Rosas invisibles y molestos.
La contundencia del film del francés Robin Campillo, que se remonta a las acciones directas de la agrupación gala de voluntarios y seropositivos, Act Up, tiene por un lado el sello del alegato contra la indiferencia del estado de Miterrand allá por los tempranos noventa cuando se decía a boca suelta que el SIDA era la “peste rosa”, y por otro la obsesión por el detalle y el buen gusto a la hora de planificar escenas tanto para exteriores como en la intimidad.
Es que si pensamos simplemente en abordar un tópico tan serio y viable para caer en el golpe bajo o golpe de efecto dramático, esta propuesta supera con creces a muchas otras; expone con mayor profundidad y precisión el proceso de la enfermedad en el deterioro de los cuerpos de algunos activistas pero también las distintas aristas que atraviesan una enfermedad terminal, larga agonía que se filtra en los momentos de mayor dramatismo en el último tercio del largometraje.
Estructurado, como se decía anteriormente, en etapas, la narrativa de 120 Pulsaciones por minuto está atravesada por el vértigo del activismo de este grupo radical, rama francesa de la original agrupación nacida en Nueva York en 1987. Ambas, tras la persecución de los mismos objetivos tendientes a una visibilización de la epidemia de la que poco se sabía por entonces, leyes protectoras de los enfermos y sobre todas las cosas centrados en la denuncia constante del hermetismo de los laboratorios que elaboraban drogas experimentales sin difundir información vital para los vih positivos.
La virulencia de la indiferencia encontraba su contraparte en las intervenciones públicas y privadas de Act Up, se generaban enormes tensiones con la policía pero nunca la respuesta de los jóvenes militantes llegaba a los niveles de violencia material extrema más que aquella producto de la provocación como por ejemplo arrojar bolsas con sangre cuando en realidad no era precisamente sangre sino colorante o la resistencia a cualquier autoridad que impugnara su derecho a la protesta y al reclamo.
De ese racimo de rabiosos y molestos, impetuosos y activistas, la figura de Sean Dalmaso eclipsaba a muchos compañeros. Sus acalorados debates para intercambiar estrategias con otros líderes lo llevaban al dilema de continuar por la vía del reclamo o pasar sus últimas horas haciendo otra cosa. Es así como la carrera contra el tiempo, el escape a la muerte en condiciones adversas, generan para el ritmo de la película el tempo dramático ideal, donde al movimiento incesante se le incrusta sin anestesia el verdadero y lento tiempo de la vida que se va.
En la intimidad, lejos del bullicio de las discusiones estériles cuando ya no hay nada por hacer más que esperar, es donde el opus de Robin Campillo -presentado en el último Festival de mar del Plata tras su paso por Cannes- deja el espacio para la soberbia interpretación del actor argentino Nahuel Pérez Viscayart. Su personaje transmite con la misma intensidad la energía que lo lleva a la lucha pero también la entropía que consume cada célula de ese cuerpo invadido y deteriorado segundo a segundo.
Un film crudo, veraz y hasta poético en su modo de abordaje de un infierno que verdaderamente existe, a pesar de los avances en materia medicinal, aunque también existen aún los lobbys que sacrifican personas por la vil ambición de vender más cara la cura para la enfermedad que causaron.