Banda continua
1917 está llena de paradojas. Cosa que no debería sorprender viniendo del más americano de los directores británicos (¿o habría que decir al revés?), cuya primera y celebrada película se titula Belleza americana, pero que entre James Bonds y este homenaje a su abuelo soldado de la corona en la Primera Guerra Mundial parece casi como si quisiera cubrirse las espaldas ante posibles consecuencias del cada vez más cierto Brexit. Más paradojas: esta filmografía resumida de forma tan grosera no debería hacer olvidar que estamos hablando de un hombre de teatro. Un hombre de teatro que firma aquí un intento de proeza en (más o menos) plano secuencia. Curiosamente, otro británico americanizado fue el primero en concretizar para el gran público la pulsión de evitar el corte con La soga, Alfred Hitchcock. Aquella película, tal y como estaba filmada, creaba una dialéctica perfecta con el teatro, pues a la unidad de escena, acción y tiempo del relato le añadía la (un poco ficticia) unidad de la banda de celuloide en la que se inscribía y que nos lo narraba. Mendes toma el camino exactamente contrario: intentar dar unidad al largo trayecto entre los frentes de dos soldados británicos, incluyendo pérdidas de consciencia que lo interrumpen y trayectos en camión que lo aceleran. Sin embargo, todos sabemos, más allá de las circunstancias y trucajes que abundan en estas películas, desde La soga a 1917 pasando por el El arca rusa de Sokurov, la idea de un solo plano durante toda una película, si éste no se ejecuta con una voluntad casi mecánica o respondiendo a un criterio estructural ajeno (como hacen James Benning, Michael Snow o Sharon Lockhart) sencillamente no existe. Porque, y no hace falta recordar a André Bazin, todo elemento de puesta en escena, todo desplazamiento o gesto de los actores en el encuadre y toda voluntad de significación de la cámara implica un cambio de plano, aun sin corte.
En un diálogo de la película, un personaje dice que una medalla es algo más que un trozo de metal: “también tiene una banda” (“there’s also a ribbon”). Frase que resume, para bien o para mal, la película y su proyecto. Mendes se propone el extraño desafío de contar la Gran Guerra, una pura máquina de muerte al trabajo, sin que el cine la cercene mediante el corte. La guerra es el metal, las balas, pero también algo más, una banda que une a aquellos que participan en ella. De ahí su deseo de contar una situación constantemente imprevisible y no lineal como si fuera una banda continua, fluida. Pero en la carretera ya sabemos lo que significa una banda continua: la prohibición de adelantar, la prohibición de cruzarla. Mendes no puede pues transgredir esa norma autoimpuesta, pero quiere que su máquina avance de forma eficaz, sin renunciar a ningún privilegio de una planificación “normal”. Por ejemplo la cámara deberá alejarse ligeramente de los protagonistas si esta quiere captar un detalle impactante del decorado, u orbitar en torno a los actores si desea crear algo similar a un plano/contraplano o mostrarnos lo que los soldados están mirando en sus manos. Además, entre los momentos fuertes, Mendes se ve obligado a respetar la banda continua y filmar otros menos intensos, de elipsis prohibida; pero por voluntad de eficacia los sobrecarga dramáticamente (por ejemplo mediante una banda sonora que parece un popurrí de motivos de cine épico).
Tal planificación convierte al actor en soldado (pues la interpretación física concuerda un poco más con la del personaje, ese es el lado burlesco de este tipo de películas inmersivas), al operador de cámara en artillero y al director de fotografía en capitán. La puesta en escena se convierte así en una serie de órdenes emitidas por el director, o sea, el General, desde la retaguardia, tras un monitor. De ahí la sensación de ver algo excesivamente coreografiado, carente de vida, preconcebido, con las etapas obligadas del periplo de los soldados apareciéndonos casi como las secuencias de un videojuego en las que la acción se interrumpe para presenciar una secuencia cinemática. Cada vez que se nos anuncia el inminente contacto de los protagonistas con un superior o alguien relevante, sabemos que nos aguarda un cameo o aparición fugaz de una estrella del cine y la televisión británicas (Colin Firth, Andrew Scott, Benedict Cumberbatch o Mark Strong). Las escenas de acción van irremediablemente llegar a una consecuencia visible (si un avión arde en el cielo sabemos que se estrellará dentro del plano, si un soldado lanza una bengala sabemos que la acabaremos viendo finalmente en el fondo del encuadre). El resultado es frágil y por ello casi enternecedor: en la necesaria subasta conceptual en que se ha convertido el cine, Mendes y su “guerra en plano secuencia” parece llegar con demasiado retraso e ingenuidad respecto a Nolan y sus tres temporalidades entrecruzadas en Dunkerque.
Pero esa fragilidad tiene dos cosas singulares, casi genuinas. En primer lugar, los problemas que Mendes tiene que resolver se nos muestran en directo, como si cualquier espectador participase en ellos y pudiese ver fácilmente la solución adoptada. Los cortes, en el cine, esconden la voluntad de la puesta en escena, que aquí se muestra desnuda. Y es así como esta película “inmersiva” evita el riesgo de tomar al espectador por la pechera y forzarle a ver, a “vivir la guerra”, pues hasta la más despreocupada de las personas en la sala se da cuenta de las motivaciones detrás de las decisiones del cineasta. El mejor momento de la película nos muestra a uno de los protagonistas saliendo de la trinchera y corriendo en perpendicular a los soldados británicos a la carga, tropezándose inevitablemente. La cámara le precede, reculando, en ligero picado. Según avanzamos, cada vez más soldados entran en el encuadre. Sabemos que Mendes escoge ese ángulo para mostrarnos a todos esos figurantes corriendo, cayendo. Y sabemos, pues los vemos surgir progresivamente, que son reales, que no se trata de figurantes digitales como en tantas batallas contemporáneas. En cierto modo, queda en esta película un poco de contacto entre el espectador y una realidad de la puesta en escena, cosa cada vez más rara.
Segunda cosa singular: la emoción británica. Lo bueno que tiene el patriotismo británico es que es muy distinto al americano. Son otros símbolos. Aquellos construidos desde el cine inglés de postguerra que cantaba el heroísmo de las pequeñas gentes, como las que veíamos precisamente en Dunkerque, saliendo al rescate en sus botes, mientras Kenneth Brannagh decía emocionado al verles llegar “home” (“hogar”, que el subtitulado español transformaba en “patria”). La motivación de los dos soldados británicos protagonistas es la misma: no la promesa de la gloria, ni de la victoria, ni de la patria, sino el sentimiento de necesitar ayudar a quien está en apuros y compartir su sufrimiento. El gesto más emocionante de la película tiene lugar cuando uno de los dos soldados guarda la foto de la familia de un compañero muerto en la cajita donde él transporta las suyas y la guarda en su pecho. Todos esos kilómetros de acción desplegados de forma “continua” ante los ojos del espectador se reducen entonces al delicado gesto de una mano. Toda una patria encerrada en una cajita.