvenes mira The Founder (2016) y discute en torno a un capitalismo que premia el éxito individual a costa de pisar cabezas ajenas; en el último, el dibujante Sergio Langer y Willy Villalobos debaten posturas antagónicas en torno a Roma de Alfonso Cuarón y su mirada con respecto al servicio doméstico. En este conjunto de apariencia tan heterogéneo -homologado por la imagen monocromática y por cortes a negro que proponen intensificar la escucha sobre el estímulo visual- van apareciendo, de a poco, algunas constantes: la preocupación por hacer dinero, las diferencias generacionales y también el cine, tanto como referente como lugar de enunciación. Para ser una película en la cual se verbalizan tantas opiniones, la postura de la cámara parece ser la de una escucha acrítica, de prudente distancia. Es esta misma distancia la que abre la puerta también al humor cuando registra los silencios, titubeos, disparates y risas de los personajes, como si cualquier dogmatismo fuera susceptible de quebrarse o toda rivalidad pudiera diluirse con un buen chiste. Estos elementos nos devuelven a la mirada del director, que incluso aparece de cuerpo completo en un partido de fútbol: pudiendo ser el árbitro, Farina se coloca en la cancha. “Vos querés contar historias para emocionar”, lo interpela la amante de las finanzas. Dudo que la reacción emocional sea el objetivo primordial de sus películas: sí creo ver en ellas una reafirmación de la horizontalidad, un intento de ubicar al espectador lo más cerca de estas conversaciones para que termine, inevitablemente, mirándose a sí mismo.
Habrá que ir juntando pedacitos, armando despacito un sueño pa’ soñar. Las primaveras serán para cualquiera y pobre del que quiera robarnos la ilusión. NECESITO UN GOL La película apertura de este 24º BAFICI es una contradicción en sí misma, una especie de Gato de Schrödinger cinematográfico (¡!), que resulta, a la vez, oportuna y anacrónica al contexto de su estreno. Oportuna, porque en el centro de su narrativa está la posibilidad de que nuestro país resultase tricampeón mundial de fútbol; anacrónica, porque sitúa aquel triunfo en un incierto pasado cuando, en realidad, estaba en el inmediato futuro. Acaso la victoria contra Francia haya venido a desafiar, entre otras cosas, cierto estado de resignación que se adueña del acto final de Último recurso (y de gran parte de las producciones locales actuales). Sin embargo -y para ofrecer una lectura más afín al relato propuesto por la película y menos a los insoslayables hechos posteriores a su realización-, sería justo decir que ese derrotismo tiene más que ver con el agotamiento de los limitados (valga la redundancia) recursos a la hora de investigar el pasado reciente de nuestra historia cultural, que con el devenir futbolístico de nuestra nación. El escenario de Último recurso es, durante la mayor parte de su extensión, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Allí, en las oficinas de la publicación deportiva que da título a la película, trabaja Laura (María Villar), una desganada periodista que, a pesar de su actitud desencantada, todavía guarda un poco de pasión por su tarea. El ingreso de una nueva empleada, Julia (Tamara Leschner) coincide con la aparición de un misterioso sobre en el buzón de la revista, que contiene una grabación antigua. Escuchando el poco inteligible relato futbolístico de la grabación, Laura descubre la puerta a un apasionante misterio: el primer Mundial de Fútbol podría haberse jugado cuatro años antes del de Uruguay en 1930 y Argentina podría haberlo ganado, derrotando ni más ni menos que a Alemania. Laura y Julia ponen en marcha una investigación por la que desfilarán viejos porteños llenos de memorabilia futbolera, un anciano japonés que insiste en comunicarse a través de su hija a pesar de conocer el castellano, siniestros personajes de la Alemania nazi y una película nacional de principios de los años 60′ a la cual se puede acceder -como a la mayor parte de la historia cinematográfica de nuestro país- en calidad precaria a través de YouTube. A lo largo de la búsqueda, la opacidad de las fuentes se vuelve una constante cada vez más difícil de sortear, a la vez que el misterio adquiere escala e implicancias cada vez mayores y se vuelve más apasionante. En este plano, podría pensarse a Último recurso como una suerte de “prima” de Trenque Lauquen, la reciente película de Laura Citarella. Allí también una mujer se obsesiona con una historia oculta en objetos del pasado y emprende una investigación con destino incierto, al punto de convertirse, ella también, en parte del misterio. Las protagonistas de Último recurso se detienen un poco antes, sin poder franquear las esclusas de aquello que está oculto, o con la suficiente cordura como para desistir de ello. Algo del enigma, sin embargo, persiste; la llama de la curiosidad no ha sido del todo apagada. Una curiosidad que nos lleva a indagar en el pasado y que, con algo de optimismo, encienda el interés por su rescate.
Whatever happened to all this season’s Losers of the year? Every time I got to thinking Where’d they disappear? Y SI NOS QUEREMOS TANTO… La tercera -y, según parece, última- película de James Gunn para Marvel Studios comienza en una nota mucho más ominosa que el tono festivo y juvenil al cual nos acostumbraron las dos anteriores entregas de Guardianes de la Galaxia. La melodía taciturna de la versión acústica de Creep (aquel himno al misfit con el que Radiohead firmó una de las canciones fundamentales de los 90′), acompaña las imágenes y asistimos a la perturbadora imagen de una mugrienta jaula de laboratorio, llena de mapaches bebés asustados. Una mano gigantesca abre la jaula y se cierne sobre uno de los animalitos, que ha quedado rezagado y contempla esos dedos enormes que se acercan. La tecnología digital hace lo suyo y los ojos del pequeño mamífero se convierten en los de Rocket Raccoon, el mapache antropomorfo modificado genéticamente que forma parte de los Guardianes y -cada vez que alguien lo da por asumido- aclara que no es un mapache. Es una gran apertura, que funciona tanto en términos narrativos como de lectura sobre aquello que convirtió a la saga de Guardians en una de las joyas de la corona de Marvel Studios: la idea de que un grupo de inadaptados -cada uno, el último orejón de su tarro- podían también ser héroes. La franquicia también contaba con el arma poderosa del humor que, si bien ya era parte de las películas del sello, jamás había alcanzado esos niveles de disparate, lisergia y absurdo. Pero estamos hablando de una película cuya primera entrega está a punto de cumplir diez años y, en el medio, han sucedido muchas cosas: desde el muy público despido de James Gunn (en lo que acaso haya sido el paroxismo del furor cancelador en Hollywood), su paso por DC para dirigir The Suicide Squad y posterior recontratación, hasta una suerte de fin de ciclo en la narrativa de Marvel (con el doblete de Avengers: Infinity War y Endgame) y el gradual -pero inevitable- declive del interés del público en las películas de superhéroes en general y las de este sello en particular. El corolario es que Vol. 3 llega seis años después de la entrega anterior y opera como desconociendo que todo aquello que la hizo fresca alguna vez está, de a poco, desvaneciéndose. Si la película termina conservando cierto atractivo, es porque Gunn es realmente bueno creando gags (en esta ocasión, le regala al Drax de Dave Bautista algunos de los mejores) y porque aprovecha su despedida para empujar un poco los límites del tono, con algunas imágenes viscerales que bordean lo terrorífico y una extravagancia estética que remite a la ciencia ficción de la década del 60′, más cerca de Barbarella que de Star Wars. El relato -que es muy simple, pero el desparejo guion torna tumultuoso- pone a los Guardianes en busca de una cura para Rocket, herido en combate por el poderoso Adam Warlock (Will Poulter), un villano que se presenta temible pero devendrá comic relief junto a una Elizabeth Debicki criminalmente desaprovechada. El verdadero adversario resulta ser el Alto Evolucionador (Chukwudi Iwuji), un genetista megalómano carente de cualquier límite ético a la hora de conseguir su objetivo: construir una sociedad de individuos perfectos, funcional y ordenada. A lo largo de una serie de flashbacks (intercalados con el presente mediante unos ramalazos de blanco casi telenovelescos) se nos cuenta en paralelo el origen de Rocket, víctima de los crueles experimentos del Alto Evolucionador junto a otros animales indefensos. En términos simbólicos, la idea de oponer a los Guardianes -esa improbable familia de inadaptados-, a un megalómano obsesionado con la perfección, resulta muy apropiada para dar cierre a la trilogía. También, con algo de malicia y otro tanto de imprecisión (ya que, según parece, el guion estaba cerrado antes del despido) se puede leer como un dardo envenenado hacia esos ejecutivos que tan prestos estuvieron a soltarle la mano a uno de sus mejores empleados. Una última lectura puede hacerse en torno a la figura de Gunn, director que pudo consolidar cierta autoría dentro del think tank de la fábrica de películas más exitosa del mundo y que ahora se despide haciéndola gastar una fortuna, de la manera más estruendosa, estrambótica y desbordada posible. Sin embargo, y para pasar al territorio de lo concreto, cabe aclarar que quien se meta en la sala pensando encontrarse alguna transgresión de la fórmula, no la encontrará. Lo que continúa siendo llamativo es la manera en que, a pesar de tratarse de un cine que tiene su basamento en conflictos firmemente clásicos, se opera constantemente en torno a la dilución de los mismos. No estoy hablando de la omnipresencia del gag (que sí, a veces aparece como acto reflejo para alivianar cualquier esbozo de profundidad psicológica): se trata del sistemático planteo de expectativas que eventualmente se desbaratan, particularmente en torno a la muerte de varios personajes. La sensación que deja el final es más de pausa que de conclusión, en un cierre muy emotivo que maquilla que lo que estaba en juego era más bien poco, aunque las intenciones fueran buenas: Guardians of the Galaxy Volume 3 es una fábula antiespecista que consigue algo siempre difícil, lograr que un animal animado por computadora nos conmueva como si fuera real. Posiblemente, a lo largo de casi 10 años, Gunn se haya encariñado demasiado con estos personajes como para darles un final definitivo; probablemente sea el público quien esté dispuesto a hacerlo por él.
I still have some pictures on my wall I still know the places where they’re from I still find all answers in my dreams I still feel the gum under my shoe VOLVER AL PASADO Son pocas las propuestas de género “puro” en las producciones locales. Abundan quienes cultivan y celebran el cine de terror, y una producción local en constante ebullición; poco es lo que llega a las salas comerciales, trascendiendo las fronteras ligado a lo independiente y lo amateur. De allí, de la independencia y del cine hecho a pulmón surge Control Zeta, toda una rareza para la oferta de producciones nacionales que nada en territorio muy poco explorado: el de la ciencia ficción. Siendo rigurosos, en la película se conjugan dos géneros: la ciencia ficción y el policial. La acción se sitúa en un futuro cercano, en la cual una fuerza protectora se dedica a evitar crímenes y accidentes de diversa índole viajando en el tiempo. Los hechos se identifican a través de un sistema de vigilancia, que permite a los uniformados ubicarlos con precisión y llegar a la escena a tiempo. Sin embargo, corregir la realidad tiene un precio: cuando alteran el pasado, la sobrescritura de la línea temporal genera violentas migrañas en los oficiales a cargo del operativo; el pasado duele. La efectiva metáfora es una realidad de todos los días para el protagonista de esta historia, David Garay (Guillermo Farisco), cuyo trágico pasado está muy ligado a las restricciones del sistema, que prohíbe retroceder en el tiempo más allá de las cinco horas. Este pasado volverá con fuerza cuando, en el presente, aparezca un nuevo crimen irreversible. A medida que la presencia de un asesino sistemático y calculador -que utiliza los puntos ciegos del sistema para evidenciar sus falencias- se vuelve cada vez más evidente, Garay se verá forzado a recurrir a un talento casi arcaico para encontrarlo: la lógica deductiva. De alguna manera, Control Zeta se hace eco de su protagonista y también propone también una vuelta al cine de género del pasado reciente, un cine de aspiraciones masivas cuyo atractivo no reposaba en IP’s ya establecidas para atraer público, cuyos rasgos más característicos eran susceptibles de convertirse en generadores de sentido. Si la premisa remite automáticamente a Minority Report -que también combinaba ciencia ficción y policial- el espíritu de esta película se siente más cercano a Christopher Nolan, con sus planteos high concept, sus rompecabezas intelectuales y su gusto por lo bombástico (en el caso del director inglés, muchas veces aterrizando en la desmesura). Si Control Zeta sale airosa de sus ambiciones es por la solidez de su guion, que explora diversas aristas alrededor del viaje en el tiempo y lo entiende como el subterfugio de un poder político invisible, que ofrece sosiego en el borramiento de las perturbaciones y no en la resolución de problemas estructurales. Hay, por momentos, algunos excesos expositivos que atentan contra la fluidez del relato a la hora de establecer un universo elaborado, y otros en los cuales las limitaciones de los recursos de producción atentan contra la escala que se pretende. Los compensan el dinamismo del montaje, con secuencias de acción que evidencian una planificación rigurosa (especialmente una que comienza en un taller mecánico y trabaja varias líneas en simultáneo), y un tramo final a pura épica que sitúa a protagonista y antagonista en un territorio de bienvenida ambigüedad a través de aquello que tienen en común: la necesidad de desafiar al sistema en busca de una justicia que se sitúa, necesariamente, en los márgenes del mismo. En este aspecto, se puede pensar a Control Zeta en relación con la reciente Misántropo, que concluye con la necesidad de operar dentro del sistema, al mismo tiempo que se lo resiste. Ojalá que, de la misma manera, esta película pueda significar para su realizador la entrada a un circuito comercial -muchas veces hostil a las voces nuevas- para continuar profundizando en sus inquietudes.
You look like a movie star But I know just who you are And, honey, to say the least, you’re a dog-gone beast HIJO DE POOH… Escribir sobre una película buena es relativamente fácil: usualmente, lo bueno eleva todo lo que toca y nos permite esbozar alguna que otra lúcida reflexión. Cuando una película es mala pero ha sido realizada con propósito, también puede encontrarse allí una generosidad que permite pensar sobre el lenguaje, aun a costa de las fallas en su uso. Acaso la falla resulte incluso más estimulante, porque nos permite ver las costuras y entender por qué pasó lo que pasó, o por qué no pasó lo que tenía que pasar. Winnie the Pooh: Sangre y miel no pertenece, claramente, a la primera tipología. Tampoco pertenece a la segunda: para que una película fracase en el intento, tiene que haber uno. Acaso pertenezca a una tercera tipología, sobre la cual encuentro muy difícil escribir porque obtura cualquier tipo de acercamiento: el de la pieza vacía, mercenaria, inmune a todo desdén porque ya se desdeña a sí misma, en la infinita desidia de su realización y en el oportunismo caradura del productor avispado que vislumbró esta idea. Siendo justo, como idea de producción es brillante. El origen de este proyecto ya es tan de dominio público como los derechos del personaje del osito adicto a la miel, cuya exclusividad caducó en 2022. De esta manera, se abrió la posibilidad para que otros creativos -aparte de los de ese mastodonte alimentado a base de IP’s llamado Disney- pudieran hacerlo protagonista de sus historias. La primera idea que apareció, resulta, fue ponerle un hacha en las manos y convertirlo en el villano de una slasher. Divertido y hasta prometedor, diría yo. Bueno, no. Nada de eso. Desde el punto de partida, Winnie Pooh: Sangre y miel se plantea como un dislate que desdeña cualquier asomo de construcción de un verosímil, no digamos ya de algún uso creativo del medio audiovisual. Luego de un prólogo toscamente animado que pretende remitir a las películas de Disney, un salto temporal que nos presenta un Christopher Robin adulto (Nikolai Leon) que regresa al Bosque de los Cien Acres -escenario de sus aventuras infantiles junto a Winnie, Piglet, Igor, Conejo y Tigger- junto a su pareja, Mary (Paula Coiz). Durante el largo tiempo que Christopher pasó lejos de sus amigos antropomorfos para dedicarse a los estudios, ellos han perdido todo rasgo de humanidad. También han perdido a varios de los suyos: en un siniestro planteo de guion (que no sé si atribuir a originalidad de los creativos o a falta de presupuesto), sólo Winnie y Piglet han quedado en pie, obligados a devorarse a sus amigos cuando Robin dejó de proveerles alimento. Cuando Christopher Robin y Mary se encuentren, finalmente, con estos Pooh y Piglet sedientos de venganza, empezará una seguidilla soporífera de muertes violentas filmadas con una puesta en escena extremadamente rudimentaria, pre-cinematográfica. El planteo inicial establece que los dos asesinos -a pesar de verse muy evidentemente humanos portando máscaras de látex- son, efectivamente, Pooh y Piglet. Se abre una ventana de incredulidad en la cual cabe esperar alguna audacia narrativa, alguna reelaboración del relato infantil que permita atribuir la incoherencia a causas más oscuras, psicológicas o emocionales. Nada de eso: aquí rige una lógica ajena a la ficción y más cercana a la del video porno, en el cual una vaga excusa permite que Jessica Rabbit entre a tomar un vaso a agua a la casa del Hombre Araña un día de mucho calor y pase aquello que nunca podríamos ver en una película mainstream (especialmente en el Hollywood de hoy, cada vez más renuente a mostrar el sexo en pantalla). Esto es más o menos lo mismo, excepto que en vez de fantasear con Jessica Rabbit esta gente tenía ganas de filmar a un tipo vestido de Winnie Pooh matando gente, y de paso llenarse los bolsillos explotando una IP famosa. Lamentablemente, a la película le gana por mucho su costado mercenario. Ni las muertes -en las cuales el gore puede enaltecer el trabajo de los artistas de VFX- resultan divertidas o audaces. No conforme con aburrirnos con un festival imperturbable de sangre hecha con After Effects y persecuciones con asesinos que corren muy lento, la película termina con una placa que, más que anuncio, es amenaza: “Winnie Pooh regresará”. Acaso lo más revelador de un panorama cinematográfico en el cual la IP convoca por sí misma independientemente de la calidad, sea que esta película se ha estrenado en gran salas comerciales, cuando los productores nacionales luchan con denuedo por encontrar un lugar en la cartelera. Esperemos que, en su nueva condición de domino público, el oso y sus amigos puedan recibir un trato más amable.
And in this place, can you reassure me With a touch, a smile while the cradle’s burning All the while the world is turning to noise Oh the more that it’s surrounding us The more that it destroys. DESCONFIAR DE LAS IMÁGENES Internet y el cine no son asunto, necesariamente, separado: sí delicado. Los avances tecnológicos, que sorprenden (y a veces, también, asustan) siempre amenazan con dejar la trama e incluso la estética de las películas en la obsolescencia. El antídoto, considero, consiste en encontrar algo esencial, imperecedero, que decir en torno a la manera en la que accedemos a la información; más concretamente -siendo que estamos hablando de cine- a las imágenes. Desconectada lo consigue y construye un thriller tenso, tensísimo, para cortar clavos, tan contemporáneo como clásico, en torno a una de las viejas obsesiones del cine: el uso de la imagen -aquella fuente de verdad tan aparentemente incontestable- para el ocultamiento y el engaño. En la secuencia inicial, somos testigos de una escena familiar que, posteriormente (y sin entrar en mayores detalles) se revelará también como engaño o, por lo menos, como parcialidad: la pequeña June (Ava Zaria Lee) juega con su padre (Tim Griffin) mientras su madre (Nia Long) los filma con una cámara hogareña. Repentinamente, la nariz del padre empieza a sangrar y la escena se enrarece; intuimos que algo no anda bien y, sin concesiones, pasamos al presente del relato, en el cual una June adolescente (Storm Reid) tiene que afrontar la entrada de un nuevo amor en la vida de su mamá, el cálido Kevin (Ken Leung). Se sugiere el fallecimiento del padre y se introduce un elemento de tensión: la madre se va de vacaciones a Colombia con su nuevo novio y deja a June sola al cuidado de la casa, situación que está aprovechando para organizar una gran fiesta. Al principio, la situación parece propicia para distender el vínculo entre madre e hija pero, luego de un par de días de escuetos intercambios por mensaje de texto, June descubrirá algo alarmante: ni la madre ni el novio contestan sus mensajes. Unas pocas averiguaciones de por medio confirman lo más temidos: ambos han desaparecido. A través de la intrigante premisa y de un contexto que parece todo lo desfavorable posible para la joven June, la adolescente intentará adelantarse a la burocracia policial usando todas las herramientas que una centennial con uso avezado de internet puede utilizar. June no abandonará su escritorio hasta el tercer acto pero la película es lo opuesto al estatismo: desde el teclado, June teje rápidamente puentes con Colombia a través de múltiples ventanas que configuran el cuadro como una sucesión de pantallas divididas, un estimulante ejercicio de montaje interno a medida que June desenmaraña una compleja trama en la cual las imágenes del viaje se revelan como una trompe l’oeil, un engaño a plena vista. ¿El antídoto? Cuestionar la autenticidad de todo lo que vemos, una tarea casi imposible en un mundo virtual atravesado por un torrente infinito de imágenes falsables. De esta manera, lo que podría haber sido para la película una debilidad (la inevitable obsolescencia de la tecnología que se despliega en pantalla) se convierte en fortaleza: en un mundo en el cual una inteligencia artificial puede sobreimprimir la cara de una persona en otra, en el cual un delito filmado es objeto de incontables objeciones que ponen en duda su potencial probatorio, Desconectada nos advierte que, lejos de acercarnos más a la verdad, la proliferación de imágenes puede volvernos cada vez más ajenos a ella. Será necesario poner el cuerpo, de manera efectiva y simbólica, cuando la mente detrás de la desaparición se manifieste y ponga de cabeza todo aquello que venimos viendo porque Desconectada es, también, una reflexión sobre sí misma y sobre quienes estamos del otro lado, en el lugar de esas pantallas que observa la protagonista que nos está mirando también a nosotros; espectadores que queremos entregarnos y a la vez ganarle a los engaños del cine que -en su versión mejor- nos invita a estar activos.
En su segundo largometraje como realizadora, Carla Simón regresa a un escenario que ya le resulta familiar: la Cataluña rural y los vínculos familiares que ya trabajara maravillosamente en Estiu 1993. En esta ocasión, Simón cuenta con una desventaja: ya no está la sorpresa de aquella primera película, está sola con su talento y eso la pone en el arduo desafío de empatarle a su opera prima o, en el mejor de los casos, expandir y profundizar aquel universo suyo, lleno de calidez y detalles. Es algo que logra parcialmente. Alcarràs reconfirma el talento de la realizadora a la hora de retratar la infancia (consiguiendo, nuevamente, actuaciones extraordinariamente naturalistas de sus pequeños intérpretes), a la vez que procura adentrarse de una manera más abiertamente política en el universo de los personajes adultos. Sí, Estiu 1993 también era (discretamente, solapadamente) política, pero en esta ocasión la lucha de los trabajadores de la tierra contra los usureros empresariales amenaza con arruinar para siempre aquella cosmogonía familiar. Por momentos, Alcarràs es dos películas: una es una saga familiar más ambiciosa en la que tres generaciones se reparten el trabajo con la tierra para intentar salvar su patrimonio, y además está la otra, el anecdotario, la película pequeña de detalles significativos que a la directora tan bien le sale. El problema ocurre cuando la segunda empieza a parecer el subterfugio de la primera, un lugar seguro al cual recurrir cuando el conflicto (más clásico, más nítido, acaso más convencional) no permite sostener, o no alcanza, o amenaza con caer en territorio remanido. A pesar de todo, hay algo en la voz de Carla Simón que a todo le otorga a todo una especificidad, una hondura que termina de construirse con ese final que es un golpe al corazón. Un golpe más seco, más moderado, más amargo también, que el de aquella primera película tan buena. De Alcarràs puede decirse lo mejor cuando hablamos de una segunda película: Carla Simón está buscando.