Esta no es una película “de guerra”. Sí, transcurre en la Primera Guerra Mundial, en casi 24 horas, pero trata más sobre los efectos que la misma tiene en los protagonistas, dos soldados británicos que ven, cara a cara, el horror, la muerte y la imbecilidad humana.
Mucho se ha hablado y escrito del prodigio cinematográfico que es 1917, a partir de estar contada en plano secuencias, como si todo fuera un sola toma. Pero la película de Sam Mendes es mucho más que eso. Artilugios del marketing, mejor olvidar el armado y no tratar de descubrir cuándo es cada “corte” y empalme de secuencia tras secuencia, para adentrase en la historia y seguir a Schofield y Blake, los soldados con una misión imposible.
Lejos de estar por finalizar la Guerra, ese día de abril de 1917 Blake (Dean Charles Chapman) es despertado en el campo por un superior. Le pide que elija a un compañero. Y quien lo acompañe será Schofield (George MacKay). Desconocen la tarea que le encomendarán, pero cuando se enteran… Ambos deben cruzar las líneas enemigas y entregar un mensaje urgente a las tropas británicas del otro lado. Han cortado la comunicación, y deben avisar que suspendan el ataque previsto para la mañana, porque en verdad es una emboscada de los alemanes. Si el mensaje no llega a tiempo, miles de soldados morirán.
Schofield no está seguro de hacer la misión, pero su amigo de armas, sí: la vida de su hermano está en juego, porque es uno de los oficiales que marcharía, directo, a la masacre.
Mendes, el realizador inglés ganador del Oscar por Belleza americana, y el director de Skyfall, una de las mejores películas del agente 007 de la historia, se basó en un relato que le contó de niño su abuelo. Y para plasmarla en imágenes contó con el director de fotografía Roger Deakins -era habitual colaborador de los hermanos Coen-, que ha hecho mucho más que iluminar las escenas. Piensen que un plano secuencia en movimiento implica abarcar diferentes escenarios, estructuras, sortear obstáculos y la cámara no debe descubrir más que objetos, personajes -cadáveres-, pero ni un atisbo de que se está filmando: ni luces, ni elemento de rodaje.
Y la cámara gira, acompaña, desciende, se apresura con el paso de los combatientes. El uso que hace la dupla Mendes/Deakins permite al espectador sorprenderse con lo que los personajes primero ven, y luego lo hace el público. Se pasa de un plano cerrado a un gran angular. Y el trabajo de la iluminación, y del color, lo hacen ciertamente merecedor de todos los elogios, gane o no el Oscar en su rubro.
Porque lo que logra el realizador de Camino a la perdición y Sólo un sueño, y director de la puesta del revival de Cabaret en el mítico Studio 54 de Nueva York es meter, enfrentar, fundir al espectador en lo que está contando. El trabajo que ha hecho con sus actores es fundamental. Ellos, y no otros, deben manifestar y hacer sentir al público, con sus gestos, sus miradas y hasta sus bromas, el horror que están viviendo.
Mendes, también, no elude los clisés del género, pero los da vuelta o los presenta de manera que engañen al espectador.
Mejor, no contar nada, porque el que cuenta aquí es el relato, a partir de una dirección que se nota ha sido pensada en sus mínimos detalles, sea cómo aparece un avión o en qué momento se escucha el primer graznido de un cuervo devorándose un cuerpo, un despojo humano.