La ganadora del Gran Premio del Jurado del pasado Festival de Cannes, 120 pulsaciones por minutos, es el tercer largometraje del director Robin Campillo quien construye, a través sus memorias, la lucha por los derechos de los enfermos de sida que impulsó la asociación Act Up París al principio de los noventa.
Antes de tener un nombre, el sida ya tenía una voz. Antes de que hubiera tratamiento, había una ideología. El activismo para visibilizar la pandemia del sida revolucionó la forma en la que el mundo entiende la salud. Sus activistas demostraron, con mucha imaginación y poca ayuda del estado, cómo llevar a cabo la lucha por una mejor salud, igualdad social y jurídica. El film de Campillo recrea estas vivencias y, al mismo tiempo, es un ejercicio contra el olvido.
Dentro de la industria cinematográfica, el sida se ha tratado poco y, muchas veces, desde una mirada errónea o una buena intención que no ocultaba algún modo de estigmatización. Se evade completamente la connotación política y el aspecto social que representa la enfermedad dentro de la sociedad. Es por eso que es gratificante observar el planteo de 120 pulsaciones por minuto.
La cinta utiliza la asimilación, la familiarización y la aceptación de la muerte como centro argumental. Pero su principal valor nace al abordar la vida política de los jóvenes, quienes nos interrogan como sociedad, no sólo en lo que respecta al sida y la función estatal, sino también acerca de nuestras propias concepciones sobre conciencia social.
El film se sumerge en París durante los noventa, donde la vida cotidiana del homosexual estaba condicionada por el miedo. Miedo a la exclusión, al odio y, por sobre todas las cosas, al sida que representaba nada menos que la muerte. Campillo, narra la historia de lucha de un grupo de jóvenes activistas de Act Up París, quienes buscaban concientizar a la población francesa sobre la enfermedad, además de pedir respuestas al gobierno.
Si bien engloba varias subtramas dentro de los activistas del grupo, hace foco, principalmente, en Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois). Nathan es nuevo en el grupo y es allí donde encuentra a Sean e inmediatamente queda hipnotizado con sus argumentos y su forma de expresarse. Este vínculo se va transformando en lo central del film obviando, en cierta forma, todo el movimiento político y las protestas para contemplar el deterioro físico de uno de ellos.