All you need is pop
Yo no sabía que de verdad hubo un tipo que se pasó 127 horas atrapado por una roca en el desierto. Como norma, no leo críticas antes de ver películas, y como imposibilidad, no puedo prestarles atención a los trailers, así que cuando me senté en el cine ignoraba por completo de qué iba 127 horas. Entonces, inocente de toda inocencia dejé, sin ningún prejuicio, que me bombardeara esta rave cinematográfica de Danny Boyle. Porque es eso, una rave de celuloide donde todo es sintético, nada es natural, ni siquiera la naturaleza. Todo está intervenido para hacerlo artificial, plástico, un plástico lindo, pero plástico al fin. Las montañas son brillantes, casi fosforescentes, los amarillos son naranjas y los azules, turquesas. Las imágenes se multiplican y se suceden vertiginosas, una y muchas realidades paralelas se ensamblan lisérgicamente con la música. En un momento la cámara en mano sigue una carrera frenética en bici y en otra una multitud de personas cruza una avenida en el centro de la ciudad, todo rápido, saturado y apretado en una escena: video clip puro y duro.
Pero, convengamos, no hay demasiadas cosas que puedan mostrarse de un hombre que pasa las mentadas 127 horas en una grieta con su mano aplastada que no lo deja moverse. Se puede sí exhibir lo simpático que resulta James Franco, aún hablando consigo mismo, o sus pequeñas estrategias fallidas de liberación. O cosas aburridas, como el frío, el calor, la lluvia, o bastante asquerosas como que la mano se le pudra y se le ponga morada, tener que alimentarse de sus propios deshechos o que bichos de diferentes calañas vengan a visitarlo. Todo eso se muestra, pero ni con esa explosión visual made in MTV que antes conté, alcanza para entretener.
Y por eso Boyle hecha mano también a lo que le pasa al tipo dentro de su cabeza. Ahora se trastocan las reglas de una posible película de acción (en este caso debería denominarse de inacción, para ser más exactos) para meterse en una suerte de Alicia en el país de las maravillas, con todo lo aterrador y lúdico que el viaje supone. Vemos (un poco de manual de psicoanálisis, pero bue…) los arrepentimientos, alucinaciones y demás yerbas que habitan la mente afiebrada del protagonista. La banda de sonido interviene otra vez como puente entre el mundo de piedra y el del delirio, en un imperceptible traspaso narcótico que incluye un viaje al pasado familiar color polaroid de los ´80, la aparición de un Scooby Doo fantasmal en un rincón oscuro o los deseos de una Coca bien helada mediante la emergencia de una propaganda que el tipo tenía sedimentada en la base del subconsciente. En esos delirios es donde la historia es funcional a la estética y la cosa se pone más divertida.
127 horas pide a gritos fantasía, pero para eso es necesario creer que ese señor no existe, que no sobrevivió de verdad tantos días ahí en condiciones miserables, que no se tomó su propia orina ni se arrancó el brazo para salvarse. Entender que todo es una exageración, un delirio tan falso como las imágenes de Boyle. Por eso el final es tan decepcionante. Yo, que no sabía, repito, que todo esto era una historia real, me vengo a enterar que sí porque la película me lo dice explícitamente. Entonces todo lo que se podía defender como un viaje estético alucinado se convierte de golpe en una “enseñanza de vida” y la cosa se va al demonio. Porque la aparición de un Scooby del terror banaliza la heroicidad de un hombre que intenta sobrevivir aún con un brazo podrido y a la vez, la moraleja de superación personal neutraliza a fuerza de cursilería cualquier intento de imaginario pop. Yo no quería que Boyle me enseñe con imágenes lo que el verdadero Aron Ralston ahora predica en sus clases pagas de autoayuda para garcas empresarios. No quería aprender que un hombre necesita una temporada sólo y desesperado para darse cuenta de lo importante que es vivir con los demás. Yo necesitaba cine, necesitaba una película con coherencia ética y estética, pero no fue el caso. Por último, debo decir que, en materia de historias claustrofóbicas, Enterrado era mucho mejor. Por lo menos Rodrigo Cortés tuvo la decencia de filmar una pavada de principio a fin, y esa falta de pretensiones hipócritas, a veces, se agradece.