Es probable que para muchos de mi generación el primer contacto con el HIV (en aquel momento le decíamos SIDA, sin más) haya sido la muerte de Freddy Mercury en noviembre de 1991 y el famoso concierto homenaje y “de concientización sobre el SIDA” que se hizo unos meses después en abril de 1992. Lo ví por la tele porque me gustaba Guns N’ Roses, un poco Metallica también y hay que decir que “More Than Words” del one-hit wonder Extreme era una canción irresistible. Pero esas imágenes de Wembley quedaron asociadas para siempre al doble descubrimiento del sexo (yo tenía 14 años) y de que el sexo podía ser peligroso.
Dos años después, ya entregado a la cinefilia, ví en el cine Y la banda siguió tocando, un docudrama hecho para televisión que por su tema “importante” se estrenó en salas y contaba la historia verídica del descubrimiento de la enfermedad por parte del epidemiólogo Don Francis (Matthew Modine) en una aldea de Zaire. Lo único que recuerdo de esa película -que probablemente no tuviera demasiado valor cinematográfico- era el montaje final con imágenes de distintas celebridades que habían muerto a causa del HIV con “The Last Song” de Elton John de fondo.
Quizás a simple vista parezca fuera de lugar traer esa película para hablar de 120 pulsaciones por minuto, porque la película de Robin Campillo no solo ganó el Gran Premio del Jurado y el premio FIPRESCI en el último Festival de Cannes sino que además está rodeada por un aura cool que va desde el intensísimo trabajo del argentino Nahuel Pérez Biscayart hasta la música electrónica de Arnaud Rebotini. Pero dentro de ese envoltorio (bueno, quizás sea algo más que un simple envoltorio) hay un película con un espíritu testimonial y didáctico muy similar al de aquel docudrama de los '90.
Suena peyorativo pero es todo lo contrario. Campillo y su coguionista Philippe Mangeot cuentan sus experiencias cuando militaban en ACT UP a comienzos de los años '90 en París. ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power) era una organización dedicada a informar sobre el HIV y protestar contra el modo en que el Gobierno de François Mitterrand manejaba la crisis. Su lema era “silencio = muerte”.
Es evidente que Campillo y Mangeot privilegiaron la información y la fidelidad a los hechos. Lograron así una película prácticamente educativa. Cada escena revela distintos aspectos políticos acerca de la situación de la epidemia en París a comienzos de los '90: la homofobia de las campañas gubernamentales, el escándalo de la sangre infectada del Centro Nacional de Transfusión de Sangre, la desesperación de los enfermos ante la reticencia de los laboratorios a informar sobre los avances, las internas entre las distintas organizaciones en cuanto a las estrategias a seguir (aprendemos sobre la rivalidad entre ACT UP, más confrontativa, y AIDES, más conciliadora), las relaciones entre los infectados y los no infectados, y unas cuántas cosas más.
Dije que Campillo y Mangeot privilegiaron la información, pero no es del todo cierto porque no renunciaron por eso a hacer una película y valerse de todos los recursos cinematográficos para contar una historia potente y con un ritmo que el título (120 pulsaciones por minuto) describe a la perfección. La primera secuencia es un ejemplo perfecto. Un grupo de militantes irrumpe a la fuerza durante una presentación de la Asociación Francesa de Lucha contra el SIDA y mientras Sophie (Adèle Haenel), una de ellas, da un discurso de barricada, otro le arroja una bombucha con sangre falsa al director, armando un escándalo. Luego de eso, todos ellos debaten acerca de la acción: algunos la juzgan demasiado violenta, otros creen que es la forma perfecta para llamar la atención.
Lo interesante, además del pulso de Campillo con la cámara y el extraordinario trabajo de los actores (sobre todo en las escenas de debate que recuerdan otras grandes películas como El estudiante, por ejemplo), es que ambas escenas están contadas con un montaje paralelo y a medida que los jóvenes se cuestionan acerca de la acción, la vamos viendo desarrollarse. Esta decisión de Campillo es lo que hace que la película sea mucho más que una obra meramente testimonial.
También le da potencia a la película la historia de amor entre Sean (Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois), un joven que no está infectado pero milita en ACT UP. Sin que pase nunca al primer plano (porque no es jamás fuente de conflicto), es parte importante de la alegría que contagia la película. Porque el tono general de 120 pulsaciones por minuto, a pesar de que casi todos sus personajes están enfermos y sus cuerpos son bombas de tiempo (parece mentira hoy, pero en esa época el HIV era realmente mortal), es de alegría y vitalidad y parece seguir esa máxima de Jauretche que decía que “nada grande se puede hacer con la tristeza”.