Bárbaro: ingenio y horror en la película de Zach Cregger La película de Zach Cregger presenta tres secuencias bien definidas que, finalmente, delinean un misterio de connotaciones revulsivas. Con un trabajo sobre los climas sostenido, en buena medida, por la eficacia de su elenco, Bárbaro se convierte en una atractiva propuesta para los amantes del terror. Resulta tautológico afirmar que hay películas buenas y películas malas, de todos los géneros y estilos. Pero tal vez sea en el noble cine de terror en donde se encuentren más exponentes de las segundas; abundan los relatos trillados, las fórmulas (mal) repetidas, los golpes de efectos y un largo etcétera. Dentro de esta perspectiva, cada tanto asoma en la cartelera alguna obra que supera la medianía y se destaca del resto. Esto ocurre con Bárbaro (2022). La película comienza con un aparente equívoco; Tess (Georgina Campbell) es una joven que llega –Airbnb mediante- a una casa en Detroit para pasar la noche y, al día siguiente, tener una entrevista de trabajo. Pero una vez que llega, en medio de una noche lluviosa, descubre que allí ya hay alguien alojado: Keith (Bill Skarsgård, el actor que compuso al siniestro Pennywise en las dos películas de Andy Muschietti). El muchahco también reservó la casa, pero por otra página. Entre las evidentes tensiones que se gestan, finalmente Tess decide compartir el lugar luego de intentar –sin éxito- conseguir otro alojamiento donde quedarse. El peligro (para ambos) late con fuerza en el fondo de la casa, que –nos enteraremos luego- pertenece a un pedante cineasta interpretado por Justin Long, recientemente acusado de violación. En el tercio final del filme, la película revela el elemento siniestro, que –en su línea más freudiana- está vinculado al sexo, a lo familiar, y a aquello oculto que sale a la luz. Los golpes de efectos aquí son pocos –lo cual se agradece-; el terror en el relato parece estar adosado a las revelaciones que progresivamente irán descubriendo los propios personajes. Bárbaro no es una masterpiece, claro está, pero al menos ofrece algunas ideas interesantes que, si bien pierden valor cerca del desenlace, sirven para generar un “algo más” de lo que habitualmente vemos en el cine.
El fulgor, de Martín Farina, o la carne como manufactura del deseo Vilmar Paiva, ya visto en Gualeguauchú: El país del carnaval La última película del prolífico realizador de Fulboy (2015), Taekwondo (2016, en co-dirección con Marco Berger), Cuentos de chacales (2017) y Mujer nómade (2019), entre otras, retorna al universo de Gualeguaychú: El país del carnaval (Marco Berger, 2021) para ofrecer una mirada en donde conviven el registro documental y la impronta lírica. En Gualeguaychú: El país del carnaval, Martín Farina se desempeñó como co-guionista. En aquella película (presentada el año pasado en el BAFICI), Berger desplegaba su poética de observación de cuerpos masculinos en la previa y en la realización del carnaval más importante del país; factoría de cuadros de homoerotismo que el responsable de títulos como Plan B (2010) y Un rubio (2019) supo aprovechar. En El fulgor (2022), Farina hace una operación de adaptación; de registro, de puesta y en buena medida de la temática. La primera y más sobresaliente decisión estética es la supresión de los diálogos; aspecto que resemantiza el sentido puesto ya no en la corporalidad, sino en la carne, en la fisicalidad pura. La transmutación de carne en cuerpo(s) está motorizada por el deseo. Deseo de saciar el hambre, deseo puesto en suspenso, deseo que estalla en la carnavalización como procedimiento de des-subjetivación. Lo individual deviene colectivo. La cámara se conforma como dispositivo ideal para registral ese pasaje. El fulgor es un ensayo cinematográfico que va más allá de las instancias del carnaval y se instala en el universo de la vida de campo, cuyo epicentro está puesto en las actividades de Vilmar Paiva, a quien la cámara de Farina retrata con cálculo de orfebre. El director, responsable además de buena parte de los rubros técnicos, realiza una verdadera sinfonía de sonidos e imágenes; el trabajo con la carne animal, los cuerpos desnudos en el monte, la intimidad del vestuario, configuran esta red semántica envestida de un aura de misterio. Tal vez, la necesidad de dotar de intención aquello que, frente a los ojos, nos motiva a reconocernos como sujetos deseantes.
Camila saldrá esta noche: sólido drama centrado en las vivencias de una adolescente Gran elenco integra la nueva película de Inés Barrionuevo Inés Barrionuevo, realizadora de Atlántida, Julia y el zorro y Las motitos (en co-dirección con Gabriela Vidal) ofrece en su último filme un retrato íntimo pero de profunda raigambre social. Gran trabajo de su protagonista, Nina Dziembrowski. Camila vive en La Plata, la “ciudad de las diagonales”. Su abuela, con la que no parece tener una buena relación, está gravemente enferma. La madre de Camila decide, entonces, ocupar su departamento junto a ella y su hermana menor. Por más que los kilómetros no sean tantos, esa mudanza a la Ciudad de Buenos Aires le genera a Camila un cimbronazo. Nuevo ámbito, distancia con sus amigos y un colegio distinto. Una escuela privada, católica, con un perfil de clase media / media alta. Ya desde su ingreso, el director le pide –con impostada cordialidad- que guarde su pañuelo verde; primera señal de alarma. Camila saldrá esta noche ingresa de lleno al universo de los adolescentes urbanos, de un modo diametralmente opuesto al que suele hacerlo la televisión. Hay una aproximación que no es pudorosa ni subrayada, aderezada con una banda sonora pertinente y una fotografía que recorta lo micro de lo macro. Porque, ¿qué es la secundaria, sino una comunidad en donde se ensayan los modos de vivir “allí afuera”? Espacio que espeja las tendencias y tensiones de la sociedad, en esa escuela –en especial- se deja entrever el machirulaje, las opresiones y las injusticias contra las que Camila impone su militancia feminista. En ese marco, ella tendrá su grupo, claro: otra chica que la recibe bien de inmediato, un compañero gay, otro con el que entabla un vínculo amoroso, y otra compañera (ex del anterior) con la que también habrá una relación sexoafectiva. Barrionuevo dosifica de forma sutil las secuencias más dialógicas con aquellas concentradas en las corporalidades. A medida que el derrotero de la protagonista avanza, marcado por el calendario escolar y la inminente muerte de la abuela (a la que no vemos, pero que tiñe inexorablemente el clima familiar), la película se hace más sensorial, más palpable. Tal vez, ese sea su norte: el cuerpo y sus múltiples devenires y deseos. Cuando el relato hace foco de forma más directa en la agenda de género, hacia el desenlace, nada parece precipitado: el estallido final –consecuente con la consigna “lo personal es político”- es el que vimos gestarse, aún en la dubitaciones propias de un personaje rico en matices, en medio de una época de la vida en donde todo se siente mejor. Y lo que duele, con frecuencia, duele más.
Un film experimental de Martín Farina "Cuentos de chacales" (2017), film personalísimo no sólo por el sesgo autoral y experimental que Farina le impone, sino porque su estructura se concentra en la figura del actor Francisco Cruzans. ¿Biopic? Nada más alejado. Lo que el realizador propone es una mixtura entre documental, ficción y experimentación, en una apuesta en la que la libre asociación resulta esencial. Durante los 70 minutos en los que transcurre Cuentos de chacales aparecerán videos en VHS de Cruzans (también apuntado previsiblemente como “Panchito”), diálogos entre personajes que remiten a algunos núcleos de su vida, segmentos musicales, y hasta una intimísima escena que oscila entre lo confesional y el registro pornográfico que exaltará a los espectadores más conservadores. Más que establecer un nexo referencial directo, lo que hace Farina es graficar puntos de fuga, líneas de conexión, “ecos” en donde la música cumple un rol muy importante. Hay secuencias que juegan con la alternancia de la banda sonora entre el plano diegético y extradiegético, además de incorporar el elemento sonoro como un espacio nodal para la constitución de los recuerdos. El montaje va en la misma dirección que la composición musical; propone un recorrido más que un trayecto con “principio, nudo y desenlace”. Se percibe un trabajo detallado, en donde el plano detalle, precisamente, remite a las obsesiones o a la persistencia de algunos elementos en la memoria que sellan a fondo a la personalidad. La aparición de lo familiar dentro de la película parece remitir a una lucha inconsciente entre los preceptos y modelos heredados y la búsqueda por alcanzar singularidad y autonomía. Transitamos una modernidad en donde la intimidad se ha tenido que redefinir frente a la dialéctica que ha venido estableciendo con las redes sociales. Y en este contexto es significativo que un grupo de jóvenes cineastas (además de Farina, podemos mencionar casos diversos como los de Blas Eloy Martínez o Nele Wohlatz) se concentren en lo íntimo y las múltiples conexiones que establece con lo familiar. Por último, es valorable que en esta incesante búsqueda por concatenar registros y recuerdos, Cuentos de chacales jamás ceda ante la conexión fácil, de tipo psicologista, sino que tome partido por buscar su propio espectador, uno activo, que –claro- frente a la propuesta no será fácil encontrar.
“El prófugo” de Natalia Meta: notable transposición de la novela de C. E. Feiling Luego de su ópera prima, Muerte en Buenos Aires (2014), era difícil predecir qué camino tomaría la incipiente filmografía de Natalia Meta. Demasiado industrial para señalar rasgos “autorales”, aquella película resultó una buena carta de presentación que también contó con el acompañamiento del público. Fue, en definitiva, un debut con un exponente del género policial al que se le adosaron algunas singularidades, principalmente condensadas en la exploración del ambiente gay de un Buenos Aires en la década del ’80. Su segundo opus ratifica su eficacia para la construcción de climas, pero en esta oportunidad redobla la apuesta; El prófugo (2020) resulta un meticuloso relato sobre el límite entre el sueño y la vigilia, la cordura y la locura, que encuentra en la corporalidad de Érica Rivas todo el pathos que una actriz de su temple es capaz de ofrecer. La secuencia inicial nos muestra a Inés (Rivas) en pleno trabajo de doblaje en castellano neutro de una película oriental, en lo que parece ser un encuentro sadomasoquista. La tonalidad de la imagen, la sensación de extrañamiento del lenguaje y la multiplicación del filme doblado en el vidrio que la separa del operador funcionan como signos de la materialidad con la que trabajará El prófugo. Realidad y fantasía. O, tal vez, intromisión de una realidad alterna en la vida de una mujer que reparte su tiempo entre el trabajo y lo que se supone que es su vocación: el canto lírico en un coro. Inmediatamente después del comienzo, la película se interna en la vida amorosa de Inés; le alcanzan un par de diálogos y actitudes de su novio (interpretado por Daniel Hendler) para mostrar que se trata de una relación que no funciona, debido a la conducta controladora e invasiva que ella tiene que soportar. Un viaje a una playa paradisíaca y una tragedia hasta entonces impensada define un cambio brusco en el devenir de los hechos, con la aparición del título ya avanzado el metraje. Ya de nuevo en Buenos Aires, Inés empezará a desarrollar un problema en su voz, lo cual implica conflictos con su trabajo y con su espacio de expresión artística. La aparición de un personaje diametralmente opuesto al que fue su novio (un afinador de instrumentos interpretado con meticulosa gracia por Nahuel Pérez Bizcayart) suma elementos de extrañeza en este thriller psicológico, que lo es no sólo por indagar en la subjetividad de su personaje principal, sino por trabajar sobre lo disruptivo, elemento que pone al espectador en la necesidad de entender qué es lo que está viendo cuando todo lo estable deviene inestable. La llegada de su madre (Cecilia Roth), lejos de cumplir con el objetivo de traer algo de paz y compañía, opera como una nueva intrusión en su esfera cotidiana (una más). El prófugo, transposición de la novela de culto de C. E. Feiling, El mar menor, consigue desprenderse de aquel texto y, al mismo tiempo, enaltecerlo con una verdadera operación de reescritura. Meta se toma todas las libertades narrativas para profundizar su propuesta estética, en donde en la escisión entre lo real y lo aparente cobra espesor el diseño de sonido. Y en ese terreno cuenta con el talentoso aporte de Guido Berenblum, al que se le suman los meticulosos trabajos en arte de Ailín Chen y en fotografía de Bárbara Álvarez. El universo de la película se nutre del giallo, pero también de algunas películas de Brian de Palma como Blow out (1981) o Femme fatale (2002). No obstante, más allá de estas influencias El prófugo resulta una película pletórica en ideas, con una identidad que queda impregnada luego de su visionado porque, al igual que Inés, el espectador también se desconcierta pero no puede dejar de ver y de oír, por más que las imágenes y los sonidos no encuentren un referente inmediato.
La casa oscura” de David Bruckner: lucimiento de Rebecca Hall y no mucho más Pocos géneros deben entregar películas tan previsibles y rutinarias como el terror. Lo podemos comprobar varias veces al mes, cuando en la cartelera aparecen películas en donde importa más el efectismo que el in crescendo dramático, centro neurálgico de todo filme. Al mismo tiempo, se trata de un género noble, que ostenta varias obras maestras y que, cada tanto, nos sorprende con películas que, además de dar sustos, generan climas, construyen personajes sólidos, permiten que ingresemos en una zona siniestra porque, ¿ para qué vamos al cine a ver “una de terror” si no es para eso? La casa oscura (The Night House, 2020) intenta apartarse de las convenciones, pero se queda a mitad de camino. No llega al nivel de exponentes como It follows (2015) o ¡Huye! (Get out, 2017), pero tampoco cede ante la pornografía de la violencia propia de la saga El juego del miedo. Se trata de un retorno a la “casa embrujada”, con algunos elementos que le aportan una identidad más contemporánea (subyace en la historia la violencia de género) y la intención de apuntalar el lucimiento de una actriz con recursos: Rebecca Hall. Su personaje es Beth, una profesora de escuela secundaria cuya vida da un giro tras el suicidio de su esposo. Nada hacía suponer que ese amoroso marido terminaría con su vida, más aún cuando poco tiempo antes había logrado construir el hogar en medio del bosque que tanto él como su esposa habitarían juntos. Una serie de indicios (dispositivos electrónicos que se encienden solos, sueños demasiado vívidos, encuentros con personajes enigmáticos, etc.) llevarán a la viuda a indagar sobre el por qué de aquella trágica decisión. Y las preguntas no tardarán en hacerse cada vez más explícitas, enunciadas a personajes confidentes (su mejor amiga, su antiguo vecino) como para que la cosa quede bien clara. Desde que esas inquietudes se subrayan, la película recurre a algunos recursos holgadamente transitados (efectos de sonido, retornos al pasado que permiten encajar las piezas), al mismo tiempo que nos recuerda que es un filme de horror, pero “climático”. La actuación de Hall, como se ha dicho, eleva el nivel, aunque esta historia se cuenta con retazos que ya hemos visto antes.
Luego de Mía (2011), su interesante ópera prima, Javier Van de Couter presentó diez años después Implosión (2021) en la Competencia Argentina del 22° BAFICI. Su film aborda la vida de dos de los sobrevivientes de la “Masacre de Carmen Patagones”, quienes ponen el cuerpo en este relato ficcional que toma como premisa sus propias historias. El 28 de septiembre de 2004 las vidas de Rodrigo Torres y Pablo Saldías cambiaron para siempre. Rafael “Junior” Solich, un compañero de 15 años de la escuela donde estudiaban, ingresó al colegio armado y con una pistola que pertenecía a su padre, un suboficial de la prefectura, mató a tres alumnos e hirió a otros cinco. Pasaron 17 años de aquel trágico episodio, conocido desde entonces como la “Masacre de Carmen Patagones”. Javier Van de Couter, oriundo de aquella ciudad ubicada al extremo sur de la Provincia de Buenos Aires, regresó y tomó contacto con los dos jóvenes que hoy tienen más de treinta años y que se convirtieron en los protagonistas de su nueva película. La pregunta que orbita en ella es: ¿qué ocurriría si se encontraran con el asesino? Sin ningún tipo de atisbo moralista, el guión se concentra en el ficticio viaje que emprenden una vez que escuchan que Junior vive en un lugar de La Plata. En ese viaje se irá develando el presente de Rodrigo y Pablo, pero también sus diferencias respecto al acontecimiento que les cambió la vida y, claro, el deseo de enfrentar a quien efectuó los disparos. La idea de ajusticiarlo ronda, con diferente profundidad, en la mente de ambos, quienes en el camino se encontrarán con un grupo de chicos más jóvenes que ellos que, de alguna manera, harán que sus deseos y sus contradicciones salgan a la luz. Van de Couter propone con Implosión no solo una revisión de los hechos y una indagación en la mente de los protagonistas de su historia. Busca, además, trazar un mapa afectivo y generacional, en el que los jóvenes de hoy son interpelados por una tragedia que ocurrió hace muchos años pero que bien podría repetirse. Para contar este momento, el realizador privilegia las escenas de enfrentamiento (verbal y físico) más que la consecutividad de las secuencias propias de una “trama tradicional”. Su película, en ese sentido, cumple con la construcción de una atinada sordidez que se instala en ambientes nocturnos, urbanos, llenos de jóvenes que, sin revelarlo explícitamente, parecen tener cierta reticencia a ingresar a lo que conocemos como “vida adulta”, con todas las ambigüedades que ese término tiene. El resultado de este trazado generacional es un relato conciso pero de aristas complejas, en donde late la pregunta de qué hace una comunidad cuando un hecho de tamaña magnitud la golpea y cómo opera la memoria para sobrellevar el peso de ese acontecimiento.
Transposición de La rosa, obra teatral de Julio César Beltzer, Algo con una mujer (2019), de Mariano Turek y Luján Loioco, llega a la plataforma Cine.ar. Entre el policial noir y la mirada sutilmente crítica sobre el relegamiento doméstico de la mujer durante la década de los ’50 transcurre este relato de elaborada dirección de arte. - Publicidad - Al comienzo de Algo con una mujer, Rosa (sólido trabajo de María Soldi) le cuenta a su frío, distante marido, que poco antes de que él llegara de viaje ella fue al cine a ver Días de odio (1954), verdadero clásico del cine nacional. Es la transposición del cuento policial Emma Zunz, de Jorge Luis Borges, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson. Y al igual que ese personaje, Rosa mentirá para distorsionar algunos aspectos vinculados a un crimen del que -en su caso- fue solamente testigo. Aquella película también refiere al clima de época: las postrimerías de la presidencia de Juan Domingo Perón ante el avance de la denominada “Revolución Libertadora”, contra la que el esposo de Rosa milita. En medio de un clima social convulsionado, esta película de cuidada ambientación (ni pintoresca ni desmedida: cuidada) se detiene en cierto bovarismo que define a Rosa, mujer esperanzada con quedar embarazada y dedicada al cuidado de su esposo, quien está más preocupado por la avanzada militar y algunos hechos de dudosa ética también. Algo con una mujer es una película infrecuente para la “factoría FUC”, en donde estudiaron Turek y Loioco. Y lo espor varios motivos; en primer lugar, porque respira el aire de cierto policial poco frecuentado hoy en día. En segundo lugar, porque si bien en la historia hay pasiones (maritales, políticas, criminales), el relato se caracteriza por su estilizado equilibrio. Es, a la vez, una bienvenida revisión de un periodo significativo de la historia argentina, percibido desde un universo cotidiano, intimista. Aunque por momentos se haga evidente su origen teatral, estamos frente a un filme singular en donde la ambigüedad del personaje principal se destaca y le da una dimensión más interesante a la historia entera.
El realizador de Plan B (2009), Ausente (2011), Un rubio (2019), entre otras, entrega con El cazador (2020) un relato de aristas complejas en donde el deseo vuelve a estar en primer plano. - Publicidad - Los relatos de Marco Berger son, en su amplia mayoría, historias sobre el deseo entre varones. Esta cualidad lo ha ubicado como un referente del cine LGBTTI. Y si bien esto es correcto, sería un reduccionismo quedarse con esa nomenclatura y perder de vista que el eje, más allá de la temática, está puesto siempre en el acto de desear y en las múltiples contradicciones que entabla con la mirada de quien desea y de quien es deseado. En El cazador, Ezequiel (correctísimo Juan Pablo Cestaro) es un adolescente de clase media que se quedó solo en su casa, luego de que su familia se fuera de viaje. En búsqueda de conquistas afectivas y sexuales (o ambas a la vez) conoce al “Mono” (Lautaro Rodríguez), otro chico algunos años mayor que él. Lo que comienza como un affaire en plena ebullición hormonal deriva en trama en donde la pornografía infantil –territorio ríspido si los hay- deja entrever parte de su circuito. A partir de ese primer encuentro otros dos personajes clave ingresarán dentro de la órbita del film; precisamente, los extremos de una cadena de extorsión y negocios espurios. En el medio, el ojo atento de Berger se posa sobre las derivas afectivas y éticas de Ezequiel y lo hace sin medias tintas pero con sutileza, sin necesidad de verbalizar aquello que es de difícil traducción. El cazador vuelve a confirmar el talento de su director a la hora de problematizar el deseo. Como ingrediente nuevo, aparece hacia el final el lugar de los “adultos responsables”, pero en ningún momento se plantea una tesis; como siempre, lo que importa es el drama interno, las contradicciones entre lo que se quiere y lo que se puede. En este caso, todo en medio de un aura de tensión que oscila entre el erotismo y el horror.
Con una narración concisa y austera (cualidades que no siempre están aunadas), El maestro (2019) recrea un caso real sobre un docente de pueblo discriminado por su sexualidad. Los realizadores Cristina Tamagnini y Julián Dabien retoman la historia del maestro cordobés Eric Sattler y la trasladan a un pueblo de Salta. Los hechos narrados transcurrieron en los ’90, pero por las situaciones descriptas (y, más aún, en el ámbito en el que se desarrollan) el relato de la sensación de tener una penosa vigencia, aún en pleno auge de los múltiples debates sobre identidades sexuales y la reciente implementación de la Educación Sexual Integral. Natalio (Diego Velázquez) es un dedicado maestro que pasa sus días entre la realización de su trabajo y el cuidado de una madre enferma y despótica. En su casa trabaja una mucama (excelente trabajo de Ana Katz, en un rol infrecuente para su carrera) que, a su vez, es madre de uno de sus alumnos, víctima de bullying y con un padrastro marcadamente machista. Cuando llegue inesperadamente un amigo de Natalio, interpretado por Ezequiel Tronconi, comenzará a activarse todo un dispositivo de miradas, susurros, comentarios amparados en la órbita de la denominada “heterosexualidad obligatoria”. Tamagnini y Dabien logran construir en poco más de una hora (el tiempo justo que necesita el filme para cumplir con su propuesta y alcances) un sentido homenaje que va más allá de la denuncia, por más de que en algunas escenas se note cierto subrayado que atente contra el resultado final. Sin altisonancias y con una gran capacidad de observación (tanto en el ámbito escolar –con sus miserias institucionales-, familiar y comunitario), El maestro conmueve gracias a su construcción austera y, al mismo tiempo, convincente, consciente de que narra una injusticia que necesita ser contada. https://vimeo.com/397524697