Hace tiempo que se nota un problema en mucho cine estadounidense: pasada la mitad, después de un comienzo bueno, incluso excelente, las películas se enredan, no saben resolver situaciones narrativas, caen en subrayados, arruinan todo lo que habían construido. Un misterio del que desconocen las causas. Resulta que en 15:17 Tren a París pasa lo contrario: la película tiene un comienzo pobre que hace esperar lo peor, pero a medida que avanza cobra un espesor impensado. La premisa es curiosa: un director de ochenta y siete años, presuntamente conservador en lo formal y en lo político, filma una película basada en una situación real actuada por los protagonistas de los hechos que por momentos no parece un producto de Hollywood en busca de la tradicional eficacia narrativa, sino un experimento proveniente de otras zonas del cine. Como si Eastwood, al que se llama con frecuencia el último director clásico, quisiera despistar a sus seguidores y probara suerte con una estética contemporánea.
La infancia de los protagonistas no podría estar contada con menos pericia: conflictos gruesos, diálogos torpes, actuaciones flojas (salvo por Paul-Mikél Williams, que tiene un swing impresionante y parece un actor veterano). Algo de toda esa factura tosca, sin embargo, parece tener una función dramática: podría pensarse que Eastwood quiere mostrar las distintas formas de precariedad (escolar, familiar, cultural) que marcaron la niñez de los personajes, y que trata de hacerlo no solo dentro de los límites del relato, sino trasladando al espectador el aire viciado de un pueblito y de una escuela católica donde no quedan muchos resquicios para madres solteras con hijos inquietos. La narración adquiere entonces los rasgos del entorno estrecho y asfixiante que retrata.
Lo que sigue es extraordinario. Después de contar cómo Spencer Stone se hace un lugar en una institución militar, la película los sigue a él y a Anthony Sadler durante un viaje por Europa. La secuencia se extiende mucho más de lo que uno esperaría y por momentos pierde su carácter narrativo: nada de los recorridos por Roma, Venecia o Amsterdam aporta información nueva sobre los personajes ni prepara el terreno para lo que vendrá después, solo se los ve recorrer la ciudad, conocer gente, visitar sitios históricos. Como si, nuevamente, Eastwood pusiera entre paréntesis el relato para dedicarse a observar sin apuro lugares, monumentos y bares tratando de llevar a la experiencia del visionado la placidez del viaje.
Finalmente, el trío se sube al tren en el que desarman a un terrorista. Hay algo profundamente cinematográfico en la secuencia: los protagonistas le ponen el cuerpo una vez más a la misma situación de peligro y el efecto de realismo que surge de las imágenes es increíble. La confrontación dura muy poco, todo ocurre demasiado rápido y bien lejos de las convenciones fílmicas del cine de acción: la pelea entre los tres personajes y el terrorista es brutal, azarosa, todos reaccionan con una torpeza y una impulsividad que el cine en general no concibe. No hay atisbos de heroísmo o de estrategia, solo reflejos, músculos que parecen moverse a una velocidad propia, como cuando Spencer se lanza contra el agresor como si recordara instintivamente algún entrenamiento olvidado. Los tres sujetan, golpean y lastiman al atacante como pueden: el salvajismo y la desesperación general hacen acordar a la escena de La cortina rasgada en la que Paul Newman y una campesina a la que recién conoce tratan de matar sin éxito a un espía durante unos cinco minutos insoportables.
El enfrentamiento dura poco, entonces. Podría estirarse agregándole diálogos, intercambios entre los personajes, amenazas del terrorista, pero Eastwood confía ciegamente en el material que tiene entre manos: cree (y tiene razón) que puede filmar una escena de acción y tensión altísimas si economiza recursos y se concentra en cada pequeño momento de la situación. Pareciera que con 15:17 Tren a París el director hubiera querido hacer la película opuesta a Sully, que gira insistentemente en torno a la catástrofe aérea y a la figura imponente de Tom Hanks. No repetir una fórmula exitosa, probar otra cosa, incluso el camino contrario: relegar el hecho principal a un lugar secundario y breve y tratar de construir toda una película alrededor de tres chicos de pueblo sin demasiadas luces que se interpretan a sí mismos, y hacer de ellos personajes más o menos cautivantes, capaz de sostener el interés del público durante una hora y media.