Banda continua 1917 está llena de paradojas. Cosa que no debería sorprender viniendo del más americano de los directores británicos (¿o habría que decir al revés?), cuya primera y celebrada película se titula Belleza americana, pero que entre James Bonds y este homenaje a su abuelo soldado de la corona en la Primera Guerra Mundial parece casi como si quisiera cubrirse las espaldas ante posibles consecuencias del cada vez más cierto Brexit. Más paradojas: esta filmografía resumida de forma tan grosera no debería hacer olvidar que estamos hablando de un hombre de teatro. Un hombre de teatro que firma aquí un intento de proeza en (más o menos) plano secuencia. Curiosamente, otro británico americanizado fue el primero en concretizar para el gran público la pulsión de evitar el corte con La soga, Alfred Hitchcock. Aquella película, tal y como estaba filmada, creaba una dialéctica perfecta con el teatro, pues a la unidad de escena, acción y tiempo del relato le añadía la (un poco ficticia) unidad de la banda de celuloide en la que se inscribía y que nos lo narraba. Mendes toma el camino exactamente contrario: intentar dar unidad al largo trayecto entre los frentes de dos soldados británicos, incluyendo pérdidas de consciencia que lo interrumpen y trayectos en camión que lo aceleran. Sin embargo, todos sabemos, más allá de las circunstancias y trucajes que abundan en estas películas, desde La soga a 1917 pasando por el El arca rusa de Sokurov, la idea de un solo plano durante toda una película, si éste no se ejecuta con una voluntad casi mecánica o respondiendo a un criterio estructural ajeno (como hacen James Benning, Michael Snow o Sharon Lockhart) sencillamente no existe. Porque, y no hace falta recordar a André Bazin, todo elemento de puesta en escena, todo desplazamiento o gesto de los actores en el encuadre y toda voluntad de significación de la cámara implica un cambio de plano, aun sin corte. En un diálogo de la película, un personaje dice que una medalla es algo más que un trozo de metal: “también tiene una banda” (“there’s also a ribbon”). Frase que resume, para bien o para mal, la película y su proyecto. Mendes se propone el extraño desafío de contar la Gran Guerra, una pura máquina de muerte al trabajo, sin que el cine la cercene mediante el corte. La guerra es el metal, las balas, pero también algo más, una banda que une a aquellos que participan en ella. De ahí su deseo de contar una situación constantemente imprevisible y no lineal como si fuera una banda continua, fluida. Pero en la carretera ya sabemos lo que significa una banda continua: la prohibición de adelantar, la prohibición de cruzarla. Mendes no puede pues transgredir esa norma autoimpuesta, pero quiere que su máquina avance de forma eficaz, sin renunciar a ningún privilegio de una planificación “normal”. Por ejemplo la cámara deberá alejarse ligeramente de los protagonistas si esta quiere captar un detalle impactante del decorado, u orbitar en torno a los actores si desea crear algo similar a un plano/contraplano o mostrarnos lo que los soldados están mirando en sus manos. Además, entre los momentos fuertes, Mendes se ve obligado a respetar la banda continua y filmar otros menos intensos, de elipsis prohibida; pero por voluntad de eficacia los sobrecarga dramáticamente (por ejemplo mediante una banda sonora que parece un popurrí de motivos de cine épico). Tal planificación convierte al actor en soldado (pues la interpretación física concuerda un poco más con la del personaje, ese es el lado burlesco de este tipo de películas inmersivas), al operador de cámara en artillero y al director de fotografía en capitán. La puesta en escena se convierte así en una serie de órdenes emitidas por el director, o sea, el General, desde la retaguardia, tras un monitor. De ahí la sensación de ver algo excesivamente coreografiado, carente de vida, preconcebido, con las etapas obligadas del periplo de los soldados apareciéndonos casi como las secuencias de un videojuego en las que la acción se interrumpe para presenciar una secuencia cinemática. Cada vez que se nos anuncia el inminente contacto de los protagonistas con un superior o alguien relevante, sabemos que nos aguarda un cameo o aparición fugaz de una estrella del cine y la televisión británicas (Colin Firth, Andrew Scott, Benedict Cumberbatch o Mark Strong). Las escenas de acción van irremediablemente llegar a una consecuencia visible (si un avión arde en el cielo sabemos que se estrellará dentro del plano, si un soldado lanza una bengala sabemos que la acabaremos viendo finalmente en el fondo del encuadre). El resultado es frágil y por ello casi enternecedor: en la necesaria subasta conceptual en que se ha convertido el cine, Mendes y su “guerra en plano secuencia” parece llegar con demasiado retraso e ingenuidad respecto a Nolan y sus tres temporalidades entrecruzadas en Dunkerque. Pero esa fragilidad tiene dos cosas singulares, casi genuinas. En primer lugar, los problemas que Mendes tiene que resolver se nos muestran en directo, como si cualquier espectador participase en ellos y pudiese ver fácilmente la solución adoptada. Los cortes, en el cine, esconden la voluntad de la puesta en escena, que aquí se muestra desnuda. Y es así como esta película “inmersiva” evita el riesgo de tomar al espectador por la pechera y forzarle a ver, a “vivir la guerra”, pues hasta la más despreocupada de las personas en la sala se da cuenta de las motivaciones detrás de las decisiones del cineasta. El mejor momento de la película nos muestra a uno de los protagonistas saliendo de la trinchera y corriendo en perpendicular a los soldados británicos a la carga, tropezándose inevitablemente. La cámara le precede, reculando, en ligero picado. Según avanzamos, cada vez más soldados entran en el encuadre. Sabemos que Mendes escoge ese ángulo para mostrarnos a todos esos figurantes corriendo, cayendo. Y sabemos, pues los vemos surgir progresivamente, que son reales, que no se trata de figurantes digitales como en tantas batallas contemporáneas. En cierto modo, queda en esta película un poco de contacto entre el espectador y una realidad de la puesta en escena, cosa cada vez más rara. Segunda cosa singular: la emoción británica. Lo bueno que tiene el patriotismo británico es que es muy distinto al americano. Son otros símbolos. Aquellos construidos desde el cine inglés de postguerra que cantaba el heroísmo de las pequeñas gentes, como las que veíamos precisamente en Dunkerque, saliendo al rescate en sus botes, mientras Kenneth Brannagh decía emocionado al verles llegar “home” (“hogar”, que el subtitulado español transformaba en “patria”). La motivación de los dos soldados británicos protagonistas es la misma: no la promesa de la gloria, ni de la victoria, ni de la patria, sino el sentimiento de necesitar ayudar a quien está en apuros y compartir su sufrimiento. El gesto más emocionante de la película tiene lugar cuando uno de los dos soldados guarda la foto de la familia de un compañero muerto en la cajita donde él transporta las suyas y la guarda en su pecho. Todos esos kilómetros de acción desplegados de forma “continua” ante los ojos del espectador se reducen entonces al delicado gesto de una mano. Toda una patria encerrada en una cajita.
Digámoslo de entrada: Once Upon a Time…in Hollywood es la película más bizarra de Tarantino. Pero no en el sentido de la rigidez conceptual y casi estructuralista, por ejemplo, de Death Proof, sino por razones mucho más intrigantes. De hecho, el primer sentimiento de extrañeza llega al cabo de apenas unos minutos: Tarantino nos presenta a sus personajes de ficción del Hollywood de los años 60, Rick Dalton (DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt, su doble para escenas de acción, asistente y amigo) con esa serie de tics narrativos de su cosecha, y prestados, en todo caso abundantemente imitados (mini flashbacks voladores, imagen congelada, rótulos, distancia irónica, etc., etc.) y que, tal vez por primera vez, chirrían, como si un estudiante de cine estuviese intentando hacer algo como Tarantino y le hubieran concedido mucha plata y estrellas para hacerlo. Pero esa desorientación deja progresivamente lugar a otra, más profunda, más compleja, insisto, lejos de las dilataciones conceptuales, de los diálogos o secuencias estirados hasta el tour de force, de las demostraciones de control de Tarantino sometiendo a su espectador a su talento y sus diversas artimañas. Lo que choca aquí, de hecho, es el tono extrañamente apaciguado, la aparente dulzura con la que Tarantino, siguiendo a unos personajes cuyo interés e importancia en una trama más grande que ellos no podemos dejar de preguntarnos, describe un Hollywood decadente, bastardo, casi en vías de descomposición. Las idas y venidas entre televisión y cine destrozan el amor propio de los actores, el western spaghetti explota el genio interpretativo americano, pero Tarantino parece querer mostrar que, en ese momento que antecedió al asesinato de Sharon Tate y sus amigos a manos de la banda de Charles Manson, Hollywood vivía un momento único en su inevitable y gloriosa putrefacción: una época en la que los géneros se dinamitaban, en las que Dean Martin y Sharon Tate daban tortazos filmados por Phil Karlson, en la que la televisión parecía llevar al extremo el concepto del entretenimiento y Hollywood respondía creando un circo mágico en el que Bruce Lee podía convivir con Roman Polanski. Esa descripción apaciguada y sentida de la vida de sus protagonistas, más aún que otros momentos melancólicos del cine de Tarantino (como en Jackie Brown), genera por su ausencia de tensión y, por momentos, de distancia crítica (como cuando las series en las que actúa el personaje de DiCaprio dejan de ser vistas a través del filtro de la ficción y estética de la época y parecen ser directamente filmadas por Tarantino), un sentimiento totalmente nuevo en su cine. El de haber querido captar en la ridiculez de un actor en declive, la brutalidad de su doble, y la nobleza de su amistad, la triste y sin embargo luminosa belleza de una época terrible. No hay nada de utópico en esos años de flower power: la banda de Mason no deja de ser una degeneración que respondía a otra degeneración (la del Hollywood “facha”), sólo que en ésta había algo noble y que merece ser contemplado, contado, sentido. Hablando de épocas, en la actual, y puede que sea un disparate decir lo siguiente, pero creo que Instagram ha reemplazado a la literatura a la hora de contemplar uno mismo su vida en tercera persona, de añadir una distancia analítica a lo que hacemos, de intentar idealizarnos y elevarnos. Una vida acompañada por la literatura era, en el mejor de los casos, pero con frecuencia, una vida que podía ser contemplada por uno mismo en sus aspectos cotidianos, en sus gestos, en sus rutinas. Creo que Instagram ha roto esa continuidad: no importa lo que hagamos, siempre y cuando encontremos el espacio suficiente para hacer algo un poco, el tiempo justo para capturarlo, crear una ilusión. Y creo que el cine se está viendo afectado por esta nueva forma de ver nuestras vidas: cada vez más las películas describen apenas unos trazos de una vida y los personajes podrían estar muertos o no en cuanto desaparecen del relato, sus vidas cortadas y cercenadas, condenadas a ser lonchas de un embutido, rodajas visibles pero incontinuas de una fruta jamás completa. Puede que por eso y pese a sus defectos resulte salvadora esa extraña insistencia con la que Tarantino describe rigurosamente el día a día de sus personajes. Cliff, esté o no esté en pantalla, tiene una vida que ha sido descrita de tal modo que nos parece entera: sabemos que llega en su coche cada mañana a casa de Jack y que luego le conduce donde precise con el coche del actor, que recorre siempre el mismo camino de vuelta para hacer trabajillos en su casa, y que por las noches vuelve a toda velocidad en su bólido a su caravana, donde vive con su perro, junto a un drive in. Sabemos qué le da de comer, cómo come él, conocemos su soledad. Por eso, en este montaje sin duda aún no terminado, en la que muchas secuencias parecen sobrar, en la que al cabo de más de hora y media de película todavía seguimos preguntándonos por qué Tarantino cuenta lo que está contando, se crea el sentimiento de presenciar algo importante en sus momentos más anodinos, algo, incluso, emocionante (y las risas de muchos espectadores ante los momentos de depresión de Rick ante su propia carrera, como en la larga y tal vez mejor secuencia de la película, en la que Rick dialoga con una joven actriz de ocho años e interpreta una escena con ella, resultaban mucho más chirriantes que las aparentes imperfecciones y fallos de la película). Será precisamente ese cuerpo sin nombre, ese cuerpo de doble, el que salve (o al menos parezca poder hacerlo) esa época extraña e informe de Hollywood, en la que un especialista como él podía matar a su mujer en oscuras circunstancias y salir airoso del asunto, sobrevivir y redimirse en su propio ostracismo. Polanski es presentado literalmente en la película como la gran esperanza de ese Hollywood, alguien capaz de salvar a un actor, conducirlo por su “Cielo Drive”, donde vivía y cuyo nombre parece materializarse en el último plano de la película. Es la nostalgia compleja y moralmente al borde del límite de Tarantino: la de haber deseado que nada hubiera cambiado, en unos tiempos salvajes y decrépitos, vacíos y alucinados, egoístas y decadentes. Precisamente ese tipo de épocas en las que la palabra amistad (en el sentido más viril y habrá quien lo tilde de rancio, de ser “más que un hermano, menos que una mujer”) podía todavía significar algo.
Lo primero que sorprende de Dolor y gloria es su aparente sencillez. Tras una serie de películas en las que Almodóvar le disputaba a Brian de Palma el céretro de los relatos enrevesados, de las historias interconectadas, llenas de cajones secretos ligados entre sí y construidos con manos de orfebre, he aquí una película que, de pronto, parece cristalina como el agua del río que la inicia. O, tal vez, increíblemente gaseosa. Como lo es esa familia, extraña y reducida, de películas de recuerdos ligados a una casa. Dos ejemplos: la hamletiana Morir, dormir, tal vez soñar (Manuel Mur Oti), o la más sacramental Visita o memorias y confesiones (Manoel de Oliveira). Y no creo que sea casualidad que Almodóvar haya, como se comenta, buscado recrear exactamente su apartamento para diseñar el de Salvador Mallo (Antonio Banderas). Porque, al igual que en esas dos películas, los flashbacks no parecen aquí, como cabría esperar, enhebrados en una compleja construcción, sino más bien como el fruto de resortes aleatorios, en un viaje flotante y opiáceo por el memory lane ficcional del cineasta. Creo, en realidad, que Dolor y gloria es mucho más compleja de lo que parece, sólo que la complejidad es liviana, fluida, no pesa más que la ficción. Me explico relatando un momento clave: el personaje de Salvador se ha reconciliado con el actor protagonista de una vieja película suya, y éste descubre un guion que nunca filmó, una confesión íntima sobre un gran amor pasado, destruido por las drogas. Salvador le permitirá tomarlo y adaptarlo, en forma de monólogo, al teatro. Ese será el único momento de la película en el que cambiemos de punto de vista: tras seguir las deambulaciones de Antonio Banderas y sus recuerdos, de pronto, éste sale de la película. O mejor: sigue en ella, pero de prestado: es su narración la que se encarna en otro cuerpo. Y, en ese momento, en ese teatro, entre los espectadores y frente a ese otro cuerpo se encontrará, por casualidad, el amor perdido del relato (Leonardo Sbaraglia). Todos esos recuerdos invocados hasta entonces en la película por la cabeza de Salvador, de pronto, son invocados por el cuerpo de otro personaje que les da voz, y es ese momento el que hace que, al fin, el pasado se presente en la película, Leonardo en casa de Antonio, el verbo hecho carne. En un movimiento que parece totalmente natural (un personaje lee algo que otro ha escrito), el giro que Almodóvar opera en su narración y en la construcción de su película es mucho más radical que el más brillante giro temporal de La piel que habito o La mala educación. Esa naturalidad aparente a todos los niveles, posiblemente provocada tras la decepción plástica de Julieta (en una entrevista de Almodóvar que pude realizar con Álvaro Arroba, este contaba su frustración en esa película por rodar en digital: “yo soy como un pintor que coloca colores no en un lienzo, sino ante una cámara, y sin celuloide, no sé qué sucede a mi materia”), casi milagrosamente, se encuentra puesta al servicio de Antonio Banderas. Resumir lo que Banderas hace aquí como actor llevaría demasiado espacio: intérprete de una versión posible de Almodóvar, increíblemente preciso en los ritmos, denso en la palabra, grácil en los movimientos, es casi un tipo de interpretación inaudita en el cine español. Su capacidad creativa es tal que nos da la sensación, por momentos, de que los actores frente a él resultan buenos gracias a él, que hay algo en el espacio que él crea que convierte en válido y emotivo cualquier gesto que pueda tener enfrente. De ahí que los trazos del cineasta parezcan más discretos, más cotidianos: incluso el giro final, que podría recordar al de Vida en sombras (Llobet-Gracia) o, por ejemplo, a El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami), resulta menos vertiginoso y revelador que estos. Hasta la ruptura fluye, aquí. Sin que esto signifique que no haya momentos de genio de puesta en escena (la fiebre del Salvador niño ante el cuerpo desnudo del joven obrero en su casa) y de concepción del relato (el encuentro de retrato de Salvador que ese mismo obrero había hecho: si el guion no filmado invocará al amante perdido, este dibujo, desaparecido, invocará al arte, al cine). Esa idea del dibujo perdido, es una de las grandes ideas literarias Dolor y gloria. Pero es interesante pensar a qué se parecería ese libro, dónde podría inscribirse esta película en la literatura castellana. Hemos hablado de las confesiones, pero no se trata tanto de eso aquí; la película es demasiado amable con un personaje protagonista constantemente presentado como víctima (de sus propios excesos, pero víctima inocente), aquejado de numerosos dolores físicos (la película resulta la materialización de ese espectro que acecha el cine de Almodóvar y presente en prácticamente todas sus películas, llenas de hospitales, de enfermedad, de visitas a doctores, dentistas…). Tampoco se trata pues de una autoficción, en el sentido estricto de la palabra. Habría que buscar, creo, en un tipo de literatura melancólica, incluso pesimista. Por qué no en aquella idea que definió la gran escritora Ana María Matute respecto a la forma de escribir algunos de sus libros más autobriográficos: “Vivimos sólo una vez, pero morimos muchas, yo he pasado varias muertes, ya en mi vida”. Y creo que ahí se encuentra el genio literario de Dolor y gloria. Almodóvar no habla de sí mismo, sino de un Almodóvar que murió, y que quedó atrás, de un personaje del que puede por lo tanto hablar como si fuera otro. Aquello que vivió fue real, y los cuerpos de sus actores lo manifiestan para él. Pero si se ha podido llamar “pequeña muerte” al orgasmo, a la ruptura amorosa podríamos llamarla “gran muerte”: es de ese hombre sin vida que habla la película, el que reanima y describe Salvador, el que encarna y crea Banderas.
Bife con guarnición Juanma Lillo, como su profético nombre indicaba en un fatal juego de palabras, fue un entrenador de fútbol español que cosechó pésimos resultados a lo largo de su carrera. Sin embargo, este vasco admirador de la prosa de Jorge Valdano tenía un particular talento para encontrar fórmulas brillantes ante la prensa. Una de ellas fue fantástica. Comentando que hoy en día en el fútbol se habla más de todo lo que rodea a los partidos (fichajes, despidos, rumores de los despachos, etc.) que de los propios partidos, espetó: «En el mundo del fútbol actual, podemos afirmar que la guarnición ha ganado la batalla al bife». El cine ha corrido siempre ese riesgo en mayor o menor medida, sobre todo desde que perdió su puesto de elemento privilegiado en el mundo cultural popular. Pero, recientemente, el riesgo parece cada vez mayor: una películas se valora en gran medida por el valor de su discurso, por su posicionamiento respecto a cuestiones identitarias, por el origen o el background de la persona que la ha concebido… en definitiva, cada vez más por lo que el cine tiene de comunicación (de fácilmente traducible en frases, positivas o negativas), y cada vez menos por lo que escapa a esa comunicación y que es, a fin de cuentas, aquello que diferencia realmente las buenas de las malas películas. Fue en medio de la ebullición de este fenómeno cuando Jordan Peele cosechó un éxito desmesurado gracias a su primera película, Get Out, (casi 250 millones de dólares de beneficios por menos de 5 millones de presupuesto): la sátira social se combinaba con el cine de terror para criticar a fin de cuentas la falsedad de la presunta reconciliación racial que se había vendido a la sociedad americana en los últimos años. ¿Qué critica o comenta ahora Nosotros? Responder es complicado. Y esa es la primera razón por la que la película sorprende y desestabiliza (pues según parece ser, es lo primero que se comenta en la prensa estadounidense): ni rastro aquí, al menos de forma evidente, de la «confrontación» entre afroamericanos y blancos «buenistas» de Get Out. Nada parecido a un conflicto (racial u otro) fácilmente identificable, sino algo de hecho mucho más difícil de resumir, de ahí que la película comunique menos que Get Out (y de ahí, cabe esperar, un éxito tal vez menor). La familia protagonista de Nosotros no es víctima de una familia blanca, sino que son víctimas de ellos mismos. Y todo el mundo lo es, independientemente del color de su piel. Cada personaje de la película se ve atacado por un doble suyo venido de un mundo subterráneo, de donde sale vestido con un mono naranja (¿de presidiario?), luciendo un guante en la mano derecha (¿como OJ Simpson?) y hablando con gruñidos propios de cantante de dark metal. La revolución de los dobles comienza con la invasión del domicilio de vacaciones de los protagonistas, en una tensa toma de rehenes que podría definirse como una versión afroamericana del Michael Haneke de Funny Games haciendo un sketch en el Saturday Night Live. Porque, justamente en ese momento, la película empieza a inclinarse hacia la comedia. Al igual que Get Out, o incluso más, Nosotros no da miedo. Pero esa mezcla de géneros se produce en orden inverso: si allá empezábamos en el terreno de la sátira, sentando así de forma clara y diáfana las bases del comentario social de la película, para luego introducirse en un mundo angustioso y cercano al terror, aquí empezamos en un ambiente inspirado del cine de terror que, una vez se concreta mediante la violencia, se desactiva con toques cómicos. Paradoja: el humor federa y permite que el espectador no se sienta repudiado por la pantalla, pero al mismo tiempo le resulta más difícil leer la película. Muchas son las pistas; pocas las respuestas. Si hay que dar una, diríamos que Nosotros critica el sueño del estado del bienestar americano, el de una nación unida mediante símbolos publicitarios, el de un liberalismo convertido en religión fundadora que ofrece la salvación mediante una buena casa, un buen coche, un pequeño barco en el que ir a pescar en familia los fines de semana. Es todo eso lo que los dobles no tienen y lo que, finalmente, tampoco parecen desear realmente. El viaje del personaje interpretado por Lupita Nyongo’o sería el de una Alicia atravesando el espejo, salvo que, del otro lado, no haya sino a ella misma, sin rastro de Wonderland. Puede que el trabajo de Jordan Peele encaje a la perfección en una época en la que el cine se percibe sólo como una herramienta más para modificar o dar testimonio del mundo que le rodea. Pero sería absurdo negar también su talento para supera esos preceptos. Es decir: esa percepción útil del cine como cultura implica que todas las imágenes valen exactamente lo mismo, las unas que las otras, las cinematográficas o las audiovisuales. Todas participan como ingredientes de la misma masa, porque se abandona toda conciencia histórica (que obligaría a considerar cada película dentro de una evolución de las formas, en el interior del cine y en relación con las otras artes). Sólo se considera el presente que rodea a la película en el momento de su producción o difusión: en qué medida ésta puede influir para bien o para mal en la evolución social del mundo; en el mejor de los casos, en qué medida es un reflejo o un síntoma inocente de un sistema que la sobrepasa. Esta forma de ver el cine es la que ha ganado la guerra, y la que ha terminado de contribuir a la impotencia del cine actual a la hora de crear imágenes icónicas, cada vez más ahogado en ese magma audiovisual y cultural que lo envuelve. Es en nuestra memoria gestual, pienso, donde mejor se traduce ese poder icónico: Antes todo niño imitaba los gestos de John Wayne o cualquier otro cowboy, como Belmondo imitaba el gesto de Humphrey Bogart con su pulgar. Ahora, Antoine Griezmann celebra su título mundial de fútbol imitando los gestos de los personajes de Fortnite. No hay que confundirse: Nosotros se nutre casi exclusivamente de ese tipo de referencias y guiños a la cultura popular. De hecho, la película está invadida de ellas. Pero hay tal saturación y, sobre todo, cada una de ellas parece ser trabajada hasta tal punto como una fuente de sentido, que el guiño se desactiva y resulta otra cosa. En la piscina de bolitas de la pop culture, Peele, se desenvuelve con tanta naturalidad y juega en ella con tan pocos complejos, que, paradójicamente, tenemos la sensación de estar ante un teórico, más que un cineasta. Y es gracias a ese fondo teórico que Peele es uno de los pocos cineastas americanos actuales capaces de crear imágenes icónicas. Es decir, que la fuerza de sus imágenes sólo puede concebirse desde esa perspectiva del cine hoy dominante. Un ejemplo. El inicio de la película: Noche. Un parque de atracciones en los años 80. Una niña luciendo una camiseta del «Thriller» de Michael Jackson. La niña se pierde y, manzana caramelizada en mano, entra a refugiarse en una atracción que revelará su verdadero yo (como en una versión terrorífica de aquel Quisiera ser grande con Tom Hanks). Todo ello resulta inolvidable y brillante. Y creo que lo es por su capacidad de ser terrorífico mediante la simple presencia de personajes de raza blanca poblando el decorado en el que esta niña afroamericana se pierde. Del mismo modo que Peele sabe servirse de la perfección del rostro de Nyongo’o para revelar lo que esa belleza tiene de terrible, la el camino entre lo comunicable y lo incomunicable es un camino de ida y vuelta constante en Nosotros. Es precisamente por su relación con el mundo que las imágenes de Peele son particularmente inolvidables. Como si la guarnición, por una vez, diera mejor gusto al bife.
La jungla y el cristal Puesto que Shyamalan nos ha acostumbrado con el tiempo a su gusto por las paradojas, Glass, su nueva película, es al mismo tiempo una obra de reconciliación y de sublevación. Reconciliación porque su reencuentro con Bruce Willis y Samuel L. Jackson se realiza gracias a los personajes que interpretaran en El protegido, hace diecinueve años, cuando el cineasta prolongaba su exitosa entrada en la industria, despertando admiración y recogiendo éxitos. Varios fracasos e injusticias después, Shyamalan terminó viéndose obligado a escarbar el filón más B de su cine gracias a la productora Blumhouse, y Glass, su tercera colaboración con Jason Blum, supone algo como un apretón de manos entre aquel cineasta que gracias al éxito sintiera el valor de introducirse en el mundo de los superhéroes y el que ahora lo hace de nuevo gracias a la modestia. Por esa misma modestia, la reconciliación se extiende a un espectador que, ante la saturación del cine de este género, atisba una posibilidad reconfortante: si en lugar de hacerse menos películas de superhéroes se hicieran más, posiblemente nos encontrásemos con joyas como esta, cuando los verdaderos grandes cineastas se pusieran manos a la obra, liberando al género de esa especie de aceleración capitalista en tiempo reducido que le ha llevado a hacer películas cada vez más caras, cada vez más espectaculares y cada vez con más personajes y estrellas, siendo este último punto el único que Shyamalan “respeta” en Glass. Porque, por todo lo demás, Glass es tanto una película de superhéroes (decir lo contrario es imposible) como una anti-película de superhéroes: casi de forma acelerada (presuntamente, Shyamalan ha recortado un primer montaje de tres horas a dos horas y diez minutos, lo cual crea ciertos atajos en la parte inicial), los tres personajes sobrenaturales, David Dunn (Willis), Elijah Price (Jackson) y Kevin Wendell Crumb (James McAvoy), se encuentran encerrados en una institución psiquiátrica (sucede realmente temprano y el abajo firmante asegura intentar no destripar en nada la trama de la película) en la que se les intenta convencer de que padecen de un síndrome megalómano que les hace creerse lo que no son (es decir, superhéroes), evacuando así rápidamente la necesidad e importancia de los enfrentamientos y toda otra secuencia de grandes aspavientos. Puesto que el cine de Shyamalan, pese a todos sus vaivenes, se ha vuelto cada vez más teórico, esta vez no podía ser menos: esta terapia que viven los personajes es diametralmente opuesta a la que viven los espectadores en sus butacas, a los que el cineasta logra con maestría convencer de que están viendo una película de superhéroes. Una película increíblemente desprovista de acción y que rechaza toda noción de espectacularidad. Si el cine que adapta en gran pompa esos cómics que son el pasto cultural de Glass permite al espectador huir hacia un mundo de colores y luces, cada vez más inmaterial, el de Shyamalan no hace sino remitirle inevitablemente a una realidad sucia, gris, hecha de cemento y de metal, fotografiada de forma ingrata, y, definitivamente, una realidad que, en estos diecinueve años, no parece haber permitido a Dunn ni a Elijah ser más felices sino, más bien, todo lo contrario: la depresión del uno y la desesperación amarga del otro no han hecho sino crecer, apagándolos y atrofiándolos mientras la violencia no ha dejado de multiplicarse. Si las ciudades del cine de superhéroes “caro” lucen siempre sobrepobladas y desbordantes de tráfico y movimiento, la Filadelfia de Shyamalan es una triste jungla de calles desiertas y oscuras habitadas por criaturas incapaces de huir de una realidad siniestra que parece incuestionable. Del mismo modo que, al contrario de los grandes superhéroes y sus enfrentamientos cada vez más cercanos al cielo y las galaxias lejanas, Shyamalan concebirá su clímax en el bacheado asfalto de un aparcamiento medio vacío. La primera vez que vemos en acción a Dunn tiene lugar cuando se enfrenta a dos jóvenes que agreden brutalmente a un hombre para poder filmarlo, a los que persigue ocultándose en la oscuridad, en un mundo en el que la luz y la imagen se han convertido en herramientas de violencia, castigo y vigilancia. El camino hacia aquello que una vez más se parece a un twist final consistirá (las palabras que siguen serán cuidadosamente ambiguas, tranquilos, no corren peligro) en revocar ese mundo, en devolver a la imagen su poder liberador. Es esa finalmente la gran reconciliación: de aquella presión a la que se sometía al cine de Shyamalan por encontrar giros cada vez más inesperados y espectaculares el cineasta ha conservado aquello que componía la belleza del gesto. Que no es tanto el sobresalto del espectador (que también), sino el de haber encontrado la esencia de su cine en esos momentos de revelación de la verdad y que siempre se producen en secuencias de seres pasmados, de habitaciones desnaturalizadas, en silencios en los que los personajes filmados se desvelan autómatas incomprensibles para sí mismos respondiendo a fuerzas exteriores que los manipulan (de ahí que El incidente sea tan brillante: Shyamalan empezaba su película con el mismo sentimiento con el que hasta entonces buscaba terminarlas). Conocer tales fuerzas, sacarlas a la luz, que sus películas se conviertan inevitablemente en lentes de aumento que permiten descubrir algo, arma inevitablemente el cine de Shyamalan de una fuerza subversiva. Ante un autor de tal magnitud y que se mueve (cosa cada vez más rara), en esas esferas entre el gran cine de espectáculo y la artesanía, es tentador ver sus películas como un comentario de su propia obra. Pensar en su trayectoria como la de alguien a quien la industria quiso convencer de que no era lo que creía. Resulta normal que esta gran reconciliación teórica, imperfecta, abrupta, mutilada, emocionante, tan brillante como frágil que es Glass requiriese plantearse el fin de la división entre héroes y villanos. Es necesario que las máscaras caigan, si queremos reconciliarnos con el cine y, por qué no, con la moribunda política de los autores. Puede que todavía no sea demasiado tarde.
La luna, esa enorme pastilla de Prozac Si alguien se reconoce en esta frase, que no se preocupe, pues es un fenómeno totalmente comprensible: Dan ganas de meter a Damian Chazelle en el furgón de los jóvenes prodigios sin interés y tirar la llave. Y por muchas razones: ese aire que desprenden sus películas de ser obras de un alumno aplicado incapaz, pese a su ambición, de darles una verdadera personalidad, el hecho de que su primera película recibiera una atención desmesurada, esa sensación de un conformismo moral que puede desprenderse de su mirada… Y, sin embargo, todo lo que hace se empeña en contradecirnos, en insinuarnos que sería un error juzgarle tan deprisa, no ver el bosque por empeñarnos en derribar los evidentes árboles. La La Land nos ponía sobre aviso: lo que empezaba como una versión deluxe de los vídeos Lipdub de ciertas empresas, mezclado con una estética de publicidad de un televisor Sony Bravia, nos dejaba, finalmente, con un gusto más complejo. Y no sólo por la contradictoria visión de un culto del éxito admirado al mismo tiempo que criticado, sino por la sorprendente evolución del relato en su parte final, jugando con la ficción y la retórica del happy end de una forma vertiginosamente melodramática. First Man se presenta de forma igualmente desconcertante. La película resume los ocho años que transcurren desde que Neil Armstrong integra el proyecto de la NASA para enviar seres humanos a la superficie lunar hasta su celebérrimo pequeño paso en el país desierto de los selenitas. Peripecia que Chazelle decide contar con un doble y particular sentimiento claustrofóbico: el primero consiste en dejar en un muy segundo plano todos los problemas políticos (la carrera espacial contra la URSS), sociales (las protestas de movimientos afroamericanos contra subvencionar que se mande a un blanco en la luna), antropológicos (los discursos de Kennedy sobre el ansia humana por el descubrimiento, confundida, para muchos, con la conquista de lo inútil), optando por reducir la película (literalmente, porque estas secuencias están filmadas en 16mm, en lugar de los 35mm y 70mm de las partes “espaciales”) a momentos familiares llenos de risas y llantos, de crisis, de cigarrillos fumados angustiosamente por la señora Armstrong, todo ello con una estética a mitad de camino entre un alumno de Malick y una parodia de Jonas Mekas. Todo esto no sorprende, puesto que se apoya en dos recursos de guion tan fáciles como enervantes. Primero, el sempiterno y denigrante personaje femenino de “esposa de hombre heroico que intenta devolverle la razón y salvar su familia” que le toca interpretar a Claire Foy. Segundo, la idea de la ausencia y el duelo como forma de modular emocionalmente toda la película, a partir de la trágica desaparición de la hija de los Armstrong, muerta de cáncer con sólo tres años de edad. Pero ese sentimiento claustrofóbico, se encuentra encerrado en otro que, éste sí, es el bueno: el que Chazelle obtiene al filmar el interior de las diferentes cápsulas espaciales, la vibración de cada uno de sus tornillos, la asfixiante proximidad de los otros astronautas. La sensación de que el cuerpo no puede confrontarse al vacío abstracto del espacio sin pasar antes por la oxidada y precaria cercanía concreta de la carcasa que lo transporta. Son casi cincuenta años de distancia los que permiten a Chazelle retratar hoy el entonces más espectacular progreso científico de la aventura humana como una simple chapuza que, sin saber muy bien cómo, “salió bien”. El punto de vista de esta aventura espacial se adapta siempre a la minúscula y absurda perspectiva de sus protagonistas a través de los exiguos ojos de buey de las aeronaves. Y hay que admitir que la primera vez que vemos reemplazarse en ellas el negro del espacio por la superficie gris y llena de acné de la luna, el sentimiento es sobrecogedor. No puede sin embargo Chazelle evitar la tentación de filmar en ese momento la nave desde un punto de vista externo. Normal, hay que guiñar un ojo a Kubrick, y demás. Pero eso rompe la inmensa sensación de soledad que había logrado (y es que todo es una cuestión de punto de vista: en el espacio no hay “nada” donde apoyar una cámara, así que toda película que filme una nave espacial desde lejos, asumo, lo hace desde el punto de vista de Dios, ese mismo que recientemente, Cuarón –Gravity-, Nolan –Interstellar– y, casi durante toda la película, Chazelle, negaron). Esa misma soledad del personaje de Ryan Gosling es quizás la gran contradicción de la película: por una parte, la radical interpretación (algunos dirán simplemente mala, yo no lo creo) del actor desborda todo cliché sobre el héroe solitario y taciturno sacrificado en un afán que le sobrepasa. Sí este hombre es en algo el primero, lo es en crear la figura del “héroe deprimido”. Entiéndase, que es precisamente heroico gracias a su depresión. Más que una figura más o menos astuta, más o menos audaz, más o menos terca, lo que Chazelle y Gosling componen aquí es un caso patológico. En su empeño de cumplir la misión, pese a todo y contra a todo, no parece esconderse nada más que la profunda e irrefrenable necesidad del alma melancólica de sentir la desaparición de todo. Por desgracia, el guion lo torna finalmente en una historia de duelo y redención espiritual, de colmar ese vacío dejado por el hijo muerto. La luna, que podía haber sido la representación de una magnífica pulsión de inexistencia, termina convirtiéndose en una pastilla de prozac gigante. Otra más.
Salir de casa en pantuflas El espectador que se tope con una sinopsis de Transit preguntándose si irá o no a ver la nueva película de Cristian Petzold (Phoenix, Yella, Barbara), seguramente corra el riesgo de asustarse ante esa palabra maldita: “dispositivo”. Porque, en efecto, en Transit hay uno, y muy visible. Éste consiste en que la historia relatada por Anna Seghers en su libro homónimo de 1944 sobre los deportados de paso en Marsella, huyendo del nazismo, en tránsito permanente de país en país, Petzold decidió filmarla en decorados reales, actuales, y sin el menor interés por cualquier tipo de recreación histórica. Pero no queda ninguna duda: los personajes principales lucen ropas posiblemente de época o incluso atemporales, y en sus diálogos queda absolutamente claro que viven en la Marsella de los años 40. Y lo hacen con tal desenvoltura que es un poco como ver a alguien que salió a la calle en pantuflas por error, pero que sigue haciendo su vida como si no pasara nada. Eso es lo primero que debería calmar a ese lector impaciente leyendo la sinopsis: ver a Georg (Franz Rogowski) huyendo de París hasta Marsella suplantando casi sin querer la identidad de un escritor muerto, huyendo de la policía francesa “actual”, tomando coches y taxis actuales, no implica nada de un gesto artificial. Puesto que hay en todo esto algo de teatral (volveremos a ello), podemos decir que estamos en las antípodas de Dogville: si en la película de Lars Von Trier, la desaparición del decorado no hacía sino volverlo presente en permanencia, aquí, la no manipulación del mismo tiende a hacerlo desvanecerse, volverlo realmente extraño y terrible en su fría indiferencia. Gracias a esa naturalidad, se añade algo de tensión constante en cada secuencia, en cada plano, siempre en equilibrio y sin red de seguridad entre la performance, la ficción literaria, el juego teatral y la ilusión cinematográfica. Sentimos el pulso de un cineasta que está constantemente rodando en situación de peligro (y es que ir por la calle en pantuflas tiene su riesgo). Y cuando a esa tensión se va sumando de forma paulatina la del guion, novelesca, romántica, trágica, Petzold obtiene algo así como un maridaje narrativamente perfecto e, incluso, nuevo. Siguiente reflexión para nuestro querido lector, quizá ya algo más dispuesto a salir de casa para ir a ver la película: al desembarazarse de las necesidades plásticas y estéticas de la coherencia histórica (decorados, vestuario, atrezzo) y de la dictadura de lo “verosímil”, Petzold logra algo paradójico, y es que la ocupación y las vidas de estos personajes en fuga permanente nos parecen todavía más terribles puesto que no se representan bajo la sombra terrible del universo estético nazi, convertido hoy casi en un fetiche cinematográfico. Hay algo en cierto modo Tourneriano: al hacer desaparecer al monstruo y sus disfraces, este se introduce casi en las fisuras de los planos. Sobre todo porque hay en realidad un segundo “dispositivo”. Y es que, de forma inopinada, una voz en off empieza a acompañar de tanto en cuanto la historia desde el punto de vista de un personaje al que apenas vemos en la película (el tabernero del Mont Ventoux, bar donde los personajes pasan las horas muertas), logrando que la historia nos parezca contada en un tiempo indeterminado, impregnada a base de contarla en los muros y las calles de la ciudad de Marsella, casi como si estuviéramos viendo una historia de fantasmas del pasado (y que el personaje femenino no esté interpretado por la sempiterna musa del director, Nina Hoss, sino por una Paula Beer que parece estar disfrazada de ella, ser su espectro tan joven como mortuorio, vuelve esta sensación todavía más fuerte). Si este juego tiene algo de teatral, decíamos, es que también lo tiene de brechtiano, por cómo nos interpela de forma directa cada vez que vemos ese mar Mediterráneo contemporáneo, testigo mudo, tanto dentro como fuera del film, de la tragedia de decenas de miles de personas “inexistentes”. En un momento de la película, la policía deporta en un hotel a una sin papeles, ante la mirada pasmada de todos aquellos que no se atreven a ayudar, pero no dejan de contemplar. Y cuándo la voz en off explica que la razón de esa inmovilidad no es otra que la vergüenza, es imposible que no la sintamos nosotros también, de forma íntima.
El filo (visible) de la navaja Con el paso de los años, independientemente de que nos guste o no, entre todas las etiquetas que se le han podido poner (“Genio”, “Artista total”, “Fraude”, “La-pretensión-hecha-cine”), hay una que no se le podrá arrancar a Paul Thomas Anderson, la de “Ambicioso”. El Hilo Fantasma lo es particularmente. Y el riesgo de la ambición es el filo de la navaja en el que sitúa a su espectador, a nivel formal y conceptual. ¿Por encima de esta ambición, para comprenderla y empatizar con ella? ¿O bien por debajo, para fascinarle y dejarle boquiabierto, incluso patidifuso? A nivel conceptual, lo que busca pitiei (como le llaman en EE.UU.) es, ni más ni menos, contar una relación de pareja inédita, la que forman un modisto (Reynolds Woodcock –Daniel Day Lewis–) y su joven protegida (Alma –Vicky Krieps–). Esto genera cierta simpatía, sobre todo en tiempos en los que la crítica gender señala que el cine puede que haya contado ya todo lo que se puede contar sobre las relaciones entre un hombre y una mujer. Sentir que se nos quiere presentar algo inédito, lógicamente, abre perspectivas apetitosas. Sobre todo porque, según la película avanza, somos absolutamente incapaces de saber por qué estos dos personajes están juntos y al mismo tiempo parecen no estarlo o, como dice Alma, en qué consiste esa “distancia entre los dos” que parece totalmente insalvable. La película empieza a desplegar de forma sutil una variedad total de posibilidades sobre esa relación: lo que al principio suponemos es una respuesta dialéctica a la relación de Woodcock con su trabajo (si hace trajes para mujeres, también puede hacer mujeres para trajes), se confunde también con la idea de la musa y con la de la intrusa (Alma resultando visiblemente un elemento perturbador en una casa donde un extraño equilibrio se ha instalado, no sin indicios de perversidad, entre Woodcock y su hermana). Un juego de pistas en el que no sabemos cuál es la falsa, si es que alguna lo es, o bien si todas lo son. Hasta aquí, todo bien. Respecto a la ambición formal, en un primer momento podríamos pensar que PTA se muestra más depurado a nivel puramente plástico y cromático que en Petróleo Sangriento, con momentos deslumbrantes, como cuando Woodcock, febril, imagina a su madre vestida de novia en la habitación. Pero en su conjunto, el americano aprovecha que la película se sitúe en el ambiente al mismo tiempo chic y austero de la Inglaterra de posguerra para desplegar una estética leloucho-kubrickiana de falsa sobriedad (la cámara fijada a un bólido de época atravesando a toda velocidad por la, la cámara en mano con gran angular siguiendo a los personajes entre las habitaciones, los movimientos de cámara que aprovechan cualquier escalera para ponerse en funcionamiento), con un voluntarismo artístico que no logra pasar desapercibido. Así que el filo de la navaja del que hablábamos, en este terreno, se vuelve algo un poco delicado. Y es que a nivel “conceptual” pasa algo parecido. Me explico: como si de una extraña comedia romántica se tratase, el suspense de la película (que lo tiene) se reduce a entender por qué Alma y Woodcock son perfectos el uno para el otro, mientras no dejan de ponerse trabas, atraerse para rechazarse, en un juego dialéctico que termina instaurando en lo romántico algo de política. La ambición de PTA le lleva a abrir totalmente el tema de su película creándose una ilusión muy interesante: que algo aparentemente simple en una pareja nos ofrezca un desafío incomprensible. En definitiva, que sin parecerlo, la película sea más inteligente que nosotros. Casi podríamos añadir: “Como toda buena película”. Pero ahí es donde se torna la navaja y a Anderson le entra un irremediable ataque de woodyallenismo: consiste esto en un síndrome bastante extendido en el cine americano de los últimos treinta años y que podríamos resumir como el deseo de lograr que hasta el más despistado de los espectadores comprenda de qué trata una película aparentemente inteligente, pero haciéndole creer que es gracias a su inteligencia. Esa es la satisfacción que busca PTA y comprendemos entonces que toda esa estructura de falsas pistas, de un tema que se abre hacia algo sumamente oscuro y extraño, no es mucho más que un castillo en el aire y que siempre hubo una pista (un hilo invisible) que fue la buena (y que no es la más interesante), que el objetivo de esa estructura no era tanto introducirnos en la oscuridad del misterio sino hacernos sentir aún más brillantes al comprender que, en el fondo, no había ninguno. De este modo, la parte final de la película, que intentaremos no destripar, vuelca totalmente la ecuación y se sitúa “por debajo” del espectador, que logra recuperar fácilmente todas las pistas sembradas por el camino (“siento que mi madre me mira todo el tiempo pero no me da miedo”, dice él; “Woodcock es como un gran bebé mimado, sólo quiero cuidarlo yo”, dice ella) y reduciendo pues la distancia insondable propuesta al vínculo más básico, simple y previsible imaginable: bajo su aspecto de poder, Woodcock sólo busca alguien que ocupe el lugar de su madre y lo proteja cuando es débil. Alma, por su parte, solo pide que esos momentos de fragilidad lleguen para sentir que su amado depende de ella. En definitiva, ella quiere que “se suelte”, y él solo se “suelta” enfermo y vomitando. Se encontraron con una comilona, se reunirán finalmente con otra (el espectador que la haya visto entenderá). En su primera cita, Woodcock desmaquilla a Alma porque quiere “verla realmente”. Tras su última pelea, irá a buscarla a una fiesta y se limitarán a mirarse de nuevo. Y así sucesivamente. Extrañamente, tampoco es que esto eche a perder totalmente la película (solo la vuelve más ingrata, más simple, y vuelve más intolerable su rebuscado buen gusto estético). Y ello gracias a un talento cómico de PTA (cuya mejor película posiblemente la haya hecho con Adam Sandler, con eso lo decimos todo, y la segunda mejor, Vicio Propio, se acerca claramente a una comedia negra absurda en sus mejores momentos), aliado sobre todo al de Daniel Day Lewis (hay que verle asomar la cabeza en el fondo del plano tras una disputa con Alma para ver si sigue ahí, o jugar con el ridículo de su peinado en sus crispaciones del desayuno). Al menos habrá que reconocerle a PTA no haber puesto su ambición por encima de eso.
El esperma del albaricoque Cuando se adapta una novela al cine, suele ser útil pensar en ella como un cuento, y no como en un gran libro. El que sirve de base para Llámame por tu Nombre relata una historia de amor emergente y que dura el tiempo de un verano, entre Elio, un joven cultivado hijo de arqueólogo y Oliver, un estudiante americano masivo y macizo que se instala, gracias a una beca veraniega, en la soleada casa de campo del norte italiano en la que pasa el verano esta familia cultivada, judía, francesa, americana, italiana y, visiblemente, rica. James Ivory y Luca Guadagnino echan mano con desenvoltura de toda esa armadura conceptual y simbólica, esa forma de añadir temas a los temas y que funciona bien en una novela sólida pero que, en un guion original, habrían resultado pesadas y pedantes. Mitología (una búsqueda arqueológica en un lago, del que se extraen viejas esculturas), religión (Oliver luce una estrella de David en el cuello que el joven Elio no se atreve a ponerse porque su madre dice que el judaísmo “hay que esconderlo”, pero que lucirá orgulloso porque su amado lo hace) y cultural (si los personajes bromean sobre Bach y Litsz, sobre Heidegger y con personajes que hablan de etimología y que se llaman Elio y Oliver (Elio, nombre judío que significa “dios es mi salvación” pero que lógicamente recuerda a Helios, sol ; sol y olivo, creo que no hace falta explicar mucho más…); en resumen (la idea es simple), esas cosas que yacen en el fondo y que un descubrimiento intelectual y sensual pueden hacer emerger (la solución de la adivinanza es obvia: el deseo homosexual, que en varios momentos de la película está puesto en relación con el mundo griego). Del resto, sólo conservan el cuento de un joven Elio descubriendo el sexo, cuento sin moral, sin mitología, sin apelar a nada fuera de la película misma, cuento de su cuerpo, narrado a través de sus juegos, sus giros al caminar, sus escapadas soleadas, sus masturbaciones, incluyendo una en la que, tras arrancar el hueso de un albaricoque, eyacula en su interior. Tras el sol del membrillo… Esta reducción ad adolescens supone que toda la película sigue y se amolda a la perspectiva de su joven personaje, políglota, cultivado, inventivo, brillante aprendiz de piano. Es el riesgo (precisamente masturbatorio) de toda historia de aprendizaje: sólo cuenta de veras aquello que el personaje que debe aprender absorbe e integra durante ese proceso. Todo lo demás fluye a su alrededor resbalándole: la Italia de 1983 en la que se desarrolla la película, con sus historias políticas, la vida de los empleados domésticos, incluso la de sus padres. Lección: la desenvoltura, vuelta sobre uno mismo, roza el dandismo. De ahí que Guadagnino pueda pasar de lo brillante (el plano secuencia el la plaza conmemorativa de la Primera Guerra Mundial en la que Elio confiesa a Oliver no saber gran cosa “sobre las cosas que importan”) a lo cursi (su escapada entre cascadas y verdes montes filmada con publicitarias panorámicas). ¿La solución a este riesgo? El guion. El maduro Ivory (89 años) acude así al rescate del “joven” Guadagnino (46), confirmándose como la verdadera pareja de esta película y salvando la situación: el padre de un Elio devastado tras la obligada separación y toda la mitología que implica el fin del verano, le sienta en el sofá y le da una charla. Cada frase de ese monólogo va destinado a abrir la perspectiva de Elio y la de la película: su historia singular se vuelve, en boca del arqueólogo, universal. Giro emocional de guion que llega de forma perfectamente medida para cerrar la película. La habilidad del actor que interpreta al padre, es de disimular esta intención y hacernos creer que su monólogo no se dirige a nosotros, como es el caso, sino a su hijo. Buen resumen de una película en la que los personajes logran conocerse gracias a la cultura clásica pero que prefiere dirigirse a nosotros con música de Sufjan Stevens.
La banalidad del bien En el último tercio de Sully (2016), el piloto interpretado por Tom Hanks tenía que soportar cómo otros pilotos demostraban mediante simuladores de vuelo que podría haber aterrizado su avión en un aeropuerto sin necesidad de amerizar en el Hudson. Una magnífica conclusión reivindicaba que una historia tiene siempre una forma correcta de relatarse, un tempo, un ritmo, y que éste no puede ser simulado. Sin embargo, al pasar del avión al tren (el Thalys de Amsterdam a París en el que se frustró el atentado de Ayoub El Kahzzani), Eastwood decide algo aparentemente paradójico, pues su película, más que una recreación, es de hecho una especie de simulación. Eso es lo primero que sorprende en esta película, compleja, apasionante, y desde luego mucho más interesante que lo que afirman todos los que la desdeñan por razones ideológicas (cuando es sobre todo en ese terreno en el que se nos ofrece algo único): la diferencia entre “actuar” y “hacer como sí”, que es lo que hacen estos tres americanos interpretándose a sí mismos. Resulta de ello una especie de película-carcasa, un género a mitad de camino entre el cine, la televisión (en el sentido de plató televisivo, donde la gente finge sorprenderse o emocionarse, cosa muy diferente de actuar –y esto debería servir para acabar con el lugar común del “último cineasta clásico”) y la pose, en el mejor sentido de la palabra. Uno de los tres personajes principales, de hecho, parece totalmente obsesionado por su selfie stick, y esa es la única y misma exigencia que les hace Clint Eastwood: la de posar para su cámara. Pero es sobre todo en Francotirador (American Sniper, 2014) que pensamos al ver esta nueva película de Clint Eastwood, sobre todo por la construcción del relato, las constantes idas y venidas entre el pasado de los personajes y el momento decisivo del tren. Unos saltos y unas elipsis que terminan generando en la película una distancia y un desapego que hace que todo ataque ideológico resulte, como poco, precipitado. Por dos razones. La primera, porque al regresar a los distintos episodios de la infancia de los tres protagonistas, Eastwood deja caer con una imparcialidad asombrosa ciertos detalles reveladores sobre los mismos y la vida que llevan: abandonados por la rigurosidad de la escuela católica en la que estudian (o fracasan en el intento, ¡y en la que les proponen tomar medicación!) y criados por unas madres ultra creyentes, empieza a germinar en los niños un interés por las armas y el mundo militar que, independientemente de que Eastwood lo admire o no, nos es mostrado con todo su realismo y su aspecto terrorífico. Una prueba muy simple de la imparcialidad de esta “génesis”: si a mitad de la película los jóvenes protagonistas, en lugar de salvar un tren, acribillasen a tiros a toda su escuela, nada habría cambiado. Pocos cineastas son capaces de mancharse las manos hasta tal punto, de mostrar de forma tan clara una sociedad al borde de la esquizofrenia (como ya hizo Leo McCarey en otra película de injusta mala reputación la anticomunista My Son John, 1952), en la que la materia de la que se construyen los héroes no es otra cosa que el puro caos. Segunda razón: porque ese relato fragmentado, que avanza a golpe de empujones (Eastwood, en estas tres películas, elimina hasta tal punto todo lo superfluo que casi parece que sus películas se sostienen en el aire), contamina el propio devenir de los personajes, convirtiéndose su destino heroico no tanto en algo catártico o milagroso, sino, más bien, inquietante. Hay que ver todas esas secuencias en la que los personajes no viven absolutamente nada especial (Spencer Stone fracasando en su intento por ser militar porque, justamente, su vista carece de profundidad, Alek Skarlatos llegando a Afganistán, donde lo único relevante que le sucede es que pierde una mochila, Anthony Sadler intentando conseguir fotos de cada lugar turístico Europeo). Dos momentos muy importantes tienen lugar en Alemania: Skarlatos va a una taberna donde su padre brindó tras el final de la segunda guerra mundial, pero no sólo no está seguro de la importancia de esa herencia, sino que tampoco parece convencido de que realmente pueda imaginar a qué podría parecerse aquello ; y Sadler y Stone visitando el bunker de Hitler, donde descubren que su suicidio no tuvo lugar en La boca del lobo perseguido por los americanos, sino aquí mismo y perseguido por los rusos (y el guía turístico les canta irónico Springtime for Hitler, de Los Productores de Mel Brooks): un mito (el de los Estados Unidos como nación heroica mundial) que se hunde ante ellos y que tampoco parece preocuparles más de lo necesario. Que todo eso tenga lugar en Alemania puede hacer pensar en Tres Camaradas, película de Frank Borzage (1938) en la que tres jóvenes veían sus vidas unidas para siempre por la Primera Guerra Mundial. Aquí, estos tres fracasados, estas tres carcasas a la deriva, están más bien unidos en la inconsciente e irracional espera de algo abstracto que pueda sucederles un día. No es tanto el destino heroico lo que les une sino el hecho de no sentirse en control de sus vidas, del mismo modo que Clint Eastwood parece dejar hacer que sus películas se construyan solas. Y cuando al fin llega ese momento heroico, éste no produce una descarga de placer vengativo o de “justicieros anónimos”, sino que más bien concretiza esa angustia vital y social latente. Si los tres hacen el bien, y un bien más que considerable (lógicamente, para Eastwood, Daesh está del lado del mal, y que lo asuma tan abiertamente es también, parece ser, razón para crítica), lo hacen de forma absolutamente banal. Y, aunque parezca contradictorio, al contemplarlos podemos sentir algo parecido a lo que Hanna Harendt sintió en Jerusalén en presencia de Adolf Eichmann.