El camino de éxito estrepitoso de Drive my Car empezó en julio de 2021, en el Festival de Cannes, donde ganó tres premios, incluido el de Mejor Guion. De allí en más, la película no hizo más que cosechar premios en todas partes, incluido el de Mejor Película Extranjera en los Globos de Oro. La película de Ryūsuke Hamaguchi llega a los Oscar ahora con cuatro nominaciones, entre las que se cuentan nada menos que Mejor Película, Mejor Director y Mejor Película Extranjera. Drive my Car, que tendrá dos funciones en la Sala Lugones y podrá verse en la plataforma Mubi a partir del 1 de abril, pasa a monopolizar entonces la cuota occidental de cine japonés, cupo que se reduce apenas a dos o tres películas por año, y que suelen acaparar viejos conocidos como Kiyoshi Kurosawa o Hirokazu Koreeda. Cuesta recordar otro filme japonés que haya producido tanto interés. De hecho, durante 2021, Hamaguchi no solo estrenó otra película, Wheel of Fortune and Fantasy, sobre tres historias que evocan los cuentos morales de Rohmer o su Las citas de París, que fue casi ignorada. El clima nocturno de Drive my Car, con sus seres golpeados por dramas secretos, ofrece un encanto, un plus que las escaramuzas románticas de Wheel, más lúdicas y luminosas, no parecen haber conseguido. Basada en un cuento de Haruki Murakami del libro Hombres sin mujeres, Drive my Car empieza con una historia que Oto, la esposa de Yusuke, le narra al marido en la cama. Ese cuento dentro del cuento trata de una chica que se cuela todas las tardes en la habitación del compañero de secundaria que le gusta. La chica toma pequeños objetos como souvenirs y deja a su vez ofrendas propias. Un día, la chica recuerda su vida pasada como lamprea, un pez sin mandíbulas que se adhiere a su presa y la roe como un parásito. Aunque se trata, aclara Oto, de una lamprea noble que elige roer piedras del lecho marino antes que a otros animales. Un día, cuando la chica trata de recordar cómo fue que murió, alguien entra en la habitación. La historia de Oto termina allí sin que ella o Yusuke sepan el final. Se trata de uno de los pasatiempos preferidos de la pareja: ella, guionista de televisión, improvisa historias para el marido, director de teatro, que las completa. El aire enrarecido de la historia de Oto contamina la película toda y le imprime su respiración desconcertante. Todo se desmorona velozmente sin que Yusuke pueda hacer nada para impedirlo. En apenas unas escenas, el guión revela que los dos tuvieron una hija que falleció muy pequeña, y un día, al volver antes a su casa, el protagonista encuentra a su mujer con otro hombre. Yusuke calla, pero la tragedia se precipita y Oto muere por una hemorragia cerebral. Es ahí cuando empieza otra película, otra historia dentro de la historia, en el momento en que el viudo viaja a Hiroshima para dirigir una puesta de Tío Vania. Hamaguchi tiene una manera singular de disponer las relaciones entre sus personajes. Entre Yusuke y el reparto de su nueva obra se tienden vasos comunicantes que la película muestra poco a poco, tal y como sucede en la literatura de Murakami, donde criaturas a la deriva se encuentran por azar o por algún influjo fantástico. El método actoral de Yusuke consiste en practicar las escenas de memoria en cualquier momento del día. Con ese fin, Oto le graba todos los diálogos de Tío Vania excepto los suyos para que pueda pronunciarlos mientras maneja. Después de la muerte de Oto, Drive my Car se transforma en una película de fantasmas leves: la voz de Oto que sale del estéreo del auto crea una escena espectral y cada viaje se vuelve una ocasión para conversar con los muertos. La dirección de la obra en Hiroshima pone en contacto a Yusuke con una galería de seres extraordinarios. Los ensayos grupales se vuelven un espacio que oscila entre la descarga emotiva y la magia, y fuerzan a Yusuke a enfrentar el misterio de Oto, de su existencia y de su partida intempestiva. Para Hamaguchi el teatro no es solo la oportunidad de filmar una catarsis sumaria sino mucho más, un diorama en el que resuenan las miserias y los brillos de la vida y que el cine, como la lamprea noble de Oto, puede vampirizar y revitalizar.
La épica radical Esto no es un golpe, de Sergio Wolf, es un documental sobre el alzamiento carapintada de Semana Santa que va más allá del trillado “la casa está en orden”. Yo sabía que no quería ponerle Felices Pascuas ni La casa está en orden“, dijo anoche Sergio Wolf después del estreno de su documental sobre el alzamiento carapintada de Semana Santa en la Competencia Argentina del Bafici, luego de una pregunta del público acerca del título de la película. "Esto no es un golpe” es la frase que pronunciaron una y otra vez los militares sublevados y por momentos se parece bastante a la leyenda en el óleo de la pipa de René Magritte: ¿era un golpe o solo la representación de un golpe? “La amenaza tenía que ser creíble”, dice Aldo Rico en uno de los fragmentos de la increíble entrevista que brindó para la película. Claro que eso de que nunca pensó en ponerle Felices Pascuas ni La casa está en orden fue dicho con un tono zumbón, consciente de que a nadie se le ocurriría tamaño lugar común. Pero la decisión tiene un costado más profundo: devolverles a los acontecimientos de aquel fin de semana largo de hace 31 años la complejidad y la épica que la repetición periodística y vulgar de aquellas dos frases parece haberles quitado. Mediante entrevistas e imágenes de archivo de una televisión que transmitió prácticamente en cadena nacional y en directo las movilizaciones populares, los discursos de Raúl Alfonsín y los movimientos en los cuarteles, Wolf reconstruye minuciosamente los hechos que desencadenaron la sublevación militar en Campo de Mayo y las horas de incertidumbre en las que cualquier movimiento brusco de alguna de las partes podía desatar un baño de sangre y, tal vez, una nueva interrupción del orden democrático a solo un poco más de tres años del fin de la dictadura. Esto no es un golpe “No hay derramamiento de sangre”. La película también intenta contestar la pregunta del millón: ¿la Ley de Obediencia Debida fue resultado de Semana Santa o, como siempre sostuvieron tanto Alfonsín como los Carapintadas, no tuvo ninguna relación? Ahí es donde Esto no es un golpe recuerda a los documentales anteriores de Wolf: el sorprendente hallazgo de unas imágenes que se creía perdidas dan una pista de la respuesta. Aunque la película está narrada por el propio director, que se permite alguna reflexión u opinión personal, el grueso de los hechos los exponen los protagonistas, y las contradicciones, los silencios o las mentiras evidentes surgen naturalmente de sus palabras. Aldo Rico es el entrevistado estrella, no solo porque como personaje es el protagonista –junto con Alfonsín– sino además porque tiene un carisma indiscutible y sus respuestas tajantes suelen venir acompañadas de una breve esgrima verbal con su entrevistador. Pero no es ahí en la entrevista en donde Wolf lo contradice sino en el montaje, cuando pega a su testimonio las declaraciones opuestas de su propio camarada Gustavo Breide Obeid, otro líder carapintada que parece ser un poco más honesto en la exposición de sus recuerdos. Esto no es un golpe tiene un crescendo dramático que incluye al general Alais en el papel de comic relief y culmina con el viaje en helicóptero de Alfonsín a Campo de Mayo, secuencia que resulta emocionante como la de un thriller político. “Yo pensé que lo mataban”, dice Dante Caputo. En esa decisión de Alfonsín de ir a Campo de Mayo está la clave de toda la historia y quizás toda la película gire en torno a ella. Seis años antes, a 10 mil kilómetros de distancia, otro coronel había intentado un golpe de estado a la flamante democracia de su país: Antonio Tejero en España. Él sí llegó a entrar al Congreso, en donde estaban votando un nuevo Primer Ministro. Ordenó a todos que se tiren al suelo, pero tres personas lo desobedecieron: el Primer Ministro saliente Adolfo Suárez, el general Manuel Gutiérrez Mellado y el diputado comunista Santiago Carrillo. La historia la cuenta Javier Cercas en su novela Anatomía de un instante. De la misma manera que Wolf con Alfonsín en Esto no es un golpe, Cercas comprende retrospectivamente el heroísmo de Adolfo Suárez, a quien en su juventud veía –como muchos de su generación– como un tibio que había negociado con el franquismo, y en su novela le devuelve la épica a un personaje que el imaginario popular consideraba un hombre gris. No se puede decir que el imaginario popular argentino considere gris a Alfonsín, pero es innegable que la épica siempre estuvo del lado peronista. Esta película, con historias como la de la Colt de Jesús Rodríguez y hasta su resignificación del helicóptero como símbolo de coraje y no de cobardía, viene a saldar esa deuda.
Estoy verde La educación del Rey es un policial con aires de western en el que la trama nunca pierde potencia y cuyas influencias van de Campusano a Desanzo. Reynaldo (el debutante Matías Encinas) es un adolescente tímido que, luego de ser echado de su casa por su padre, pide alojamiento en el lugar que su hermano Josué (Martín Arrojo) comparte con su socio El Momia (Mario Jara). El Momia dice que si los ayuda a hacer “un trabajito”, se puede quedar. Josué dice que “está re verde”, pero El Momia dice que el asunto “está cocinado, tiene que entrar y salir”. El “trabajito” es robar 40 mil pesos de una escribanía. Por supuesto, el robo sale mal. Josué y El Momia son capturados por la policía, mientras que Reynaldo logra huir por los techos con el botín. Esconde la caja entre unos ladrillos, pero se tropieza y cae en el jardín vecino de una casa donde está cenando una familia. Así empieza La educación del Rey, que se las arregla para contar todo esto en la primera secuencia, durante los títulos. Es que esta sólida ópera prima de Santiago Estéves tiene como virtud más sobresaliente un apego a la trama que no siempre se ve en películas de esta clase. Es cierto que, como sugiere el juego de palabras del título, el alma de la película es la relación que traba Rey con el dueño de esa casa en la que cae accidentalmente. Pero, al contrario de lo que uno puede esperar, la trama policial no pierde protagonismo en ningún momento y es el corazón, que bombea la sangre. El dueño de esa casa es Carlos Vargas (Germán de Silva) un tipo bonachón pero recio, que en lugar de denunciarlo a la policía, le exige que arregle el vivero que rompió en su caída y más adelante lo adopta como a un hijo: le enseña a disparar y algunos códigos de la calle. Es que Vargas en su pasado fue guardia de camiones de caudales y, como en todo el universo de la película (que quizás sea nuestro mismo universo), los que están a uno u otro lado de la ley suelen entremezclarse de acuerdo al momento. Lo que acerca a esta película más a series del estilo de Un gallo para Esculapio o El marginal (de hecho, la película fue antes una miniserie de ocho capítulos de media hora) o incluso, por qué no, a algunos policiales de Juan Carlos Desanzo de los 80 o a las películas de José Celestino Campusano, es que la trama policial nunca pierde importancia a expensas del drama social. Josué y El Momia son liberados pero solo para ser llevados ante el comisario Ábalos (Marcelo Lacerna) y El “Gato” Ibáñez (un temible Jorge Prado, de los mejores villanos que ha dado el cine argentino en mucho tiempo), quienes les habían encargado el “trabajito” en un primer lugar y ahora están muy enojados por el fracaso y, sobre todo, quieren encontrar el dinero. Estéves es mendocino y la película está filmada en esa provincia: los paisajes áridos y montañosos, esa especie de cabaña en donde practican tiro contra unas latitas, los duelos de pistolas y la relación padre-hijo entre un “pistolero” que está de vuelta y un joven demasiado impetuoso, la acercan por momentos al western, pero como si el western fuera una consecuencia natural de la historia que Estéves está contando y no la regla que se autoimpuso. La educación del Rey cayó en el medio de este superagosto del cine argentino, después de los estrenos de El amor menos pensado, El ángel y Mi obra maestra, y antes de La quietud. Ojalá que no pase desapercibida.
Extraña pareja La primera película en solitario de Gastón Duprat vuelve a burlarse del mundo del arte con acidez, pero esta vez también tiene lugar para la ternura. El mundo del arte, con sus rituales a veces ridículos pero también fascinantes, es algo que la dupla que conforman Mariano Cohn y Gastón Duprat han retratado como nadie. A los de ellos hay que sumarles el nombre de Andrés Duprat, hermano de Gastón, actual director del Museo Nacional de Bellas Artes y habitual guionista de sus películas. Sobre todo en El artista pero también en El hombre de al lado (la arquitectura como una más de las artes plásticas) y un poco más oblicuamente en El ciudadano ilustre (recordemos el delirante concurso de pintura del que Oscar Martínez tiene que ser jurado), la visión sarcástica y algunos dirían cínica de sus personajes suele estar en relación a la visión que transmiten del mundo del arte. Acá los protagonistas son Renzo (Luis Brandoni), un pintor viejo, cascarrabias y borracho, que tuvo su momento de plenitud en los años 80 pero ahora está en decadencia no solo por su temperamento volátil sino también porque su estilo más figurativo quedó demodé ante un arte moderno que, obviamente, él desprecia. Arturo (Guillermo Francella) es un galerista que acompañó y se vio beneficiado también con el éxito pasado de Renzo, de quien además y sobre todo es íntimo amigo de la juventud. A diferencia de Renzo, Arturo se aggiornó y aunque sigue incorporando obras de su amigo a su galería, lo hace más por cariño que por otra cosa, porque su negocio pasa por la venta de obras más modernas, esas mismas que Renzo aborrece. El alma de la película es la dinámica entre estos dos personajes, un poco como los de Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz en El hombre de al lado y los de Oscar Martínez y Dady Brieva (o, quizás, Martínez y todo el pueblo) en El ciudadano ilustre, aunque acá la extraña pareja no es tan opuesta y la relación es más sutil: con dos o tres diálogos nos damos cuenta de que Arturo en el fondo sigue admirando a Renzo y que Renzo, detrás de esa coraza, sabe que tiene que estar muy agradecido con Arturo. Quizás ese sea el cambio fundamental en este debut en solitario de Gastón Duprat: hay lugar para la ternura. Aunque tampoco me apresuraría a sacar conclusiones en ese sentido como si estuviéramos destilando de Cohn-Duprat lo que le pertenece a uno solo: Cohn produce esta película (y ya dirigió otra, 4x4, que produjo Duprat) y Andrés Duprat sigue siendo el guionista. Pero sí puede ser un gesto de apertura de ambos, que con el éxito de El ciudadano ilustre comprobaron que se puede complacer al público, como Arturo, sin abandonar del todo su tono y su temática, como Renzo. Tal vez la película no sea todo lo compacta que eran las anteriores (exceptuando Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, un claro faux pas), con un primer acto demasiado extenso que se sostiene casi exclusivamente en el oficio de Brandoni y Francella, pero a medida que avanza y se afirma la trama, se transforma en una comedia ácida e inteligente sobre una amistad a prueba del paso del tiempo.
Una larga vida La primera película en inglés de Sebastián Lelio es un drama demasiado prolijo sobre una relación prohibida dentro de una comunidad judía ortodoxa. La primera película en inglés del chileno Sebastián Lelio, que viene de ganar el Oscar a la Mejor Película en Idioma Extranjero con Una mujer fantástica, vuelve sobre la que parece ser su obsesión: las relaciones amorosas de las mujeres ante los ojos acusadores de la sociedad. En Gloria (2013) se trataba de una mujer divorciada de 60 años que no estaba dispuesta a morir sola; en Una mujer fantástica (2017), una cantante trans que salía con un hombre mayor; y en Desobediencia, una fotógrafa bisexual hija de un rabino ortodoxo. Hay una diferencia: esta es la primera película de Lelio hablada en inglés, y la primera que no escribió junto a su habitual socio Gonzalo Maza. En cambio, está basada en la novela homónima de Naomi Alderman, una especie de discípula de Margaret Atwood, cuya última novela, El poder, es una distopía opuesta a la de El cuento de la criada, en la que las mujeres de pronto adquieren superpoderes. La actriz Rachel Weisz compró los derechos de la novela de Alderman, produjo la película y, por supuesto, interpreta el papel de Ronit Krushka, la protagonista. Ronit vive en Nueva York y vuelve al suburbio de Londres en el que nació y creció para el funeral de su padre, el rabino de la comunidad judía ortodoxa del lugar. Los miembros de la congregación la reciben con frialdad. Todos le dicen “ojalá vivas una larga vida”, como se acostumbra decirle en la comunidad judía a los familiares del muerto, en un ritual que adivinamos esconde cierto desprecio. Incluso Dovid (Alessandro Nivola) y Esti (Rachel McAdams), sus dos mejores amigos de la infancia y primera juventud, ahora marido y mujer, parecen incómodos ante ella. Al motivo de tanta lejanía lo vamos intuyendo de a poco, con pequeños detalles y gestos. Ronit es claramente una rebelde y no solo respecto de su sexualidad; pero ahora también está más grande, y el reencuentro con su pasado la sensibiliza. Pero el corazón de la película es su relación con Esti, con quien retoma un amorío de juventud. Lelio es sutil y prolijo, tal vez demasiado. El tono que maneja, pese a tratarse de una historia que bien podría haberse bandeado hacia el melodrama, es sobrio y totalmente lejano del colorinche almodovariano de sus dos películas anteriores. Tal vez porque no tuvo el control total o porque no se animó a faltarle el respeto a un asunto que le resultó ajeno (aunque uno imagina que el mundo judío ortodoxo es tan ajeno para Lelio como el mundo trans) o, en definitiva, porque le pareció que no cabía en esta historia esa luminosidad irreverente que había en Gloria y Una mujer fantástica, incluso en el medio de la tragedia. Sé que tengo que hablar de lo que ví y no de lo que me hubiera gustado ver. Ví un drama sólido, con un trío protagónico soberbio, que pinta un mundo particular con sobriedad consumada. Pero no puedo evitar decirlo: me hubiera gustado ver un melodrama desatado sobre dos mujeres que se aman y terminan bailando rikudim. Si alguno vio una película así, me avisa.
Demasiados secretos La ópera prima de Sergio G. Sánchez, el guionista de El orfanato, es una película de terror gótico en la que, curiosamente, lo que falla es el guion. De acuerdo de que en la época en la que se estrenó Los otros –mi película favorita de Alejandro Amenábar– solía meterme en discusiones bastante vehementes para defenderla ante los que decían que era una copia de Sexto sentido. Más allá de la vuelta de tuerca final, la película contaba una historia que aparentaba ser muy sencilla: una mujer y sus hijos están solos en una casa en la que parece haber fantasmas. El talento de Amenábar para dotar a la historia de un clima gótico espeluznante no debía perderse de vista por culpa de la pirotecnia de la trama hacia el final. Esa es la primera película que viene la cabeza inevitablemente cuando empezamos a ver Secretos ocultos. En principio, porque es una película española hablada en inglés; pero sobre todo porque también hay una madre con sus hijos, un padre ausente, una casa grande repleta de ruidos y, aparentemente, un fantasma. El director es el debutante Sergio G. Sánchez, un asturiano que tiene en su currículum nada menos que los guiones de El orfanato y de Lo imposible, ambas muy buenas películas de J.A. Bayona. Algo se puede ver también de El orfanato y, ya que estamos en tren de encontrar similitudes, recuerda bastante también a El espinazo del diablo y, sobre todo, El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. Las influencias no son ninguna pavada y hay que decir que Sánchez logra un clima muy interesante, que no tiene nada que envidiarles a Bayona ni a Del Toro. El problema, curiosamente, está en lo que uno imaginaba que sería su fuerte: la historia. Estamos a fines de los 60 en una ciudad costera de los Estados Unidos. Allí llegan una madre (Nicola Harrison) con sus cuatro hijos (George MacKay, Charlie Heaton, Mia Goth y Matthew Stagg), huyendo para refugiarse en la casa de su infancia. No sabemos exactamente de qué huyen, aunque hay algunas pistas: suponemos que de su marido y del padre de los chicos. Pronto la madre muere y los cuatro chicos quedan solos, al cuidado del mayor de ellos, Jack (MacKay), que tiene 20 años. Por orden de su madre, tiene que ocultar su muerte hasta que cumpla los 21 y pueda ocuparse legalmente de sus hermanos. Pero apenas pasa esto, aparece un hombre a lo lejos que dispara una escopeta hacia la casa y rompe un vidrio. ¿Es el padre, de quién están huyendo? No lo sabemos, porque la película da un salto hacia adelante seis meses, y ese será uno de los tantos misterios que el guion irá revelando a cuentagotas. A diferencia de las películas en las que se inspira, Secretos ocultos pone demasiado énfasis en las vueltas de la trama. Es una pena, porque Sánchez filma bien y los actores son perfectos (Mia Goth, a quien ya vimos en la exuberante La cura siniestra, tiene la cara ideal para este tipo de películas de terror gótico; que su apellido sea “Goth” parece un chiste), pero en este caso su propio guion le jugó en contra.
La aventura de vivir Las olas es una comedia uruguaya que no se parece a nada, un OVNI cinematográfico que logra momentos de belleza únicos. Adrián Biniez nació en Remedios de Escalada pero vive hace varios años en Montevideo y allí construyó su carrera cinematográfica, que empezó en 2006 cuando ganó el primer premio del Bafici por su corto 8 horas. Tres años después abrió el mismo festival con su ópera prima Gigante. Tanto 8 horas como Gigante contaban la vida cotidiana de un trabajador condenado a la monotonía de la repetición como un Sísifo moderno. Su segunda película, El 5 de Talleres, fue un paso adelante: un poco más ambiciosa y a la vez más amable, también ponía la lupa en la vida de un trabajador, aunque en este caso se trataba de un futbolista del ascenso. Con más humor y costumbrismo, parecía que Biniez había encontrado una veta si se quiere más convencional y clásica aunque sin dejar de lado el tono indie. Pero Las olas no tiene nada que ver con todo esto. Es su película más uruguaya, si entendemos por uruguayo a ese humor absurdo y melancólico de películas como 25 watts y sobre todo Whisky, ambas de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll (con quienes comparte productor y protagonista). Pero además, la película está totalmente alejada del costumbrismo, del mundo del trabajo y de la vida urbana cotidiana de su protagonista. En el prólogo, ese alejamiento parece ser consciente. La cámara de Biniez muestra una Montevideo movediza, repleta de personas que están en plena actividad, cadetes, hombres con maletines, mujeres vestidas de oficina. Pero de a poco, va apareciendo nuestro protagonista, Alfonso (Alfonso Tort), que se acerca al río y se tira de cabeza. Entonces empiezan los títulos, una secuencia de animación en la que se lo ve nadando por el Río de la Plata. Y después, Alfonso emerge del mar, con otro traje de baño, en una playa desierta. Quizás sea su imaginación, un viaje fantástico, un pase de magia de Biniez o una combinación de todo, poco importa. Lo que propone Las olas es que Alfonso se asome a distintos episodios de su vida transcurridos en esa playa alejada –la niñez con sus padres, la adolescencia con sus amigos, la juventud con algunas novias– no para armar un rompecabezas, porque en casi ninguno de los episodios sucede nada demasiado determinante, sino para pintar viñetas de una vida sin demasiadas características destacables: una vida que puede ser la de todos nosotros. Cada segmento tiene el título de una novela de aventuras del siglo XIX de Julio Verne, Emilio Salgari o Robert Louis Stevenson y el ambiente de playa, mar y selva contrasta con el tono de humor deadpan uruguayo; a su vez, que sea siempre el mismo actor quien interpreta las diferentes edades del personaje contribuye a la extrañeza general. El resultado es una comedia melancólica que no se asemeja a nada, un OVNI cinematográfico que logra momentos de belleza únicos pero que a la vez no parece tener más ambición que la arbitrariedad lúdica. Y si lo pensamos bien, quizás precisamente esa sea la mayor de sus virtudes.
Ladronas de medio pelo El guión de Ocean’s 8: Las estafadoras no está a la altura de un elenco impresionante de actrices extraordinarias y carismáticas. Es cierto que uno lo dice con el diario del lunes, pero da la sensación de que la continuación natural de la franquicia de La gran estafa era esta: una versión protagonizada por un elenco solo de mujeres. No era tan evidente cuando hicieron lo mismo hace dos años con Cazafantasmas y es de esperar también que Ocean’s 8: Las estafadoras tenga una recepción mejor por dos motivos: La gran estafa no forma parte del acervo de nostalgia que los fans vieron mancillado con la nueva Cazafantasmas, y la valoración del rol de las mujeres en el cine cambió exponencialmente en estos dos años que separan una película de la otra. Pero es injusto: la película de Paul Feig era muy buena y no tenía nada que envidiarle a la original de Ivan Reitman; Las estafadoras, en cambio, está lejos de aquella extraordinaria película de Steven Soderbergh. No es que esté tan mal tampoco. Soderbegh –que acá solo produce y delegó la dirección en Gary Ross, un tipo que no es ningún improvisado: fue responsable de la primera Los juegos del hambre y de la extraordinaria Alma de héroes– hizo lo que se esperaba para una película como esta: juntó un elenco de estrellas y las largó a la cancha. Pensemos que así comenzó todo: La gran estafa era una remake de Once a la medianoche, una película de 1960 protagonizada por Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis, Jr. y Peter Lawford, cuatro actores y amigos en la vida real que conformaban el célebre Rat Pack. La única virtud de esa película, una de las últimas dirigida por Lewis Milestone, era esa: ver al Rat Pack robando los mismos casinos en los que cantaban y en los que perseguían meseras en la vida real. Para La gran estafa, Soderbergh consiguió a George Clooney, Brad Pitt y Matt Damon. Y en Las estafadoras no se quedó atrás y hasta quizás se haya superado: Sandra Bullock, Cate Blanchett, Anne Hathaway, Helena Bonham Carter, Sarah Paulson, Mindy Kaling y hasta Rihanna. El problema es que cualquiera que haya visto con atención La gran estafa, sobre todo comparándola con Once a la medianoche e incluso con sus dos secuelas, se da cuenta de que su gran virtud no está en el elenco, de que no se trata de juntar un elenco de estrellas y largarlas a la cancha. Por supuesto que ese es el corazón de la franquicia, que resulta un punto de partida encantador y ganchero, y que es fundamental. Pero lo verdaderamente bueno de La gran estafa está en otro lado, en lo más importante de todo, en el centro de la película: la estafa. A la manera de las películas de Jean-Pierre Melville (en especial Bob le flambeur y El círculo rojo), La gran estafa se detenía en los detalles del robo, dosificaba la información, y al final nos hacía admirar a esos once tipos ingeniosos e inteligentes que habían logrado algo que parecía imposible, y lo habían hecho a la perfección. Esa es la parte que falla en Las estafadoras. El cambio de robar plata de un casino a robar un collar de la Gala del Met es una gran idea que tenía el potencial de, por un lado, poner en marcha el costado Jean-Pierre Melville del asunto, y por el otro, jugar con humor con todo lo femenino. El plan para robar el collar resulta bastante inverosímil y facilista, repleto de agujeros (¿unos lentes que transmiten por wifi la arquitectura exacta de la joya?, ¿una máquina que fabrica una réplica exacta tipo impresora 3D?, ¿unos guardias que no entran al baño junto con la joya porque es de mujeres?, vamos), y todo el humor y la ironía que uno podía esperar se diluyen en un par de comentarios al pasar. El cameo de Anna Wintour, por más simpático que sea, es el adorno que acentúa la fealdad del adornado. A pesar de todo esto, cerca del final hay una vuelta de tuerca atractiva que ubica a Anne Hathaway en el lugar de la gran estrella de la película y que me hizo salir del cine con una sonrisa. Las estafadoras pierde en comparación con La gran estafa (no así con sus dos secuelas y mucho menos con la original de 1960) pero no es por culpa de las actrices, que merecían poder protagonizar un robo como Dios manda.
Es difícil saber cuán grande es la diferencia entre lo que es No llores por mí, Inglaterra y lo que intentó ser. Acá interviene lo que uno cree que se intentó hacer: una comedia sobre fútbol y política ambientada durante las Invasiones Inglesas, con críticas veladas y no tanto al presente. El resultado es bien distinto porque de comedia hay bastente poco, de política se insinúa algo al comienzo y nada más, y como película deportiva futbolera, esa gran cuenta pendiente del cine argentino, deja todo que desear. La cosa es así. Los ingleses desembarcan en Buenos Aires y toman control de la ciudad. Para distraer a los criollos y que no opongan resistencia, les hacen conocer un nuevo deporte: el football. El General Beresford (Mike Amigorena) contrata a Manolete (Gonzalo Heredia), un inescrupuloso organizador de peleas, para que organice un partido entre los locales y las tropas inglesas, aunque obviamente la orden es que los ingleses tienen que ganar. Manolete contrata a San Pedrito (Diego Capusotto), un director técnico, para que arme el equipo. Y hacia el final, claro, tendrá que decidir si obedece las órdenes de Beresford o si elige el patriotismo y la honra deportiva. Todo eso mientras Santiago de Liniers (Fernando Lúpiz), desde Montevideo, prepara la reconquista de la ciudad. El supuesto humor de la película pasa casi exclusivamente por los anacronismos: personajes que hablan con lunfardo del siglo XXI en el XIX, que juegan con un spinner, ingleses que dicen que vienen “a trabajar en equipo y unir a los criollos” (guiño guiño), y demás situaciones. No hay chistes de guión, es todo más bien actitudinal. Capusotto hace sus morisquetas, Mirtha Busnelli hace las suyas (ella sí está realmente graciosa), pero es como si ellos dos se cortaran solos, como si supieran que como el guión no tiene gracia, la gracia la tienen que poner ellos. El problema, además de que llega un momento en que con las monerías ya no alcanza, es que el resto de los actores no están en la misma sintonía. Hay que decir que Heredia sale bastante airoso como protagonista de una película que no es una comedia sino una deportiva o de aventuras. Aunque si dejamos de intentar reírnos y nos abandonamos a la trama, tampoco vamos a recibir ninguna recompensa. Como en toda película deportiva, hay un partido en la mitad, entre Rivera y Embocadura (antepasados de River y Boca, obviamente), y otro al final, entre Argentina e Inglaterra. Pero a pesar de que ahí están José Chatruc, Fernando Cavenaghi y hasta Evelina Cabrera, la fundadora de la Asociación de Fútbol Femenino Argentino, las secuencias futbolísticas carecen de tensión y de emoción. La intensidad desatada de Capusotto, que putea y grita sin parar, contrasta con la indiferencia que las jugadas provocan en el público. Hay algo de ineptitud en la manera en que están filmados los partidos (mucho corte que impide seguir las jugadas, por ejemplo) pero lo más probable es que Néstor Montalbano, el director, creyera que el interés pasaba por otro lado. No llores por mí, Inglaterra es apenas una película floja, como hay miles en el mundo cada año. Pero está tan cuidadosamente calculada que es un poquito irritante. Sus realizadores metieron fútbol, nacionalismo, un personaje que podría no existir interpretado por Matías Martin (¿para que le dé manija en la Metro?), filosofía nacandpop, una canción de El Mató y la estrenan cerca del Mundial. Todo eso estaría perfecto si, distraídos con toda esa estrategia, no se hubieran olvidado de hacer lo que hay que hacer en una comedia deportiva: pensar chistes y filmar bien los partidos.
En el año 2015, el dramaturgo José María Muscari convocó a diez actrices que fueron símbolos sexuales en los años 80 para protagonizar su obra Extinguidas. Los realizadores Guillermo Félix y Nicolás Teté tuvieron acceso al detrás de escena de la obra y registraron la cotidianeidad de Adriana Aguirre, Noemí Alan, Luisa Albinoni, Patricia Dal, Silvia Peyrou, Mimí Pons, Beatriz Salomón, Sandra Smith, Naanim Timoyko y Pata Villanueva, tanto los preparativos para la obra, como también sus vidas privadas y cómo maneja cada una los recuerdos y la nostalgia de tiempos pasados. Lo primero que salta a la vista en La vida sin brillos es todo lo que no es. Con una intención manifiesta de esquivar todos nuestros prejuicios (al menos los míos) y de evitar el lugar común, Félix y Teté no hacen una película nostálgica, triste y mucho menos burlona. En cambio, dejando que hablen las diez mujeres (no tanto con entrevistas a cámara, que las hay, sino sobre todo dejándolas ser), conocemos a diez personajes diferentes, individualizables. Patricia Dal hoy es fanática de bailar tango en las milongas, tiene dos programas de radio y no parece muy anclada en su pasado; Beatriz Salomón, en cambio, tiene su casa decorada con decenas de tapas de revistas. Naanim Timoyko practica yoga y parece relajada con su perrito; Noemí Alan lucha contra la depresión. Pata Villanueva logró disfrutar de las mañanas y es habitué de un club de tenis; Silvia Peyrou encontró una nueva vocación dando clases de teatro en geriátricos. Es imposible no relacionar las paredes descascaradas del teatro, en las que la cámara se detiene más de una vez, con los cuerpos ajados de las protagonistas, que en más de una oportunidad hablan del paso del tiempo y de la edad, a algunas de las cuales vemos haciendo ejercicio, comiendo ensalada o tomando agua mineral (a otras no). Pero la película jamás cae en el patetismo, todo lo contrario: aún en los testimonios más duros (lejos, el de Noemí Alan), el hecho de que el contexto de la película sea el regreso triunfal a los escenarios le da un aura luminosa y optimista. Si una de las grandes virtudes de la película es construir diez personajes diferentes a partir del arquetipo “ex vedette de los 80”, otra de esas virtudes es, después, encontrar la semejanza en sus destinos, que en definitiva es el mismo que el de todos nosotros: la vejez y, con ella, la sensación de que uno es cada vez menos útil a la sociedad, y las diferentes maneras de luchar contra eso. Las diez mujeres, guiadas por los dos directores, nos muestran que esa lucha no solo es posible, sino que también puede ser agradable en sí misma.