El triunfo de la voluntad
Es evidente que al director Danny Boyle le apasionan las situaciones humanas extremas y la capacidad del hombre para superarse y vencer adversidades gracias a la voluntad. Sin duda en perspectiva los mejores momentos de Trainspotting eran aquellos de la lucha del protagonista en la etapa de abstinencia; los de Slumdog millonaire aquellos en que se retrataban con crudeza las peripecias de los niños en la India, del otro lado de Bollywood.
En todas ellas quedaba marcada la diferencia entre el hombre y la hostilidad del mundo que habita, el cual a veces saca a relucir el mejor instinto de supervivencia cuando la fe -en fenómenos externos- se pierde. Por eso 127 horas quizás sea la mejor película del realizador Danny Boyle hasta la fecha, y no sólo por su impecable factura cinematográfica sino por su coherencia y honestidad.
De antemano no resultaba nada fácil trasladar a la pantalla la anécdota del escalador Aaron Ralston (magistral interpretación de James Franco), un joven temerario, poco amigo de las reglas y con un espíritu de libertad que choca contra los postulados de la esclavizante sociedad de consumo, que decidió desafiar al imponente Cañón del Colorado (Utah) metiéndose entre sus intersticios montañosos hasta quedar atrapado entre las paredes internas de uno de ellos tras el desprendimiento de una roca sobre uno de sus brazos.
Sin ninguna chance de sacar el miembro atascado contra una de las paredes, Ralston pasó cinco días allí sin prácticamente alternativas para salir con vida, salvo la decisión de amputárselo para escapar. Una cantimplora con escaso suministro de agua potable; una cámara digital; un cortaplumas y algunas provisiones para un día eran los únicos elementos con que contaba Aaron antes de que la gangrena avanzara, así como las inclemencias del tiempo en amenaza constante.
En eso se resume toda la historia ya conocida y que forma parte de una novela autobiográfica del propio Aaron Ralston, quien pese al episodio del año 2003 hoy sigue asumiendo aventuras extremas a fuerza de omnipotencia, locura, espíritu y vitalidad sin las cuales no hubiese podido superar el trauma.
Ahora bien, las cualidades que resaltan en la figura del intrépido montañista son equivalentes a las de Danny Boyle a la hora de encarar el proyecto y hacerlo suyo desde el primer minuto hasta el último. Esto lo logra con una energía que trasciende la épica y en una mezcla de tono confesional (brillante recurso de la cámara digital) e intimista, acompañado de un monólogo interno que se va ordenando en reflexiones, miedos, contradicciones, revelaciones por fragmentos, en el que se puede experimentar -gracias al encomiable trabajo de Franco- la curva de degradación y deterioro tanto físico como psicológico del personaje, con su contracara de la perseverancia y la necesidad de no entregarse a la muerte.
El realizador decide ir de lo general a lo particular comenzando con el vértigo y la adrenalina propia de una ciudad en acción y grandes masas trasladándose hacia ninguna parte. Un aspecto de la crítica social y a la sociedad de consumo se ve plasmada en este juego de opuestos que, transportado a la situación límite, no hace otra cosa que mostrar su cara de banalidad, reforzada por la parodia de un símil reality show donde el protagonista expone su dolor y miserias personales ante cámara mientras las últimas horas se le escapan.
Dentro de ese conglomerado humano y amorfo destaca un hombre en plan de fuga o excursión o de viaje interior (si el término se acepta) que representa sintéticamente al norteamericano promedio. A partir de allí, la cámara se encargará del resto midiendo constantemente la distancia entre el protagonista y el contexto; entre la soledad de un espacio geográfico majestuoso y la del encierro, que la excelente fotografía de Anthony Dod Mantle y Enrique Chediak enriquece sobremanera, además de la banda sonora del hindú A. R. Rahman que complementa el cuadro a la perfección.
Esa atmósfera solitaria que no hace más que resaltar la insignificancia del hombre frente a la naturaleza (uno de los pilares fundantes del romanticismo) va impregnando el tono del relato sumiéndolo en un terreno de abstracción pese al fuerte realismo de las imágenes y a la textura prácticamente documental de algunos segmentos; pero también da lugar a lo onírico o alucinatorio desde el punto de vista del protagonista.
La idea de la puesta en escena integrada a los flashbacks es sublime y un recurso inteligente del director para despojarse del lastre de los recuerdos y su forma convencional de representación, con el propósito de darle cierto respiro al espectador y sacarlo de la opresión y desesperación que avanza con el correr de los minutos. Para lograr semejante conjunción de aspectos tanto formales como conceptuales resulta indispensable un actor con las características adecuadas para no sobreactuar una situación límite (eso es lo que ocurría en el film Enterrado) y hacer de su performance un tour de force verosímil y conmovedor como el que entrega James Franco.
127 horas es una película difícil de sobrellevar si uno no está preparado para emociones fuertes que exacerban cualquier aspecto de debilidad humana, así como recuperan la confianza en el poder de la voluntad y del cine para encontrarle un lenguaje universal, poético y único para el que no hace falta absolutamente nada más que sensibilidad e inteligencia: palabras que al cine Hollywoodense prefabricado le quedan tan grandes como las montañas que Aaron escala.