Verdadero prodigio del cine norteamericano, Clint Eastwood aún filma con regularidad a sus 87 años. Identificado por su admiración hacia el western (con aquel pico alto en su carrera que es Los imperdonables), el director de Los puentes de Madison y Río Místico ha conseguido el aplauso aún de aquellos que no apoyan su ideología. Es uno de los pocos integrantes de la comunidad artística en Hollywood que apoya a los republicanos, y en más de una ocasión sus dichos han encendido la alarma del pensamiento de izquierda. Sea como sea, la nobleza y el clasicismo de su cine conquistaron a varias generaciones, y es cierto que aún en sus trabajos menores se nota pasión por el cine.
Hecho el prólogo, ¿qué podemos decir de 15:17: Tren a París? Al igual que su película a anterior, Sully, el realizador reconstruye un caso real. En ambos casos aparece la noción del honor, la fidelidad a las propias convicciones, y el gesto heroico instalado en “gente común y corriente”. Ahora bien, ¿por qué la última película genera resquemores? Porque mientras que Sully abordaba estos temas “puertas adentro de Estados Unidos” (recordemos: se basa en la historia de un piloto de avión que logró, osada maniobra mediante, evitar la muerte de decenas de pasajeros), el nuevo opus se traslada a Europa para poner foco sobre el accionar de tres jóvenes (dos de ellos integrantes de las milicias) que lograron evitar un atentado a cargo de un terrorista de Oriente Medio. En este punto, Eastwood produce un gesto interesante al haber convocado a los propios protagonistas de la historia para que se interpreten a sí mismos. Una elección interesante, pero no debemos olvidarnos del carácter representacional; se “representan a sí mismos”, ingresan en la órbita del director/observador. Este recurso ya había sido explorado en uno de sus mejores films, Medianoche en el jardín del bien y del mal, por el personaje de la travesti, sólo que aquí lo utiliza para todo el casting principal.
La película comienza con la infancia de los tres jóvenes, quienes ya desde aquel tiempo tenían –en mayor o en menor grado- conciencia de su amor por las armas. Conciencia que, casi inevitablemente, se hace evidente de forma lúdica, pero que se adosa también al amor a Dios, porque –claro- en el universo Eastwood ambos elementos aparecen fusionados. Los tres (Alek Skarlatos, Anthony Sadler, Spencer Stone) sufren bullying, son los “rezagados” de la escuela (los directivos parecen detestarlos), pero en la amistad encuentran un motivo para sentirse mejor. En este punto, la película confirma la mirada del director sobre la amistad masculina, que responde a la mejor tradición del western americano, y que encuentra reminiscencias en otros films, incluso los que son bien distintos a este, como el caso de Jinetes del espacio.
La película nos ofrece una muy elemental descripción del viaje por Europa de los tres amigos (boliches, coqueteos con chicas, selfies, resacas…) para recordarnos, claro, que son en definitiva tres muchachos comunes y corrientes, buenazos diríamos, que tuvieron la mala (o buena, váyase a saber) suerte de subirse al tren en donde aquel 21 de agosto de 2015 viajaba un terrorista. En uno de los peores aciertos formales de su carrera, Eastwood lo presenta con un acorde musical que es más propio de un clásico de Wes Craven que de una película basada en hechos reales, en el contexto de una película que luce sobria, se diría hasta despojada, lo cual no tiene nada malo per se.
15.17 Tren a París dice mucho del mundo del realizador y de su afecto por esos seres que cumplen con una suerte de destino manifiesto. Del mundo contemporáneo, dice poco y nada. No hay comentarios interesantes sobre el aparato militar yanqui, puesto al servicio de la formación de jóvenes tan nobles como los que aquí retrata pero también encargado de instalar un sistema que emplea al terror como modalidad represiva internacional. El “otro” es otro amenazante, es lo infranqueable, lo oscuro. Y allí la película se queda en su discurso y se clausura a sí misma. Aún en sus films más controvertidos había espacio para la ambigüedad, como en el caso de la citada Río místico. Aquí no hay nada de eso, apenas un relato bien dosificado, con algunos temas que revisitan la filmografía de un gran realizador. Es cierto que no se le puede exigir a un artista que haga lo que uno quiere; al fin de cuentas, Eastwood tiene todo el derecho a construir los héroes que a él le interesen. Pero no menos cierto es que el cine, en tanto herramienta que sirve para pensar la cultura, opera mucho mejor cuando deconstruye. El camino inverso, al querido Clint, no parece interesarle demasiado.