La banalidad del bien
En el último tercio de Sully (2016), el piloto interpretado por Tom Hanks tenía que soportar cómo otros pilotos demostraban mediante simuladores de vuelo que podría haber aterrizado su avión en un aeropuerto sin necesidad de amerizar en el Hudson. Una magnífica conclusión reivindicaba que una historia tiene siempre una forma correcta de relatarse, un tempo, un ritmo, y que éste no puede ser simulado. Sin embargo, al pasar del avión al tren (el Thalys de Amsterdam a París en el que se frustró el atentado de Ayoub El Kahzzani), Eastwood decide algo aparentemente paradójico, pues su película, más que una recreación, es de hecho una especie de simulación. Eso es lo primero que sorprende en esta película, compleja, apasionante, y desde luego mucho más interesante que lo que afirman todos los que la desdeñan por razones ideológicas (cuando es sobre todo en ese terreno en el que se nos ofrece algo único): la diferencia entre “actuar” y “hacer como sí”, que es lo que hacen estos tres americanos interpretándose a sí mismos. Resulta de ello una especie de película-carcasa, un género a mitad de camino entre el cine, la televisión (en el sentido de plató televisivo, donde la gente finge sorprenderse o emocionarse, cosa muy diferente de actuar –y esto debería servir para acabar con el lugar común del “último cineasta clásico”) y la pose, en el mejor sentido de la palabra. Uno de los tres personajes principales, de hecho, parece totalmente obsesionado por su selfie stick, y esa es la única y misma exigencia que les hace Clint Eastwood: la de posar para su cámara.
Pero es sobre todo en Francotirador (American Sniper, 2014) que pensamos al ver esta nueva película de Clint Eastwood, sobre todo por la construcción del relato, las constantes idas y venidas entre el pasado de los personajes y el momento decisivo del tren. Unos saltos y unas elipsis que terminan generando en la película una distancia y un desapego que hace que todo ataque ideológico resulte, como poco, precipitado. Por dos razones. La primera, porque al regresar a los distintos episodios de la infancia de los tres protagonistas, Eastwood deja caer con una imparcialidad asombrosa ciertos detalles reveladores sobre los mismos y la vida que llevan: abandonados por la rigurosidad de la escuela católica en la que estudian (o fracasan en el intento, ¡y en la que les proponen tomar medicación!) y criados por unas madres ultra creyentes, empieza a germinar en los niños un interés por las armas y el mundo militar que, independientemente de que Eastwood lo admire o no, nos es mostrado con todo su realismo y su aspecto terrorífico. Una prueba muy simple de la imparcialidad de esta “génesis”: si a mitad de la película los jóvenes protagonistas, en lugar de salvar un tren, acribillasen a tiros a toda su escuela, nada habría cambiado. Pocos cineastas son capaces de mancharse las manos hasta tal punto, de mostrar de forma tan clara una sociedad al borde de la esquizofrenia (como ya hizo Leo McCarey en otra película de injusta mala reputación la anticomunista My Son John, 1952), en la que la materia de la que se construyen los héroes no es otra cosa que el puro caos. Segunda razón: porque ese relato fragmentado, que avanza a golpe de empujones (Eastwood, en estas tres películas, elimina hasta tal punto todo lo superfluo que casi parece que sus películas se sostienen en el aire), contamina el propio devenir de los personajes, convirtiéndose su destino heroico no tanto en algo catártico o milagroso, sino, más bien, inquietante. Hay que ver todas esas secuencias en la que los personajes no viven absolutamente nada especial (Spencer Stone fracasando en su intento por ser militar porque, justamente, su vista carece de profundidad, Alek Skarlatos llegando a Afganistán, donde lo único relevante que le sucede es que pierde una mochila, Anthony Sadler intentando conseguir fotos de cada lugar turístico Europeo). Dos momentos muy importantes tienen lugar en Alemania: Skarlatos va a una taberna donde su padre brindó tras el final de la segunda guerra mundial, pero no sólo no está seguro de la importancia de esa herencia, sino que tampoco parece convencido de que realmente pueda imaginar a qué podría parecerse aquello ; y Sadler y Stone visitando el bunker de Hitler, donde descubren que su suicidio no tuvo lugar en La boca del lobo perseguido por los americanos, sino aquí mismo y perseguido por los rusos (y el guía turístico les canta irónico Springtime for Hitler, de Los Productores de Mel Brooks): un mito (el de los Estados Unidos como nación heroica mundial) que se hunde ante ellos y que tampoco parece preocuparles más de lo necesario. Que todo eso tenga lugar en Alemania puede hacer pensar en Tres Camaradas, película de Frank Borzage (1938) en la que tres jóvenes veían sus vidas unidas para siempre por la Primera Guerra Mundial. Aquí, estos tres fracasados, estas tres carcasas a la deriva, están más bien unidos en la inconsciente e irracional espera de algo abstracto que pueda sucederles un día. No es tanto el destino heroico lo que les une sino el hecho de no sentirse en control de sus vidas, del mismo modo que Clint Eastwood parece dejar hacer que sus películas se construyan solas. Y cuando al fin llega ese momento heroico, éste no produce una descarga de placer vengativo o de “justicieros anónimos”, sino que más bien concretiza esa angustia vital y social latente. Si los tres hacen el bien, y un bien más que considerable (lógicamente, para Eastwood, Daesh está del lado del mal, y que lo asuma tan abiertamente es también, parece ser, razón para crítica), lo hacen de forma absolutamente banal. Y, aunque parezca contradictorio, al contemplarlos podemos sentir algo parecido a lo que Hanna Harendt sintió en Jerusalén en presencia de Adolf Eichmann.