Mensaje trunco
Con un estupendo trabajo visual, 1917, una de las competidoras en los premios Oscar, termina siendo un ejercicio formal sin demasiado sustento.
El comienzo es casi idílico. El foco de cámara sobre una estereotípica campiña francesa retrocede gradualmente hasta descansar sobre dos soldados entregados a los brazos de Morfeo, uno (izquierda) con el casco filtrando los rayos de sol sobre su cara, el otro (derecha) recostado sobre un árbol y de espaldas a la luz. Su rostro lampiño, inglés, de larga mandíbula y ojos abultados, rasgos que el lápiz de un dibujante podría replicar en dos trazos, está no casualmente más cerca de la cámara. El experimentado director de fotografía Roger Deakins sabe de retratos. La escena, de no ser por los uniformes, podría haber sido una pintura de Andrew Wyeth. Entonces, la patada de un sargento que se muestra de la cintura hacia abajo despierta al primero, el teniente Tom Blake (Dean-Charles Chapman), ordenándole que elija a un compañero para una tarea que le será asignada en el comando de campaña. Quizá por una cuestión de proximidad, Blake despierta al cabo Will Schofield (George MacKay), cuya mirada de desagrado, más que malestar por el despertar, parece proyectar su resistencia al presagio.
Allí empieza un extensísimo plano secuencia que podría rivalizar con El arca rusa, de no ser porque, más de una hora más tarde, un intercambio de disparos apagará la pantalla durante casi un minuto –un lapso que se siente interminable–. Pero el travelling del inicio es devastador. Los soldados dialogan banalidades, como para distraerse del nerviosismo; pasan entre soldados tendiendo ropa, cocinando, cortándose el pelo. Cuando entran a la zona de trincheras, el director Sam Mendes (Belleza americana) nos saca del ensueño al situarnos de lleno en la Gran Guerra. Acá los soldados ya reparan el alambrado, fuman abstraídos o están directamente abatidos sobre las bolsas de arena. Al entrar al comando en penumbras, los recibe el general Erinmore (Colin Firth) y los pone al tanto de la misión. En el Bosque de Croisilles, una milla al sureste del pueblo de Ecoust, hay una formación de 1600 soldados británicos al mando del coronel MacKenzie (Benedict Cumberbacht), listos para avanzar sobre un asentamiento alemán. Lo que MacKenzie no sabe es que la operación es un señuelo de los alemanes que terminará en una masacre. La orden es llegar hasta el campamento para evitarla. Es una misión patriótica, humanística y hasta personal: el hermano de Blake, el teniente Joseph (Richard Madden), es uno de los soldados de esa formación.
Los lazos sanguíneos impulsan a Blake como un cohete por las trincheras. Más soldados jugando a las cartas, durmiendo, malheridos trasladados en camillas, ofuscados por los encontronazos. Blake y Schofield buscan contactos como héroes mitológicos en el laberinto de Creta. El teniente Leslie (Andrew Scott) finalmente les indica por dónde salir al campo que disputa el enemigo. Leslie es irónico, despectivo, pero es el único personaje que expresa algo de cordura, la futilidad de la empresa a la que los sometió el destino. Los recibe con una pregunta para resolver una apuesta insólita (¿qué día es?) y los despide con una bendición de whisky. Les anticipa que verán caballos muertos y cráteres de los que resulta imposible salir. Por las dudas, para saber que no han muerto, les entrega una bengala.
Acabado el monumental despliegue subterráneo, todo su virtuosismo no puede empañar la clásica pregunta. Si ya sabemos que la guerra es mala, inhumana y permite las peores atrocidades de las que el hombre es capaz, ¿qué más puede ofrecer la nueva película de Mendes? En principio, el motivo parece ser una historia familiar. Sólo al llegar los créditos finales nos enteramos de que 1917 está dedicada a la memoria de su abuelo, que combatió en la Gran Guerra y de quien, al parecer, se extrajeron los testimonios que documentaron el guion del mismo Mendes. En segundo –y no menor– lugar, la película parece una inversión de la trama de Rescatando al soldado Ryan (1998). En el clásico de Steven Spielberg, un pelotón encabezado por el capitán John Miller (Tom Hanks) se lanza a la búsqueda del soldado James Ryan (Matt Damon), único sobreviviente de una familia de cuatro hermanos que ha desaparecido tras el desembarco en Normandía. 1917, en cambio, es la odisea de dos hombres por salvar a 1600. Y las citas no acaban allí, porque las desesperadas performances de Chapman, primero, y de MacKay, después, recuerdan a las quijotescas misiones de Hanks en la oscarizada Forrest Gump (1994).
Hablando de Oscar, el film está nominado en ocho categorías para la inminente celebración nº 92 de la Academia, y ninguna pertenece al rubro actoral (ya ganó el Globo de Oro a mejor película y mejor director, entre otras premiaciones menos altisonantes). Los únicos actores de reconocimiento internacional, Firth y Cumberbatch, cumplen roles definitorios con actuaciones que son apenas cameos: el primero como un Josué de la salvación, el segundo como un Kurtz oculto en un lugar inexpugnable, alguien que, según palabras del capitán Smith (Mark Strong), en el fondo “prefiere la guerra”.
La advertencia recién llega a mitad de la película, pero ya en el inicio de la misión se advierte una atmósfera que remite a las tantas adaptaciones de Corazón de las tinieblas. Animales muertos, cuerpos en descomposición, ratas del tamaño de gatos. En realidad, la película de Mendes no aspira a hacer el reverso de Rescatando al soldado Ryan, y mucho menos Apocalypse Now. Simplemente parece caer en sintonía de una manera accidental, llevada por el propio material bélico. La pomposidad de los planos secuencia (en realidad, tomas de nueve minutos empalmadas digitalmente), la espléndida fotografía de Deakins, la reluctancia a la expresión actoral, ocultan una palpable laxitud argumental. Es indudable que en el inicio Mendes tuvo una buena idea, pero al finalizar la película flota la sensación de que no supo desarrollarla.
El verdadero significado del horror de la guerra, por otra parte, queda ausente. En ese sentido, 1917 termina siendo, mal que le pese, apenas un entretenimiento logrado, con suficiente estética para complacer al espectador arty y escenas calibradas para los amantes del género.