En Copia conforme Abbas Kiarostami le hacía defender a su protagonista la legitimidad estética de las copias en las obras de arte argumentando que estas segundas versiones no eran otra cosa que la exaltación por repetición de la belleza del original. En la película del director iraní, mezclando confusos propósitos de seducción con la defensa de un libro chapucero, William Schimell le decía a Juliette Binoche que una segunda versión puede ser hasta más valiosa que la primera siempre que dispongamos de suficiente inocencia y predisposición para admirarla. El tema del original y la copia está especialmente presente en Cornelia frente al espejo por el énfasis de sus realizadores en resaltar la literalidad de la adaptación respecto del cuento en que está basada. Ya desde los créditos podemos entrever esa voluntad cuando se consigna directamente a Silvina Ocampo (autora del cuento homónimo que originó el film) como responsable de los diálogos. La temprana declaración de principios otorga una primera tranquilidad al espectador, quien sabe que por lo menos el texto no va a ser mancillado con una mutación traicionera capaz de hacer revolcar a la escritora en su paqueta tumba dela Recoleta. Sinembargo, este apego a la vez puede implicar una limitación que termine asfixiando el resultado de la adaptación y su valor como hecho artístico autónomo. La mayor parte de la película transcurre en los interiores de una casa familiar, grande, bella y antigua, a la quela Corneliadel título llega con un frasquito de veneno para suicidarse y donde sucesivamente va entrevistándose con distintos personajes que, algunos más explícitamente que otros, se revelan como pedazos de su propia experiencia y personalidad. Entre muebles antiguos, que parecen pertenecer a gente que ya no está, el director Daniel Rosenfeld pone a conversar a los personajes que craneó Ocampo en una puesta más cercana al teatro que al cine. Entre escenas de acción, la cámara se ocupa de registrar esos objetos que contribuyen a crear ese clima de indecisión entre el mundo real y el de los fantasmas que propone el cuento pero que, muchas veces, atenta contra el ritmo de la narración. Por su parte, los actores corren dispar suerte en la tarea de dicción de las palabras que fueron pensadas para ser leídas y no dichas. A Eugenia Campizzano se la nota orgullosa del personaje y segura en la piel de su Cornelia, y Rafael Spregelbourd, quizás por su experiencia teatral, sale airoso encarnando al buen ladrón que quema iglesias pero que no le da para matar gente. Su fragmento es el más afortunado de la película y en el que se rescata el sabor naif y siniestro que Silvina pone a sus historias. Pero más allá de sus de sus aciertos y errores, es la doctrina Kiarostami la que redime esta copia certificada. La vuelve querible por el amor a su original e interesante para nuestra subjetividad si nos interesa la observación del esfuerzo de sus realizadores para traducirla al cine. Ahora, si creemos que Abbas es un charlatán o que toda su teoría es una excusa para decir una cosa diferente que no tiene nada que ver con el objeto de esta nota, Cornelia frente al espejo está en serios problemas.
La semana pasada fue otra de las semanas en que se estrenaron dos películas unidas por esos hilos invisibles que hacen que tenga que guardarlas en el mismo cajón de los recuerdos. Una argentina, otra española: Las acacias y La mujer sin piano. Historias de gente normal, trabajadora, con vidas más definidas por sus rutinas laborales que por sus características personales. Ambas transcurren en un tiempo corto (una noche en un caso, un viaje en el otro) en donde los protagonistas viven una aventura de cabotaje, bien sencilla, como ellos mismos. En las dos hay pocas palabras y en los espectadores dejan muchas preguntas. En Las acacias a un camionero le encajan una chica y su bebé como compañeros forzados de un viaje de Asunción a Buenos Aires. Para el tipo que está acostumbrado a travesías solitarias, mateadas silenciosas y sobacos refrescados en baños de estación de servicio (todas rutinas que se muestran oportunamente en forma detallada), esta mini familia a bordo es por lo menos una molestia. Uno sabe que el asunto va a terminar en romance (se ve en cada plano) y ese es el punto más débil de Las acacias (hubiera sido estupendo que no, que cada uno se vaya por su lado, pero eso no ocurre). Pero para mí lo realmente interesante de la película es que es sustractiva en su discurso y en la información que aporta por este medio. El guión no nos proporciona muchos datos de los personajes y en cambio nos plantea muchas preguntas: ¿dónde está el padre de esa bebé? ¿qué le pasó a ese camionero que está solo y le quedó un hijo tan lejos al que nunca ve? ¿Por qué la chica come un sándwich de empanada, en Paraguay es común ese almuerzo? Acertadamente, estas preguntas no tienen respuestas porque no hacen falta, nos deja que las respondamos con lugares comunes, los más obvios de las millones de historias que conocemos porque los protagonistas son gente común. En lugar de distraerse con esas elementalidades, durante la mayoría del metraje, la cámara de Pablo Giorgelli se ocupa en espiar desde la ventanilla al trío que viaja silencioso en la cabina del camión. Para que la historia siga, es necesario estar atento a la transformación de los gestos de los personajes, lo más auténticamente único y particular que tienen para mostrar. Un montaje muy cuidado no nos deja distraernos de esa tarea, todos llegamos a un final cantado recogiendo imágenes, coleccionando situaciones, sin duda lo más rescatable de Las acacias. Del otro lado del océano está la mujer sin piano, otro personaje corriente que reparte el tiempo entre las tribulaciones de ama de casa y un servicio casero de depilación definitiva. Hasta que de repente, se calza una peluca morocha, agarra una valija y se escapa de su casa con destino incierto. La espera la noche de Madrid, llena de esos lugares tenebrosos que son de todos y de nadie al mismo tiempo como las estaciones de micro y los boliches abiertos las 24hs. Mientras espera que salga el primer colectivo que la lleve a cualquier lado, bien lejos, Rosa anda deambulando y traba alianzas efímeras con los personajes opacos que habitan ese mundo paralelo que es la rutina nocturna de una ciudad. Javier Rebollo mantiene la mayor parte del tiempo la cámara fija y los personajes se mueven por la escena. Tanto se aferra Rebollo a esa forma que hay veces que se van del cuadro sin que nadie se ocupe en seguirlos. Esta elección estética causa sensación de desamparo, nos muestra a Rosa y sus ocasionales acompañantes solos, nos hace pensar que lo que los rodea, ese escenario tan cargado de azules y grises, no les es propio, o peor, les es abúlicamente hostil o, en el mejor de los casos, indiferente. Acá también las palabras sobran. Nadie dice mucho, solamente lo indispensable para poder coexistir, pero, a diferencia de lo que hacía Giorgelli, acá Rebollo redobla la apuesta y priva a sus actores también de expresividad. Todos los que circulan por La mujer sin piano son casi autómatas, seres que se limitan a hacer lo mínimo indispensable para cumplir con sus obligaciones. Solamente se mantienen distintos Rosa y su amigo polaco, que dan calidez a la acción precisamente porque, aunque están resignados a su situación, hacen algo, aunque sea algo, para cambiarla. También son los únicos que valoran su trabajo, Rosa cuenta orgullosa que su tarea de depilación es fina y de precisión y el polaco repite que adora arreglar aparatos porque esa es su forma de mejorar el mundo. En estas dos películas no hay grandes epopeyas ni gestos ampulosos. Sus protagonistas terminan apenas un poquito distintos de lo que empezaron, pero merecen ser vistas porque registran el encanto de las acciones mínimas, de los pequeños chispazos que algunas veces le dan un poco de calor a lo ordinario y cotidiano.
La semana pasada fue otra de las semanas en que se estrenaron dos películas unidas por esos hilos invisibles que hacen que tenga que guardarlas en el mismo cajón de los recuerdos. Una argentina, otra española: Las acacias y La mujer sin piano. Historias de gente normal, trabajadora, con vidas más definidas por sus rutinas laborales que por sus características personales. Ambas transcurren en un tiempo corto (una noche en un caso, un viaje en el otro) en donde los protagonistas viven una aventura de cabotaje, bien sencilla, como ellos mismos. En las dos hay pocas palabras y en los espectadores dejan muchas preguntas. En Las acacias a un camionero le encajan una chica y su bebé como compañeros forzados de un viaje de Asunción a Buenos Aires. Para el tipo que está acostumbrado a travesías solitarias, mateadas silenciosas y sobacos refrescados en baños de estación de servicio (todas rutinas que se muestran oportunamente en forma detallada), esta mini familia a bordo es por lo menos una molestia. Uno sabe que el asunto va a terminar en romance (se ve en cada plano) y ese es el punto más débil de Las acacias (hubiera sido estupendo que no, que cada uno se vaya por su lado, pero eso no ocurre). Pero para mí lo realmente interesante de la película es que es sustractiva en su discurso y en la información que aporta por este medio. El guión no nos proporciona muchos datos de los personajes y en cambio nos plantea muchas preguntas: ¿dónde está el padre de esa bebé? ¿qué le pasó a ese camionero que está solo y le quedó un hijo tan lejos al que nunca ve? ¿Por qué la chica come un sándwich de empanada, en Paraguay es común ese almuerzo? Acertadamente, estas preguntas no tienen respuestas porque no hacen falta, nos deja que las respondamos con lugares comunes, los más obvios de las millones de historias que conocemos porque los protagonistas son gente común. En lugar de distraerse con esas elementalidades, durante la mayoría del metraje, la cámara de Pablo Giorgelli se ocupa en espiar desde la ventanilla al trío que viaja silencioso en la cabina del camión. Para que la historia siga, es necesario estar atento a la transformación de los gestos de los personajes, lo más auténticamente único y particular que tienen para mostrar. Un montaje muy cuidado no nos deja distraernos de esa tarea, todos llegamos a un final cantado recogiendo imágenes, coleccionando situaciones, sin duda lo más rescatable de Las acacias. Del otro lado del océano está la mujer sin piano, otro personaje corriente que reparte el tiempo entre las tribulaciones de ama de casa y un servicio casero de depilación definitiva. Hasta que de repente, se calza una peluca morocha, agarra una valija y se escapa de su casa con destino incierto. La espera la noche de Madrid, llena de esos lugares tenebrosos que son de todos y de nadie al mismo tiempo como las estaciones de micro y los boliches abiertos las 24hs. Mientras espera que salga el primer colectivo que la lleve a cualquier lado, bien lejos, Rosa anda deambulando y traba alianzas efímeras con los personajes opacos que habitan ese mundo paralelo que es la rutina nocturna de una ciudad. Javier Rebollo mantiene la mayor parte del tiempo la cámara fija y los personajes se mueven por la escena. Tanto se aferra Rebollo a esa forma que hay veces que se van del cuadro sin que nadie se ocupe en seguirlos. Esta elección estética causa sensación de desamparo, nos muestra a Rosa y sus ocasionales acompañantes solos, nos hace pensar que lo que los rodea, ese escenario tan cargado de azules y grises, no les es propio, o peor, les es abúlicamente hostil o, en el mejor de los casos, indiferente. Acá también las palabras sobran. Nadie dice mucho, solamente lo indispensable para poder coexistir, pero, a diferencia de lo que hacía Giorgelli, acá Rebollo redobla la apuesta y priva a sus actores también de expresividad. Todos los que circulan por La mujer sin piano son casi autómatas, seres que se limitan a hacer lo mínimo indispensable para cumplir con sus obligaciones. Solamente se mantienen distintos Rosa y su amigo polaco, que dan calidez a la acción precisamente porque, aunque están resignados a su situación, hacen algo, aunque sea algo, para cambiarla. También son los únicos que valoran su trabajo, Rosa cuenta orgullosa que su tarea de depilación es fina y de precisión y el polaco repite que adora arreglar aparatos porque esa es su forma de mejorar el mundo. En estas dos películas no hay grandes epopeyas ni gestos ampulosos. Sus protagonistas terminan apenas un poquito distintos de lo que empezaron, pero merecen ser vistas porque registran el encanto de las acciones mínimas, de los pequeños chispazos que algunas veces le dan un poco de calor a lo ordinario y cotidiano.
La hora del crimen es una de esas películas de trampas en las te muestran una cosa para decirte después que estás confundido, que eso no era, que lo que realmente pasa es otra cosa. El problema ?y por eso no temo adelantarles este dato? es que todos estamos entrenados para este tipo de películas. Muchas anteriores, principalmente de Hollywood, nos formaron para ser desconfiados y para prevenir lo que va a ocurrir. Hay miles de signos que se hicieron convenciones, cada cosa que pasa es un casillero que vamos tachando para después ?como en los juegos de esas revistas que llevábamos a la playa para no embolarnos? concluir en un único resultado final posible. Entonces, quien pretenda filmar una película de este clase, debe contar desde ya con esta corte de espectadores avivados y esforzarse para, una de dos: hacer algo estéticamente talentoso para que la previsibilidad no sea importante, o bien, algo originalísimo, que sorprenda por lo inesperado. Mejor sería que convergieran las dos opciones, pero bueno, con una sola suele alcanzar. En La hora del crimen, la última condición ?la de la apasionante vuelta de tuerca? descártenla. Muy posiblemente, promediando la historia, van a saber cuál es el final. Si esperan sorpresas, estas nunca van a ocurrir. Para peor, los tiempos entre cada volantazo de argumento (se podría decir que hay sólo uno promediando la película y la resolución final) son demasiado largos, hay que esperar mucho entre novedad y novedad, ya que el director se detiene en tirar líneas que después no retoma y que justifica con el recurso más fácil: el del que “todo era un sueño”. Sin embargo, no todo es desencanto en esta primera obra del director Giuseppe Copotondi. Inclinan la balanza a favor dos buenos actores. Kseniya Rappoport hace de rusa desgreñada que puede ser tonta, enamorada o peligrosa en algún momento de la trama y creíble en cada una de esas posibles personalidades en que se va transformando. Por otro lado, Filippo Timi es puro ojos y puro cuerpo, consigue que su personaje sea todo exterior para que nosotros vayamos imaginando escena tras escena su verdadero interior. Verlos en pantalla justifica estar hora y media sentada mirándolos y no se hace tan pesado llegar al final. La hora del crimen no es de esas películas horribles que dan ganas de demandar al director para que nos devuelva el costo de la entrada y nos indemnice por la pérdida de tiempo y el daño moral que provocó su visualización, pero tampoco es de aquellas que vamos a recordar dentro de un mes, tiempo prudencial que el cerebro espera para desechar información que no considera trascendente. Perfectamente podríamos clasificarla dentro del género “para ver por cable”, les aconsejo que esperen a que esto suceda, de todas maneras, la están dando en muy pocas salas y cuando se dispongan a ir al cine seguro ya la habrán levantado…
Trato de imaginarme a Almodóvar viendo cómo ataviarse para La piel que habito. Lo veo frente a un placard lleno de colores rojos y verdes intensos pensando cómo se va a vestir esta vez. Agarra un traje negro cruzado de Hitchcock. Casi nunca lo usó, pero le queda cómodo. Después ve un espléndido diamante de Douglas Sirk, a veces con más brillos, otras más opacos, pero este accesorio si lo viene luciendo hace tiempo y le encanta. Después manotea prendas de otros directores de culto, piensa que pocos los van a identificar, pero que después se va a divertir revelando sus nombres en las entrevistas. Ahora veo la película, ya está vestido de pies a cabeza y opera el milagro: usó ropa prestada, pero se lo ve tan personal que es imposible dudar que es él. Porque La piel que habito habla de la identidad que sigue perenne –para Almodóvar y para todo cristiano- sin importar que mute la piel que uno habita, que cambie de forma, de color o de sexo. Por eso no estaría de más para hablar de la película separar la forma del contenido. Respecto al contenido, resulta difícil no contar detalles que provoquen insultos de quienes todavía no la vieron. Pero se puede decir que Antonio Banderas es un cirujano loco que tiene secuestrada a Elena Anaya para cambiarle la piel y moldearla a su gusto y placer. Viendo la primera parte, donde apenas se presenta historia y los personajes, podría pensarse que Almodóvar tiró todo por la borda y se metió de lleno en la ciencia ficción. Pero al cabo de la segunda parte, cuando se empiezan a atar cabos y explicar motivos, es fácil identificar géneros más afines a la filmografía de este español tan amigo de los melodramas. Hay amores locos, pasiones absurdas y, también un poco de humor. Como no podía ser de otra manera, las madres (que son siempre un poco la suya pero en sus diferentes facetas) también están presentes. Marisa Paredes (mamá de Banderas) y Susi Sanchez (mamá de Jan Cornet) son dos presencias fuertes que marcan territorio y marcan historia. Las madres son el punto de partida y punto de llegada en la vida de sus hijos. Marisa Paredes dice en su vientre solamente puede engendrarse locura, y ahí anda el nene en su casa-prision, escarpelo en mano, secuestrando y mutilando gente, mientras su madre le prepara las masitas que a él le gustan. Paredes advierte que las cosas van a terminar mal, pero no hace nada para impedirlo y, cuando la última desgracia finalmente ocurre, no duda en acompañar a su hijo en el final de quien mal anda mal acaba. Por otra parte, está Sánchez y su feria americana, el sitio del que el hijo reniega, pero del que nunca se hubiera ido sin avisar, el único espacio donde en La piel que habito hay lugar para la comedia. Al final de su odisea, Cornet vuelve junto a su madre que, a pesar del tiempo, lo sigue esperando. Solamente volviendo al seno materno, Vicente logra confirmar que a pesar de todo lo sucedido no ha perdido su identidad. Por otra parte, la forma resulta impecable y nunca se vio a Almodóvar tan preciso y especulador(saludemos acá al viejo Hitch). Los movimientos de cámara están manifiestamente presentes, el manchego quiere que prestemos atención a lo que está haciendo, a quien se está refiriendo, a veces en detrimento del relato. Parecería que quisiera incluir a todas las bellas artes en la pantalla. Hay escenas en que el encuadre y la composición están tan cuidados que las tomas parecen cuadros (a veces se refieren directamente a un cuadro, como en la que Banderas se recuesta para ver a Anaya y ambos funcionan como espejos de maja vestida y desnuda respectivamente- aunque no se sabe bien ahí quien tiene más desnuda el alma-). También hay alteraciones temporales casi literarias y títulos de libros en manos de los protagonistas. El Cigarral está lleno de cuadros reconocibles y el fantasma de Louise Bourgeois- con sus muñecos cosidos y sus imágenes abstractas que deschavan el inconsciente- parece habitar la clínica-palacio de Toledo donde Banderas tiene cautiva a Anaya. Almodóvar estuvo rasqueteando duro a Banderas para sacarle la cubierta de macho latino, porque lo dejó en carne viva (una carne viva demasiado tostada, hay que decirlo). Aprovechó la poca ductilidad del actor para el lado del bien, porque lo vemos en pantalla frío e inexpresivo. Si existe alguna duda en el personaje, o algún rasgo de pasión, tenemos que imaginarlos, porque la cara de Banderas y su actitud corporal no nos dicen nada. Por su lado, Elena Anaya es todo cuerpo, desnudo y vestido. En su caso, la piel que habita fue diseñada por otro (si creemos en la ficción, por el cirujano Albert Le… y si vemos la ficha técnica, por Jean Paul Gaultier), pero su actuación conserva como testimonio de identidad la expresión de sus ojos, los que, en primerísimos primeros planos, transmiten de principio al final lo que en verdad siente su personaje. En mi familia es habitual el dicho que vaticina que “el de que prestado se viste, en la calle lo desvisten”. Pero justo a Almodóvar, tan gustoso de las sentencias de viejas de pueblo no se le puede aplicar esta amenaza. En La piel que habito consigue tirarse encima casi todo el guardarropa de la cinefilia sin por eso perder su personalidad. Su cine por sí mismo ya forma parte de la alta costura.
Primus inter pares Una docena de cardenales se amontonan en las ventanas para espiar al supuesto Papa que descansa en su habitación. En segundo plano, por detrás de su figura vemos colgados costosos tapices y hasta una pintura de Velázquez. Son viejitos haciendo cosas de viejitos (espiando), pero el escenario que los rodea no es común, están en una institución extraordinaria (el Vaticano), en un momento extraordinario (un cónclave) rodeados del peso de la historia (las obras de arte que la madre Iglesia supo compilar para su contento). Otro momento: un señor con pinta de abuelo, con gorra y saquito de abuelo, viaja por la noche en un colectivo y ensaya unas palabras en voz alta. El marco es por demás ordinario (un bondi lleno de gente aburrida a la noche), pero las palabras que está diciendo son importantes: forman nada menos que el discurso que debería dar este simil-abuelo al asumir el papado. Son solamente dos imágenes, pero dan cuenta de un desarreglo entre la escala humana de los protagonistas y la importancia de las situaciones que están viviendo. En toda Habemus Papam de Nanni Moretti la inmanencia y trascendencia andan a las patadas y, gracias a la delicada sensibilidad del autor, la más llana humanidad gana por goleada. La película cuenta la historia de un cardenal (el expresivo Michel Piccoli) que a poco de ser nombrado Papa sufre un ataque de pánico y no puede asumir públicamente su mandato. Por eso, llaman al psiquiatra más importante de Roma (el mismísimo Moretti) para que lo analice. Pero psicoanalizar a un Papa resulta una tarea imposible: al abanderado del alma no le podés ir a hablar de subconsciente. Entonces, por unas idas y vueltas del argumento, el cura más importante del mundo anda vagando por la calle (aunque está tan encerrado en sí mismo y sus problemas, que casi se puede decir que está preso, aunque en libertad) mientras que el mejor psicoanalista queda aislado en el Vaticano. A ninguno de los dos los hace feliz la situación de supuesto privilegio, la responsabilidad los abruma y les hace perder mucha de las cosas más valiosas de sus vidas. La lente de la cámara de Moretti es claramente agnóstica. Si bien es invocado y tenido en cuenta por muchos de los protagonistas, Dios está ausente -o por lo menos muy silencioso- en la película. Por eso, no son problemas de fe los que se controvierten en Habemus Papam, sino dilemas personales, conflictos entre personas y el lugar simbólico que les toca ocupar en la sociedad. Para el que lo quiera ver, la historia de este Papa inseguro cuestiona a los estatutos y la eficacia del poder, pero es una crítica asordinada y, sobre todo, piadosa. A diferencia de la rancia La hora de la religión en la que su compatriota Marco Bellocchio encontraba fantasmas oscuros y malignos en cada rincón del Vaticano, Moretti prefiere ver gente atrapada en ritos y coyunturas que la define, pero que la mayoría de las veces la supera, tipos con problemas graves y grandes responsabilidades, pero también con permisos para descomprimir con espacios para un juego o para hacer palmas en una canción. Para lograr la complicidad del espectador, resulta más eficaz la mirada de profunda tristeza y soledad de Michel Picolli que denuncias de crueles conspiraciones de siniestros purpurados. El truco, que ya no sorprende a quienes vieron más de dos películas de Moretti, consiste en hacernos querer a sus personajes y de esta manera dejar el terreno preparado para recibir las ideas que nos quiere hacer llegar. Resultaría mucho más fácil hacernos pensar en los rincones oscuros del poder clerical presentándonos unos cardenales intrigantes y formales, pero, sin embargo, Moretti prefiere dar un rodeo más grande y empezar por mostrárnoslos como unos simpáticos curitas que juegan al vóley. El mensaje llega, pero nos evita la bajada de línea y la sensación de haber ido al cine a escuchar un sermón. En algunos directores hay personajes que parecen seguir creciendo a pesar de que su creador no filme sus vidas por algunos años. Este podría ser el caso de Don Giulio, el curita joven de La messa e´finita que en Habemus papam se reencarna en su santidad Melville. Don Giulio salía al sacerdocio seguro de su fe y de sus posibilidades de cambiar un mundo que le resultaba hipócrita e injusto. En cambio Melville ya se dio por vencido, entiende que el mundo es un lugar complejo, con problemas complejos y que él no tiene las fuerzas para hacerse cargo del enorme desafío de orientar a los hombres de fe para hacer de la tierra un lugar mejor. A su manera atea y cascarrabias, Nanni Moretti es también un hombre de fe que, como Don Giulio, cree la humanidad es intrínsecamente buena. Por eso piensa que todavía vale la pena ocupar su tiempo haciendo películas para que las cosas cambien tan solo un poco.
Sensatez y sentimientos Copia certificada es una película de discusión: se discute sobre el estatuto del arte, se discute sobre la vida en pareja y se discute, en definitiva, sobre la verdad, sobre la ficción y sobre lo fácil en que la primera se puede transformar en la segunda según en el lugar en que nos paremos a mirar. Es que, como en toda discusión, hay tantas verdades posibles como argumentos se nos puedan ocurrir y todos pueden sonar reales si se muestran con la suficiente convicción o con indicios de sinceridad. Y ahora me saco de encima rápido el compromiso de contar el argumento porque de todo lo que podamos decir de esta película de Kiarostami, creo, es lo menos importante. William Shimell (en la vida real parece que es un cantante de ópera) es un escritor inglés que escribió un ensayo medio chapucero en el que sostiene que la copia de cualquier obra de arte puede ser tan valiosa como la original siempre que tengamos la inocencia o la decisión de disfrutarla. Este escritor comparte una tarde de paseo por Toscana con Juliette Binoche, una señora galerista (francesa, por supuesto) elegantemente chiruseada, muy apasionada y bastante agobiada por el deber de crianza para con su hijo preadolescente. Primero se histeriquean un poco, debaten apasionadamente y después las cosas se van confundiendo progresivamente hasta agarrarse de los pelos como si llevaran quince años de casados. Digo que las cosas se van confundiendo y, en realidad, los que nos confundimos somos nosotros, porque promediando la película estos dos han hecho y han dicho lo suficiente para que no sepamos si en realidad son un matrimonio que juega a no conocerse y a veces se van de personaje o si son dos desconocidos que intentan ser pareja por un rato. Con este mareo Kiarostami parece decirnos que poco importa la realidad sino su forma de representación, o mejor dicho, los pequeños indicios que se pueden sembrar de distintas realidades. Por ejemplo, Binoche guardándole un pancito a su pareja para que no pase hambre después de una rabieta, resulta una prueba de matrimonio más convincente que una libreta con firma de juez y todo; así como Shimell, de pie, contándole gallardo y apasionado una historia en el medio de un bar es mucho más un evidente intento de seducción a una extraña que una propuesta indecente o un guiño de ojo. Miles de indicios genuinos, todos discuten, se contradicen y nos convencen un poco. La puesta y el montaje también siguen el planteo. Los protagonistas circulan en su paseo por Italia y Kiarostami los acompaña de cerca con travellings tan imperceptibles que la cámara parece un peatón más de la travesía. Pero sin embargo, en un par de escenas, curiosamente en las que los protagonistas verbalizan más expresamente sus emociones, el director abandona esa estética naturalista para plantar la cámara frente a la cara de los actores en un primer plano fijo. Ellos hablan, se conmueven frente a las palabras del otro, se quedan solos en la pantalla y de golpe, por este recurso de montaje tan artificial, nos acordamos que lo que vemos no es la vida, que estamos en el cine y que esa gente esta actuando esas emociones que vemos: el lente está reflejando, pero también interviniendo y cuestionando lo que existe. Con plena conciencia de estar haciendo cine y total uso y disfrute de sus herramientas, Kiarostami nos coloca en un lugar tal de indecisión que nos obliga a seguir la tesis del libro que le da nombre a la película, renunciar por un rato a la búsqueda de algún tipo de verdad y abandonarnos al dulce disfrute de una obra de arte tan arbitraria y caprichosa como la emoción que nos hace sentir que esto que estamos viendo nos está gustando mucho, así porque sí nomás.
Que la inocencia nos valga Para los que se llenaban la boca diciendo que Woody Allen está amargado, que sus nuevas películas destilan misantropía y vinagre, a ver cómo les cae ésta. Dicen que los extremos se juntan y ahora, doblando el codo de la mitad de los geriátricos 70 nuestro amigo, adorador de Manhattan y de su hijastra asiática, se despacha con una película gozosamente infantil. Medianoche en París requiere de una predisposición especial, pide para su disfrute que dejemos afuera del cine nuestro cinismo y nos dejemos vender alegres espejitos de colores. Ya desde la primera escena nos avisa qué es lo que vamos a ver. Se suceden una colección de postales de la París más perfecta que pueda existir, igualita a como la imaginamos cuando todavía no la conocíamos y como nos gusta recordarla cuando ya estuvimos por ahí. Es una escena larga y caprichosa donde Allen parece decirnos que nos va a hablar de la nostalgia, pero también de la esperanza. Porque el comienzo de Medianoche en París nos muestra esos lugares donde, para adelante o para atrás, ponemos las cosas más puras de nuestra, por lo general, mediocre existencia. Después de esta apertura comienza el relato. Owen Wilson es el Woody Allen de turno (es divertido ver cómo la lente del director y el poder del guión pueden descubrir en este rubio tostado de mirada pavota al personaje que alguna vez fue Alvy Singer o Isaac David y cuyos tics se repiten siempre en la filmografía del director). El tipo está a punto de casarse y circunstancialmente está de visita en París, pero quisiera quedarse a vivir ahí porque es guionista con aspiraciones de escritor y sospecha que el lugar le va a dar inspiración. Entonces, durante el día hace una vida miserable de turista gringo, pero a la noche ocurre un milagro: se transporta a la París de los años 20 y entra como pancho por su casa a la intimidad de las celebridades más top de la época. Y de nuevo acá la gente que gusta de encontrarle la quinta pata al gato podría decir que la descripción de la galería de artistas que Owen Wilson se encuentra es de trazo grueso, un truco de Allen para que la gilada se sienta culta por adivinar en dos diálogos que el borracho sentado en el bar es Hemingway o ese con cara de Adrien Brody que habla de rinocerontes es Dalí. Sin embargo, no creo que Allen proponga una trivia tipo “conozca a los famosos de juerga por París” (si fuera así estaría más senil de lo que pensamos y haciendo aquello de lo que se rió en toda su carrera), sino que más bien acá vuelve a importar el asunto de la vuelta a la infancia, al momento en que podíamos permitirnos admirar a nuestros héroes sin cuestionarlos porque es el tiempo de la construcción de los mitos. Creer, por ejemplo, que French y Berutti solamente eran patriotas que repartían cintitas celeste y blancas y que Sarmiento iba todos los días a la escuela con su guardapolvo blanco y siempre, siempre planchado. Allen sabe que la nostalgia requiere síntesis, no distraerse en suspicacias y detalles para dedicarse solamente a sentir, que es lo importante. A esta altura de su carrera, Allen no necesita probar que sabe filmar bellamente, ni que puede escribir diálogos precisos con el timing justo. Su pericia como director se da por sentada hasta en sus peores películas, pero hace tiempo veníamos sintiendo que a sus obras les sobraba oficio y le faltaba pasión. Por eso, Medianoche en París es una buena noticia. Celebramos la vuelta de su espíritu en este viaje alucinado, un poco bobo pero sentido donde habita la memoria emotiva de los artistas que Woody Allen quiere y admira. Y frente a semejante acto de sinceridad, hay que ser muy mala persona o tener el corazón de piedra para no sentirse conmovido.
Menos es más Siempre resulta una tranquilidad pensar que hay un plan escrito para nosotros, que alguien se dedica a sembrar miguitas para que alegremente las vayamos siguiendo cual pulgarcitos del no azar. Pero también, cuando la suerte no acompaña (nadie es afortunado a tiempo completo), nos gusta creer que controlamos la dirección de nuestra vida y que de repente podemos pegar el volantazo que lleve nuestros huesos a una mejor situación. De los asuntos del libre albedrío se vienen preocupando hace siglos la filosofía, las religiones y el arte. Tratando de dar respuestas al asunto se quemaron millones de pestañas y se escribieron centenares de tratados, se labraron miles de fantasías y ahora, para no ser menos, otra película de Hollywood usa el tema como excusa para una película que no decide el género (¿acción?, ¿romántica?, ¿ciencia ficción?…un poco de todos y bastante de ninguno). Matt Damon es un muchacho de origen humilde con una prometedora carrera política que malogra por mostrar el traste en una noche de parranda. Es un poco camorrero, pero como también es carismático tiene muchas posibilidades de recuperarse del traspié y ganar los próximos comicios norteamericanos y muchos más. Ese parece ser el destino que le ha asignado una especie de corporación de diseñadores celestiales de la historia del mundo formada por una serie de agentes secretos con superpoderes vestidos a lo Mad Men. Pero el muchacho se enamora y pone en peligro todo el plan semi celestial. Entonces, esta organización, que cree firmemente en la vieja advertencia sobre aquello que tira más que una yunta de bueyes, hace lo imposible para que nuestro héroe no concrete su amor y vuelva al camino de poder y gloria que le había sido trazado. Lo mejor que tiene Los agentes del destino es a Matt Damon, tan buen actor que le creemos que realmente está sufriendo esta trama disparatada. Le compramos que está enamorado de Emily Blunt y nos divierte ver cómo les hace gambetas a los operadores de traje gris que inventan todo tipo de trucos para “ajustarle” la vida. Si uno no se la toma demasiado en serio la película resulta divertida, porque muchas veces cruza la línea de lo posible y, se sabe, los excesos se agradecen cuando de acción se trata. Pero el problema es que Los agentes del destino no se conforma solamente con eso y también quiere hacer su aporte a los problemas existenciales que comentábamos al comienzo de esta nota. Ahí la situación se pone pesada porque el argumento se explica, se amplía y se sobreexplica hasta el hartazgo y, mientras nosotros queremos ver si Damon finalmente le puede dar un beso a Blunt o si sale corriendo para un lado insólito y despista a los ángeles de traje y sombrero, la película se detiene para darnos detalles de su cosmogonía y trazar apuntes de filosofía/psicología barata y zapatos de goma. No se le está pidiendo aquí al director George Nolfi que se convierta en Spinoza ni a Matt Damon que se arranque los ojos cual Edipo moderno para burlar las órdenes de los dioses, quizás lo contrario: un poco menos de pretensión filosófica para darle camino a la acción más descerebrada, pero seguro, más disfrutable.
Divas A mediados de agosto hay un fin de semana largo en que todos los italianos aprovechan para tomarse unas vacaciones. Dicen que durante esos días en Roma solamente quedan el calor, calles vacías y casas de ventanas abiertas en las que se refugian los que no pudieron irse, principalmente pobres y viejos. Ese es el tiempo en que transcurre y esos son los protagonistas de una película cortita y sencilla que se llama Pranzo di Ferragosto y que acá tradujeron como Un feriado muy particular. Un cincuentón tirando a vago vive con su mamá. Cuidarla, ir a hacer las compras y tomarse unos vinitos es toda su actividad. Pero las deudas aprietan y recibe la oferta de cuidar a otras tres viejas durante el fin de semana mientras sus hijos se van por ahí de paseo. Esta podría ser una historia de denuncia sobre el abandono por parte de la sociedad a sus mayores, o bien una comedia despiadada sobre lo incómoda que puede resultar la presencia masiva de la tercera edad en la vida de este tipo, lo que aumentaría las probabilidades de que resulte una película terrible al mejor estilo de la tradición italiana. Pero por suerte Pranzo di ferragosto no cae en ninguna de esas taras gracias al cariño con que el director se dedica a retratar- y a tratar- a estas señoras. Todas posibles abuelas nuestras, las damas en cuestión se muestran con el esplendor y los caprichos de verdaderas divas, cotidianas pero divas al fin. Se pelean por la exclusividad de una tele, el talento para preparar una comida, o deslizan comentarios maliciosos (crueles y precisos) unas de otras. Son divertidas y elegantes a su forma. Los planos no les ahorran ninguna arruga, pero las muestran atractivas luciendo rouge, perlas y camisas con puntillas. Las viejitas, se nota, no son actrices, pero hacen tan de ellas mismas (y de tantas otras) que superan a cualquier profesional de método aceitado. Por su parte, el cincuentón de la ficción (que en los créditos resulta ser en la vida real actor y director de la película) las cuida amorosamente con pequeños detalles. Por ejemplo, busca la descripción de D´Artagnan para que su mamá pueda imaginar al héroe del libro que le está leyendo en voz alta, le sirve a otra señora un vinito con soda para que se tome mientras cocina o escucha pacientemente las historias viejas repetidas una y mil veces. Pranzo di ferragosto transcurre durante una fiesta y, como en toda celebración, es importante la comida, aquí fuertemente vinculada visual y argumentalmente con la trasgresión y el placer. Mortadela, pasta al horno, pescados frescos, vino y hasta unas verduritas son también protagonistas de esta historia porque en la mesa y sus alrededores es donde se encuentran y desencuentran los personajes. Por todo esto vale la pena esta película chica sobre gente grande, parecida seguramente a divas que alguna vez conocimos y quisimos, acá cerca, en nuestra casa.