LA MILITANCIA Y SUS CONTRADICCIONES
A pesar de estar instalada en la sociedad desde hace cuatro décadas, la temática del SIDA no ha tenido demasiada suerte en el tratamiento cinematográfico hasta el momento. Muchas veces cayendo en un enfoque que se balancea entre lo didáctico o lo paternalista, pero sin hacer verdadero frente al conflicto, el cine ha perdido de vista que más allá de ser un asunto sanitario y de políticas sanitarias, también es un asunto de discriminación, de distancia social. Tal vez la película que se animó a ir más allá fue la mainstream Filadelfia, aún sin dejar de caer en algunos clichés del drama hollywoodense pero siendo igualmente muy valiente al retratar puntualmente el entramado burocrático que forma el detrás de escena del asunto. Para subsanar esta falencia llega 120 pulsaciones por minuto, film de Robin Campillo que aborda la actividad de la agrupación ACT UP allá por comienzos de los 90’s, cuando llevaban a cabo una serie de acciones para concienciar pero además para hacer visible el problema, presionar a las farmacéuticas para que avancen en los tratamientos y para que el Estado aborde campañas claras y concretas. Estamos, sin dudas, ante una película política.
La primera gran apuesta de Campillo es la de mostrar ese campo de batalla militante sin preocuparse demasiado por el contexto: pone la cámara en el mismo lugar de debate donde la organización dirime las diferencias entre sus propios integrantes y en esas discusiones surgen las diferentes miradas y formas que puede adquirir la militancia. En esa primera hora larga, 120 pulsaciones por minuto es un film frenético, energético, vital, que se aleja notablemente de la forma en que el cine habló del SIDA. Hay aquí un espacio (una suerte de auditorio donde los miembros de la agrupación discuten) que exhibe sutilmente y con una cámara movediza sus escalas de poder, sus choques de fuerzas, la heterogeneidad del grupo. Gran hallazgo del director: no caer en una homogenización bienpensante sin por eso pensar lo heterogéneo como síntesis de debilidad. Y es valiente y honesto al momento de mostrar las diferencias, puesto que el propio Campillo formó parte de esa entidad y no se deja seducir por una suerte de enamoramiento de su propia historia.
A partir de estas decisiones de puesta en escena y enfoque, es que 120 pulsaciones por minuto se aleja del biopic tradicional para mirar de frente al activismo con todas sus contradicciones. Lo mejor de la película de Campillo es entonces ese retrato grupal, esa multiplicidad de miradas que toman distancia del relato convencional y las emociones fáciles. Por eso que la última parte de 120 pulsaciones por minuto pueda ser vista como una ligera traición, ya que el director elige pasar de lo grupal a lo individual para centrarse en la experiencia de vida de uno de sus protagonistas. Ahí la película parece ceder a cierta necesidad de impactar emocionalmente, aunque la idea de grupo regresa en una última magistral secuencia donde las diferencias entre los individuos se anulan ante la dolorosa manifestación de lo inexorable.
Claro está, hay que decirlo, en ese discutible segmento de la película aparece en todo su esplendor el argentino Nahuel Pérez Biscayart con una actuación descomunal. Digamos que si toda esa larga secuencia emociona genuinamente más allá de la manipulación ostensible del relato, es puramente por su presencia. El actor aporta la dosis justa de explosión e introspección que le agrega complejidad a la película.