LOS PEQUEÑOS GESTOS Los pequeños gestos, esos son los que importan en las películas de Peter Sohn; la manera en que el director resuelve conflictos con un mínimo movimiento o, incluso, dejando de lado las palabras o usándolas mientras debajo fluye lo que importa. El corto Parcialmente nublado era una síntesis perfecta de un estilo que luego se profundizaría en la subvalorada Un gran dinosaurio, donde el distanciamiento final entre los protagonistas se daba sólo con un cruce de miradas que era aceptación del destino y sinónimo de que habían crecido en el viaje. Otro detalle del cine de Sohn, le gustan las superficies narrativas simples, incluso los géneros y subgéneros transitados miles de veces. Por eso que mientras miramos sus películas sentimos que no estamos viendo nada nuevo. Y otra vez, lo importante pasa por otro lado, fluye debajo y se revela hacia el final. Elementos, su nueva película bajo el paraguas de Pixar, es otro ejemplo de esto, una historia de amor básica, una historia de amor entre opuestos (como tantas), una de chica conoce chico en la que se aman, se pelean, se vuelven a amar. Y otra vez, lo que importa está en otro lado. En primera instancia uno veía con cierta desconfianza Elementos porque sus personajes se parecían estéticamente a los de Intensa-Mente y Soul, dos de las películas de Pixar menos interesantes. La diferencia es que aquí no hay analogías sobre el funcionamiento de la vida de los humanos y sobre-explicaciones, sino un mundo fantástico dominado por unas reglas propias que la película no se detiene demasiado en explicar. O si lo hace, lo hace velozmente en la secuencia de arranque en la que papá y mamá de fuego llegan a ciudad Elementos, muñidos de un poco de equipaje, como inmigrantes dispuestos a cumplir sus sueños. La película plantea entonces un mundo de personajes regidos por los principales elementos: el agua, el fuego, la tierra y el aire (sí, medio una pavada, pero recuerden, esto no es Intensa-Mente, por lo cual eso carece de importancia a los dos segundos). Y una gran metrópolis multicultural donde todos conviven a como pueden. Lo que necesitamos saber está ahí, en el arribo de esos personajes y en la interacción con todo lo que los rodea. De la misma manera se cuenta la relación de Ember, la protagonista de fuego, con su padre: un montaje rápido, que sigue el crecimiento de la chica entre situaciones triviales mientras comparten la atención de un pequeño negocio. Y eso es todo, la historia romántica posterior, aquel chica conoce chico, es la forma que encuentra la película para romper aquello, la relación padre-hija, reglada por convenciones, legados y deberes. Hay también en la historia de amor de Elementos algo de mirada de clase: Ember, la chica de fuego, representa a los trabajadores, a los que tomar una decisión les lleva más tiempo porque -claro- apremian otras obligaciones y responsabilidades. Wade, el chico de agua, el interés romántico de Ember, proviene de una familia progresista de buena posición, lo que le permite ser más una gota en el río, alguien que va donde el destino un poco lo llama. En ese juego de opuestos que se van atrayendo progresivamente la película cae por momentos en algunos subrayados discursivos, especialmente en el personaje de Ember, que en ocasiones abunda en la exposición de sus conflictos internos. Ese aspecto es el que vulgariza un poco la experiencia de Elementos, que contrariamente gana en el apartado visual con un diseño bellísimo y un uso de los colores que logra una enorme expresividad. Lo mismo ocurría en Un gran dinosaurio, donde el entorno que habitaban los protagonistas era clave para su experiencia. Y donde el mismo estaba representado con sumo realismo, impactando con el aspecto caricaturesco de los personajes. Si en aquella un poco representaba el sentido de crecimiento de Arlo, aquí tiene que ver más con las emociones de Ember. Es posible que para algunos espectadores esperar los pequeños gestos formales de Sohn puede resultar un poco frustrante, cuando la historia no ofrece nada demasiado novedoso. Pero no hacer mención a esos detalles sería un error, porque son los que precisamente hacen que la experiencia de la película valga la pena y la que les otorgan otros niveles a los pasajes más simplificados. Y ahí nos aparece nítidamente la última escena de Elementos, un gesto de la hija al padre que resignifica toda la experiencia y el plano de un pie que abandona un lugar para vivir una nueva experiencia en otro lugar. Sohn es de esos directores que reconocen los múltiples sentidos de una imagen, su poder sintético por encima de miles de palabras. Cuando Elementos apuesta a eso se convierte en una emotiva y pequeña gran película.
LA AVENTURA DE BLONDI Y MIRKO Blondi es una película sencilla, de económicos 90 minutos. Parece una tontería destacar esto, pero estamos hablando de una ópera prima -y la ópera prima de una figura del cine nacional, para más detalles-, con lo cual el gesto se agradece. Lejos del exceso y la apuesta a querer decir todo de un tirón, Dolores Fonzi debuta en la dirección con una comedia dramática de una ejecución precisa, alimentada por una dupla protagónica que arrolla al espectador a pura química: La propia Fonzi y Toto Rovito, madre e hijo en la ficción, construyen un vínculo que trasciende la pantalla y queda en la memria. Son una madre y un hijo sin demasiada distancia en el tiempo (ella lo tuvo a los 15 años) y con una relación que exhibe rasgos de una actualidad lejana a cierta definición clásica de aquellos roles: Duermen juntos, fuman porro juntos, van a recitales juntos. Blondi (que es el apodo de ella y el título de la película) es por lo tanto el registro de un vínculo, de un momento en la historia de ese vínculo, al que una decisión de unos de los personajes pondrá en crisis. Mientras miraba Blondi me acordaba de otra ópera prima reciente del cine nacional, la comedia dramática El futuro que viene de Constanza Novick, no casualmente también protagonizada por Dolores Fonzi. De hecho, Novick y Fonzi comparten la realización del guión (junto a Laura Paredes, coguionista de Blondi) del film mexicano Soy tu fan: La película. Y hay entre El futuro que viene y Blondi una relación de miradas, como un multiverso en el que conviven personajes humanísimos y sensibles, atravesados por diversas crisis y pérdidas, donde la música y la conexión con aquello que nos constituyó en una etapa de la vida (la infancia y la adolescencia es una instancia clave en estos personajes) sirve como salvavidas en medio del naufragio emocional. Ambas son películas sin gritos, sin crispaciones, jugando en los límites del melodrama pero sin caer en excesos. Aquella era la relación de dos amigas, esta de una madre y un hijo. El mismo tono, la misma amabilidad, la misma inteligencia para lograr que nada de lo que ocurre se vea forzado. Fonzi le suma, además, una capacidad llamativa para lograr instancias de humor absurdo en un contexto donde prima cierto naturalismo. Por ejemplo toda la secuencia del hotel en la ruta, que juega con el terror, o toda la situación que lleva a su hermana (una Carla Peterson recuperada para la comedia) a fugarse y pasar unos días en una suerte de comunidad que huele a secta. Son pasajes que podrían romper con la lógica de la película, pero que se sostienen porque el guión tiene la habilidad para releer esos pasajes como intromisiones de lo fantástico en la vida cotidiana y porque piensa la vida cotidiana como una aventura. Sobre todo para Blondi, madre adolescente, que ha hecho un camino propio. Y para Mirko, un pibe con una sensibilidad y un vuelo propio, que va construyendo su vida a pura intuición. Blondi corta ahí, en el preciso momento en que ambos se tienen que distanciar. Esa era la porción de vida que quería contar, la aventura de Blondi y Mirko en el instante en que el hijo emprende su propio camino. Lejos de los sentimentalismos, Fonzi concluye con película cantando María, de Blondie, a los gritos en el auto. Nada podría importar más si lo que importa es capturar momentos.
CUATRO DIVAS PASEANDO POR ITALIA Las ideas sobre las que avanzaba Bill Holderman en Cuando ellas quieren (título picaresco ridículo que reemplazaba al más concreto Book Club) eran viejas allá por 2018, así que imaginen lo que ocurre cinco años después cuando el director vuelve a juntar al elenco principal de aquella comedia y lo reúne con una de esas excusas de guion perezoso. Las cuatro amigas que tenían un club de lectura (ahora parece que también, pero muy poco queda de él más que alguna referencia literaria vaga) deciden emprender un viaje por Italia, que les había quedado pendiente de su juventud. Digamos que es la premisa de muchas películas, incluso algunas buenas, pero aquí la premisa es más o menos todo lo que hay: Diane Keaton, Jane Fonda, Candice Bergen y Mary Steenburgen paseando por Roma, Venecia y la Toscana, entre estereotipos varios, una mostración turística y chistes antiguos y sin el menor timing. Si Holderman al menos tuviera un poco de talento podría descubrir que su guion, que es la nada misma, podría dar pie a una gran película sobre la nada. Un vacío, relleno con una pátina de sofisticación que le dé un brillo demodé a algo que es claramente decadente. Un poco lo que hacía Steven Soderbergh en las secuelas de La gran estafa, donde se divertía viajando con su elenco mientras nosotros, los espectadores, nos preguntábamos a dónde iban esos mamotretos repletos de estrellas de jolibud vestidas para una fiesta. En sí las películas eran aburridísimas, pero al menos se observaba un plan y un diseño. Cuando ellas quieren más, por el contrario, pretende contar algo (algo relacionado con una boda) y reflexionar sobre el amor, la amistad, el compromiso y, claro, el paso del tiempo, porque tanto los protagonistas como los espectadores potenciales tienen de 70 para arriba y comienzan a hacerse preguntas. Ahora, que la película pretenda todo esto no es lo mismo a decir que lo logra. Estos asuntos se suponen, apenas se esbozan, mientras la película avanza sin un norte, una estructura, una dirección que nos genere interés. Si en la primera parte la interna familiar de cada personaje al menos daba un contexto para el recorrido de cada una, esta secuela ni siquiera se preocupa en ponerle una red a la caída absoluta en el ridículo. Ya el comienzo nos hace prever lo peor, con su resumen de lo que pasó con estas amigas durante la pandemia (basta de ideas sobre la pandemia), en una sucesión de chistes sobre la distancia social sin el mínimo timing cómico. Y, para peor, cercanas a la vergüenza ajena entre situaciones narradas con una parsimonia tal, que por momentos parecía que las actrices se daban el pie para que cada una remate con el chiste pautado. Uno puede sentir simpatía por Keaton, Fonda, Bergen y Steenburgen (y también andan por ahí Andy García, Don Johnson, Craig T. Nelson, Giancarlo Giannini), pero Cuando ellas quieren más las expone en el peor sentido posible. Una antigualla pobrísima que pretende que miremos todo con indulgencia. Y es imposible cuando sabemos que todas tienen un talento muy superior a lo que exige esta experiencia de 107 extenuantes minutos.
EL CORAZÓN DE MARVEL “Hey (hey) what’s the matter with you, feel right? Don’t you feel right, baby? Hey (hey) all right, get it from the main vine, all right Come and get your love Come and get your love Come and get your love Come and get your love” (Come and get your love; Redbone) NdR: Este texto contiene algunos spoilers. Entre algoritmos y decisiones corporativas, el mainstream hollywoodense se ha convertido en una máquina sin alma, a la que la corrección política opera como límite a respetar (al cine de autor de los festivales le pasa lo mismo, pero para qué meterse en ese lío ahora mismo). Claro que siempre se trató de un cine de productores, pero no es lo mismo el cine de entretenimiento de los 80’s, con Spielberg poniendo la plata, que el cine actual administrado por una sarta de empresarios invisibles. En ese contexto, un director como James Gunn es una rareza. El tipo conoce los resortes del cine de alto presupuesto, pero también los rincones de la cultura pop con la que construye cada espacio de su película, especialmente aquellos a los que recurre para generar una imagen que reverbere en la memoria del espectador (su mezcla entre imágenes y música es perfecta). Además, y a diferencia del resto (tal vez Taika Waititi esté a su altura), Gunn tiene sentido del humor, incluso bastante retorcido para los cánones de Disney, por lo que nunca comete el crimen de tomarse demasiado en serio a sí mismo. Digamos, el trabajo de un comediógrafo. Por lo tanto, no es de extrañar que su trilogía de Guardianes de la galaxia sea el cuerpo de obra más sólido de toda la producción de Marvel Studios: Gunn sabe qué quiere contar y cómo debe hacerlo, incluso cómo sortear las obligaciones corporativas (¡puteadas en una película de Marvel!). Sus películas son personales, sofisticadas, y a la vez tribuneras, populares, cachivacheras. Y todo esto junto estalla por los aires en la última y fascinante, más allá de su valor real, Guardianes de la galaxia Vol. 3. El último plano de la película, el último-último antes de las escenas entre y post créditos, es un primer plano de Rocket Racoon gritando y bailando. Si la película se asume como el cierre de una historia, la adultez y el adiós de un grupo que empezó a construirse dos películas atrás, uno imaginaría que debería cerrar con un plano de Peter Quill, el líder de la pandilla. Pero no, Gunn sabe y comprende que el Volumen 3 debe terminar ahí, con una imagen que no sólo es pura alegría y felicidad, sino que es la alegría y la felicidad de un personaje que atravesó a lo largo de dos horas y media el viaje de su vida. Y que es un respiro necesario para el espectador, luego de una experiencia lo suficientemente angustiante y melancólica (tanto, que la primera escena, una de las mejores aperturas de la historia de Marvel, está acompañada por Creep de Radiohead). La coherencia de la película es tanta, que la utilización de un recurso como el flashback es fundamental para la aventura, que va y viene en el tiempo para contar el pasado de Rocket y su construcción final como líder del grupo. Por una vez los planes magnánimos del villano (la gran falencia de la mayoría de los films de Marvel) se corresponden tanto con la línea principal del relato como con la experiencia individual de los personajes: El Gran Evolucionador, el villano de esta entrega, tiene una historia con Rocket que será la que movilizará la trama. Y la película se construirá sobre ese exclusivo conflicto. El Volumen 3, por lo tanto, surge desde lo individual -Rocket al borde la muerte y el resto de los Guardianes luchando para salvarlo-, a lo general, con un villano que busca mejorar a la sociedad y que, cuando no lo logra, no tiene problemas en borrar todo de un plumazo. Es cierto que el guion fuerza un montón de situaciones y que en determinado momento el montaje paralelo entre diversos espacios se vuelve algo confuso, pero Gunn se tira en esta tercera entrega tan de cabeza al melodrama que incluso lo desparejo y desordenado es coherente con la exacerbación de las emociones que propone. Esa imperfección es el corazón de la película, que en el contexto de un cine adocenado y anestesiado, burocrático y mecánico, resulta vital y movilizador. Es, claro que sí, un film necesario que nos saca de la modorra en su extrema apuesta audiovisual. Si en el Volumen 2 el director caía en la trampa de la búsqueda constante del chiste a riesgo de no animarse a lo dramático y quedar excesivamente canchero (algo que le pasaba en El Escuadrón Suicida), aquí aprendió la lección y acepta que en determinadas situaciones no hay motivos para reírse. Y no hay nada de malo en entregarse a esa sensibilidad con la que la franquicia siempre amagaba. Gran película sobre la amistad, al límite de que los personajes ponen su propia vida en riesgo para salvar al amigo caído en desgracia (y no hay otra motivación), Guardianes de la galaxia Vol. 3 se luce en un terreno en el que ninguna película de Marvel lo había hecho anteriormente, que es en el de las emociones. Volumen 3 es un corazón que bombea sangre multicolor, chillona, rabiosamente rabiosa como el ataque de Rocket contra El Gran Evolucionador. Y Gunn es el corazón que le hace falta a las películas de Marvel, que hace rato dejaron de emocionar y fascinar. Aquí hay tantos momentos gloriosos como otros de esos medio vergonzosos, que sólo el director puede convertir en interesantes. Una película que apuesta, que acierta las más de las veces, con sorpresas, con invenciones felices y con un elenco que entendió como pocos el sentido de grupo. Por eso el final, en su despedida en medio tono, en su pudorosa sensiblería, emociona sin trampas. Porque la despedida -lo sabemos con la salida de Gunn- va más allá, es la derrota de un tipo de entretenimiento que le da lugar a los burócratas de siempre.
EL MUSEO DEL CRIMEN En la columna semanal que pueden leer en esta misma web decía que el policial, en esa vertiente del film noir, era un género en vías de extinción. Un ejemplo es que esta película, que en el original se llama concreta y asertivamente Marlowe, fue estrenada por estos lares como Sombras de un crimen. Es decir, no hay confianza en que ese nombre propio (pedazo de nombre propio para la literatura y para el cine) signifique algo. Más bien el tráiler se preocupaba en destacar que esta era una película con Liam Neeson y que iba a haber piñas, cuando en verdad la única paliza que pega Marlowe es la que aparece en el avance. Lo demás sigue, sin correrse unos centímetros, el manual del correcto film noir, una aplicación que suele ser más estética que de fondo. Puro envoltorio. No deja de ser curioso el fracaso artístico de Sombras de un crimen si sumamos el valor de sus individualidades: El director es el experimentado Neil Jordan, el guionista es el oscarizado William Monahan y el elenco suma a Neeson, Diane Kruger, Jessica Lange, Alan Cumming, Danny Huston, Colm Meaney, entre otros. Y todos cumplen: Jordan narra con los tiempos y los encuadres típicos; Monahan construye (sobre la novela de John Banville que toma prestado el personaje de Raymond Chandler) un relato que avanza sobre todos los tópicos del género, tanto los formales (la iconografía) como los que son de fondo (los temas y la relación de los personajes con el poder), y el elenco representa los arquetipos con precisión. Sin embargo, ninguno impide que la película se vea como apenas una fiesta de disfraces carente de vida y emoción. Seguramente la respuesta más obvia sea la más justa: Sombras de un crimen no funciona porque su historia es poco interesante y porque la puesta en imágenes no es atractiva. De hecho, visualmente el film es demasiado chato. Pero el problema tal vez sea de representación, de un género que es abordado como museo, como un ejercicio de estilo frío y distante que cree que en la mera forma se resuelve todo. Curiosamente hacia el final de la película toma protagonismo el personaje de Adewale Akinnuoye-Agbaje, quien interpreta al chofer de uno de los villanos. Hay en la relación que entabla con Marlowe una vibración que no existe en el resto de la película, y ahí sí funciona la mirada cínica que la película ensaya como remedo del espíritu del noir. Es sólo un pincelazo, una breve mueca de una película demasiado atenta a los detalles y poco interesada en hacer de lo que cuenta un mundo para habitar.
NADIE VIO EL PADRINO… NI UNA COMEDIA La protagonista de La heredera de la mafia, interpretada por Toni Collette, le confiesa a su parentela italiana que nunca vio El padrino. Es un buen chiste, porque funciona en el contexto de un personaje absolutamente inexperto que debe hacerse cargo de continuar los negocios de su abuelo capo-mafia recientemente asesinado. Y es buen chiste que se repite varias veces en la película, como aquel otro en el que los personajes escupen cuando escuchan el apellido de la familia enemiga. Son, digamos, dos de los pocos recursos que utiliza con cierta pertinencia humorística esta comedia de Catherine Hardwicke. Pero, además, el de El padrino es un chiste que funciona por fuera de la película: Claramente ninguno de los involucrados en este despropósito vio El padrino; o si la vio, no la entendió. El subgénero de mafiosos hace años que ha servido como material de base para múltiples sátiras o parodias, por lo que todo chiste que intente una referencia al Corleone de Marlon Brando lucirá un poco avejentado o fuera de época. O tal vez la película intuya que su público potencial se encuentra entre las personas mayores de 70 años. De todos modos avanza, con un proverbial esfuerzo por construir escenas cómicas que la mayoría de las veces no dan en el blanco, y hasta una curiosa recurrencia al gore en un par de crímenes que tal vez invoquen el espíritu de Darío Argento entre tanta italianidad subrayada. Pero La heredera de la mafia es en el fondo una historia de autosuperación y de ascenso femenino. Cuando la película arranca, la protagonista sufre por la ida de su hijo a la universidad y por un marido bastante inútil que encima le mete los cuernos. A partir de ahí, tomará la invitación de viajar a Italia como una forma de escapar de diversos asuntos e intentar reconstruirse. Y como más o menos le dice esa suerte de consigliere interpretada por Monica Bellucci, “que nunca un hombre vuelva a condicionar una decisión que tomes”. Así que la mujer verá con buenos ojos seguir como capo-mafia alejándose del marido tarado (porque este cine feminista de eslóganes es así de sutil) y de un posible amante algo mentiroso, aunque ni ella ni los guionistas se percaten de que el sueño de ser mafiosa está alimentado en el deseo del abuelo muerto. Entonces La heredera de la mafia se despide mostrando con alegría el ascenso de la protagonista en el mundo criminal, porque claramente nadie vio El padrino ni entendió el sufrimiento de Michael al no poder soltar nunca el mundo criminal. Bueno, tampoco nadie parece haber visto una comedia en su vida, porque el nivel del humor bordea por momentos la vergüenza ajena. Un papelón al que ni siquiera la presencia de Toni Collette puede salvar.
UN VIAJE CON DEMASIADOS PROBLEMAS Hay una gran parte del cine nacional que todavía sigue presa estética y narrativamente de los años 80’s, como si su público potencial añorara todavía aquellas películas de la post-dictadura, un poco declamadas, un poco toscas. Empieza el baile, la película de Marina Seresesky protagonizada por Darío Grandinetti, Mercedes Morán y Jorge Marrale, es un ejemplo de esto: La idea del que estuvo en el extranjero y vuelve al país, lo tanguero con un dejo de llanto constante, el costumbrismo y el peso puesto fundamentalmente en las actuaciones. Con todo esto se podría apostar a un relato autoconsciente con un sentido irónico, pero lamentablemente esta road movie con tono de comedia dramática nunca se corre de su aplicado muestrario de clichés dispuestos sin ningún sentido de novedad. Una leyenda de la danza tanguera que vive en España hace años vuelve al país para asistir el velorio de su antigua compañera de baile… y de la vida. Pero todo no es más que una mentira urdida entre la mujer y su antiguo bandoneonista, con el objetivo de hacerlo volver para anoticiarlo sobre un viejo secreto. Primera de una serie de revelaciones que la película irá filtrando progresivamente como giros del viaje, de Capital Federal a Mendoza, que los tres protagonistas emprenden a bordo de una destartalada furgoneta Volkswagen. En ese sentido, y más allá de lo forzado que pueda sonar en un comienzo, Empieza el baile se aplica razonablemente a los códigos de la road movie y el viaje tendrá las paradas y complicaciones lógicas, aunque las complicaciones que más molesten sean las narrativas. De todos modos, y más allá de lo plana que es, no deja de haber algo interesante en la mezcla que propone por momentos la directora. Porque si por un lado Empieza el baile parece una película vieja destinada a un público convencional, las paradas obligadas de la película rutera la llevan de vez en cuando por los caminos de un humor negro algo incómodo y por situaciones humorísticas más propias de una de Todd Phillips, como lo que sucede en la fiesta de un comisario a la que los protagonistas concurren por casualidad. El problema es que la película carece del timing suficiente como para que esos exabruptos de comedia más directa funcionen y no resulten interferencias incómodas o fuera de registro. De paso, tampoco los protagonistas parecen cómodos en esas escenas, más propios ellos al costumbrismo o, tal vez, el grotesco. Empieza el baile es una película que obviamente luce profesional, pero que está lejos incluso de sus propias posibilidades. Apenas hacia el final nos encontramos con una escena bien resuelta, que elude los sentimentalismos para disolver su conflicto principal a puro baile. Sí, es un lugar común, pero de los que resultan inevitables y hasta lógicos.
RELACIONES MUY POCO PELIGROSAS En 1999 el director Roger Kumble estrenaba Juegos sexuales, adaptación filtrada por la estética del MTV noventoso de la novela Les liaisons dangereuses de Pierre Choderlos de Laclos, con la presencia de las figuritas candentes y juveniles: Sarah Michelle Gellar, Ryan Phillippe y Reese Witherspoon. Tres años después aprovechaba el post Loco por Mary con la escatológica La cosa más dulce, protagonizada por Cameron Diaz, Christina Applegate y Selma Blair. Ambas películas, bastante exitosas, eran también el ejemplo de un cine del ahora, con estéticas muy actualizadas y las figuras del momento. Pasaron veinte años y la carrera de Kumble perdió esa centralidad, aunque a punto de cumplir los 57 parece querer mantenerse en ese lugar de cineasta que dialoga con la generación de jóvenes espectadores. Maravilloso desastre, desde su elenco y sus tonos, quiere ser otra muestra de esa búsqueda incesante de juventud. Y es una mezcla de la utilización de jóvenes candentes de la primera con el humor sexual e incorrecto de la segunda. Pero nada de eso funciona, y ni siquiera vuelve a reproducirse con la gracia -si la tenía- de aquellas. Abby (Virginia Gardner) es una joven que quiere dejar atrás el vínculo con su padre, quien le enseñó desde muy chica a jugar al póker y la convirtió en una suerte de prodigio de ese juego. Ella quiere estudiar en la universidad, ser alguien. Travis (Dylan Sprouse) es un joven aventurero que hace dinero peleando a puño sangrante en clubes nocturnos. No se saben muy bien qué quiere, o si quiere algo, pero lo que sí es seguro es que se enamoró de Abby y hará todo lo posible para conseguir su amor. Amor consensuado, obvio, como es norma en este cine actual donde la provocación encuentra los límites de los discursos de época. Porque Maravilloso desastre, a partir de las constantes parrafadas de ella sobre Travis y todos los hombres del universo, pretende tener esa aire superado, y muy generacional, de personajes que se las saben todas y suponen estar construyendo nuevos tipos de vínculos, más sexuales y menos pensados desde la pertenencia de la vida en pareja. Que si son con el nivel de histeria que manifiestan Abby y Travis, mejor volvamos a las fuentes. Maravilloso desastre es canchera y quiere convertir a sus dos protagonistas en una suerte de fuerza de la naturaleza, que destrozan un baño de hotel mientras garchan. Pero todo huele a impostura, a provocación marketinera, bien fotografiada y vestida (o desvestida) para la ocasión. Hasta los chistes sexuales lucen poco convencidos y todo se sostiene dentro del terreno de lo soportable gracias al carisma de Gardner y Sprouse. Maravilloso desastre va saltando de tonos y registros un poco fallidamente, pero lo peor llega sobre el final cuando saca de la galera una situación dramática excesivamente remarcada, porque si hay algo en lo que se especializa esta generación es en agotar las posibilidades de la comedia y el romance en pos del dramatismo agobiante. De ahí el éxito de dramas sobre enfermedades como Bajo la misma estrella o A dos metros de ti. Porque nada debe ser lo suficientemente ligero y solo aquello que nos hace padecer tiene su valor. Al final hay una versión bajas calorías de la secuencia de créditos de ¿Qué pasó ayer?, con fotos de una fiestonga en Las Vegas más cercana a un pelotero.
UNA CORRECTA ACTUALIZACIÓN Los tres mosqueteros, la obra de Alexandre Dumas, ha tenido incontables adaptaciones al cine, entre directas, libérrimas, inspiraciones, parodias y demás. Claro está, cuando el relato de aventuras era más popular en el cine, las adaptaciones eran más constantes. Pero desde hace un tiempo el cine perdió esa cualidad un poco desmelenada de la buena aventura y D’Artagnan, Athos, Aramis y Porthos dejaron de ser presencia constante en la gran pantalla. Tal vez por eso, esta nueva adaptación dirigida por Martin Bourboulon genera un interés previo, o también porque genera curiosidad el regreso del material a la producción francesa. De todos modos las presencias de Eva Green, Vincent Cassel, Romain Duris, Louis Garrel y más le otorgan un sello de calidad institucional galo. Uno de los males que atraviesa a este tipo de relatos son las consabidas actualizaciones, que pueden ser de forma pero, especialmente, de fondo. Los tres mosqueteros: D’Artagnan no es la excepción, aunque en este caso se podría decir que hay un acierto en el tono. Obviamente todo se ve y luce con ese acercamiento a cierta condición de verismo que el cine actual le exige a la fantasía, una necesidad que atenta contra el movimiento que este tipo de historias deben tener. Por lo tanto, no estamos ante un film que se mueva con galanura y brío, sino con uno que pretende cierta dosis de autenticidad y eso la vuelve un poco tosca. Como si a la ficción hoy no le alcanzara con ser ficción, o como si directamente estuviera mal vista. Por eso que mayormente las traiciones palaciegas y los posicionamientos políticos le ganan en ocasiones a la acción. De todos modos, Bourboulon se revela como un director muy interesante a la hora de ejecutar las secuencias de acción, varias de ellas narradas en plano secuencia y con una apuesta por lo físico que vuelve todo bastante brutal, como la virtuosa secuencia de arranque. El choque de las espadas tiene su peso y su sonoridad, los golpes y los disparos se sienten. Es en esos pasajes donde destaca lo mejor de la película y donde se aprovecha la buena química lograda entre François Civil, Vincent Cassel, Romain Duris y Pio Marmai, como los históricos mosqueteros. Los tres mosqueteros: D’Artagnan es una película que aprovecha el peso de sus individualidades y las hace funcionar como equipo, un poco como los personajes de Dumas. Y, de yapa, una apuesta a dividir el relato en dos, algo que en primera instancia puede resultar anticlimático pero que nos devuelve a los tiempos de los seriales y no deja de ser simpático. Los tres mosqueteros: D’Artagnan continuará en diciembre con Los tres mosqueteros: Milady y habrá que ver el rendimiento de esta película en la taquilla para saber si tendremos la oportunidad por estos lares de resolver el “continuará” en la gran pantalla. Porque si hay algo que vence a los mosqueteros es sin dudas el actual diseño de la exhibición cinematográfica.
UN JUEGUITO Digamos una cosa, Aaron Horvath y Michael Jelenic son dos realizadores especialistas en animación, destacándose con esa maravilla alocada de los Teen Titans Go! Por lo tanto, si pensamos a Super Mario Bros: La película desde el punto de vista de su relación con la comedia, el saldo es más que negativo. No es que la nueva adaptación de los clásicos personajes del videojuego carezca de inventiva, pero bien es cierto que su humor no pasa de lo reglamentario, de lo que hoy sabemos que mínimamente podemos exigirle a una película animada mainstream. Si Horvath y Jelenic supieron sacarle todo el jugo al juego autoconsciente con los personajes de DC, aquí se los nota demasiado preocupados en amoldarse a las exigencias de Nintendo, más interesada en crear una franquicia que en permitirse ciertos exabruptos con sus criaturas. Si en el pasado la relación entre los videojuegos y el cine era bastante conflictiva, con el tiempo han aparecido más libertades expresivas para eludir la mera reproducción de la experiencia gamer. Ya no hay tanta preocupación en el intento de emulación (porque los fracasos han sido estrepitosos), sino uno libertad para entender que el cine, al igual que lo hace con la literatura -cuando lo hace bien-, debe tomar lo básico para construir otro tipo de experiencia. La película de Horvath y Jelenic, por lo tanto, avanza en dos direcciones: una, la de la construcción de una aventura autónoma, con Mario tratando de encontrar a su hermano Luigi, mientras queda en medio de una disputa entre mundos. Hay una tibia construcción de una mitología neoyorquina pero carece del peso suficiente como para hacer sistema y otorgar a los personajes un contexto. La otra dirección es la de ver de qué manera aplica la lógica de los videojuegos a esa narrativa. Se podrá decir que el experimento es un poco fallido, pero no del todo insatisfactorio: si los personajes son mayormente insulsos (uno de los problemas de la película), la iconografía del Super Mario Bros. se aplica de manera coherente con un relato que hace de las dispersión narrativa su norte. Super Mario Bros: La película es fragmentaria, de secuencias que se apilan unas encima de otras y que logran algún efecto cómico en la libertad de experimentar por pasajes sin demasiada conexión argumental. Esto último es lo que sucede con el villano Bowser, tal vez la gran invención humorística de la película, algo que se debe en parte al notable trabajo vocal de Jack Black. Es su personalidad la que le da identidad al personaje, un ser malvado no exento de una alta dosis de ingenuidad, lo que lo vuelve por momentos un niño caprichoso. En Bowser sí se notan las ganas de jugar de Horvath y Jelenic, y la libertad de romper con lo pautado desde el videojuego. Es eso lo que se extraña en el resto del film, aunque también es cierto que cae un poco preso de las expectativas generadas ante el talento reunido; no solo en la dirección sino también en el elenco de voces. En todo caso es un borrador de una película mucho más divertida, que ante el éxito comercial de esta primera entrega, Horvath y Jelenic pueden tomarse el trabajo de comenzar a construir.