Visual y técnicamente impecable –filmado en un aparente único largo plano secuencia–, este film centrado en una peligrosa misión durante la Primera Guerra Mundial no va mucho más allá de sus indiscutibles logros formales.
Como toda película «prodigiosa», 1917 pone, de entrada, las cartas sobre la mesa. Se anuncia, de algún modo, al mundo. Es, a la vez, una película épica e íntima, grandilocuente y simple, importante y, curiosamente, un tanto intrascendente. En otro contexto, sin esa guerra como escenario, estaríamos hablando de una película técnicamente impactante pero estaría lejos de obtener los reconocimientos que el film de Sam Mendes está obteniendo. ¿Qué quiero decir con esto? Imaginemos que este mismo prodigio de fluidez audiovisual, diseño de producción, vestuario, efectos especiales y sonido esté puesto en función de una thriller de ciencia ficción protagonizada por, digamos, Vin Diesel. ¿Tendría tantos premios, nominaciones, reconocimiento? Seguramente se apreciaría su notable factura pero se la descartaría más allá de los rubros técnicos. Aquí pasa algo parecido. 1917 es, por momentos, un prodigio técnico asombroso, pero a la vez es una película que no tiene demasiado para decir acerca del tema que trata. Como dirían en otra película de las nominadas al Oscar: «Es lo que es».
Y no es poco, convengamos. La película tiene una potencia visual única, un manejo narrativo de los espacios físicos que es fascinante (tiene pocos diálogos y el uso del silencio dramático es por momentos notable) y, más allá de algunos reparos sobre el tema que especificaré más adelante, es irreprochable desde ese punto de vista. Ahora bien. A más de cien años de esa guerra y también con un siglo encima de películas bélicas, ¿qué es lo que tiene para aportar 1917 además de su virtuosismo técnico? Tengo la impresión que poco, muy poco. Sus dos personajes principales son diseñados con mínimos elementos y no es mucho lo que podemos involucrarnos en la película desde un punto de vista, digamos, humano. Si bien es cierto que experimentamos los sucesos desde su lugar y su mirada, más que nada lo hacemos como espectáculo, como carnicería, sin especificidad alguna.
Otras películas, como APOCALYPSE NOW, RESCATANDO AL SOLDADO RYAN o LA DELGADA LINEA ROJA podían ser fascinantes técnicamente pero, a la vez, nos involucraban desde un lugar mucho más íntimo, personal. Entendíamos las ambigüedades de los personajes, sus sacrificios y esfuerzos pero también algunos gestos incómodos, éramos testigos de experiencias no del todo aleccionadoras. 1917 es, dramáticamente hablando, una película un tanto conservadora o tradicional en cuanto a sus personajes. Apenas los define un par de conceptos básicos (sacrificio, heroísmo, responsabilidad, solidaridad, entrega), pero nunca sabemos quiénes verdaderamente son. Es una película bélica que no tiene mucho para decir más que lo que ya sabemos: que la guerra es cruenta y descarnada, que es algo que no debería existir pero que, de todos modos, les agradecemos a nuestros padres, abuelos o bisabuelos que se hayan sacrificado en esa lucha dejando, por usar una metáfora futbolística, «todo en la cancha». No hay nada necesariamente malo en esa serie de ideas, pero Stanley Kubrick ya iba mucho más lejos en 1957, cuando dirigió LA PATRULLA INFERNAL, película que tiene algunos puntos en común con ésta.
La historia que narra 1917 es muy sencilla y quizás por eso –en un tweet– la comparé con un video-game bélico. En medio de la Primera Guerra Mundial, dos cabos ingleses reciben una misión de parte de un general (Colin Firth): cruzar un territorio peligroso y detener un ataque que otro pelotón británico está por hacer ante los alemanes que, supuestamente, se han replegado. El general les dice que se trata de una trampa, que los alemanes los están esperando en su nueva posición para caerles con todo, y que ellos tienen que informar y así evitar esa masacre. Sin medio de comunicación alguno más que darles una carta en papel, a los dos cabos no les queda otra que mandarse en esa misión casi suicida a través de una peligrosa «tierra de nadie» y en el menor tiempo posible. Blake (Dean-Charles Chapman) tiene a su hermano en esa otra división y es el más apurado. Su amigo Schofield (George MacKay), en cambio, parece estar pensando para qué se metió en esto.
La película narra ese recorrido. Y ahí vuelve la idea del video-game. Lo que sigue es una serie de obstáculos –explosiones inesperadas, aguas peligrosas, cadáveres por todas partes, bombardeos enemigos, aviones que sobrevuelan todo el tiempo, ratas de gran tamaño y trincheras, más y más trincheras– que los dos amigos deben recorrer, atravesar y superar para llegar al siguiente nivel. Uno no puede evitar la sensación de estar viendo algo parecido a las misiones de ese tipo de juegos, ya que también suelen estar organizadas a partir de las dos particularidades que distinguen a la película de Mendes: el plano secuencia y el punto de vista subjetivo.
Digamos que el gran llamado de atención del film es que, aparentemente, está narrado en un solo plano continuo a lo largo de sus dos horas de metraje. Es obvio que no es así –hay cortes escondidos y otros que, digitalmente, hoy son muy manipulables–, pero es esa la sensación, la respiración que la película busca transmitir. Si bien no utiliza necesariamente el concepto de tiempo real (debería usarlo, si nos ponemos estrictos), nos mete en el cuerpo de estos dos cabos esquivando balas, cadáveres, ratas y explosiones. El punto de vista no es estrictamente subjetivo tampoco: los personajes son parte de la diégesis del film, aún cuando experimentemos lo que sucede desde su punto de vista. Y, en ese sentido, la película es impactante. Uno no puede más que aplaudir la ingeniería de su construcción formal, lo aceitado del trabajo de equipo que permite la notable fluidez de la película, empezando por el extraordinario director de fotografía Roger Deakins, casi un segundo realizador de 1917.
A veces, es cierto, la magnificencia del «aparato» puede volverse un problema dramático. Uno se queda más tiempo mirando los movimientos de cámara, la coreografía de cuerpos, aviones, elementos naturales y acciones que involucrándose de lleno en lo que sucede. En ese sentido, al no ser demasiado complicado lo que hay para contar, tampoco es que nos perdemos mucho. De hecho, da la impresión que la trama es tan simple y discreta, más que nada, para que no nos distraiga de la proeza técnica, lo cual es exactamente lo contrario a lo que se enseña en los manuales. Quiero pensar que no fue esa la intención de Mendes y de su equipo, sino la de relatar la guerra como experiencia sensorial, pero es inevitable por momentos sentir que la trama en sí está pensada en función del lucimiento de su parafernalia técnica. Los reiterados recorridos por las larguísimas trincheras (¿es posible que siempre la persona a la que hay que encontrar esté al final de todo?) parecen darme la razón. Pero acaso esté siendo demasiado suspicaz.
Admito que, de haber visto 1917 sin tanta expectativa por la súbita cantidad de premios y nominaciones que la película tiene, quizás podía haber apreciado más todo lo fascinante que hay en ella, en lugar de centrarme tanto en lo que, me parece, son sus problemas. La expectativa, en ese sentido, le juega en contra y me parece que lo mejor es reconocerlo. La objetividad en la crítica no existe y así como uno tiene mayor o menor interés en ciertos temas, directores o actores, también es cierto que lo que rodea a una película muchas veces nos termina influyendo a la hora de verla y hasta de analizarla. Es por eso que prefiero por ahora poner en la balanza sus logros y sus problemas, tratar de desmenuzarlos, y volver a ver 1917 dentro de un tiempo, alejado ya de todo el circo que rodea a la temporada de premios. Quizás, quién sabe, termine reconociéndole más valores de los que hoy le puedo encontrar.