Clásica y a la vez experimental, la nueva película del director de “Los imperdonables” es toda una rareza. Centrada en tres jóvenes norteamericanos que impidieron un atentado en Francia, la película está interpretada por los verdaderos protagonistas de la historia y narrada de una manera curiosamente despojada, aún para los cánones de Clint. La propuesta es inusual pero sus temas son consistentes con la obra del autor. Y, como experiencia, es muy reveladora.
La nueva película de Clint Eastwood es una rareza. No por sus temas, que son consistentes con casi toda la obra del realizador, sino por su forma y su elenco. En algo que es llamativamente extraño en Hollywood –y no tanto en otros países, incluyendo en el propio cine independiente norteamericano–, los protagonistas no solo no son actores profesionales sino que son las mismas personas que estuvieron involucradas en los hechos que se narran. Los tres jóvenes que se enfrentaron a un terrorista armado hasta los dientes en el viaje en tren que da título al filme se interpretan a sí mismos aquí, en un curioso caso de “reconstrucción” de hechos.
Esa curiosidad recién se hará notar promediando el filme ya que la película, pese a su específico título, no dedica más que una breve parte de su metraje a lo que sucedió en el viaje en cuestión. No verán aquí 90 minutos dedicados a la tensa y violenta situación que se vivió en ese tren a la manera de ciertos filmes en tiempo real sino que Eastwood, basándose en el libro escrito por los tres jóvenes que participaron en el hecho, lo que cuenta es su historia, desde que se hicieron amigos en la escuela secundaria hasta llegar allí.
La otra rareza del filme es formal. Si bien su cine tiende a cierto despojo y minimalismo, en 15:17 TREN A PARIS Eastwood hace algo que se acerca al docudrama, filmando las cosas de una manera tan casual que por momentos uno tiene la impresión que está hecha con un iPhone y filmada en las calles sin los típicos permisos, “de robado”, especialmente cuando ya la película deja los flashbacks a la infancia. En cierto sentido, su película se asemeja a esas producciones de bajo presupuesto, religiosas o educativas, hechas para ser vistas por alumnos de algún tipo de colegio, iglesia o institución, lo que en Estados Unidos se llaman “afterschool specials”. Una suerte de lección de vida que en este caso podría leerse como “persevera y triunfarás“. O bien, “confía en tus instintos“.
Con un guión de Dorothy Blyskal, que es entre rústico y básico en cuanto a diálogos y construcción narrativa, Clint narra con su eficiencia característica las historias de vida de Anthony Sadler, Alek Skarlatos y Spencer Stone. Los dos últimos (blancos) se hacen amigos íntimos a partir de repetidas visitas a la dirección de la escuela ya que no son lo que se dice alumnos demasiado interesados en las clases. A la vez queda claro que los colegios a los que van tampoco parecen el colmo de la excelencia académica ni los profesores, celadores o directores demasiado interesados en lo que hacen, siempre tratando de sacarse de encima chicos problemáticos como podrían ser ellos. Sadler, el afroamericano del trío, es un poco más pícaro que los otros dos y se hace amigo de ellos a partir de sus propios problemas de conducta. A los tres, además, les fascina la guerra y jugar con armas.
El tiempo pasa y por varios motivos dejan de verse, se reencuentran ocasionalmente pero vuelven a separarse, comunicándose por Skype. Stone, de quien la película más se ocupa y el que tuvo el rol más importante en el atentado, sueña con ser paracaidista y se esfuerza para entrar en la Academia, donde no le es fácil avanzar. Skarlatos también va a la guerra en Afganistán mientras que Sadler –del que menos se sabe, de hecho no se ve a su familia hasta el final– sigue estudiando en la universidad. Los tres se juntan para armar un viaje por Europa (los militares ya estaban allí y Sadler viaja especialmente) y la película seguirá sus prototípicas aventuras turísticas por lugares como Roma, Venecia, una ciudad en Alemania y Amsterdam, con todos los pasos obligatorios para tres amigotes (y no solo estadounidenses) en cada una de esas ciudades. Ahí es donde toman el famoso tren a París y allí es donde sus vidas comunes se vuelven relevantes.
La inexperiencia actoral del trío protagónico, sumada a las decisiones formales casi espontáneas de Eastwood, le dan al filme un aire raro. Acostumbrados como estamos a los beats dramáticos típicos de los actores tradicionales y a las estrategias formales más convencionales de Hollywood uno siente que está viendo algo más falso pero, a la vez, más honesto y verdadero. Es como si Eastwood hubiese destripado a la película de todos los gestos “cinematográficos” para dejar su cáscara desnuda, o como si lo que estuviésemos viendo fuese una prueba o un ensayo (un demo o maqueta, dirían en música) de una película más convencional que, con tres jóvenes estrellas, se hará luego. Pero no. Esta es la película. Editaron el demo.
Los temas son, decía antes, consistentes con la obra de Eastwood. De hecho, son bastante parecidos a los de su reciente SULLY, ya que aquí también hay un hombre común que debe tomar una decisión arriesgada de la que depende la vida o la muerte de muchos. Pero también está la desconfianza a las instituciones y figuras de autoridad (escuelas, institutos militares y, en menor medida, la Iglesia), otro clásico tema de ese libertario raro que es Eastwood, un hombre al que no se lo puede catalogar como un típico conservador. Es, más bien, un individualista a ultranza: sus protagonistas saben lo que tienen que hacer casi instintivamemente, entonces van y lo hacen. Lo demás, es cháchara.
Pero la película realmente sube a otro nivel a la hora de narrar la escena del tren. Si bien Eastwood nos la va adelantando de a poco a lo largo del filme (a partir de una idea un tanto banal de que Stone tiene premoniciones con que algo importante en su vida va a suceder), la escena en sí lleva aún más lejos ese criterio de naturalismo. No hay música de suspenso, no hay cortes clásicos de escena de acción, no hay dramatización extra. Está filmada de un modo tal que parece como si estuviera siendo registrada en vivo. Y, si no fuera porque el terrorista sí tiene un look excesivamente cinematográfico (calculo que, si en todo se ciñieron a los hechos, el hombre debió lucir más o menos así), todo aquello que antes resultaba raro y tentativo en cuanto a lo formal aquí funciona a la perfección. La escena impacta precisamente porque le faltan todos los rulos y moños que la convierten en cinematográfica. Y, sin embargo, lo sigue siendo. O lo es aún más.
Si bien estas apreciaciones pueden dar a entender que estamos ante una película experimental, en realidad no lo es tanto. El desarrollo de las acciones no se sale de las líneas clásicas y la película cumple con la mayoría de los códigos tradicionales de las biografías de personas que hicieron algún acto heroico en sus vidas. Pero al quitarle la pompa y circunstancia, el brillo reluciente del producto terminado y los trucos actorales que todos ya aceptamos como naturales, Eastwood desnuda la historia hasta dejarla en su punto más básico, sincero y honesto. A muchos les resultará extraña porque uno, como espectador, ya tiene el reflejo preparado para que el cine hollywoodense cumpla con algunos códigos formateados a lo largo de más de un siglo de historia, pero como también le ha sucedido a Michael Mann en sus últimas películas digitales (aunque en otro sentido) es solo cuestión de reacomodarse y disfrutar de la propuesta. Algo que Eastwood, con alguna especie de octogenaria sabiduría, ha logrado hacer.