Estamos a 103 años de aquel 1917, penúltimo momento de la primera guerra global, cuando entraron en juego los repartos de territorios colonizados por las grandes potencias desde hacía, por lo menos, 200 años.
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Una profusa filmografía, y lógicamente bibliografía media en este centenario. Grandes películas como Sin novedad en el frente (Milestone, 1930) La gran ilusión (Renoir 1936), Adiós a las armas (Vidor, Huston, 1957), Dr. Zhivago (Lean, 1965), Gallipoli (Weir, 1981). Cientas más.
El jueves 30 de enero se estrena en Buenos Aires la que viene siendo la sorpresa de los últimos meses: 1917, de Sam Mendes realizada sobre guión propio y basado en las historias de su propio abuelo quien, como el protagonista, era un mensajero entre trinchera y trinchera. Ganadora de varios Golden Globe y aspirante al Oscar.
En primer lugar hay que decir que la película de Mendes (Belleza americana) es una película formalmente virtuosa. Es el uso monumental del plano secuencia su elemento más evidente (recuerdan que hace 5 años discutíamos el valor de Birdman en relación también a su estructura de plano secuencia?) y, aunque él mismo reconoció que existen cortes imperceptibles, lo que termina siendo una sensación es la del plano continuo desde el minuto cero al 148, que provoca un gigantesco trompe l´oeil y un realismo extremo. Ese mismo recurso le da también su cuota de extrañeza, pero el seguimiento que hace la cámara de Roger Deakins es obsesivo: esos dos personajes deben cruzar las trincheras peligrosas de la linea Hindenburg, hecho histórico del retiro de los alemanes que dejaban a su paso un territorio devastado, corrían febrero y abril de ese año.
Ojos cerrados en el comienzo, ojos cerrados en el final. Todo parece un sueño, pero la guerra es una pesadilla. No podemos dejar de pensar en eso mientras nos sumergimos hasta el tuétano en el campo de batalla que, no por humeante, oloroso, contrastante, mortal deja de ser bello como ese sublime que no podemos explicar. La motivación que mueve la historia resulta una vertiginosa carrera dirigida a salvar un ejercito de 1600 hombres que van directo a una trampa.
Varios escenarios deben atravesar estos personajes: el túnel apretado lleno de ratas gordas como gatos, la ceniza blanquecina y los cráteres de agua pútrida, la campiña verde, los puentes deshechos sobre el río, las ciudades incendiadas con fuego en el horizonte y sombras amenazantes, las trincheras como avenidas ajustadas. Los alemanes raramente tienen cara y aparecen como si fueran personajes de algún videojuego. Eso sí son maliciosamente traicioneros y deben ser eliminados saltando todos los obstáculos. Hay un momento nocturna en una ciudad francesa destruida donde encuentra el soldado a la única mujer que aparece en la película, un bebé que la hace madre torna esa escena de una sensibilidad que roza el sentimentalismo. Pero como decía, la guerra es una pesadilla.
La dirección de arte y la fotografía están en sintonía con esos pasajes acelerados que el espectador verá pasar con el ritmo de este gran montaje en plano que es 1917, que resulta la gran máquina que la película tiene para ofrecer. Un espectáculo que la pantalla grande ofrecerá con un esplendor seguramente único.