“Sam Mendes: vendedor de fantasías módicas”, dice la tarjeta de presentación. Todo el mundo lo conoce por haber filmado algunas películas que se iban enteras en uno o dos golpes de efecto: sátira estadounidense cruel narrada por un muerto, drama psicológico con la pareja de Titanic, ajuste de cuentas de James Bond con su infancia. Todos gimmicks de esos que hacen que uno salga de la sala hablando de la película y que la comente el lunes en la oficina. 1917 lleva la marca de Mendes. Una película de la Primera Guerra Mundial contada en tiempo real y filmada con tomas muy largas. Así se la promocionó, como un prodigio técnico, un lujo de producción: nadie debía ver 1917 sin haber sido informado previamente por el making-of.
Hay guerra, pero esto no es cine bélico: no está el género con sus convenciones, queda apenas el setting para que Mendes y Deakins dispongan su máquina de fabricar bellas imágenes. Suena despectivo, pero en realidad no lo es: 1917 se ve bien, cada plano, cada movimiento reverbera en el sistema visual de la película. En otra época se repetía como un mantra que el cine no podía ser un montón de imágenes lindas (se lo dijo, por ejemplo, de 2001: Odisea del espacio), que hacía falta imponerles un orden, darles una sintaxis, que contar era otra cosa. Pero cualquiera se da cuenta de que los géneros son un arte mayormente olvidado: quedan rémoras, coletazos, “relecturas”: todas maneras de admitir que ya no se sabe cómo narrar de acuerdo con esas reglas. 1917 es en sí misma un acto de renunciamiento, como si se confesara que si ya no podemos imitar estos objetos del pasado, mejor dediquémonos a diseñar otras cosas. Cuesta un poco entrar en el mundo de la película: es verdad que se está todo el tiempo con los protagonistas, que se los sigue a todas partes, pero eso no alcanza, faltan las coordenadas narrativas, el mapa elemental de signos con los que nos acostumbramos a interesarnos por la vida de las personas que vemos en una pantalla. En algún punto, uno se sobrepone a esa carencia y se entrega a la trayectoria: los espacios se suceden unos a otros y aprendemos a disfrutarlos, a distraernos en las singularidades de cada uno, como si el conjunto fuera algo así como un parque temático de la WWI (la idea se la leí a Rodrigo Seijas en un chat de otro sitio). El momento espectacular llega con la noche y los juegos de la fotografía: iluminado por el fuego, Roger Deakins se engolosina y desparrama por todas partes efectos de luces. Se afirma con malicia que 1917 es una película de fotógrafo: no creo, pero la secuencia nocturna sin dudas le pertenece. El recorrido concluye poco después. La película sigue sin tener idea de cómo ordenar las partes. Domina el tono realista, ese que fue impuesto al menos desde Salvando al soldado Ryan: la guerra es cruda y brutal, no ofrece más que horrores sangrientos que borrar cualquier posible patriotismo o ideario. Si queda espacio para algún acto noble, es para el heroísmo individual, al margen de las grandes causas: salvar a un amigo, a un inocente, dar la vida por otro. De acuerdo. Pero Mendes alterna ese registro con algunas actuaciones solemnes que parecen sacadas de otra película: comparen el tono desenvuelto de la mayoría de lo soldados con la efigie que hace Benedict Cumberbatch o con el tono teatral con el que un personaje muere en brazos del otro mientras escupe diálogos de melodrama. Confirmamos, entonces: cuando tiene que narrar (y eso implica cierta idea de conjunto, una mínima conciencia de los propios materiales), la película no tiene mucha idea de lo que hace. Lo que se ve puede ser la confesión de esa imposibilidad, pero también una propuesta a futuro: si no se sabe cómo contar, tal vez se pueda atenuar el cuento y, en su lugar, ofrecer un otra cosa, un viaje, un tour de force visual que disimule un poco todo lo que el cine ya no puede hacer. A falta de algo mejor, Mendes nos pide que nos conformemos con las bellas imágenes.